40

Más tarde, Daeman no estuvo seguro de cuándo había decidido robar uno de los huevos.

No fue mientras se deslizaba por la cuerda hasta el suelo del cráter de la cúpula, ya que estaba muy ocupado descolgándose y tratando de que no lo vieran para planear nada.

No fue mientras se escabullía por el suelo caliente y resquebrajado del cráter, ya que su corazón resonaba demasiado fuerte durante aquella carrera para pensar en nada excepto en alcanzar la fumarola donde había visto los huevos. Dos veces vio grupos de calibani corriendo junto a los respiraderos más cercanos y, ambas veces, Daeman se arrojó al suelo y permaneció quieto hasta que continuaron con sus asuntos en el principal nido de Setebos. El suelo del cráter estaba tan caliente que le hubiese quemado las manos de no haber llevado la termopiel bajo la ropa. De todas formas, un minuto tumbado boca abajo le chamuscó la camisa y los pantalones. Corrió hacia delante hasta ponerse junto a la fumarola; se agazapó, jadeando por el calor: las paredes de la fumarola tenían unos seis metros de altura, pero eran ásperas, del mismo hielo azul que todo lo demás. Daeman encontró suficientes asideros para escalar sin tener que usar sus piolets.

La fumarola (un cráter siseante dentro del cráter mayor, uno de las docenas que había dentro de la cúpula-catedral) estaba llena de cráneos humanos. Estaban tan calientes que algunos brillaban rojos incluso mientras los vapores sulfurosos siseaban a su alrededor y se alzaban en el aire pestilente. Al menos el vapor y el humo ofrecieron a Daeman cierta cobertura cuando se dejó caer sobre el montón de cráneos y contempló los huevos de Setebos.

Ovalados, de un gris pálido, latían con energía o vida interna. Tenían unos tres palmos de longitud. Daeman contó veintisiete en aquel nido. Además de por el montón de cráneos calientes, los huevos estaban rodeados por un anillo de pegajoso moco azul grisáceo. Daeman se acercó a rastras, rozando con dedos y pies los cráneos, y contempló el alto montículo de huevos tan de cerca como pudo sin levantar la cabeza por encima del borde del cráter de la fumarola.

Los cascarones eran finos, cálidos, casi transparentes. Algunos brillaban ya con fuerza, otros sólo tenían un resplandor blanco en el centro. Daeman tendió la mano y torpemente tocó uno: un calor medio, una extraña sensación de vértigo como si alguna inestabilidad dentro del huevo mismo fluyera a través de su dedo cubierto por la termopiel. Trató de levantar uno y descubrió que pesaba unos diez kilos.

«¿Y ahora qué?»

Ahora tenía que iniciar la retirada, subir por la cuerda, salir por los túneles de vuelta a la zanja de la avenida Daumesnil y regresar al faxnódulo del León Protegido. Tenía que informar de todo aquello a los de Ardis lo antes posible.

«Pero ¿qué sentido tenía venir hasta aquí y exponerse a ser descubierto en el fondo del cráter sin llevarse un recuerdo?»

Hizo sitio para el huevo sacándolo todo de la mochila menos las saetas de repuesto para la ballesta. Al principio no entraba, pero al empujarlo suave pero insistentemente consiguió hacer pasar el ancho centro del óvalo por la abertura y colocar las flechas alrededor. «¿Y si se rompe?» Bueno, tendría la mochila hecha una porquería, pensó, pero al menos sabría qué había dentro de aquellas malditas cosas.

«No quiero romper un huevo aquí, tan cerca de Setebos y los calibani. Lo inspeccionaremos en Ardis.»

«Amén», pensó Daeman. Le costaba mucho trabajo respirar. Había llevado puesta la máscara de ósmosis todo el tiempo, pero los vapores sulfurosos de la fumarola y el calor abrumador lo mareaban. Sabía que de haber entrado en la cúpula sin la termopiel ni la máscara se hubiese quedado inconsciente hacía mucho. Allí el aire era venenoso. «Entonces, ¿cómo respiran los calibani?»

«Al demonio con los calibani», pensó Daeman. Esperó hasta que el vapor y los humos fueron densos como humo verde y se deslizó por el lado de la fumarola, dejándose caer los últimos tres metros. El huevo se agitó en la mochila y trastabilló.

«Tranquilo, tranquilo.»

—¡Dice, lo que Él odia se consagra, todos vienen a celebrarte a Ti y tu Estado! ¡Piensa, lo que yo odio se consagra para celebrarlo a Él y lo que Él odia!

El cántico-himno de Calibán se oía mucho más fuerte allí abajo. De algún modo la acústica de la gigantesca cúpula-catedral amplificaba y dirigía la voz del monstruo. Eso, o Calibán estaba más cerca.

Tras correr agachado, apoyándose en una rodilla cada vez que algún atisbo de movimiento asomaba entre los vapores cambiantes, Daeman recorrió los cien metros que lo separaban de la cuerda que aún colgaba del balcón de hielo azul. La miró, aturdido.

«¿En qué estaba pensando? Debe haber veinte metros hasta ese balcón. Nunca podré escalar esa altura... no con este peso a la espalda.»

Daeman buscó otro túnel de entrada. El más cercano estaba a noventa o cien metros a su derecha, tras la curva de la pared de la cúpula, pero lo taponaba el enorme brazo-tallo de una de las manos reptantes de Setebos.

«Esa mano está ahí arriba en los túneles de hielo, esperándome... con las otras.» Vio entonces los otros brazos-tallo en las aberturas de los túneles, la viscosa carne gris de los tentáculos casi obscena en su húmeda fisicidad. Algunos se alzaban nueve o diez metros por la pared curva, colgando como túbulos carnosos, otros se rebullían visiblemente en una especie de peristalsis mientras las manos tiraban de más brazos-tallo.

«¿Cuántas manos y brazos tiene este cerebro hijo de puta?»

—¿Crees que con el final de la vida el dolor acabará? ¡No así! Él acosa a enemigos y festeja a amigos. ¡Hace lo que quiere en esta nuestra vida, sin dar respiro a menos que muramos con dolor, guardando el último dolor para lo peor!

Era escalar o morir. Daeman había perdido más de veinte kilos en los últimos diez meses y convertido en músculo parte del peso, pero deseó haber acudido a la pista de obstáculos que Nadie había montado en el bosque situado tras la muralla norte de Ardis todos los días de los diez últimos meses y levantado pesas en su tiempo libre.

—Al carajo —susurró Daeman. Saltó, agarró la cuerda, pasó alrededor las piernas, subió la mano izquierda y empezó a auparse, avanzando cuando podía, descansando cuanto tenía que hacerlo.

Fue lento. Agónicamente lento. Y la lentitud era lo menos importante de la agonía. A un tercio del ascenso creyó que no podría conseguirlo: probablemente no tendría fuerzas ni siquiera para seguir colgado mientras se deslizaba hacia abajo. Pero si saltaba, el huevo se rompería. Lo que quiera que hubiese dentro, se desparramaría. Y Setebos y Calibán lo sabrían de inmediato.

A Daeman le dio la risa y rió hasta las lágrimas, hasta que se nublaron las lentes transparentes de la capucha de la máscara de ósmosis. Oía su respiración entrecortada. Notó la termopiel tensándose mientras se esforzaba por enfriarlo. «Vamos, Daeman, ya casi has recorrido la mitad. Otros cuantos palmos y podrás descansar.»

No descansó tres metros más arriba. No descansó seis metros más arriba. Daeman sabía que, si intentaba quedarse allí colgado, si se detenía a envolver la cuerda alrededor de sus manos para descansar no podría volver a moverse.

Una vez la cuerda giró sobre su asidero y Daeman jadeó, el corazón en la garganta. Ya había recorrido más de la mitad de los veinte metros de cuerda. En una caída se rompería un brazo o una pierna y se quedaría lisiado en el humeante y siseante fondo del cráter.

La cuerda aguantó. Daeman permaneció allí colgado un minuto, sabiendo lo visible que resultaba a cualquier calibani que estuviera a ese lado del cráter. Quizás en aquel mismo momento había docenas de criaturas allí abajo, esperando que cayera sobre sus escamosos brazos. No miró para comprobarlo.

«Otros cuantos palmos.» Daeman alzó el brazo, dolorido y tembloroso, envolvió la cuerda con su palma y se aupó, buscando tracción con rodillas y talones. Otra vez. Otra. No se permitió ninguna pausa. Otra.

Finalmente, no pudo seguir escalando. Había agotado sus energías. Se quedó allí colgado. Le temblaba todo el cuerpo. El peso de la ballesta y el huevo gigantesco en su mochila tiraban de él hacia atrás, desequilibrándolo. Sabía que iba a caerse de un momento a otro. Parpadeando desesperado, Daeman soltó una mano para limpiarse el vaho de las lentes de su termopiel.

Estaba en el saliente del balcón, a un palmo por debajo del borde.

Un impulso imposible y llegó arriba, se aupó, se quedó tumbado boca abajo, sobre el asidero, sobre la cuerda, despatarrado en el balcón de hielo azul.

«No vomites... ¡no vomites!» El vómito lo ahogaría en su propia máscara de ósmosis o tendría que quitársela para hacerlo y los vapores lo dejarían inconsciente en cuestión de segundos. Moriría allí y nadie sabría siquiera que había podido escalar veinte metros de cuerda (no, más, tal vez treinta), él, el rechoncho Daeman, el niño gordito de Marina, el chico que no podía hacer ni una sola flexión en las pistas de buckycarbono.

Poco después, Daeman recuperó totalmente la conciencia y se ordenó ponerse de nuevo en marcha. Recogió la ballesta, se aseguró de que aún estaba amartillada y cargada, le quitó el seguro. Estudió el huevo: latía más blanco y brillante que antes, pero aún estaba de una pieza. Aseguró los piolets en su cinturón y recogió los metros de cuerda. Era absurdamente pesada.

Se perdió en los túneles. Atardecía cuando entró, los últimos rayos de luz se filtraban a través del hielo azul, pero ahora era ya noche cerrada y la única iluminación procedía de las descargas eléctricas amarillas que brotaban del tejido vivo que lo rodeaba: Daeman estaba seguro de que el hielo azul era orgánico, parte de Setebos.

Había dejado señales de tela amarilla en las intersecciones, clavadas en el hielo, pero debió saltarse una y se encontró de pronto arrastrándose por nuevas intersecciones, túneles que nunca había visto antes. En vez de darse la vuelta (el túnel era demasiado estrecho para hacerlo y tenía miedo de reptar hacia atrás), escogió el túnel que parecía subir y siguió arrastrándose.

Dos veces el túnel escogido terminaba o caía bruscamente hacia abajo y tuvo que regresar a la intersección. Finalmente un túnel subía y se ensanchaba. Con inmenso alivio, Daeman se puso de pie y empezó a subir por la suave rampa de hielo con la ballesta en las manos.

Se detuvo de repente, tratando de controlar sus jadeos.

Había una intersección a menos de tres metros por delante, otra a diez metros por detrás, y de una o de la otra, o de ambas, le llegó el sonido de un roce.

«Calibani», pensó, sintiendo el terror como el frío del espacio colarse por la termopiel. Entonces se le ocurrió una cosa que lo dejó todavía más helado: «Una de las manos.»

Era una mano. Más larga que Daeman, gruesa en el centro, que se arrastraba sobre unas uñas que emergían de la carne gris como veinticinco centímetros de acero afilado, con negros pelos aserrados en los extremos de los dedos para agarrarse al hielo. La mano pulsátil llegó al cruce que había a menos de tres metros de Daeman y se detuvo allí, la palma levantada: el orificio en el centro de esa palma se abrió y se cerró visiblemente.

«Me está buscando —pensó Daeman, sin atreverse a respirar—. Siente el calor.»

No se movió, ni siquiera para alzar la ballesta. Todo dependía de la ajada y vieja termopiel. Si irradiaba calor, la mano se le echaría encima en un milisegundo. Daeman hundió la cara en el suelo de hielo, no por miedo, sino para enmascarar cualquier emisión de calor que pudiera filtrarse por su máscara de ósmosis.

Hubo un fuerte roce y, cuando Daeman alzó la cabeza, vio que la mano había seguido por el túnel de la derecha. El carnoso brazo-tallo llenaba el túnel, casi bloqueaba la intersección.

«Que me aspen si voy a retroceder», pensó Daeman. Se arrastró hasta la intersección moviéndose lo más silenciosamente que pudo.

El brazo-tallo se deslizaba por el cruce; cien metros habían pasado ya pero parecía interminable. Daeman ya no oía el roce de la mano.

«Probablemente ha rodeado los túneles y ahora la tengo detrás.»

—¡Escucha! ¡Blanca llamarada... la cabeza de un árbol se quiebra... y allí, allí, allí, allí, sigue Su trueno! ¡Necio entregarte a Él! ¡Ah! ¡Túmbate y ama a Setebos!

El cántico de Calibán, apagado por la distancia y el hielo, subía hacia él a través del túnel.

Apenas a unos centímetros del brazo-tallo deslizante, Daeman sopesó las posibilidades.

El túnel tenía unos dos metros de anchura y otros dos de altura. El brazo-tallo llenaba la anchura de la intersección y el túnel... al menos dos metros, comprimido por el hielo azul, pero era más ancho que alto. Había al menos un metro de aire entre la parte superior de la interminable masa deslizante y el techo del túnel. Al otro lado, el túnel que Daeman había seguido se ensanchaba y ascendía gradualmente hacia la superficie. A través de la termopiel, le pareció poder sentir un movimiento de aire del exterior. Tal vez sólo estuviera a unos pocos metros de la superficie.

«¿Cómo dejar atrás el brazo-tallo?»

Pensó en los martillos de hielo. Inútiles, no podía colgar del techo y cruzar esos dos metros. Pensó en regresar al laberinto por el que había estado arrastrándose durante lo que habían parecido horas, y descartó ese pensamiento de su mente.

Tal vez el brazo-tallo pase de largo. Ese pensamiento le mostró lo cansado que se encontraba, lo estúpido que era. Esta cosa terminaba en la masa-cerebro que era Setebos, que estaba a casi dos kilómetros de distancia en el centro del cráter.

Va a llenar todos estos túneles de brazos y manos reptantes. ¡Me está buscando!

Una parte de la mente de Daeman advirtió que el pánico puro sabía a sangre. Entonces se dio cuenta de que se había mordido el interior de la mejilla. Tenía la boca llena de sangre, pero no tenía tiempo para retirar la máscara de ósmosis y escupir, así que se la tragó.

Al diablo.

Daeman se aseguró de que tenía puesto el seguro y entonces lanzó la pesada ballesta por encima de la masa rebullente del brazo-tallo. No alcanzó la viscosa carne gris por unas pulgadas y cayó al hielo del túnel al otro lado. La mochila y los huevos fueron más difíciles.

Se romperá. Se abrirá y el brillo lechoso de dentro, (es más brillante ahora, estoy seguro de que es más brillante), se desparramará y será una de esas manos, pequeñita y rosada en vez de gris, y su orificio se abrirá y la manecita gritará y gritará, y la enorme mano gris vendrá correteando, o quizá saldrá directamente del túnel que hay delante, atrapándome...

—Maldito seas —dijo Daeman en voz alta, sin preocuparse por el ruido. Se odió a sí mismo por su cobardía, pues siempre había sido un cobarde. El niño gordito de Marina, capaz de seducir a las chicas y de cazar mariposas y de nada más.

Daeman se despojó de la mochila, envolvió la parte superior alrededor del huevo lo mejor que pudo, y la lanzó de lado por encima de la masa reptante de brazo viscoso.

Aterrizó por el lado de la mochila en vez de por el huevo expuesto y se deslizó. Por lo que Daeman pudo ver, el huevo parecía intacto.

«Mi turno.»

Sintiéndose liviano y libre sin la mochila y la pesada ballesta, retrocedió diez metros hasta el túnel casi horizontal y echó a correr antes de darse tiempo para pensarlo.

Estuvo a punto de resbalar, pero sus botas encontraron asidero y cuando llegó al brazo ya se movía con velocidad. La parte superior de su capucha de termopiel rozó el techo cuando saltó lo más alto que pudo, los brazos rectos por delante, los pies hacia arriba... pero no suficiente: notó cómo los tacones de sus botas rozaban el grueso brazo deslizante. «¡No caigas sobre la mochila y el huevo!» Aterrizó sobre las manos, rodó hacia delante, chocó. El hielo azul lo dejó sin aliento. Cayó sobre la ballesta pero no se le disparó porque tenía el seguro puesto.

Tras él, el brazo interminable dejó de moverse.

Sin esperar a recuperar el aliento, Daeman recogió la mochila y la ballesta y empezó a correr subiendo la suave pendiente hacia el aire fresco y la oscuridad de la salida.

Emergió al frío aire de la noche a una manzana o dos al sur de la misma zanja de la Île de la Cité que había seguido para llegar a la cúpula. No había a la vista manos ni calibani a la luz de las estrellas y el brillo eléctrico de los destellos del hielo azul.

Daeman se quitó la máscara de ósmosis y tomó grandes bocanadas de aire fresco.

Todavía no había salido de aquel lugar. Decidido, con la mochila a la espalda y la ballesta de nuevo en las manos, siguió la zanja hasta que ésta terminó en algún lugar cerca de donde tendría que haber estado la Île St-Louis. Había una pared de hielo a su derecha, entradas de túneles a la izquierda.

«No voy a volver a meterme en un túnel.» Con esfuerzo y las manos temblándole de fatiga incluso antes de hacer nada, Daeman sacó los piolets del cinturón, clavó uno en la fluctuante pared de hielo azul y empezó a escalar.

Dos horas después supo que estaba perdido. Se había estado guiando por las estrellas, los anillos y los edificios que asomaban del hielo o las formas de construcciones entrevistas en las sombras de las zanjas. Creía haber andado en paralelo a la zanja que recorría la avenida Daumesnil, pero debía haberse equivocado: ante él no había más que una ancha y negra grieta que se perdía en la oscuridad absoluta.

«Setebos va a echar de menos sus huevos.»

Daeman resistió las ganas de reírse por el chiste tonto, ya que tras una suave carcajada podía darle la risa histérica.

Algo que vio en el borde del abismo sin fondo que tenía ante sí le llamó la atención. Daeman avanzó, apoyándose en los codos.

Uno de sus clavos, con un jirón de tela amarilla.

Era la chimenea de hielo que se encontraba a menos de ciento cincuenta metros del nódulo del León Protegido donde había faxeado a Cráter París.

Llorando ahora abiertamente, Daeman clavó su última saeta para el hielo, la dobló, pasó por ella la cuerda (sin molestarse siquiera en atar el nudo que había aprendido a hacer para poder soltarlo cuando llegara al fondo) y, tras auparse sobre el borde, se lanzó a la oscuridad.

Dejando la cuerda atrás, Daeman se arrastró los últimos cien metros. Tras una última intersección, marcada por sus jirones de tela amarilla, tuvo que arrastrarse antes de salir fuera. Se dirigió al faxpabellón del León Protegido, donde pudo pisar suelo sólido. La faxalmohadilla brillaba suavemente en su pedestal, en el centro del nódulo circular.

La forma desnuda lo golpeó desde un lado, haciéndolo resbalar por el suelo. Perdió la ballesta.

La cosa (Calibán o calibani, no pudo distinguirlo en la oscuridad azul) cerró sus largos dedos alrededor de la garganta de Daeman mientras hacía chasquear los dientes amarillos ante su rostro.

Daeman rodó de nuevo, trató de quitarse de encima a la criatura, pero la forma desnuda se aferraba con sus patas y dedos prensiles, como espátulas, mientras apretaba con sus largos brazos y sus poderosas manos.

«¡El huevo!», pensó Daeman, tratando de no aterrizar sobre la espalda mientras los dos caían y chocaban contra el pedestal.

Entonces quedó libre un segundo y saltó hacia la ballesta, que había ido a parar contra la pared del fondo. La criatura anfibiohumana rugió y lo agarró, lanzándolo contra el hielo. Los ojos y dientes amarillos brillaban en la penumbra azul.

Daeman ya había luchado con Calibán y aquél no era Calibán. Ese enemigo era más pequeño, no tan fuerte, no tan rápido, pero bastante terrible. Los dientes chasquearon ante los ojos de Daeman.

El humano colocó la palma izquierda bajo la barbilla del calibani y empujó la mandíbula hacia arriba, el rostro escamoso con la nariz chata se arqueó arriba y abajo, los ojos amarillos destellaron. Daeman sintió las fuerzas fluir con el arrebato de adrenalina y trató de romperle el cuello a la criatura forzándolo a echar la cabeza hacia atrás.

La cabeza del calibani se revolvió como una serpiente cuya boca arrancó de un mordisco dos de los dedos de la mano izquierda de Daeman.

El hombre aulló y cayó hacia atrás. El calibani abrió mucho los brazos, se detuvo a engullir los dedos y saltó.

Daeman alzó la ballesta con la mano buena y disparó ambas saetas. El calibani, impelido hacia atrás, quedó clavado en la pared de hielo por la larga vara de hierro dentado de las saetas: una en el hombro y la otra en la palma alzada hacia el rostro. Aulló. La criatura desnuda se rebulló, tiró, rugió y soltó una de las flechas.

Daeman también aulló. Se puso en pie de un salto, desenfundó el cuchillo que llevaba al cinto y atravesó con la larga hoja la parte inferior de la mandíbula del calibani, clavándosela por el paladar blanco y llegando a su cerebro. Después se apretó contra todo el cuerpo de la criatura, como un amante, retorció la hoja y volvió a retorcerla, una y otra vez, una y otra vez, y siguió insistiendo hasta que los obscenos movimientos contra su cuerpo cesaron.

Cayó al suelo, acunándose la mano lisiada. Increíblemente, no había sangre. El guante de termopiel se había cerrado en torno a los muñones de los dos dedos amputados, pero el dolor le daba ganas de vomitar.

Podía hacerlo, y lo hizo. Se arrodilló y vomitó hasta que ya no pudo más.

Se escuchó un roce en uno o más de los túneles de la pared de enfrente.

Daeman se incorporó, arrancó el largo cuchillo de debajo de la mandíbula del calibani (el cuerpo de la criatura se desplomó, pero continuó sujeto por la flecha que le atravesaba el hombro), luego recuperó la otra flecha, soltándola, recogió la ballesta y se acercó al faxpad.

Algo surgió de la brillante entrada del túnel que tenía detrás.

Daeman faxeó a la luz del día del nódulo de Ardis Hall. Salió tambaleándose, sacó una saeta de la mochila, la colocó en la ballesta y usó el pie para amartillar el pesado mecanismo. Apuntó con la ballesta hacia el nódulo y esperó.

No cruzó nada.

Después de un largo minuto, bajó el arma y salió tambaleándose a la luz.

Parecía que eran las primeras horas de la tarde en el nódulo de Ardis. El muro de la empalizada había sido derribado en una docena de puntos. Las carcasas de al menos una docena de voynix muertos yacían alrededor del faxpabellón pero, aparte de charcos y manchas y restos de sangre humana que se perdían en el prado y el bosque, no había ningún rastro de los humanos que lo protegían.

A Daeman le dolía tanto la mano que su cabeza entera y su cráneo se convirtieron solamente en un eco de aquel latido de dolor, pero se la llevó al pecho, colocó otra saeta en la ballesta y se encaminó hacia la carretera. Había poco menos de dos kilómetros hasta Ardis Hall.

Ardis Hall había desaparecido.

Daeman se acercó con cautela, manteniéndose apartado de la carretera y moviéndose por el bosque la mayor parte del camino, y siguiendo la corriente, río arriba, a partir del puente. Se había acercado a la empalizada y a Ardis desde el noroeste, cruzando la espesura, dispuesto a llamar rápidamente a los centinelas antes de que lo confundieran con un voynix y le dispararan.

No había ningún centinela. Durante media hora, Daeman permaneció agazapado en la linde del bosque. No se movía nada excepto los cuervos y urracas que se alimentaban de los restos de cadáveres humanos. Luego se desplazó con cuidado a la izquierda, acercándose todo lo posible a los barracones y la entrada este de la empalizada antes de abandonar la cobertura de los árboles.

La empalizada había sido franqueada en una docena de lugares. Gran parte de la muralla había sido derribada. La hermosa cúpula y el horno de Hannah estaban quemados, destrozados. La fila de tiendas y barracones donde habían vivido la mitad de los setecientos habitantes de Ardis había sido pasto de las llamas. Ardis Hall, la enorme mansión que había soportado más de dos mil inviernos, había quedado reducida a unas cuantas chimeneas de piedra calcinadas, aleros quemados y hundidos y montones de piedras derruidas.

El lugar apestaba a humo y muerte. Había docenas de voynix muertos en lo que antes fuera el patio delantero de la casa de Ada, y más amontonados en el antiguo emplazamiento del porche, pero mezclados con los caparazones destrozados había restos de cientos de hombres y mujeres y niños. Daeman no pudo identificar a ninguno de los cadáveres que veía dispersos por las ruinas quemadas de la casa: allí un cadáver pequeño y abrasado, demasiado pequeño para ser de un adulto, ennegrecido, los brazos chamuscados alzados en una pose de boxeador; aquí una caja torácica y un cráneo que los carroñeros habían dejado limpio. Había una mujer tendida y aparentemente ilesa en la hierba cubierta de hollín, pero cuando Daeman corrió hacia ella y le dio la vuelta, se encontró con que le faltaba la cara.

Daeman se arrodilló en la hierba fría y ensangrentada y trató de llorar. Lo mejor que podía hacer era agitar los brazos para espantar a los grandes cuervos y las saltarinas urracas que intentaban regresar junto a los cadáveres.

El sol se ponía. La luz se desvanecía del cielo.

Daeman se levantó para contemplar los otros cadáveres, esparcidos aquí y allá como montones de ropa abandonada en la tierra congelada, algunos caídos bajo las carcasas de los voynix, otros solos, algunos en grupo como si la gente se hubiera acurrucado junta al final. Tenía que encontrar a Ada. Identificarla y enterrarla y a tantos otros como pudiera antes de intentar regresar al faxpabellón.

«¿Adónde puedo ir? ¿Qué comunidad me aceptará?»

Antes de poder responder a eso o alcanzar los otros cuerpos en la creciente oscuridad del crepúsculo, vio movimiento en la linde del bosque.

Al principio pensó que los supervivientes de la masacre de Ardis salían de entre los árboles, pero cuando alzaba la mano buena para saludarlos, vio el brillo de los caparazones grises y supo que se equivocaba.

Treinta, sesenta, un centenar de voynix salieron del bosque y cruzaron el prado hacia él, surgidos de la carretera y el bosque situado al este.

Suspirando, demasiado cansado para correr, Daeman avanzó a trompicones unos metros hacia el bosque del suroeste y entonces vio movimiento allí. Los voynix surgieron también de la oscuridad en esa parte, y más cayeron de los árboles y salieron a cuatro patas al descubierto. Los tendría encima en cuestión de segundos.

Sabía que no tenía sentido correr hacia las ruinas humeantes de la gran mansión. Allí habría más voynix.

Daeman se apoyó en una rodilla, advirtió que el huevo de su mochila brillaba ya lo suficiente para proyectar su sombra sobre la hierba congelada y entonces sacó el resto de saetas de la ballesta.

Seis. Le quedaban seis saetas. Más las dos que ya tenía cargadas.

Sonriendo sombrío, sintiendo algo parecido a un júbilo terrible brotar en su interior, se levantó y apuntó al puñado de formas más cercanas. Estaban a veinte metros. Las dejó acercarse, sabiendo que cruzarían esa distancia en cosa de segundos corriendo a toda velocidad. Su mano lisiada le servía para mantener la ballesta recta con el pulgar y los dos dedos que quedaban.

Algo chasqueó y sonó a su espalda. Daeman se volvió, dispuesto a enfrentarse al ataque, pero era el sonie, que se acercaba volando bajo desde el oeste. Dos personas disparaban rifles de flechitas desde los huecos traseros. Los voynix saltaron contra el aparato pero fueron contenidos por nubes de flechas fluctuantes.

—¡Salta! —gritó Greogi mientras el sonie revoloteaba a la altura de su cabeza y se detenía junto a él.

Los voynix atacaron desde todas partes, saltando y brincando como saltamontes gigantescos. Un hombre a quien Daeman reconoció vagamente como Boman y una mujer de pelo oscuro (no era Ada, sino la mujer llamada Edide que había ido con Daeman a la expedición para alertar a las otras comunidades) disparaban sus rifles de flechitas en direcciones opuestas, a toda potencia, en modo automático, desparramando una nube de dardos de cristal.

—¡Salta! —gritó de nuevo Greogi.

Daeman sacudió la cabeza, recuperó la mochila con el huevo, la lanzó al sonie, lanzó luego la ballesta y, sólo entonces, saltó. El sonie empezó a ascender cuando aún no había subido a bordo.

Estuvo a punto de no conseguirlo. Su mano buena encontró asidero en el borde interior del sonie, pero su mano izquierda destrozada chocó contra el metal, el dolor lo cegó, se soltó y empezó a resbalar hacia la silenciosa masa de voynix que había abajo.

Boman lo agarró por el brazo y lo izó a bordo.

Daeman no pudo hablar durante la mayor parte del vuelo al noreste, a varios kilómetros por encima del oscuro bosque, no hasta que finalmente sobrevolaron un promontorio pelado de roca que se alzaba sesenta metros por encima de los árboles esqueléticos. Daeman había visto aquel macizo de granito años antes, cuando había visitado por primera vez a Ada y su madre en Ardis Hall. Entonces cazaba mariposas y, al final de una larga tarde de vagabundeos, Ada señaló la punta rocosa que se alzaba casi en vertical en un prado, tras el bosque.

—Roca Hambrienta —dijo, y su voz de adolescente sonó casi orgullosa y posesiva.

—¿Por qué la llaman así? —preguntó Daeman.

La joven Ada se encogió de hombros.

—¿Quieres escalarla? —dijo él entonces, calculando que, si la llevaba allí arriba, podría seducirla en la hierba de la cumbre.

Ada se había echado a reír.

—Nadie puede escalar la Roca Hambrienta.

Ahora, con las últimas luces del crepúsculo y el principio del brillante anillo de luz, Daeman vio lo que habían hecho. No había hierba en la cima, fuera como fuese: en unos treinta metros de roca pelada interrumpida por algún peñasco ocasional, apiñados en esa cumbre, había unas cuantas tiendas improvisadas y media docena de hogueras. Siluetas oscuras se acurrucaban junto al fuego y otras estaban apostadas en todos los bordes del monolito de granito... centinelas, sin duda.

El campo bajo la Roca Hambrienta parecía moverse en las sombras. Se movía, en efecto. Los voynix correteaban por allí, alzándose sobre cientos de carcasas de los suyos.

—¿Cuánta gente ha logrado escapar de Ardis? —preguntó Daeman cuando Greogi se disponía a aterrizar.

—Unos cincuenta —contestó el piloto. Tenía la cara manchada de hollín y parecía infinitamente cansado al brillo de los controles virtuales.

«Cincuenta de más de cuatrocientos», pensó Daeman, anonadado. Advirtió que se encontraba físicamente en estado de conmoción por la pérdida de los dedos, y mentalmente sufría algo parecido después de lo que había visto en Ardis. El aturdimiento y el desinterés no eran desagradables.

—¿Ada? —preguntó, vacilante.

—Está viva —respondió Greogi—. Pero lleva inconsciente casi veinticuatro horas. La mansión estaba ardiendo y no quiso marcharse hasta que todos los que pudieran ser transportados se hubieran ido... e incluso entonces, creo que no se hubiese marchado si aquella sección del tejado en llamas no se hubiera desplomado y una viga no la hubiera dejado sin conocimiento. No sabemos si su bebé es todavía... viable... o no.

—¿Petyr? —dijo Daeman—. ¿Reman?

Estaba intentando pensar quién los lideraría sin Harman, con Ada herida y tantos otros perdidos.

—Muertos.

Greogi dirigió el sonie hacia la oscura masa de granito de la cima. Se detuvo con un golpe. Formas oscuras de una de las hogueras se levantaron y caminaron hacia ellos.

—¿Por qué seguís aquí? —le preguntó Daeman a Greogi, sujetándolo por la camisa mientras los demás bajaban del sonie—. ¿Por qué seguís aquí con los voynix ahí abajo?

Greogi se zafó con facilidad de las manos de Daeman.

—Intentamos usar el faxnódulo, pero los voynix cayeron sobre nosotros antes de que pudiéramos meter a nadie dentro. Perdimos a cuatro personas antes de poder escapar. Y no tenemos ningún otro sitio al que volar... con Ada tan gravemente herida y tantos otros malheridos, nunca podríamos sacarlos a todos de la Roca Hambrienta a tiempo, antes de que esos malditos animales suban por el precipicio. Los necesitamos a todos aquí sólo para contener a los voynix... Si empezamos a sacarlos en grupos pequeños los que se queden atrás serán pasto de esas bestias. Probablemente no tendremos suficiente munición de flechitas para mantenerlos a raya otra noche.

Daeman miró en derredor. Las hogueras eran débiles, penosas: simple hierba quemada o líquen y unas cuantas ramas, nada más. Lo que más brillaba en la roca oscura era el huevo de Setebos, que todavía resplandecía lechoso en su mochila.

—¿Hemos llegado a esto? —preguntó Daeman, hablando para sí.

—Me temo que sí —respondió Greogi, bajando del sonie y tambaleándose levemente. El hombre se hallaba claramente más allá del agotamiento—. Ya está oscuro. Subirán voynix por todas partes de un momento a otro.