47

Los voynix no subieron la Roca Hambrienta a centenares ni a miles aquella primera noche fría y lluviosa que Daeman estuvo allí. Ni tampoco atacaron la segunda noche. Pero a la tercera todos los supervivientes estaban débiles a causa del hambre o seriamente enfermos con resfriados, gripe, neumonía incipiente o heridas: a Daeman le dolía la mano izquierda con un calor enfermizo allá donde el calibani de Cráter París le había arrancado de un mordisco dos dedos y se sentía mareado gran parte del tiempo. Pero los voynix siguieron sin venir.

Ada había recuperado la conciencia al segundo día en la Roca. Sus heridas habían sido numerosas (cortes, abrasiones, la muñeca derecha rota, dos costillas rotas en el costado izquierdo), pero las únicas cosas que habían amenazado realmente su vida habían sido una contusión seria y la inhalación de humo. Finalmente había despertado con un dolor de cabeza terrible, una tos bronca y recuerdos neblinosos de las últimas horas en la Masacre de Ardis, pero con la mente despejada. Con voz átona había repasado la lista de amigos cuyas muertes no estaba segura de haber visto o haber soñado, y sólo sus ojos reaccionaron cuando Greogi respondió con su letanía.

—¿Petyr? —dijo en voz baja, intentando no toser.

—Muerto.

—¿Reman?

—Muerto.

—¿Emme?

—Muerta con Reman.

—¿Peaen?

—Muerta. Una piedra le aplastó el pecho y murió aquí, en la Roca Hambrienta.

—¿Salas?

—Muerta.

—¿Oelleo?

—Muerta.

Y así dos docenas más de nombres antes de que Ada volviera a desplomarse sobre la sucia mochila que le servía de almohada. Su cara estaba blanca como el pergamino bajo las manchas de sangre y hollín.

Daeman estaba allí, arrodillado, con el huevo de Setebos brillando oculto en su mochila. Se aclaró la garganta.

—Algunas personas importantes han sobrevivido, Ada —dijo—. Boman está aquí... y Kaman. Kaman fue uno de los primeros discípulos de Odiseo y ha sigleído todo lo que pudo encontrar sobre historia militar. Laman perdió cuatro dedos de la mano derecha defendiendo Ardis, pero está aquí y vive todavía. Loes y Stoman están aquí, además de algunas personas a quienes envié en mi expedición de advertencia: Caul, Oko, Elle y Edide. Oh, y Tom y Siris lo consiguieron también.

—Esto está bien —dijo Ada, y tosió. Tom y Siris eran los mejores médicos de Ardis.

—Pero ni el equipo médico ni las medicinas han llegado —dijo Greogi.

—¿Qué lo ha hecho? —preguntó Ada.

Greogi se encogió de hombros.

—Las armas que teníamos, pero no suficiente munición de flechitas. La ropa que llevábamos. Unas cuantas mantas bajo las que hemos estado acurrucándonos las tres últimas noches de fría lluvia.

—¿Habéis vuelto a Ardis para enterrar a los que cayeron? —preguntó Ada. Su voz era firme, a pesar de la ronquera y la tos.

Greogi miró a Daeman y luego desvió la mirada, dirigiéndola más allá del borde de la alta roca donde todos se apiñaban.

—No podemos —dijo, con fuerza—. Lo intentamos. Los voynix nos esperaban. Nos emboscaron.

—¿No pudisteis traer más cosas de Ardis Hall? —preguntó la mujer herida.

Greogi negó con la cabeza.

—Nada importante. La hemos perdido, Ada. Perdido.

Ada tan sólo asintió. Más de dos mil años de historia y orgullo de su familia habían ardido y habían desaparecido para siempre. Pero en aquellos momentos no pensaba en Ardis Hall, sino en la supervivencia de su gente herida, helada y aislada en aquella miserable Roca Hambrienta.

—¿Qué habéis estado comiendo y bebiendo?

—Hemos cogido agua de lluvia en hules de plástico y hemos podido abatir alguna presa de caza desde el sonie —dijo Greogi, obviamente contento de poder cambiar de tema—. Sobre todo conejos, pero ayer cazamos un alce. Todavía le estamos sacando las flechitas.

—¿Por qué no han acabado los voynix con nosotros? —preguntó Ada. Su voz parecía sólo levemente curiosa.

—Ésa sí que es una buena pregunta —dijo Daeman. Tenía su propia teoría al respecto, pero era demasiado pronto para compartirla.

—No se puede decir que nos tengan miedo —repuso Greogi—. Debe de haber dos o tres mil malditas criaturas allá abajo en el bosque y no tenemos suficiente munición para matar a más de unos pocos centenares. Pueden subir por la roca cuando se les antoje. Pero no lo han hecho.

—Lo habéis intentado con el faxnódulo —dijo Ada. No era realmente una pregunta.

—Los voynix nos emboscaron allí —contestó Greogi. Miró el cielo azul. Era su primer día de sol y todo el mundo intentaba secar su ropa y sus mantas, colocándolas como si fueran señales en el plano acre de roca que era la cima de la Roca Hambrienta, pero seguía siendo un invierno duro, el peor que recordaba ninguno de los habitantes de Ardis, y todos temblaban a la débil luz del sol.

—Hemos hecho pruebas —dijo Daeman—. Podemos meter a doce personas en el sonie, el doble de lo que admite su diseño, pero uno más y la IA de la máquina se niega a volar. Y se comporta como un cerdo con doce.

—¿Cuántos dices que conseguimos llegar aquí arriba? —preguntó Ada—. ¿Sólo cincuenta?

—Cincuenta y tres —dijo Greogi—. Nueve, incluyéndote a ti hasta esta mañana, estaban demasiado heridos o enfermos para viajar.

—Ocho ahora —contestó Ada con firmeza—. Harían falta cinco viajes en el sonie para evacuar a todo el mundo... suponiendo que los voynix no ataquen en cuanto empecemos la evacuación y suponiendo también que tuviéramos algún sitio al que ir.

—Sí, suponiendo que tuviéramos algún sitio al que ir —dijo Greogi.

Cuando Ada se quedó dormida de nuevo (dormía, les aseguró Tom, no había caído en el semicoma de antes), Daeman recogió su mochila, manteniéndola con torpeza apartada de su cuerpo, y se acercó al borde de la cumbre de la Roca Hambrienta. Vio a los voynix allá abajo, sus jorobas correosas y sus cuerpos plateados sin cabeza moviéndose entre los árboles. De vez en cuando un grupo se movía, al parecer con sentido, y cruzaba el gran prado al sur de la Roca Hambrienta. Ninguno miró hacia arriba.

Greogi, Boman y la mujer morena llamada Edide se acercaron a ver qué estaba haciendo.

—¿Pensando en saltar? —preguntó Boman.

—No —respondió Daeman—, pero tengo curiosidad por saber si tenéis cuerda... lo suficiente para bajarme hasta fuera del alcance de los voynix.

—Tenemos unos treinta metros de cuerda —dijo Greogi—. Pero eso te deja a unos quince o veinte metros por encima de los hijos de puta... no es que eso los vaya a detener si quieren saltar y agarrarte. ¿Por qué demonios quieres bajar?

Daeman se puso en cuclillas, colocó la mochila en el suelo y sacó el huevo de Setebos. Los otros se agacharon para contemplarlo.

Antes de que pudieran hacer preguntas, Daeman les contó dónde lo había conseguido.

—¿Por qué? —preguntó Edide.

Daeman se encogió de hombros.

—Fue una de esas cosas que en su momento parecen una buena idea.

—Siempre acabo pagando por eso —dijo la mujer pequeña y morena. Daeman pensó que podría haber visto Cuatro Veintes. Era difícil decirlo con los rejuvenecimientos de la fermería, pero los humanos antiguos mayores tendían a tener mayor sensación de confianza que los más jóvenes.

Daeman colocó el huevo brillante y levemente pulsátil en una grieta en la roca para que no rodara.

—Tocadlo —dijo.

Boman lo intentó primero. Colocó la palma en el cascarón curvo como si agradeciera el calor que todos podían sentir fluir del interior, pero el hombre rubio apartó la mano rápidamente: como si hubiera sentido una descarga o un mordisco.

—¿Qué demonios...?

—Sí —dijo Daeman—. Yo también lo siento cuando lo toco. Es como si esa cosa te sorbiera la energía... como si te sorbiera algo del corazón. O del alma.

Greogi y Edide intentaron tocarlo. Los dos apartaron la mano rápidamente y luego se alejaron más.

—Destrúyelo —dijo Edide.

—¿Y si Setebos viene a buscarlo? —preguntó Greogi—. Las madres hacen esas cosas cuando les robas los huevos. Se lo toman a título personal. Sobre todo cuando la madre es un cerebro de tamaño monstruoso con ojos amarillos y docenas de manos.

—Lo he pensado —dijo Daeman. Guardó silencio.

—¿Y? —dijo Edide. Incluso en los pocos meses que hacía que la conocía, en Ardis Hall siempre había parecido una persona práctica y competente. Era uno de los motivos por los que la había elegido como miembro de su expedición de advertencia a los trescientos faxnódulos—. ¿Quieres que lo destruya yo? —preguntó, poniéndose en pie y calzándose los guantes de cuero—. Veremos a qué distancia puedo lanzar esta maldita cosa y si alcanzo un voynix.

Daeman se mordió el labio.

—Podemos apostar a que no queremos que salga del cascarón aquí, en la cima de la Roca Hambrienta —dijo Boman. El hombre había sacado la ballesta y apuntaba al lechoso huevo—. Incluso un pequeño Setebos, por tu descripción de lo que la cosa mamá-papá hizo en Cráter París, podría matarnos a todos.

—Espera —dijo Daeman—. No ha salido del cascarón aún. El frío puede que no sea suficiente para matarlo aquí, para hacer que no sea viable, pero puede estar retrasando su gestación... o como demonios se llame el período de incubación del huevo de un monstruo. Quiero probar algo antes de destruirlo.

Usaron el sonie. Greogi conducía. Boman y Edide iban arrodillados en los huecos traseros, con los rifles de flechitas preparados. El campo de fuerza estaba desconectado.

Los voynix se movían en las sombras bajo los árboles, al otro extremo del prado, a menos de cien metros de distancia. Ellos flotaban a treinta metros de altura, fuera del alcance de sus saltos.

—¿Estás seguro? —dijo Greogi—. Son más rápidos que nosotros.

No del todo convencido de que pudiera hablar adecuadamente, Daeman asintió.

El sonie bajó. Daeman saltó. El sonie ascendió en vertical, como un ascensor en forma de disco plateado.

Daeman llevaba un rifle de flechitas al hombro, pero fue la mochila lo que recogió, sacando en parte el huevo de Setebos y cuidando de no tocarlo con las manos desnudas. Incluso a la intensa luz del sol, la cosa brillaba como leche radiactiva.

Como ofreciéndoles un regalo, Daeman empezó a caminar hacia los voynix que se hallaban al otro extremo del prado. Las criaturas obviamente lo observaban a través de los sensores infrarrojos de sus pechos metálicos. Varios giraron para mantenerlo centrado en el alcance de sus sensores. Más voynix salieron de las sombras del bosque para situarse en la linde del prado.

Daeman alzó la cabeza y vio el sonie a veinte metros sobre él, los rifles de flechitas de Boman y Edide alzados y preparados, pero sabiendo también que un voynix a la carrera alcanzaba más de ochenta kilómetros por hora. Las criaturas se le echarían encima antes de que el sonie pudiera bajar en picado y, si había suficientes voynix en el ataque, nada podría salvarlo.

Daeman caminó con el brillante huevo de Setebos medio fuera de la mochila, como un regalo de Veinte que asomara de su envoltorio. Una vez el huevo se agitó (a Daeman le sorprendió tanto el movimiento interno que casi lo dejó caer, pero se quedó enganchado en el tejido rasgado y sucio de la mochila), pero después de tantear un minuto, continuó caminando. Estaba ya tan cerca del grupo de voynix que podía oler el hedor a cuero viejo y óxido de las criaturas.

Daeman se avergonzó al advertir que le temblaban los brazos y las piernas. «No he sido lo bastante listo para que se me ocurriera otra cosa», pensó. Pero no había otro remedio. No con el precario estado en el que se hallaban tantos supervivientes de Ardis, no con el hambre y la deshidratación acechando.

Se hallaba ya a menos de quince metros de la treintena de voynix. Daeman alzó el huevo de Setebos como un talismán y caminó derecho hacia ellos.

A diez metros, los voynix empezaron a regresar al bosque.

Daeman avivó el paso, casi corriendo ya. Los voynix se apartaban de él por todos lados.

Temeroso de tropezar y cascar el huevo (tuvo la repulsiva imagen mental del huevo rompiéndose y un pequeño cerebro Setebos escurriéndose con sus docenas de manecitas de bebé y sus tallos, y luego saltando hacia su cara), Daeman se obligó a correr hacia los voynix en retirada.

Los voynix se pusieron a cuatro patas y echaron a correr, cientos de ellos huyendo en todas direcciones como gacelas asustadas que huyeran de los depredadores de alguna llanura prehistórica, y Daeman corrió hasta que ya no pudo más.

Cayó de rodillas, apretando la mochila contra su pecho, sintiendo el huevo de Setebos agitarse y moverse, notando cómo la energía fluía de él hacia el maligno ser hasta que logró apartarlo y colocarlo en el suelo como la cosa tóxica que era.

Greogi hizo aterrizar el sonie.

—Dios mío —dijo el piloto calvo—. Dios mío.

Daeman asintió.

—Llévame de vuelta a la base de la Roca Hambrienta. Esperaré allí con el huevo mientras bajas a todos los que puedan ir andando hasta el pabellón del faxnódulo. Yo encabezaré la marcha. Podrás cargar a los débiles y heridos y seguirnos por el aire.

—Qué... —empezó a decir Edide, y guardó silencio. Sacudió la cabeza.

—Sí —dijo Daeman—. Me acordé de los cuerpos de voynix congelados en el hielo azul de Cráter París. Todos se habían congelado en el acto de huir de Setebos.

Se sentó en el borde del sonie, la mochila en el regazo, mientras flotaban de regreso a la Roca Hambrienta a unos cómodos dos metros sobre el suelo. No había voynix en los árboles ni en los prados.

—¿Adónde vamos a faxear? —preguntó Boman.

—No lo sé —respondió Daeman. Se sentía muy cansado—. Ya se me ocurrirá algo por el camino.