En el balcón situado en la muralla del templo de Zeus, Casandra observaba la ceremonia funeraria de Paris con una creciente sensación de desastre inminente. Cuando el carro apareció en el patio central de Troya (tirado por ocho escogidos lanceros troyanos, no por caballos ni bueyes), con su única carga de un dios condenado, Casandra estuvo a punto de desmayarse.
Helena la sostuvo por el codo.
—¿Qué es eso? —preguntó la griega, su amiga, quien, con Paris, había traído todo aquel dolor y aquella tragedia a Troya.
—Una locura —susurró Casandra, apoyándose contra la pared de mármol, aunque no dejó claro si se refería a su locura, a la locura de sacrificar a un dios, a la locura de toda esa larga guerra o a la locura de que Menelao estuviera abajo en el patio, una locura que había sentido crecer a lo largo de la última hora como una terrible tormenta enviada por Zeus. Ni ella misma sabía lo que pretendía decir.
El dios capturado, retenido no sólo por los barrotes de hierro clavados en el carro sino también por la clara forma oval del campo de fuerza moravec que había logrado atraparlo, se llamaba Dionisos, o Dionisio, hijo de Zeus y Sémele, dios del vino y el sexo y los placeres. Casandra, cuyo señor personal desde la infancia había sido Apolo, el asesino de Paris, había sin embargo comulgado con Dionisos en más de una ocasión íntima. Aquel dios era la única divinidad capturada hasta entonces en combate desde el inicio de la nueva guerra. Había sido sometido por el divino Aquiles, la magia moravec había anulado su capacidad de teletransporte cuántico, el astuto Odiseo lo había convencido para que se rindiera y el campo de fuerza producido por el moravec que ahora titilaba a su alrededor como ondas de calor un día de verano lo controlaba.
Dionisos era poco imponente para tratarse de un dios: bajo de estatura, de apenas metro ochenta, pálido, regordete incluso para los cánones mortales, con una masa de rizos dorados y un esbozo de barba adolescente.
El carro se detuvo. Héctor abrió la jaula y atravesó con la mano el campo de fuerza semipermeable para arrastrar a Dionisos hasta el primer escalón de la pira. Aquiles también agarró por el cuello al pequeño dios.
—Deicidio —susurró Casandra—. Locura y deicidio.
Helena y Príamo y Andrómaca y el resto de los presentes en el balcón la ignoraron. Todos los ojos estaban fijos en el pálido dios y en los dos mortales, más altos y broncíneos, que tenía a cada lado.
A diferencia de la voz meliflua del oráculo Heleno, que se había perdido en el frío viento y los murmullos de la multitud, el vibrante grito de Héctor llegó hasta el abarrotado centro de la ciudad y reverberó en las altas torres y murallas de Ilión; probablemente era también claramente audible en la cima del monte Ida, situado varios kilómetros al este.
—Paris, amado hermano, estamos aquí para decirte adiós y decirlo de un modo que nos oigas incluso allí donde resides ahora, en las profundidades de la Casa de los Muertos.
»Te enviamos dulce miel, raro aceite, tus caballos favoritos y tus perros más leales... y ahora te ofrezco a este dios del Olimpo, hijo de Zeus, cuya grasa alimentará las ansiosas llamas y acelerará el viaje de tu alma camino del Hades.
Héctor desenvainó la espada. El campo de fuerza fluctuó y desapareció, pero Dionisos permaneció encadenado de pies y manos.
—¿Puedo hablar? —dijo el pálido diosecillo. Su voz no llegó tan lejos como la de Héctor.
Héctor vaciló.
—¡Dejad hablar al dios! —gritó el oráculo Heleno desde el lugar que ocupaba junto a Príamo en el balcón del templo de Zeus.
—¡Dejad hablar al dios! —gritó el oráculo aqueo Calcas desde su lugar junto a Menelao.
Héctor frunció el ceño pero asintió.
—Di tus últimas palabras, hijo bastardo de Zeus. Pero aunque sean una súplica a tu padre, no te salvarán hoy. Nada te salvará. Eres combustible para la pira de mi hermano.
Dionisos sonrió, pero su sonrisa fue trémula: trémula para un mortal, más para un dios.
—Troyanos y aqueos —exclamó el grueso diosecillo de barba insignificante—. No podéis matar a uno dios inmortal. Nací del vientre de la muerte, idiotas. Como niño-dios, hijo de Zeus, mis juguetes fueron aquellos profetizados como los juguetes del nuevo amo del mundo: dados, pelota, trompo, manzanas de oro, bocina y lana.
»Pero los titanes, a quienes mi padre había derrotado y arrojado al Tártaro, el infierno subterráneo, el reino de pesadilla situado bajo el reino de los muertos donde flota ahora vuestro hermano Paris como un pedo olvidado, vinieron con las caras blanqueadas con tiza como espíritus de los muertos y me atacaron con sus manos blancas y desnudas y me cortaron en siete trozos y me arrojaron a un caldero que se alzaba sobre un trípode colocado sobre un fuego mucho más caliente que esta débil pira que habéis construido aquí hoy.
—¿Has terminado? —preguntó Héctor, alzando la espada.
—Casi —dijo, la voz más alegre y más fuerte, su poder resonando en las lejanas paredes que habían devuelto antes el grito de Héctor—. Me hirvieron y luego me asaron sobre el fuego en siete hogueras, y el olor de mi comida fue tan delicioso que atrajo a mi padre, el propio Zeus, al festín de los titanes. Esperaba ser invitado a la cena, pero cuando vio mi cráneo de niño en el fuego y mis manos de niño en el guiso, atacó a los titanes con sus rayos y los devolvió al Tártaro, donde han residido aterrorizados los miserables hasta el día de hoy.
—¿Es eso todo? —dijo Héctor.
—Casi —respondió Dionisos. Alzó el rostro hacia el rey Príamo y los miembros de la familia real. La voz del diosecillo era ahora el bramido de un toro—. Otros dicen que mis miembros hervidos fueron arrojados a la tierra, donde Deméter los reunió... y así llegaron al hombre las primeras parras que os surten de vino. Sólo uno de mis infantiles miembros sobrevivió al fuego y la muerte, y Palas Atenea llevó ese miembro a Zeus, quien confió mi kradiaios Dionisos a Hipta, el nombre asiático de la Gran Madre Reaso, para que pudiera llevarlo en la cabeza. Mi padre usó ese término en broma, kradiaios Dionisos, ya que kradia, en la antigua lengua, significa «corazón» y krada significa «higuera», así que...
—Ya basta —exclamó Héctor—. Parlotear no prolongará tu vida de perro. Termina en diez palabras o menos, o yo terminaré por ti.
—Cómeme —dijo Dionisos.
Héctor blandió su gran espada con ambas manos y decapitó al dios de un solo golpe.
La multitud de troyanos y griegos jadeó. Todas las filas congregadas dieron un paso atrás. El cuerpo sin cabeza de Dionisos permaneció allí de pie, en la plataforma inferior, varios segundos, tambaleándose pero todavía erguido, hasta que de pronto se desplomó como una marioneta con los hilos rotos. Héctor agarró la cabeza caída, la boca aún abierta, la alzó por la escasa barba y la arrojó a la pira funeraria, tan alto que aterrizó entre los cadáveres de los caballos y los perros.
Usando luego la espada a modo de hacha, Héctor dio un paso atrás y cercenó los brazos de Dionisos y luego las piernas y después los genitales. Arrojó cada pedazo a un lugar distinto de la pira. Tuvo, no obstante, cuidado de no arrojarlos demasiado cerca del catafalco de Paris, pues él y los demás tendrían luego que rebuscar entre las cenizas para separar los reverenciados huesos de Paris de la indigna basura ósea de los perros, los caballos y el dios. Finalmente, Héctor cortó el torso en docenas de pequeños trozos carnosos y echó la mayoría a la pira y algunos a la jauría de perros supervivientes, a quienes los hombres que los sujetaban en la procesión funeraria habían soltado por la plaza.
Mientras los últimos trozos de hueso y cartílago eran reducidos a pedazos, una nube negra brotó de los penosos restos del cadáver de Dionisos, alzándose como un remolino de invisibles insectos negros, como un pequeño ciclón de negro humo, tan espeso que durante unos segundos el propio Héctor tuvo que detener su sombría labor y apartarse. La multitud, incluso las filas de infantería troyana y los héroes aqueos, también retrocedió. Las mujeres de la muralla gritaron y se cubrieron la cara con los velos que tenían en las manos.
Cuando la nube desapareció, Héctor arrojó los últimos pedazos de carne rosada y blancuzca a la pira y de una patada lanzó la caja torácica y la espina dorsal entre los haces de madera amontonada. Luego se despojó de su peto de bronce ensangrentado y permitió que sus ayudantes se llevaran la armadura manchada. Un esclavo trajo una bacina de agua y el alto guerrero se lavó los brazos, las manos y la frente, y aceptó luego de otro esclavo una toalla limpia.
Una vez aseado, vestido sólo con túnica y sandalias, Héctor alzó el cuenco dorado lleno de mechones recién cortados de pelo para el luto, subió los anchos escalones hasta la cima de la pira, donde descansaba el catafalco en su plataforma de resina y madera, y vertió el pelo de los seres queridos, amigos y camaradas de su hermano sobre la mortaja. Un corredor (el corredor más rápido de los juegos de la historia reciente de Troya) entró por las puertas Esceas con una antorcha, cruzó la multitud de guerreros y espectadores (una multitud que se abrió para dejarle paso) y subió los anchos escalones de la plataforma hasta el lugar donde Héctor esperaba.
El corredor le tendió a Héctor la fluctuante antorcha, hizo una reverencia y bajó de espaldas los escalones, sin incorporarse.
Menelao alza la cabeza cuando una nube oscura aparece en el cielo.
—Febo Apolo ensombrece el día —susurra Odiseo.
Un frío viento sopla del oeste cuando Héctor deja caer la antorcha entre los maderos empapados de grasa y resina, bajo el catafalco. La madera humea, pero no arde.
Menelao, que siempre ha sido más excitable en batalla que su hermano Agamenón o que muchos otros de los más fríos guerreros y más grandes héroes griegos, siente que su corazón empieza a latir con fuerza mientras se aproxima el momento de pasar a la acción. No le importa mucho que tal vez sólo le queden instantes de vida, mientras esa perra Helena caiga gritando al Hades antes que él. Si Menelao, hijo de Atreo, se sale con la suya, la mujer será arrojada al más profundo infierno del Tártaro donde los titanes de quienes hablaba el dios muerto Dionisos aún gritan y se revuelven llenos de desesperación y dolor.
Héctor hace un gesto y Aquiles acerca dos rebosantes copas a su antiguo enemigo y luego vuelve a bajar los escalones. Héctor alza las copas.
—¡Vientos del Oeste y el Norte —exclama con las copas alzadas—, ardiente Céfiro y Bóreas de fríos dedos, venid con fuerte ráfaga y encended la pira donde yace Paris de cuerpo presente, con todos los troyanos e incluso los honorables argivos llorando a su alrededor! ¡Ven, Bóreas, ven, Céfiro, ayudadnos a encender esta pira con vuestro aliento y os prometo espléndidas víctimas y generosas y rebosantes copas de libación!
—Esto es una locura —le susurra Helena a Andrómaca en el balcón superior—. Una locura. Nuestro amado Héctor invocando la ayuda de los dioses, a quienes combatimos, para que quemen el cadáver del dios que acaba de sacrificar.
Antes de que Andrómaca pueda responder, Casandra se ríe en voz alta entre las sombras, dirigiendo ceñudas miradas a Príamo y los ancianos que lo rodean.
Casandra ignora las miradas de reproche y le susurra a Helena y Andrómaca:
—Locura, sssí. Osssss dije que todo era locura. Es locura lo que Menelao planea, Helena: tu muerte, dentro de un instante, no menos sangrienta que la de Dionisos.
—¿De qué estás hablando, Casandra? —el susurro de Helena es áspero, pero se ha puesto muy pálida.
Casandra sonríe.
—Estoy hablando de tu muerte, mujer, dentro de unos minutos, pospuesta sólo por la negativa de un cadáver a arder.
—¿Menelao?
—Tu digno esposo —ríe Casandra—. Tu antiguo y digno esposo. El que no se pudre ahora como carbón en una pila de leña. ¿No oyes la respiración entrecortada de Menelao mientras se prepara para abatirte? ¿No hueles su sudor? ¿No escuchas los latidos de su oscuro corazón? Yo sí.
Andrómaca se aparta y da un paso hacia Casandra, dispuesta a conducirla al interior del templo, donde nadie pueda oírla ni verla.
Casandra vuelve a reírse y muestra una daga corta pero muy afilada que lleva en la mano.
—Tócame, perra, y te abriré como abriste a ese bebé esclavo que dijiste que era tu propio hijo.
—¡Silencio! —susurra Andrómaca. Sus ojos de pronto se llenan de furia.
Príamo y los otros ancianos se vuelven y fruncen de nuevo el ceño. Obviamente su senil semisordera no les ha permitido distinguir las palabras, pero el tono furioso, en susurros y siseos, debe resultarles inconfundible.
A Helena le tiemblan las manos.
—Casandra, tú misma me has dicho que todas tus predicciones de tantos años anunciando calamidades eran falsas. Troya aguanta, meses después de que predijeras su destrucción. Príamo está vivo, no muerto, en este mismo templo de Zeus como profetizaste. Aquiles y Héctor viven, cuando durante años dijiste que morirían antes de que cayera la ciudad. Ninguna de las mujeres ha sido arrastrada a la esclavitud como predijiste, ni tú a la casa de Agamenón (donde nos dijiste que Clitemnestra asesinaría al gran rey además de a ti y a tus hijos), ni Andrómaca a...
Casandra echa atrás la cabeza en un silencioso aullido. Bajo ellas, Héctor sigue ofreciendo sacrificios y vino con miel a los dioses de los vientos si encienden la pira de su hermano. De haberse inventado ya el teatro, a los espectadores el drama les parecería más bien una farsa.
—Todo eso se perdió —susurra Casandra, cruzándose el antebrazo con el filo de su daga. La sangre mana de su pálida carne y gotea sobre el mármol, pero no la mira. Sus ojos están fijos en Andrómaca y Helena—. El antiguo futuro ya no existe, hermanas. Los Hados nos han abandonado. Nuestro mundo y su futuro han dejado de existir, y otro ha cobrado vida, otro extraño kosmos. Pero la maldición de la segunda visión que me dio Apolo no me ha abandonado, hermanas. Menelao correrá hacia aquí dentro de unos segundos y hundirá su espada en tu hermoso pecho, Helena de Troya. —Escupe las últimas tres palabras con sarcasmo.
Helena agarra a Casandra por los hombros. Andrómaca logra quitarle el cuchillo. Juntas, las dos empujan a la joven entre las columnas y las sombras del interior del templo de Zeus. La joven clarividente se apretuja contra la balaustrada de mármol, mientras las otras dos mujeres mayores se alzan sobre ella como Furias.
Andrómaca acerca la hoja a la pálida garganta de Casandra.
—Hace años que somos amigas, Casandra —susurra la esposa de Héctor—, pero una palabra más, loca, y te cortaré la garganta como a un cerdo en el matadero.
Casandra sonríe.
Helena pone una mano sobre la muñeca de Andrómaca (aunque es difícil decir si para contenerla o para contribuir al asesinato) y la otra sobre el hombro de Casandra.
—¿Va a matarme Menelao? —susurra al oído de la atormentada vidente.
—Dos veces vendrá por ti hoy, y las dos veces se verá frustrado —susurra Casandra con voz átona. Sus ojos no enfocan a ninguna mujer. Su sonrisa es un rictus.
—¿Cuándo vendrá? ¿Y quién lo frustrará?
—Primero cuando la pira de Paris se encienda —dice Casandra, su tono tan plano y desinteresado como si recitara de un viejo libro infantil—. Y después cuando la pira de Paris se apague.
—¿Y quién lo frustrará? —repite Helena.
—Primero Menelao será detenido por la esposa de Paris —dice Casandra. Tiene los ojos en blanco—. Luego por Agamenón y por la que quiere ser la futura asesina de Aquiles, Pentesilea.
—¿La amazona Pentesilea? —dice Andrómaca, tan sorprendida que su voz resuena en el templo de Zeus—. Está a mil kilómetros de aquí, igual que Agamenón. ¿Cómo van llegar cuando se apague la pira funeraria de Paris?
—Calla —susurra Helena. A Casandra, cuyos párpados aletean, le dice—: Dices que la esposa de Paris impide que Menelao me asesine cuando se encienda la pira. ¿Cómo puedo hacerlo? ¿Cómo?
Casandra se desploma en el suelo, exánime. Andrómaca guarda la daga en los pliegues de su túnica y abofetea varias veces a la joven, con fuerza. Casandra no despierta.
Helena da una patada al cuerpo caído.
—Que los dioses la maldigan. ¿Cómo voy a impedir que Menelao me asesine? Puede que falten minutos para...
Fuera del templo se alza el clamor de los troyanos y aqueos que abarrotan la plaza. Ambas mujeres oyen el chisporroteo y el rugido.
Los vientos han entrado obedientes por las puertas Esceas. La madera y la leña han capturado la chispa. La pira se enciende.