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—¿Entonces dónde está todo el mundo? —pregunta Aquiles, el de los pies ligeros, hijo de Peleo, mientras sigue a Hefesto por la cumbre cubierta de hierba del Olimpo.

El rubio asesino de hombres y Hefesto, dios del fuego y jefe artificiero de todos los dioses, caminan por la orilla del lago de la Caldera, entre el Salón del Curador y el Gran Salón de los Dioses. Los otros hogares de los dioses, con sus columnas blancas, están oscuros y desiertos. No hay carros en el cielo. No hay inmortales caminando por las muchas aceras pavimentadas, iluminadas por bajas lámparas de color amarillo que Aquiles advierte que no son antorchas.

—Ya lo he dicho —dice Hefesto—. Estando el Gato fuera, los Ratones salen a jugar. Casi todos ellos están abajo en la Tierra-Ilión haciendo de actores en el último acto de vuestra pequeña guerra de Troya.

—¿Cómo va la guerra? —pregunta Aquiles.

—Sin ti allí para matar a Héctor, tus mirmidones y todos los demás aqueos y argivos y como queráis llamaros están recibiendo un palizón a manos de los troyanos.

—¿Agamenón y los suyos se retiran? —pregunta Aquiles.

—Sí. La última vez que miré, sólo hace unas horas, antes de cometer el error de venir a comprobar los daños en mi escalera de cristal y ponerme a pelear contigo, vi en la hololaguna del Gran Salón que el ataque de Agamenón a las murallas de la ciudad había fracasado, una vez más, y que los aqueos se retiraban a las trincheras defensivas cerca de las negras naves. Héctor estaba a punto de liderar una salida de su ejército, dispuesto a tomar de nuevo la ofensiva. Esencialmente, todo se reduce a cuál de nosotros los inmortales somos más fuertes que otros en una lucha verdadera... y resulta que incluso con zorras duras como Hera y Atenea luchando por Ilión, y con Poseidón sacudiendo la tierra por la ciudad, que es lo suyo, ya sabes, sacudir la tierra, el equipo progriego de Apolo, Ares y esa retorcida Afrodita y su amiga Deméter están salvando el día. Como general, Agamenón es una mierda.

Aquiles tan sólo asiente. Su destino ahora está con Pentesilea, no con Agamenón y sus ejércitos. Aquiles confía en que sus mirmidones hagan lo que tienen que hacer: huir si pueden, luchar y morir si deben. Desde que Atenea (o Afrodita disfrazada de Atenea, si la Diosa de la Sabiduría le dijo la verdad varios días antes) asesinó a su querido Patroclo, la sed de sangre de Aquiles sólo se ha concentrado en la venganza contra los dioses. Ahora, aunque sabe que sólo es resultado de la magia perfumada de Afrodita, sólo tiene dos objetivos: devolverle la vida a su amada Pentesilea y matar a la zorra de Afrodita. Sin ser consciente de que lo hace, Aquiles ajusta la daga capaz de matar a los dioses en su cinturón. Si Atenea decía la verdad respecto a la hoja (y Aquiles la creyó, este trozo de acero alterado cuánticameante será la muerte de Afrodita y cualquier otro inmortal que se interponga en su camino, incluido ese lisiado dios del fuego, Hefesto, si intenta escapar u oponerse a su voluntad.

Hefesto conduce a Aquiles a una zona de aparcamiento ante el Gran Salón de los Dioses donde hay más de una docena de carros alineados, con cordones umbilicales de metal que serpentean hasta una reserva de carga subterránea. Hefesto se sube a uno de los carros sin caballo y llama a Aquiles para que suba a bordo.

Aquiles vacila.

—¿Adónde vamos?

—Ya te lo he dicho. A visitar al inmortal que puede que sepa dónde está Zeus ahora mismo —dice el Artificiero.

—¿Por qué no buscamos a Zeus directamente? —pregunta Aquiles, sin subir aún al carro. Ha montado en un millar de carros, como auriga o pasajero, pero nunca ha volado en uno de la forma en que ve frecuentemente hacer a los dioses sobre Ilión y el Olimpo, y aunque la idea no lo asusta, no tiene prisa por abandonar el suelo.

—Hay una tecnología que sólo conoce Zeus —dice Hefesto—, que puede esconderlo de todos mis sensores y aparatos espía. Obviamente, ha sido activada, aunque imagino que por su esposa Hera en vez de por el Padre de los Dioses.

—¿Quién es ese otro inmortal que puede mostrarnos dónde se esconde Zeus? —Aquiles está distraído por la aullante tormenta de arena y los salvajes destellos de los relámpagos y las descargas estáticas a cien metros sobre ellos mientras la tormenta planetaria se abalanza contra el campo de fuerza de la égida de Zeus.

—Nyx —dice Hefesto.

—¿La Noche? —repite Aquiles. El matador de los pies ligeros conoce el nombre de la diosa: la hija de Caos, una de las primeras criaturas sentientes en emerger del Vacío que hubo al principio del tiempo antes de que los dioses originales ayudaran a separar la oscuridad de Erebo del orden azul y verde de la Tierra, pero ninguna ciudad griega ni asiática ni africana que conozca adoraba a la misteriosa Nyx-Noche. Las leyendas y los mitos decían que Nyx (sola, sin ningún varón inmortal para impregnarla) había dado a luz a Eris (la Discordia), las Moriai (las Parcas), Hypnos (el Sueño), Némesis (la Venganza), Tánatos (la Muerte), y las Hespérides.

—Creía que la Noche era una personificación —añade Aquiles—. O sólo un montón de chorradas.

Hefesto sonríe.

—Incluso una personificación o un montón de chorradas asume forma física en este nuevo mundo que los posthumanos, Sycórax y Próspero ayudaron a hacer para nosotros —dice—. ¿Vas a venir? ¿O debo TCear de vuelta a mi laboratorio y disfrutar de los... ah... placeres de tu dormida Pentesilea mientras tú te entretienes aquí?

—Sabes que te encontraré y te mataré si haces eso —dice Aquiles, sin ninguna amenaza en la voz, sólo fría promesa.

—Sí, lo sé —reconoce Hefesto—, y por eso te lo preguntaré una última vez: ¿vas a subir a este puñetero carro o no?

Vuelan hacia el sureste alrededor de la gran esfera de Marte, aunque Aquiles no sabe que es Marte lo que está contemplando, ni que es una esfera. Pero sabe que el empinado ascenso por encima del lago de la Caldera del Olimpo y la violenta penetración de la égida hacia la aullante tormenta de polvo tras los cuatro caballos que habían surgido de la nada tras el despegue (y luego el viaje a través de la cegadora tormenta y los vientos mismos) no son algo que quiera hacer de nuevo pronto. Aquiles se agarra al borde de madera y bronce del carro y se esfuerza para no cerrar los ojos. Por fortuna, hay una especie de energía alrededor del carro (una forma menor de la égida o una variante de los escudos corporales invisibles que los dioses usan en combate, supone Aquiles) que los protege a los dos de la arena y los vientos arrasadores.

Entonces se alzan por encima de la tormenta de polvo, el negro cielo nocturno sobre ellos y las estrellas brillando, dos pequeñas lunas cruzando visibles el cielo. Para cuando el carro cruza la línea de tres enormes volcanes, han pasado al sur de lo peor de la tormenta y hay rasgos visibles bajo ellos en la noche estrellada.

Aquiles sabe que el hogar de los dioses en el Olimpo está en su propio extraño mundo, por supuesto: ha luchado ocho meses en la llanura roja situada ante lo que sus aliados llamaban Agujero Brana, contemplando las olas sin marea llegar de algún mar norteño que no se corresponde con ninguno de la Tierra, pero nunca se le había ocurrido que el mundo del Olimpo fuera tan grande.

Vuelan muy alto por encima de un interminable y ancho cañón inundado y la oscuridad queda rota solamente por la luz de las estrellas que se refleja en el agua y unas cuantas linternas en movimiento muchas leguas por debajo que, según Hefesto, pertenecen a las barcazas de los hombrecitos verdes. Aquiles no ve ningún motivo para preguntarle al lisiado que amplíe tan críptica respuesta.

Vuelan sobre cadenas montañosas peladas y luego sobre otras boscosas e incontables depresiones circulares (cráteres, los llama el dios del fuego), algunos erosionados o con bosques, muchos con lagos centrales, pero la mayoría agudos y severos a la luz de la luna y las estrellas.

Vuelan más altos, hasta que el silbido de aire alrededor de la miniégida del carro se agota y Aquiles respira aire puro emitido por el carro mismo. El contenido en oxígeno es tan alto que se siente un poco borracho.

Hefesto nombra algunas de las rocas, montañas o valles que se extienden bajo ellos en la noche. Aquiles piensa que el dios cojo parece un barquero aburrido que anuncia las paradas a lo largo del curso de un río.

—Shalbatana Vallis —dice el inmortal, y luego, unos minutos más tarde—: Margaratifer Terra. Meridiania Planum. Terra Sabaea. Esa zona boscosa al norte es Schiaparelli, el pie de las colinas se llama Huygens. Ahora vamos a virar al sur.

El carro que vuela tras los cuatro caballos levemente transparentes no vira al sur, cambia bruscamente de dirección al sur, y Aquiles se agarra por su vida aunque el suelo del carro siempre parece estar bajo sus pies.

—¿Qué es eso? —pregunta Aquiles unos minutos más tarde. Ha aparecido un enorme lago circular que ocupa gran parte del horizonte sur. El carro desciende y, aunque no hay ninguna tormenta de polvo, el aire sigue aullando.

—La Llanura de Hellas —gruñe el dios del fuego—. Tiene más de dos mil kilómetros de ancho y un diámetro mayor que el de Plutón.

—¿Plutón?

—Es un puñetero planeta, estúpido bruto iletrado —gruñe Hefesto.

Aquiles suelta el borde del carro para dejar libres las manos para entrar en acción. Se le ocurre levantar al dios cojo, romperle la espalda contra la rodilla y arrojarlo del carro. Pero entonces mira los picos de las montañas y los negros valles aún a muchas leguas por debajo y decide que dejará que el enano velludo haga aterrizar primero el vehículo. El lago, ante ellos, llena todo el sur; luego cruzan la orilla norte y empiezan a descender sobre el agua iluminada por las estrellas. Aquiles advierte que lo que parecía un lago circular desde unos pocos kilómetros de altura es en realidad un pequeño océano redondo.

—Su profundidad oscila entre tres kilómetros y más seis —dice Hefesto, como si Aquiles lo hubiera preguntado o le importara—. Esos dos enormes ríos que fluyen desde el este se llaman Dao y Harmakhis. Nuestro plan original era poner a un par de millones de humanos antiguos en esos fértiles valles y dejarlos que hicieran lo que les diera la puñetera gana y ser fértiles y multiplicarse, pero nunca conseguimos sintonizar el rayo en esta dirección y defaxearlos. Zeus y los otros originales del Panteón se olvidaron de todo antes de ser dioses... nos parecía un sueño a todos. Además, Zeus estaba muy ocupado derrocando a sus padres, la primera generación de Titanes inmortales, Cronos y su hermana-esposa Rea, y arrojarlos al mundo Brana llamado Tártaro.

Hefesto se aclara la garganta y empieza a recitar con voz de trovador que a Aquiles le suena como si alguien estuviera serrando una lira en dos con una hoja oxidada:

Un terrible sonido perturbó el mar infinito.

Toda la tierra emitió un gran grito.

El amplio cielo, sacudido, gimió.

De sus cimientos retrocedió el Olimpo

bajo el acoso de los dioses inmortales,

y temblando fueron a caer al Tártaro.

Aquiles sólo ve agua oscura a izquierda y derecha, agua corriendo por debajo a una velocidad imposible, los bordes rodeados de acantilados del lago circular desaparecidos bajo el borde de los horizontes. Al sur aparece una única isla irregular.

—Zeus sólo ganó la guerra —continúa Hefesto— porque regresó a las máquinas posthumanas creadoras de Brana en órbita alrededor de la Tierra original (la Tierra de verdad, quiero decir, no la tuya, no esta puñetera falsificación terraformada) y trajo a Setebos y su ralea de huevos para luchar contra las legiones de Cronos. Los monstruos de cientos de manos con sus armas energéticas y su ansia por comer el terror del suelo ganaron, aunque costó trabajo eliminarlos, como manchas de mierda, cuando se acabó la guerra. Además, uno de los puñeteros chicos de los Titanes (el hijo de Jápeto, Prometeo) se hizo agente doble. Y entonces apareció ese monstruo clónico de cien cabezas construido en laboratorio llamado Tifón que salió del Agujero Brana el año cuatrocientos veinticuatro de la guerra. Eso sí que fue digno de ver. Me acuerdo del día en que...

—¿Hemos llegado ya? —interrumpe Aquiles.

—La isla —continúa rezongando Hefesto mientras siguen descendiendo— tiene más de ochenta de las leguas de Aquiles de diámetro y está llena de monstruos.

—¿Monstruos? —dice Aquiles. Le interesan poco estas cosas. Quiere saber dónde está Zeus y quiere que Zeus le diga al Curador que abra los tanques rejuvenecedores y quiere que la reina amazona Pentesilea vuelva a vivir. Todo lo demás es secundario.

—Monstruos —repite el dios del fuego—. Los primeros hijos de Gaia y Urano son bichos deformes pero muy poderosos. Zeus les permitió vivir aquí en vez de unirse a Cronos y Rea en la dimensión del Tártaro. Hay tres setebosianos entre ellos.

Este hecho no tiene ningún interés para Aquiles. Contempla la isla crecer ante ellos y distingue el enorme castillo oscuro en los riscos de su centro. Las pocas ventanas que se abren en las losas de piedra brillan anaranjadas, como si el interior del edificio estuviera ardiendo.

—En la isla también viven los últimos cíclopes —continúa Hefesto—. Y las Erinias.

—¿Las Furias están aquí? —dice Aquiles—. Creía que eran un mito, también.

—No, nada de mito. —El inmortal cojo hace virar el carro y alinea las cabezas de los caballos con un espacio plano y abierto sobre un saliente de negra roca en la base del castillo central. Nubes oscuras se retuercen alrededor de la montaña y su alcázar. Los valles, a cada lado, están llenos de movimientos furtivos—. Cuando sean liberadas de este lugar pasarán el resto de la eternidad persiguiendo y castigando a los pecadores. Son verdaderamente «las que caminan en la oscuridad», con serpientes por cabellos y ojos rojos que lloran lágrimas de sangre.

—Que vengan —dice el hijo de Peleo.

El carro aterriza suavemente en la base de una gigantesca escultura situada en un gran saliente de piedra negra. Las ruedas de madera del carro chirrían y los caballos desaparecen de la existencia. El extraño panel brillante que el Artificiero ha estado usando para controlar el aparato desaparece.

—Ven —dice Hefesto, y guía a Aquiles hacia la amplia y en apariencia interminable escalera que hay al otro lado de la estatua. El inmortal arrastra su pie malo sobre la piedra.

Aquiles no puede evitar mirar la escultura: cien metros de altura como mínimo, un hombre poderoso que sostiene la doble esfera de la Tierra y los cielos sobre sus poderosos hombros.

—Es una escultura de Japeto —dice Aquiles.

—No —gruñe el dios del fuego—. Es el viejo Atlas en persona. Petrificado aquí, para siempre.

Son cuatrocientos escalones. El castillo negro se alza con sus torres y torreones y gabletes perdidos en las nubes. Las dos puertas que tienen delante miden cada una veinte metros de altura y están separadas entre sí otros veinte metros.

—Nyx y Hemera se cruzan aquí cada día... Noche y Día —susurra Hefesto—. Una sale, el otro entra. Nunca están en la casa al mismo tiempo.

Aquiles contempla las nubes negras y el cielo sin estrellas.

—Entonces hemos llegado en mal momento. No tengo nada de que hablar con Hemera. Dijiste que era con la Noche con quien teníamos que hablar.

—Paciencia, hijo de Peleo —gruñe Hefesto. El dios parece nervioso. Mira una máquina pequeña pero rechoncha que lleva en la muñeca—. Eos sale... ahora.

Alrededor del borde oriental de la isla negra crece un brillo anaranjado. Se desvanece.

—Ninguna luz atraviesa la égida polarizada de esta isla —susurra Hefesto—. Pero es casi de día, más allá. El sol se alzará sobre los ríos Dao y Harmakhis y los acantilados orientales de la llanura de Hellas en cuestión de segundos.

Un súbito destello ciega a Aquiles. Oye una de las gigantescas puertas de hierro cerrarse, y entonces la otra chirría y se abre. Cuando recupera la vista, la segunda puerta está cerrada y la Noche se encuentra ante ellos.

Siempre asombrado ante Atenea, Hera y las otras diosas, ésta es la primera vez que Aquiles, hijo de Peleo y la diosa marina Tetis, se siente aterrorizado ante una inmortal. Hefesto se ha puesto de rodillas y baja la cabeza en señal de respeto y temor ante la terrible aparición, pero Aquiles se obliga a permanecer de pie. Sin embargo, tiene que combatir la abrumadora necesidad de desatarse el escudo de la espalda y acurrucarse tras él, con el cuchillo asesino de dioses en la mano. Dividido entre la huida o la lucha, baja la cara en gesto de deferencia, como compromiso.

Aunque los dioses pueden adoptar casi cualquier tamaño (Aquiles no sabe nada de la ley de la conservación de la masa y la energía y no comprendería la explicación de cómo los inmortales se saltan esa ley), dioses y diosas parecen más cómodos con unos tres metros de altura: lo bastante altos para hacer que los mortales parezcan niños, no demasiado para no tener que reforzar los huesos de sus piernas ni volverse demasiado torpes incluso en sus mansiones del Olimpo.

La Noche (Nyx) mide cinco metros de altura y va envuelta en una vaporosa nube, vestida con lo que parecen ser múltiples capas de diáfana tela negra de la que cuelgan tiras por docenas, con un tocado negro que incluye un velo sobre su rostro o quizás un rostro que parece un velo negro. Aunque parezca imposible, sus ojos negros son perfectamente visibles a través del negro velo y las vaporosas nubes. Antes de apartar la cara, Aquiles ve que tiene unos pechos increíblemente grandes, como si pudiera amamantar a todo el mundo en la oscuridad. Sólo sus manos brillan pálidas, los dedos largos y poderosos, como hechos de luz de luna solidificada.

Aquiles se da cuenta de que Hefesto habla, casi canturreando:

—... fumigación con antorchas, Nyx, diosa madre, fuente de dulce reposo de los males, Madre ante quien dioses y hombres se levantan, bendita Nyx moteada de luz de estrellas, en el dulce silencio del sueño habita la noche de ébano. Los sueños y la tranquilidad atienden tu cola de penumbra, disolviendo el ansia, amiga de la alegría, con oscurecedora velocidad rodeas la tierra. Diosa de los fantasmas y los juegos de sombras...

—Basta —dice la Noche—. Si quiero oír un himno orfeico viajaré en el tiempo. ¿Cómo te atreves, dios del fuego, a traer a un inmortal a Hellas y el hogar envuelto en noche de Nyx?

—Diosa cuyo poder natural divide el día natural —continúa Hefesto, todavía de rodillas, todavía haciendo reverencias—, este mortal es el hijo de la inmortal Tetis y es un semidiós por propio derecho en su particular Tierra. Se llama Aquiles, hijo de Peleo, y su habilidad...

—Oh, conozco a Aquiles, hijo de Peleo y su habilidad: saquea ciudades, viola mujeres y mata hombres —dice la Noche con su estrepitoso tono de ola—. ¿Qué razón podría obligarte a traer a este... soldado a mi negra puerta, artificiero?

Aquiles decide que es hora de hablar.

—Tengo que ver a Zeus, diosa.

El oscuro espectro se vuelve hacia él. Es como si flotara, y la enorme forma de grandes pechos gira sin fricción. Su rostro velado (o el rostro con el aspecto de un negro velo) lo mira con ojos más negros que el negro. Las nubes giran y se arremolinan a su alrededor.

—¿Tienes que ver al señor del trueno, al dios de todos los dioses, a Zeus Pelasgio, señor de diez mil templos y el altar de Dodona, padre de todos los dioses y hombres, Zeus, el rey que domina las nubes de tormenta y da todas las órdenes?

—Sí —dice Aquiles.

—¿Para qué? —pregunta Nyx.

Es Hefesto quien habla.

—Aquiles pretende llevar a una mortal a los tanques del Curador, madre del primer huevo negro sin gérmenes. Quiere pedirle al padre Zeus que ordene al Curador que le devuelva la vida a Pentesilea, la reina amazona.

La Noche se echa a reír. Si su voz es un mar salvaje chocando contra las rocas, Aquiles piensa que su risa suena como un viento de invierno aullando en el Egeo.

—¿Pentesilea? —dice la diosa de negras túnicas, todavía riendo—. ¿Esa rubia tortillera de tetas grandes y sin cerebro? ¿Por qué en un millón de Tierras quieres devolver a esa niñata musculosa a la vida, hijo de Peleo? Después de todo, es a ti a quien vi atravesarla a ella y a su caballo con la gran lanza de tu padre, espetándolas como si fueran pimientos.

—No tengo más remedio —ruge Aquiles—. La amo.

La Noche vuelve a reírse.

—¿La amas? ¿Eso dice Aquiles, que se acuesta con muchachitas esclavas y princesas conquistadas y reinas capturadas con la indiferencia con que otros comen aceitunas, sólo para descartarlas luego como huesos escupidos? ¿La amas?

—Es por el perfume de feromonas de Afrodita —dice Hefesto, todavía de rodillas.

La Noche deja de reír.

—¿De qué tipo? —pregunta.

—Número nueve —gruñe Hefesto—. El veneno de Puck. Las nanomáquinas autorreplicadoras de la corriente sanguínea reproducen constantemente más moléculas dependientes y privan al cerebro de endorfinas y serotonina si la víctima no actúa siguiendo su embelesamiento. No hay antídoto.

La Noche vuelve su rostro-velo esculpido hacia Aquiles.

—Creo que estás verdaderamente jodido, hijo de Peleo. Zeus nunca accederá a rejuvenecer a una mortal, mucho menos a una amazona, una raza en la que rara vez piensa y, cuando lo hace, pocas veces es en términos de loanza. El padre de todos los dioses y todos los hombres tiene poco que hacer con las amazonas y aún menos con las vírgenes. Vería la resurrección de una mortal como una profanación de los tanques y habilidades del Curador.

—Sin embargo, se lo pediré —dice Aquiles, obstinado.

La Noche lo observa en silencio. Entonces la aparición de grandes pechos y harapos de ébano se vuelve hacia Hefesto, que sigue de rodillas.

—Lisiado dios del fuego, ocupado artificiero de dioses más nobles, ¿qué ves cuando miras a este hombre mortal?

—A un puñetero necio —gruñe Hefesto.

—Yo veo una singularidad cuántica —dice la diosa Noche—. Un agujero negro de probabilidades. Una miríada de ecuaciones con la misma solución de tres puntos. ¿A qué se debe eso, artificiero?

El dios del fuego vuelve a gruñir.

—Su madre, Tetis, la de los pechos enmarañados de algas, metió a este arrogante mortal en el fuego cuántico celestial cuando era un cachorrillo, poco más que una larva. La probabilidad de su muerte, día, hora, minuto y método es una entre cien y, como no puede ser cambiada, eso parece que da a Aquiles una especie de invulnerabilidad a todos los otros ataques y heridas.

—Ssssssí —susurra la embozada Noche—. Hijo de Hera, esposo de esa Gracia sin seso conocida como Aglaya la gloriosa, ¿por qué ayudas a este hombre?

Hefesto se inclina más contra el escalón.

—Al principio me superó en combate, amada diosa de la temible sombra. Luego continué ayudándolo porque sus intereses coinciden con los míos.

—¿Tu interés es encontrar a Zeus? —susurra la Noche. En algún lugar de los cañones negros situados a su derecha, alguien o algo aúlla.

—Mi interés, diosa, es reducir el creciente flujo del Caos.

La Noche asiente y alza su rostro velado a las nubes que abrazan las torres de su castillo.

—Puedo oír a las estrellas gritar, lisiado artificiero. Sé que cuando dices «Caos» te refieres al caos... a un nivel cuántico. Tú eres el único de los dioses, aparte de Zeus, que nos recuerda lo que éramos nosotros y recuerda nuestro modo de pensar antes del Cambio... que recuerda cosas como la física.

Hefesto mantiene el rostro en el suelo y no dice nada.

—¿Estás siguiendo el flujo cuántico, artificiero? —pregunta la Noche. Hay una brusquedad y una furia en su voz que Aquiles no comprende.

—Sí, diosa.

—¿Cuánto tiempo, dios del fuego, crees que nos queda de supervivencia si los vórtices de probabilidad continúan creciendo a este ritmo logarítmico?

—Unos pocos días, diosa —gruñe Hefesto—. Quizá menos.

—Las Parcas están de acuerdo contigo, engendro de Hera —dice la Noche. El volumen y el timbre marino de su voz hacen que Aquiles quiera cubrirse los oídos con las callosas palmas de sus manos—. Día y noche, las Moirai, esas entidades extrañas a quienes los hombres mortales llaman Parcas, juguetean con sus ábacos electrónicos, manipulando sus burbujas de energía magnética y sus kilométricos hilos de ADN computable, y cada día la visión del futuro de las Moirai se vuelve menos cierta, sus hilos de probabilidad más convulsos, como si el telar del Tiempo mismo estuviera roto.

—Es ese puñetero Setebos —gruñe Hefesto—. Con perdón, señora.

—No, tienes razón, artificiero —dice la gigantesca Noche—. Es ese puñetero Setebos, libre al fin, sin la contención ya de los mares árticos de este mundo. El de las muchas manos ha ido a la Tierra, lo sabes. No a la Tierra de este mortal, sino a nuestro antiguo hogar.

—No —dice Hefesto, alzando por fin el rostro—. Eso no lo sabía.

—Oh, sí: el Cerebro ha cruzado el Brana. —Se ríe y esta vez Aquiles sí que se cubre los oídos con las manos. Es un sonido que ningún mortal debería escuchar.

—¿Cuánto dicen las Moirai que tenemos? —susurra Hefesto.

—Cloto, la que hila, dice que nos quedan meras horas antes de que el flujo cuántico haga implotar este universo —dice la Noche—. Atropos, la inflexible, la que lleva las horribles tijeras para cortar todos los hilos de la vida en el brusco instante de la muerte, dice que tal vez un mes aún.

—¿Y Láquesis? —pregunta el dios del fuego.

—La que asigna los lotes, y la que maneja mejor que las otras el ábaco electrónico, creo, ve al Caos triunfando en este mundo y este Brana dentro de una semana o dos. Sea como sea, nos queda poco tiempo, artificiero.

—¿Huirás, diosa?

La Noche guarda silencio. Los aullidos resuenan en las grietas y valles, al pie de su castillo.

—¿Adónde podemos huir, artificiero? —dice por fin—. ¿Dónde pueden huir incluso los pocos Originales si este universo en que nacimos se colapsa en el caos? Cualquier Agujero Brana que podamos crear, cualquier salto cuántico que podamos teletransportar, seguirá conectado por los hilos del caos a este universo. No, no hay ninguna parte adonde huir.

—¿Qué haremos entonces, diosa? —gruñe Hefesto—. ¿Agacharnos, agarrarnos a nuestras sandalias y dar a nuestros inmortales huesos un beso de despedida?

La Noche hace un ruido como el Egeo en plena tormenta.

—Tenemos que consultar con los Dioses Antiguos. Y rápido.

—Los Dioses Antiguos... —empieza a decir el artificiero, y se detiene—. Cronos, Rea, Océano, Tetis... ¿Todos los exiliados al terrible Tártaro?

—Sí.

—Zeus nunca lo permitirá. No se permite a ningún dios comunicarse con...

—Zeus debe aceptar la realidad —grita la Noche—. O todo terminará en caos, incluido su reino.

Aquiles sube dos peldaños hacia la enorme figura negra. Lleva el escudo en el antebrazo, como si estuviera dispuesto a combatir.

—Eh, ¿recuerdas que estoy aquí? Y sigo esperando una respuesta a mi pregunta. ¿Dónde está Zeus?

Nyx se inclina sobre él y lo apunta con un dedo pálido y huesudo, como un arma.

—Tu probabilidad cuántica de morir por mi mano puede que sea cero, hijo de Peleo, pero si te arraso átomo a átomo, molécula a molécula, el universo, incluso a nivel cuántico, lo tendrá difícil para mantener ese axioma.

Aquiles espera. Ha advertido que los dioses a menudo farfullan en esa cháchara sin sentido. Lo único que puede hacerse es esperar a que vuelvan a hablar con lógica.

Finalmente, Nyx habla con la voz de las olas empujadas por el viento.

—Hera, hermana y esposa, hija de Rea y Cronos e incestuosa compañera de lecho de su divino hermano, defensora de los aqueos hasta el punto de traicionar y asesinar, ha seducido al señor Zeus apartándolo de sus deberes y su vigilia. Se ha acostado con él y lo ha inyectado con Sueño en la gran casa donde la esposa de un héroe solloza y trabaja, tejiendo de día y rasgando su trabajo de noche. Este héroe no llevó su mejor arco a hacer su sangrienta labor en Troya, sino que lo dejó colgado en una habitación secreta con una puerta secreta, oculto a los pretendientes y los saqueadores. Éste es el arco que nadie más puede tensar, el arco que puede enviar una flecha a través del ojo de doce hachas de hierro alineadas, o de la mitad de hombres culpables o sin culpa.

—Gracias, diosa —dice Aquiles, y se aparta de la escalera.

Hefesto mira alrededor, luego lo sigue, cuidando de no dar la espalda a la enorme figura de ébano de la túnica flotante. Para cuando el dios y el hombre se han levantado, la Noche ha abandonado su lugar al pie de las escaleras.

—En nombre de Hades, ¿qué era todo eso? —susurra el artificiero mientras suben al carro y activa el control virtual y los caballos holográficos—. La esposa de un héroe que llora, puñeteras habitaciones ocultas, doce puñeteros ojos de hacha alineados. Nyx parecía ese retorcido oráculo de Delfos.

—Zeus está en la isla de Ítaca —dice Aquiles mientras se alejan del castillo y la isla y los rugidos y gruñidos de monstruos invisibles en la oscuridad—. El propio Odiseo me dijo que dejó su mejor arco en su palacio en esa isla rocosa suya, oculto con túnicas aromatizadas con hierbas en una habitación secreta. He visitado al astuto Odiseo en otros tiempos mejores. Sólo él puede tensar ese enorme arco... o eso dice, pues yo nunca lo he intentado, y después de una noche de beber, disparar una flecha a través del ojo de doce hachas de hierro es la idea que el hijo de Laertes tiene de lo que es divertirse. Y si hay pretendientes buscando la mano de su sensual esposa Penélope, le divertiría aún más clavar sus flechas en sus cuerpos.

—El hogar de Odiseo en Ítaca —murmura Hefesto—. Un buen lugar para que Hera oculte a su señor dormido. ¿Tienes idea, hijo de Peleo, de lo que te hará Zeus cuando lo despiertes?

—Averigüémoslo —dice Aquiles—. ¿Puedes teletransportarnos cuánticamente allí desde este carro?

—Mírame —dice Hefesto. Hombre y dios desaparecen de la vista mientras el carro, vacío ahora, sigue volando sobre la llanura de Hellas.