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Harman cayó con Ariel a través de la oscuridad durante lo que le pareció una imposible cantidad de tiempo.

Cuando aterrizaron, no fue con un estrépito fatal en la base de la Puerta Dorada de Machu Picchu, sino con un suave golpe en el suelo de una jungla cubierto con una acumulación de siglos de hojas y otros restos vegetales.

Durante un segundo de aturdimiento, Harman no pudo creer que no estuviera muerto, pero luego se puso en pie, empujó la pequeña figura de Ariel (aunque Ariel ya había brincado para alejarse) y se incorporó, parpadeando en la oscuridad.

Oscuridad. Era de día en la Puerta Dorada. Se encontraba... en otra parte. Dondequiera que fuese, además de estar en el lado oscuro del planeta, Harman sabía que se hallaba en la jungla. La noche olía a riqueza y podredumbre, el aire denso y húmedo se le pegaba a la piel como una manta empapada, la camisa se le empapó inmediatamente y colgó flácida contra su cuerpo; de todas partes, en la noche impenetrable, llegaba el zumbido de los insectos y el rumor de hojas, palmeras, maleza, bichos, criaturas grandes y pequeñas. Mientras sus ojos se adaptaban a la penumbra, con los puños cerrados, esperando que Ariel volviera para alcanzarlo con un golpe, Harman echó la cabeza atrás y vio el atisbo de la luz de las estrellas entre diminutas aberturas en el follaje muy, muy por encima de su cabeza.

Un momento después, distinguió la figura pálida, casi espectral, sin género, de Ariel, brillando tenuemente a tres metros de distancia.

—Llévame de vuelta —gruñó Harman.

—¿De vuelta adónde?

—Al Puente. O a Ardis. Pero hazlo inmediatamente.

—No puedo. —La voz sin género era enloquecedora, insultante.

—Vas a hacerlo ahora mismo —gruñó Harman—. Igual que me has traído aquí, llévame de vuelta. Ahora mismo.

—¿O cuál será la consecuencia? —preguntó la figura brillante en la oscuridad de la jungla. La voz de Ariel sonaba levemente divertida.

—O te mataré —dijo Harman llanamente. Advirtió que lo decía en serio. Estrangularía a ese ser verdoso, lo dejaría sin vida y escupiría sobre el cadáver. «Y entonces estarás perdido en una jungla desconocida», advirtió la última parte sensata de su mente. Harman la ignoró.

—Oh, cielos —dijo Ariel, fingiendo terror—. Me van a estrangular.

Harman saltó, los brazos extendidos. La pequeña figura (ni metro veinte de altura medía) lo pilló en mitad del salto y lo lanzó a diez metros a través de las hojas y las enredaderas de la jungla.

Harman tardó un minuto o dos en recuperar el aliento y otro más en ponerse de rodillas. Advirtió de inmediato que si Ariel le hubiera hecho eso mismo en otra parte (pongamos la Puerta Dorada de Machu Picchu donde estaban hacía un rato), le hubiese roto la espalda. Se incorporó de nuevo en el denso humus, deseó que su visión se aclarara en la oscuridad que lo rodeaba y se abrió paso entre las enredaderas y la densa vegetación hasta el pequeño claro donde esperaba Ariel.

El espíritu ya no estaba solo.

—Oh, mira —dijo feliz, en tono casual—, hay más de nosotros.

Harman se detuvo. Ya veía mejor gracias a la luz de las estrellas que se filtraba entre la maleza hasta ese pequeño claro en la jungla, y lo que vio lo dejó boquiabierto.

Había al menos cincuenta o sesenta formas en el claro y bajo los árboles y entre los helechos y enredaderas de más allá. No eran humanas, pero tampoco se trataba de voynix o calibani ni de ninguna otra forma bípeda que Harman hubiera visto en sus noventa y nueve años y seis meses de vida. Esas criaturas humanoides eran como burdos bocetos de personas: bajas, no mucho más altas que Ariel y, como Ariel, de piel transparente, con órganos que flotaban en un líquido verdoso. Pero donde Ariel tenía labios, mejillas, nariz, los ojos de un joven o una joven, con rasgos físicos y músculos que uno asociaba al cuerpo humano, aquellas formas verdes y bajas no tenían ni boca ni ojos humanos (miraban a Harman a la luz de las estrellas con los puntos negros que tenían en la cara, y que bien podían haber sido trozos de carbón), y desde sus estructuras aparentemente invertebradas hasta sus manos de tres dedos, parecían carecer de toda identidad.

—Creo que no conoces a mis amigos —dijo Ariel en voz baja, haciendo un gesto femenino con la mano hacia la multitud de formas de las sombras—. Instrumentos de este mundo inferior, fueron expulsados antes de que naciera tu especie. Tienen diferentes nombres (su Prosperosidad se digna a llamarlos esto y lo otro, según le place) pero se parecen más bien a mí, descienden de la clorofila y las motas colocadas en el bosque en la época anterior a los posthumanos. Son los zeks: auxiliadores y obreros y prisioneros todos, ¿y quién de nosotros no es todas esas cosas?

Harman contempló las formas verdosas. Ellos le devolvieron la mirada fijamente.

—Cogedlo —susurró Ariel.

Cuatro de los zeks avanzaron. Se movían con una gracia especial que Harman no había esperado en unas formas tan toscas, y antes de que pudiera darse la vuelta y echar a correr dos lo agarraron con tenazas de hierro. El tercer zek se inclinó hacia delante, sin respirar, hasta que su pecho sin rasgos tocó la túnica, sobre el pecho de Harman, y el cuarto agarró la mano de Harman, igual que Ariel había agarrado la mano de Hannah sólo un rato antes, y le hizo atravesar la membrana verdosa del pecho del tercer zek. Harman sintió el suave órgano-corazón en la mano, casi acudiendo a él como un cachorrillo, y entonces las palabras no pronunciadas resonaron en su cerebro:

NO IRRITES

A ARIEL,

TE MATARÁ

POR CAPRICHO.

VEN

CON NOSOTROS

Y NO HAGAS NINGÚN

ESFUERZO

POR RESISTIRTE.

ES POR TU BIEN

Y EL DE TU DAMA

ADA

VEN CON NOSOTROS

AHORA.

—¿Cómo sabéis de Ada? —gritó Harman.

VEN

Ésa fue la última palabra transmitida a través de la mano pulsátil de Harman a su dolorido cráneo antes de que la mano se soltara, con el suave corazón del zek todavía en ella, retorciéndose, muriendo. Entonces el zek se desplomó hacia atrás, cayendo silenciosamente en el suelo de la jungla, donde se encogió, se secó y murió. Ariel y los otros zeks ignoraron el cadáver del comunicador mientras el primero se volvía y los guiaba por un sendero indefinible en la oscura jungla.

Los zeks que Harman tenía a cada lado todavía le sujetaban los brazos, pero suavemente ahora, y Harman no hizo ningún esfuerzo por resistirse. Se limitó a seguir el ritmo de la fila que se movía a través de la oscura maleza.

La mente de Harman corría más veloz que sus pies mientras se esforzaba por mantener el ritmo. En ocasiones, cuando el follaje sobre su cabeza era demasiado espeso, no podía ver nada, ni siquiera sus pies ni sus piernas en la oscuridad casi absoluta, así que dejaba que los zeks lo guiaran como si fuera ciego y se concentraba en pensar. Sabía que si quería volver a ver alguna vez a Ada y Ardis Hall tendría que ser mucho más listo en las siguientes horas de lo que había sido en los últimos meses.

Primera pregunta: ¿dónde estaba? Era por la mañana cuando se hallaba en la Puerta Dorada de Machu Picchu, con la tormenta, pero allí en la jungla parecía ser muy tarde. Trató de recordar la geografía que se había enseñado a sí mismo, pero los mapas y las esferas se confundieron en su mente: palabras como Asia y Europa no significaban casi nada. Pero la oscuridad que había allí le sugería que Ariel no lo había enviado a alguna jungla del mismo continente sur donde se encontraba el Puente. No podría regresar caminando a Machu Picchu y Hannah y Petyr y el sonie.

Lo cual lo llevaba a la segunda pregunta: ¿cómo lo había llevado allí Ariel? No había ningún pabellón de faxnódulo visible en los glóbulos verdes de la Puerta Dorada. Si los hubiera habido, si Savi hubiera sugerido alguna vez una conexión fax con el Puente, sin duda no habrían ido hasta allí en sonie para conseguir armas y municiones y llevar a Odiseo al nido curador. No... Ariel había usado otro medio para transportarlo a través del espacio hasta ese lugar oscuro que olía a podredumbre y estaba lleno de insectos.

Mientras lo arrastraban por la oscuridad, ni a diez pasos por detrás del avatar de la biosfera (o así lo había identificado una vez Próspero), Harman advirtió que podía preguntarse esas cosas. Lo peor que el pálido espíritu (su cuerpo brillaba visiblemente a la luz de las estrellas cada vez que cruzaban alguna pequeña abertura ocasional en la jungla) podía hacer era no contestar.

Ariel respondió a ambas preguntas, la segunda primero.

—Sólo tendré tu compañía durante unas cuantas horas más —dijo la pequeña forma—. Luego debo entregarte a mi amo, no mucho después de que oigamos el canto del gallo cacareador... del gallo cacareador que había en este horrible lugar.

—¿Tu amo Próspero? —preguntó Harman.

Ariel no contestó.

—¿Y cuál es el nombre de este espantoso lugar? —preguntó Harman.

El espíritu se echó a reír, un sonido como el tintineo de campanitas, pero no del todo desagradable.

—Deberían llamar a este bosque la Cuna de Ariel, pues aquí hace diez veces doscientos años yo nací, ascendiendo a la conciencia desde un billón de pequeños transpodedores-sensores que los humanos antiguos, tu propia ralea, invitado, llamaban motas. Los árboles hablaban con sus amos humanos y entre sí, parloteando en la vieja red mohosa que se había convertido en la naciente datasfera, farfullando sobre temperaturas y nidos de pájaros y huevos y kilos por centímetro cuadrado de presión osmótica y tratando de cuantificar la fotosíntesis igual que un empleado reumático cuenta sus bagatelas y las considera un tesoro. Los zeks, mis amados instrumentos de acción, demasiados me fueron robados por ese amo monstruo-magus para que trabajaran en el mundo rojo, se alzaron igualmente, sí, pero no aquí, honorable invitado, no aquí, no.

Harman casi no entendió nada, pero Ariel hablaba, farfullaba, y sabía que si podía enzarzar a la criatura en la conversación se enteraría de algo importante tarde o temprano.

—Próspero, tu amo, te llamó avatar de la biosfera cuando le hablé, hace nueve meses, en su isla orbital —dijo Harman.

—Sí —dijo Ariel, riendo de nuevo—, y yo llamo a Próspero, a quien tú llamas mi amo, Tom Mierda.

Ariel lo miró, su carita verdosa brillaba como una planta tropical fosforescente mientras entraban en un sendero sumido en una oscuridad absoluta bajo las hojas.

—Harman, esposo de Ada, amigo de Nadie, eres, a mis ojos, un hombre de pecado, un hombre cuyo destino tiene importancia, en este mundo inferior, como mínimo, menos por lo que no es que por su pálida forma. Tú, entre todos los hombres, eres el más inadecuado para vivir... mucho menos para vivir Cinco Veintes como una de las comidas largamente preparadas del hermano Calibán, ya que el tiempo y las mareas del tiempo te han vuelto loco. E incluso con ese valor, sabes, los hombres cuelgan y ahogan sus propios yoes.

Harman no entendió nada de aquello y, a pesar de que le hizo muchas más preguntas, Ariel no contestó ni volvió a hablar durante tres horas y muchos kilómetros.

Al cabo de una hora Harman estaba seguro de que no le quedaban energías. Lo dejaron detenerse y se apoyó contra un enorme peñasco para recuperar el aliento. Cuando la luz se alzó, se dio cuenta de que no se trataba de ningún peñasco.

El peñasco era en realidad una pared, la pared formaba parte de un gran edificio con pisos escalonados según ascendía, y el edificio era algo que supo, por sus lecturas, que se llamaba templo. Entonces Harman advirtió lo que sus manos estaban tocando y lo que estaban viendo sus ojos.

Cada centímetro del templo estaba tallado. Algunas tallas eran grandes, tan anchas como todo el brazo de Harman, pero la mayoría eran tan pequeñas que podía cubrirlas con la palma de la mano.

En las tallas (cada una se hacía más y más clara a medida que el amanecer tropical arrojaba luz sobre la jungla), hombres y mujeres hacían el amor (practicaban el sexo), y había hombres y más de una mujer, hombres y hombres, mujeres y mujeres, mujeres y hombres y lo que parecían ser caballos, hombres y elefantes, mujeres y toros, mujeres y mujeres y monos y hombres y hombres y hombres...

Harman se quedó asombrado. Nunca había visto nada parecido en sus noventa y nueve años de vida. En un nivel de las tallas, a la altura de los ojos, vio a un hombre con la cabeza entre las piernas de una mujer, mientras otro hombre, a caballo sobre el primero, ofrecía su pene erecto a la boca abierta de la mujer, mientras tras ella, una segunda mujer que llevaba una especie de pene artificial penetraba a la primera mujer desde atrás, al tiempo que ésta, atendiendo a los dos hombres y a la mujer que tenía detrás, extendía el brazo hacia un animal que Harman reconoció por el drama turín como caballo y masturbaba al excitado semental. Su otra mano libre acariciaba los genitales de una figura humana masculina que estaba de pie junto al caballo.

Harman se apartó de la pared del templo, contemplando la estructura de piedra cuajada de enredaderas. Había miles, tal vez decenas de miles de variaciones de este tema, mostrando a Harman aspectos del sexo que nunca había imaginado, que nunca podría haber imaginado. Sólo algunas imágenes del elefante... Las figuras humanas eran estilizadas, rostros y pechos ovalados, ojos almendrados, las bocas de los hombres y las mujeres curvadas en sonrisas satisfechas y decadentes.

—¿Qué es este lugar? —preguntó.

Ariel cantó en falsete:

Arriba, apenas vistas, en la suave penumbra,

extrañas obras de un pueblo largamente muerto.

¿Qué significaban para aquellos que ahora son polvo,

estas figuras podridas de amor y lujuria?

—¿Qué es este lugar? —insistió Harman.

Por una vez, Ariel respondió con sencillez.

—Khajuraho. —La palabra no significaba nada para Harman.

El espíritu de la biosfera hizo un gesto, dos de los pequeños zeks verdes y casi transparentes tomaron a Harman del brazo y la procesión se alejó del templo, siguiendo un sendero apenas discernible en la jungla. Al mirar atrás, Harman vio un último atisbo del edificio de piedra. «Edificios», se dijo entonces, pues había más de uno, todos tallados con frisos eróticos, y vio cómo la jungla casi había devorado las estructuras. Las figuras que se apareaban estaban rodeadas de enredaderas, parcialmente oscurecidas por la hierba y envueltas en raíces y ramas verdes.

Luego el lugar llamado Khajuraho desapareció en la espesura verde y Harman se concentró en caminar detrás de Ariel.

Cuando la luz del sol iluminó la salvaje densidad de la jungla que los rodeaba (diez mil tonos de verde, la mayoría de los cuales Harman nunca había imaginado) en lo único en que podía pensar era en regresar a Ardis con Ada, o al menos al Puente, antes de que Petyr se marchara con el sonie. No quería esperar tres días a que Petyr regresara para recoger a Hannah y el restaurado Nadie/Odiseo... si aquella cuna podía restaurarle la vida y la salud.

—¿Ariel? —dijo de pronto a la pequeña forma que parecía flotar delante de la fila de zeks que le precedía.

—¿Sí, señor? —La cualidad andrógina de la voz, por lo demás agradable, perturbaba a Harman.

—¿Cómo me transportaste desde la Puerta Dorada a esta jungla?

—¿No lo hice de manera lo suficientemente amable, oh, Hombre?

—Sí —respondió Harman, temiendo que la pálida figura volviera a farfullar cosas sin sentido—. Pero ¿cómo?

—¿Cómo viajas de un sitio a otro, cuando no estás tumbado boca abajo en tu platillo sonie?

—Faxeamos —dijo Harman—. Pero no había ningún faxpabellón en la Puerta Dorada... ningún faxnódulo.

Ariel flotó más alto, apartando ramas y enviando una lluvia de hojitas sobre los zeks y Harman.

—¿Fue tu amigo Daeman a un faxpabellón cuando el alosaurio lo devoró hace diez meses?

Harman se detuvo. Los zeks que todavía le sujetaban los brazos se detuvieron con él, sin tirar para que avanzara.

«Naturalmente», pensó Harman. Lo había tenido delante de las narices toda la vida. Lo había visto siempre... pero había estado ciego. Cuando alguien faxeaba a los Anillos en cualquiera de sus Cuatro Veintes normales de vida iba al faxpabellón más cercano. Cuando alguien quería faxear a alguna parte, iba al pabellón de faxnódulo más cercano. Pero cuando alguien resultaba herido (o moría, devorado como Daeman, destrozado en un extraño accidente), los Anillos te faxeaban.

Harman había estado allí, en la isla de Próspero, en los tanques regeneradores adonde llegaban los cuerpos desnudos y eran arreglados por el borboteante nutriente y los gusanos azules antes de ser faxeados de vuelta. Harman y Daeman se habían encargado de faxear ellos mismos, siguiendo las instrucciones de Próspero, destruyendo todos los servidores y haciendo que los diales y palancas virtuales faxearan a tantos cuerpos-en-reparación como fuera posible.

«Los humanos podrían ser faxeados sin tener que ir a un faxpabellón, sin empezar desde uno de los trescientos y pico faxnódulos conocidos.» Harman lo había visto toda su vida (casi cien años), pero nunca había visto lo que podía ver. La idea estaba demasiado arraigada: los posthumanos te llevaban a casa cuando resultabas herido o morías antes de tu Quinto Veinte. Los faxnódulos eran ciencia: ir a la fermería para recibir reparaciones de emergencia era algo parecido a la religión.

Pero la fermería de la isla de Próspero tenía maquinaria que podía faxear a cualquiera desde cualquier parte sin utilizar nódulos ni pabellones.

Y Harman y Daeman habían destruido la fermería y la isla de Próspero.

Los zeks le tiraron de los brazos para ponerlo de nuevo en marcha, pero con amabilidad. Harman no se movió todavía. La intensidad de sus pensamientos lo mareaba; si los zeks no lo hubieran estado sujetando, podría haberse caído al suelo.

La isla de Próspero había sido destruida. Harman y todos los humanos antiguos habían visto las piezas arder durante meses en el cielo nocturno. Pero Ariel todavía podía faxear... una especie de faxeo libre, independiente de nódulos, portales y pabellones. Algo, allí arriba, en los Anillos (o en la Tierra misma), encontraba al espíritu, lo codificaba y lo faxeaba, y aquel día a Harman con él, o con ella, desde el Puente hasta aquel lugar, dondequiera que aquel lugar y Khajuraho estuvieran. Al otro lado del Tierra, por lo menos.

Harman tal vez pudiera faxear de vuelta con Ada, si conseguía que Ariel revelara el secreto del faxeo libre.

Los zeks tiraron de nuevo, amable pero insistentemente. Ariel iba muy por delante, flotando hacia un claro de brillante luz en la jungla. Harman no quería meter en líos a los zeks. Tampoco quería perder de vista a Ariel: el espíritu era su faxbillete de vuelta a casa.

Harman se apresuró, dando tumbos, para alcanzar al avatar de la biosfera de la Tierra.

Cuando salieron al claro el sol brillaba tanto que Harman tuvo que protegerse los ojos y, durante varios segundos, no vio la estructura que se alzaba sobre él. Cuando lo hizo, se detuvo en seco.

La cosa-estructura (no llegaba a ser un edificio) era gigantesca. Se alzaba durante lo que Harman calculaba (y sus estimaciones del tamaño de las cosas siempre habían sido sorprendentemente buenas) al menos trescientos metros. Tal vez un poco más. No tenía recubrimiento; es decir, toda la estructura era un esqueleto de oscuras vigas de metal que se alzaban hacia un centro a partir de una enorme base cuadrada unida por medio de arcos metálicos semicirculares a la copa de los árboles y que luego continuaba ascendiendo para curvarse hacia dentro y convertirse en una pura aguja, su oscuro remate en una cumbre muy, muy elevada. Un término que Hannah, que trabajaba el metal, le había dicho una vez acudió a su mente: «hierro forjado». Harman estaba seguro de que los armazones, arcos, vigas y el entramado abierto que estaba contemplando desde allí abajo, al cálido sol de la jungla, estaban todos hechos de alguna especie de hierro.

—¿Qué es esto? —jadeó. Los zeks lo habían soltado y regresaron a la sombra de la jungla, como temerosos de acercarse a la base de la increíble torre. Harman advirtió que nada crecía en un espacio que rodeaba la base de la torre excepto una hierba baja y perfectamente cultivada. Era como si la fuerza de la estructura misma mantuviera la jungla a raya.

—Pesa siete mil toneladas —dijo Ariel, con una voz mucho más masculina que ninguna de las que el espíritu de la biosfera había empleado hasta entonces—. Dos millones y medio de remaches. Cuatro mil trescientos once años de antigüedad... o al menos el original los tiene. Hay más de seis mil de éstas en la eiffelbahn de Khan Ho Tep.

Eiffelbahn... —repitió Harman—. Yo no...

—Ven —ordenó Ariel. Su voz era ahora poderosamente masculina, grave, amenazadora, imposible de desobedecer.

Había una especie de jaula de hierro forjado en la base de una de las patas arqueadas.

—Entra —dijo Ariel.

—Tengo que saber...

—Entra y aprenderás todo lo que necesitas saber —dijo el avatar de la biosfera—. Incluyendo cómo volver con tu preciosa Ada. Quédate aquí y morirás.

Harman entró en la jaula. Una reja de hierro se cerró. Las marchas resonaron, el metal rechinó y la jaula empezó a alzarse sobre la curva, siguiendo una serie de cables y vías de metal.

—¿Tú no vienes? —le preguntó Harman a Ariel.

El espíritu no contestó. El ascensor de Harman continuó subiendo por la torre.