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Harman experimentó en tiempo real el ataque a Ardis Hall.

La experiencia del paño turín (ver, oír, observar desde los ojos de otra persona invisible) siempre había sido una diversión dramática pero irrelevante. Aquella vez resultó un infierno en vida. En vez de la absurda y aparentemente ficticia guerra de Troya, se trataba de un ataque a Ardis que Harman sentía (sabía) real, y que sucedía o bien de modo simultáneo a su visión o había sido grabado muy recientemente.

Harman permaneció bajo el paño, ajeno al mundo real, durante más de seis horas. Contempló a partir del momento en que los voynix atacaban poco después de medianoche hasta justo antes del amanecer, cuando Ardis ardía y el sonie huía al norte después de que su amada Ada, herida, sangrando e inconsciente, fuera arrastrada a bordo como un saco de sebo.

Harman se sorprendió al ver a Petyr allí en Ardis con el sonie (¿dónde estaban Hannah y Odiseo?), y gritó de dolor cuando vio cómo Petyr era alcanzado por una roca lanzada por los voynix y caía a la muerte. Tantos de sus amigos de Ardis muertos o moribundos: el joven Peaen caído; la hermosa Emme con el brazo arrancado de cuajo por un voynix y luego ardiendo hasta la muerte en una zanja con Reman; Salas muerta; Laman abatido. Las armas que Petyr había llevado desde la Puerta Dorada de Machu Picchu no habían conseguido frenar la marea de voynix descontrolados.

Harman gimió bajo el paño turín rojo sangre.

Seis horas después desactivó los microcircuitos bordados, las imágenes terminaron y Harman se levantó y apartó el paño.

El magus se había marchado. Harman entró en el pequeño cuarto de baño, usó el extraño inodoro, tiró del mango de porcelana que colgaba de la cadena de bronce, se echó agua en la cara y luego bebió copiosamente, engullendo a puñados el agua del grifo. Salió y buscó por toda la estructura de dos pisos del coche-cabina.

—¡Próspero! ¡PRÓSPERO!

Su grito resonó en la estructura de metal.

En el segundo piso, Harman abrió las puertas del balcón y salió al exterior. Saltó a los peldaños, indiferente a la larga caída que tenía debajo y subió rápidamente al techo de la cabina en movimiento, que ahora ascendía.

El aire era helado. Había pasado la noche bajo el paño turín y un sol frío y dorado asomaba apenas a su derecha. Los cables se extendían al norte y se elevaban. Harman permaneció en el borde del techo y miró hacia abajo, advirtiendo que tanto la cabina como la eiffelbahn debían haber estado escalando durante horas. Habían dejado atrás durante la noche la jungla y las llanuras y habían ascendido primero a los pies de las colinas y luego a las montañas.

—¡¡¡Próspero!!!

El grito de Harman resonó en las rocas a docenas de metros por debajo.

Permaneció en lo alto de la cabina hasta que el sol estuvo a dos palmos sobre el horizonte, pero con el amanecer no llegó ningún calor. Harman advirtió que se estaba helando. La eiffelbahn lo llevaba a una región de hielo, roca y cielo: todas las cosas verdes que crecían habían quedado atrás. Miró por encima del borde y vio un enorme río de hielo (conocía la palabra por sus siglecturas: «glaciar») extendiéndose como una serpiente blanca entre la roca y los picos helados, con la luz del sol centelleando sobre él, la gran masa blanca salpicada de negras fisuras y horadada por rocas y peñascos que llevaba pendiente abajo.

Caía hielo de los cables que tenía encima. Las ruedas giratorias adquirieron un nuevo y frío zumbido. Harman vio que se había formado hielo en el techo de la bamboleante cabina, en los peldaños de la escalerilla que corría por la pared externa y en los cables mismos. Tras arrastrarse hasta el borde, las manos doloridas, el cuerpo temblando, bajó con cuidado por la escalerilla, pasó al balcón repleto de hielo y entró tambaleándose en la habitación caldeada.

Había fuego en la chimenea. Próspero estaba allí de pie, calentándose las manos.

Harman permaneció junto a las ventanas durante varios minutos, temblando tanto de ira como de frío. Resistió la urgencia de abalanzarse contra el magus. El tiempo era precioso; no quería despertar en el suelo al cabo de diez minutos.

—Lord Próspero —dijo por fin, obligando a su voz a ser dulce y razonable—, sea lo que sea que quieres que haga, estaré de acuerdo en hacerlo. Lo que quieras que sea, accedo a serlo... o lo intentaré lo mejor que pueda. Te lo juro por la vida de mi hijo no nacido. Pero, por favor, permíteme regresar a Ardis ahora: mi esposa está herida, puede que esté muriendo. Me necesita.

—No —dijo Próspero.

Harman corrió hacia el anciano. Golpearía la cabeza calva del viejo puñetero con su propio bastón. Le...

Esta vez Harman no se desmayó. El alto voltaje lo envió al otro lado de la habitación y lo hizo rebotar en el extraño sofá hasta caer a cuatro patas en la elaborada alfombra. Con la visión todavía cegada por círculos rojos, Harman gruñó y volvió a levantarse.

—La próxima vez te quemaré la pierna derecha —dijo el magus en un tono plano, frío, completamente convincente—. Si alguna vez vuelves con tu mujer, lo harás dando saltitos.

Harman se detuvo.

—Dime qué tengo que hacer —susurró.

—Siéntate... no, aquí a la mesa, donde puedas ver el exterior.

Harman se sentó a la mesa. La luz del sol era muy brillante y se reflejaba desde las paredes verticales de hielo y el glaciar; gran parte del hielo se había derretido en las ventanas. Las montañas se hacían más altas: una profusión de los picos más altos que Harman había visto jamás, mucho más dramáticos que las montañas cercanas a la Puerta Dorada de Machu Picchu. La cabina seguía una alta cordillera, un glaciar caía más y más lejos a su izquierda. En ese momento la cabina encontró otra torre de la eiffelbahn y Harman tuvo que agarrarse a la mesa mientras la cabina se agitaba, botaba, rozaba contra el hielo y luego continuaba chirriante su ascenso.

La torre quedó atrás. Harman se apoyó contra el frío cristal para verla perderse: aquella torre no era negra como las otras, sino de un resplandeciente color plateado que brillaba al sol. Sus arcos de hierro y vigas destacaban como una telaraña en el rocío de la mañana. «Hielo», pensó Harman. Miró hacia el otro lado, a su derecha, hacia donde ascendían los cables, y vio la cara blanca de la montaña más sorprendente que pudiera imaginarse... no, estaba más allá de la imaginación. Las nubes se acumulaban al oeste, congregándose contra una cordillera tan aserrada y de aspecto tan implacable como un cuchillo de hueso. La cara hacia la que ascendían estaba estriada con rocas, hielo, más roca, una cumbre piramidal de nieve blanca y brillante hielo. La cabina rechinaba y resbalaba en los cables helados siguiendo la cordillera al este de ese increíble pico. Harman vio otra torre en otra cordillera, más arriba, y los cables que conectaban esa cordillera con el pico más alto. Muy por encima (alrededor de la cumbre de la montaña imposiblemente alta) se alzaba la cúpula blanca más perfecta imaginable, su superficie teñida de un dorado suave por el sol de la mañana, su masa central rodeada por cuatro blancas torres eiffelbahn, todo el complejo dispuesto sobre una base abierta en la cara pelada de la montaña y conectada a los picos cercanos por al menos seis puentes de suspensión que se extendían hacia otros picos. Cada uno de los puentes era más alto, más esbelto y más elegante que la Puerta Dorada de Machu Picchu.

—¿Qué es este lugar? —susurró Harman.

—Chomolungma —respondió Próspero—. La Diosa Madre del Mundo.

—Ese edificio de lo alto...

—Rongbok Pumori Chu-mu-lang-ma Feng Dudh Kosi LhotseNuptse Khumbu aga Ghat-Mandir Khan Ho Tep Rauza —dijo el magus—. Conocido localmente como el Taj Moira. Nos detendremos allí.