48

—Necesitarás una termopiel —dijo Próspero.

—¿Por qué? —La voz de Harman sonaba distraída. Miraba a través de las puertas de cristal la hermosa cúpula triple y los arcos de mármol del Taj Moira. La cabina había encajado en su lugar en la torre eiffelbahn del sureste, una de las cuatro situadas en las esquinas del gigantesco cuadrado de mármol tallado que contenía aquel magnífico edificio en la cumbre del Chomolungma. Harman había calculado que la torre eiffelbahn tendría unos trescientos metros de altura y la cúspide del edificio blanco en forma de cebolla la superaba en otros ciento cincuenta.

—La altitud aquí es de ocho mil ochocientos cuarenta y ocho metros —dijo el magus—. Hay más vacío que aire. La temperatura al sol ahí fuera es de treinta y cuatro grados bajo cero. Esa suave brisa sopla a cincuenta nudos. Hay una termopiel azul en el armario, junto a la cama. Sube y póntela. Necesitarás tu ropa de abrigo y botas. Llama cuando te hayas puesto la máscara de ósmosis... necesito bajar la presión de la cabina antes de abrir la puerta.

Bajaron en ascensor desde la plataforma situada a trescientos metros de altura. Harman observó los puntales de las torres, los arcos y las vigas mientras las dejaban atrás y sonrió. El secreto de la blancura de aquella torre era prosaico: pintura blanca sobre el mismo hierro oscuro y el acero de las otras estructuras eiffelbahn. Notó que el ascensor y la torre entera se sacudían por los aullantes vientos y advirtió que la pintura debía erosionarse en meses o semanas en vez de en años; trató de imaginar qué tipo de cuadrilla de pintores estaría siempre trabajando allí, y luego le pareció un esfuerzo tonto.

Obedecía al magus porque eso lo sacaba de la prisión de la cabina viajera. De algún modo, allí, en ese insano templo o palacio o tumba o lo que fuera, en aquella montaña insanamente alta, encontraría un modo de regresar con Ada. Si Ariel podía faxear sin pabellones de faxnódulos, él también. De algún modo.

Harman siguió a Próspero desde el ascensor situado en la base de la torre y cruzó la amplia expansión de piedra caliza roja y mármol blanco que conducía hasta la puerta principal del edificio en forma de cúpula. El viento amenazaba con derribarlo pero por algún motivo no había hielo en el suelo.

—¿Los magus no sienten el frío ni necesitan aire? —le gritó al anciano de la ondeante túnica azul.

—En lo más mínimo —respondió el magus. El fuerte viento hinchaba su capa a un lado y hacía que su mata de largo pelo gris se apartara de su cráneo casi calvo—. Uno de los gajes de la vejez —gritó por encima del ululante viento.

Harman se volvió hacia la derecha, los brazos extendidos para conservar el equilibrio contra el viento, y se acercó a la baja barandilla de mármol, de no más de dos palmos de altura, que corría alrededor de la enorme plaza de arena caliza y mármol como un banco bajo alrededor de una pista de patinaje sobre hielo.

—¿Adónde vas? —le preguntó Próspero—. ¡Ten cuidado!

Harman llegó al borde y se asomó.

Más tarde, al estudiar mapas, Harman advirtió que debía haber estado asomado desde la montaña llamada Chomolungma o Chu-mulang-ma Feng o Qomolangma Feng o HoTepma Chini-ka-Rauza o Everest, dependiendo de la edad y el origen del mapa, y que cuando se situó en la barandilla estuvo mirando durante cientos de kilómetros (y ocho mil metros hacia abajo) las tierras que una vez se llamaron el Noveno Reino del Khan o el Tíbet o China.

Fue la parte de abajo lo que golpeó a Harman visceralmente.

El Taj Moira era esencialmente una ciudad de mármol y piedra arenisca situada en la cumbre de la Diosa Madre del Mundo como una bandeja clavada en una piedra afilada, como un pedazo de papel clavado a una pica. La obra de ingeniería realizada en buckycarbono era impresionante hasta el punto de lo imposible: la forma de alardear de un dios niño.

Harman se detuvo junto a la «barandilla» de dos palmos de altura y treinta centímetros de grosor y miró hacia abajo con toda la fuerza del viento a la espalda que trataba de empujarlo al vacío. Más tarde, los mapas le dirían que había estado mirando montañas que tenían nombres y los glaciares Rongbuk al este y el oeste con las llanuras marrones de China tras la curvatura de la tierra, pero nada de eso importaba en aquel momento. Empujado por los ululantes vientos, los brazos extendidos para conservar el equilibrio, Harman estaba mirando ocho mil metros hacia abajo... ¡desde un saliente!

Cayó a cuatro patas y empezó a arrastrarse de vuelta al templotumba y el magus que esperaba. A diez metros delante de la enorme puerta, un pequeño y afilado peñasco, de no más de cinco metros de altura, se alzaba entre los cuadrados de mármol, para terminar en una pirámide de hielo de treinta y cinco centímetros. Próspero miraba cruzado de brazos y con una sonrisita en el rostro; Harman se abrazó al peñasco decorativo y usó sus imperfecciones para volver a ponerse en pie. Continuó apoyado en el peñasco, los brazos a su alrededor, la barbilla apoyada en la punta de hielo, temeroso de que si miraba atrás, por encima del hombro, la distante pared y la vertiginosa caída, la urgencia de correr hacia aquella pared y saltar fuese abrumadora. Cerró los ojos.

—¿Vas a quedarte ahí todo el día? —preguntó el magus.

—Podría —respondió Harman, los ojos todavía cerrados. Después de otro minuto, gritó por encima del viento—: ¿Qué es esta roca, por cierto? ¿Una especie de símbolo? ¿Un monumento?

—Es la cima del Chomolungma —dijo Próspero. El magus se volvió y traspuso el elegante arco de entrada de la estructura que había llamado Rongbok Pumori Chu-mu-lang-ma Feng Dudh Kosi LhotseNuptse Khumbu aga Ghat-Mandir Khan Ho Tep Rauza. Harman vio que una membrana semipermeable guardaba la entrada: onduló cuando el magus pasó, otro signo de que Harman no se enfrentaba a un holograma esta vez.

Varios minutos más tarde, todavía abrazado a la roca, con las lentes y la máscara de ósmosis de la capucha de su termopiel llenas casi por completo de escarcha a causa de los copos de nieve que golpeaban su cuerpo como misiles helados, Harman consideró el hecho de que probablemente dentro del edificio se estaría caliente, mucho mejor que con la protección del campo de fuerza semipermeable.

No se arrastró los últimos diez metros hasta la puerta, sino que caminó encogido, la cara gacha, las palmas hacia abajo y extendidas, dispuesto a gatear.

Dentro de la enorme sala única, bajo la cúpula, unos escalones de mármol conducían a una serie de entresuelos, cada uno conectado a su vez con el siguiente por medio de otra escalera de mármol. El interior de la cúpula que se curvaba hacia dentro cien niveles, cien pisos, hasta que la bruma y la distancia de arriba oscurecían la cima de la cúpula misma. Lo que habían parecido diminutas aberturas desde la cabina, cuando se acercaban, y desde la torre eiffelbahn apenas otra cosa que elementos decorativos en el mármol blanco, resultaron ser cientos de ventanas perspex que enviaban lanzadas de luz hacia abajo para iluminar los libros con cuadrados y rectángulos y trapecios de brillo que se movían lentamente.

—¿Cuánto tiempo piensas que tardarías en sigleerlos todos? —preguntó Próspero, apoyándose con su báculo y volviéndose para indicar los muchos entresuelos de libros.

Harman abrió la boca para hablar y la cerró. ¿Semanas? ¿Meses? Incluso pasando de un libro a otro, sólo colocar la palma en su sitio el tiempo suficiente para ver las letras doradas moverse por sus dedos y brazos, podría tardar años en sigleer esa biblioteca.

—Me dijiste que las funciones no actuaban en la eiffelbahn y sus alrededores —dijo por fin—. ¿Han cambiado las reglas?

—Ya veremos —respondió el magus. Se internó en la cúpula, golpeando con el báculo el mármol blanco, y el sonido resonó gracias a la acústica perfecta del lugar.

Harman advirtió que se estaba caliente en el lugar. Se quitó la capucha de la termopiel y los guantes.

El interior del edificio estaba dividido en compartimentos que, sin ser habitaciones, componían un laberinto de pantallas de mármol blanco que se alzaban hasta una altura de dos metros y medio y no eran una barrera completa a la vista a causa de los entramados, filigranas e incontables aberturas en forma de corazón y de hoja. Harman advirtió que las paredes alrededor de la base de la cúpula que se alzaban hasta unos doce metros, donde empezaba el primer entresuelo, estaban completamente cubiertas por motivos florales, enredaderas, plantas imposibles, todas iluminadas por la presencia de joyas incrustadas. Lo mismo sucedía con las pantallas de mármol. Harman colocó la mano contra una de las particiones de mármol mientras Próspero se abría paso por entre el laberinto (y era un verdadero laberinto) y se dio cuenta de que en cualquier parte donde colocara la mano podía cubrir dos o tres diseños a la vez, que siempre habría varias piedras preciosas bajo sus dedos. Algunos de los motivos florales medían menos de dos centímetros cuadrados y parecían contener cincuenta o sesenta diminutos engarces.

—¿Qué son estas piedras? —preguntó Harman. A los de su pueblo les gustaban las piedras preciosas como decoración, bagatelas que traían los servidores robóticos, pero nunca se había preguntado de dónde procedían.

—Estás... piedras —dijo Próspero— son ágatas, jaspe, lapislázuli, hematites y cornalinas... hay más de treinta y cinco variedades de cornalinas en esta simple hoja de claves donde apoyo la mano, ¿ves?

Harman vio. El lugar lo mareaba. Los trapecios de luz que se movían en la pared oeste bajo los libros hacían que el mármol chispeara, brillara y titilara por los miles de piedras preciosas allí incrustadas.

—¿Qué es este lugar? —preguntó Harman. Advirtió que estaba susurrando.

—Fue construido como mausoleo... como tumba —dijo el magus, dejando atrás otra encrucijada de pantallas blancas de mármol y guiándolo hasta el centro del lugar como si el laberinto tuviera flechas amarillas pintadas en el suelo. Se detuvieron ante un arco de entrada que daba a un rectángulo interno, en el centro del laberinto de cientos de pantallas—. ¿Puedes leer esta estela, Harman de Ardis?

Harman la observó a la luz lechosa. Las letras en el mármol estaban extrañamente talladas; eran retorcidas y complicadas en vez de las líneas rectas a las que estaba acostumbrado de los libros, pero estaban escritas en inglés mundial estándar.

—Léelo en voz alta —dijo el magus.

—«Entra con reverencia en el ilustre sepulcro del Khan Ho Tep, Señor de Asia y Protector de la Tierra, y su esposa y amada Lias Lo Amumja, adorada por todo el mundo. Ella dejó este mundo de tránsito la decimocuarta noche del mes de Rahab-Septem en el año de Khanata 987. Ella y su Señor habitan ahora en el Cielo estrellado y vigilan a quien entra aquí.»

—¿Qué te parece? —preguntó Próspero, colocándose bajo el elaborado arco donde el centro del laberinto desembocaba en el interior aún no visto.

—¿La inscripción o el lugar?

—Ambos —dijo el magus.

Harman se frotó la barbilla y la mejilla, sintiendo el principio de barba.

—Este lugar está... mal. Demasiado grande. Demasiado rico. Desproporcionado, a excepción de los libros.

Próspero se echó a reír y el ruido resonó y resonó.

—Estoy de acuerdo contigo, Harman de Ardis. Este lugar fue robado... la idea, el diseño, las tallas, el diseño de tablero de ajedrez del patio exterior... todo robado excepto los estantes y los libros, que fueron colocados aquí seiscientos años más tarde por Rajahar el Silencioso, un descendiente lejano del temido Khan Ho Tep. El Khan hizo ampliar el diseño del Taj Mahal original más de diez veces. Ese edificio original era precioso, un verdadero testamento de amor... de esa estructura no queda nada porque el Khan la hizo derribar, pues quería que sólo se recordara este mausoleo. Este lugar es un memorial al exceso retorcido más que a ninguna otra cosa.

—La localización es... interesante —dijo Harman en voz baja.

—Sí —respondió Próspero, subiéndose las mangas azules—. Esa perla de sabiduría es tan cierta hoy sobre los bienes inmobiliarios como lo fue en tiempos de Odiseo: localización, localización, localización. Ven.

Entraron en el centro del laberinto de pantallas de mármol, un espacio vacío de unos cien metros cuadrados con una especie de estanque brillante en el centro. El báculo de Próspero resonaba mientras se acercaban lentamente al centro.

No era un estanque brillante.

—Jesucristo —exclamó Harman, apartándose del borde.

Parecía aire vacío. A la izquierda, apenas visible, se hallaba la cara norte vertical de la montaña, pero bajo ellos (quizás a unos doce metros por debajo del nivel del suelo), un sarcófago de cristal y acero parecía flotar en mitad del aire, sobre el irregular glaciar a ocho mil metros por debajo. Dentro del sarcófago yacía una mujer desnuda. Una estrecha escalera de caracol de mármol blanco serpenteaba hasta el nivel del sarcófago, pero el último peldaño parecía flotar en el aire.

«No puede estar al descubierto», pensó Harman. No había ninguna ráfaga de viento. El sarcófago tenía que estar apoyado en algo. Al forzar la vista, Harman distinguió facetas, una multitud de geodésicos casi invisibles. La cámara funeraria estaba compuesta de algún cristal o vidrio o plástico increíblemente transparente. Pero ¿por qué no había visto ese sarcófago y esa escalera durante su ascenso en la cabina o...?

—La cripta es invisible desde el exterior —dijo Próspero en voz baja—. ¿Has visto ya a la mujer?

—¿La amada Lias Lo Amumja? —dijo Harman, a quien no interesaba nada mirar a un cadáver desnudo—. ¿La que dejó este mundo de tránsito cuando demonios fuera? ¿Y dónde está el Khan? ¿Tiene su propia cámara de cristal?

Próspero se echó a reír.

—El Khan Ho Tep y su amada Lias Lo Amumja, hija de Cezar Amumja del Imperio Central Africano, era una zorra insensible y una arpía, Harman de Ardis, te lo aseguro, fueron arrojados por la borda menos de dos siglos después de que los enterraran aquí.

—¿Arrojados por la borda?

—Los cuerpos, perfectamente conservados, fueron arrojados sin más ceremonias por la misma muralla a la que te asomaste hace treinta minutos —dijo Próspero—. Arrojados como la basura del día anterior. A los sucesores del Khan, cada uno más insignificante a su modo, les gustaba ser enterrados aquí para toda la eternidad... y esa eternidad duraba hasta que el siguiente Khan quería tener el mejor mausoleo posible.

A Harman no le costó imaginarlo.

—Es decir, hasta hace mil cuatrocientos años —dijo Próspero, dirigiendo su mirada azul al sarcófago de cristal y madera situado cuatro pisos bajo ellos—. Esta mujer era en efecto la amada de alguien verdaderamente poderoso y lleva aquí descansando más de catorce siglos, impertérrita. Mírala, Harman de Ardis.

Harman había estado mirando el sarcófago pero intentando no ver el cadáver. La mujer estaba demasiado desnuda para su gusto: parecía demasiado joven para estar muerta, su cuerpo estaba todavía sonrosado y pálido (los pezones se veían rosáceos incluso a doce metros de distancia), el corto pelo de su cabeza una coma de negro contra almohadas de blanco satén, el rico triángulo de pelo de su entrepierna otra coma negra, cejas oscuras, rasgos fuertes, boca grande incluso en la distancia, casi... familiar.

—Jesucristo —exclamó Harman por segunda vez esa mañana, pero esta vez su grito resonó en la cúpula y los estantes de libros y el mármol blanco.

Era joven, mucho más joven, el pelo negro en vez de gris, el cuerpo firme y joven en vez de arrugado y gastado por largos siglos como Harman la había visto con la tensa termopiel, pero el rostro tenía la misma fuerza, los pómulos la misma agudeza, las cejas el mismo corte atrevido, la barbilla la misma firme disposición. No había ninguna duda.

Era Savi.