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Menelao observaba cómo los vientos llegaban del oeste y sacudían las ascuas de la pira de Paris y las convertían primero en fluctuantes lenguas de fuego y luego en una ardiente hoguera. Héctor apenas tuvo tiempo de bajar corriendo los escalones y dar un salto antes de que toda la pira estallara en llamas.

«Ahora», pensó Menelao.

Las ordenadas filas de aqueos se habían roto al apartarse la multitud del calor del fuego y Menelao aprovechó la confusión para ocultar sus movimientos mientras dejaba atrás a sus compañeros argivos y atravesaba las filas de soldados troyanos que contemplaban las llamas. Se dirigió a la izquierda, al templo de Zeus y la escalinata. Menelao advirtió que el calor y las chispas del fuego (el viento soplaba hacia el templo) habían hecho que Príamo, Helena y los demás se apartaran del balcón y (lo más importante), lo mismo habían hecho los soldados de las escaleras, de modo que su camino estaba despejado.

«Es como si los dioses me estuvieran ayudando.»

Tal vez fuera así, se dijo Menelao. Había informes a diario de contactos entre argivos y troyanos y sus antiguos dioses. El hecho de que dioses y mortales estuvieran guerreando no significaba que los lazos y las viejas costumbres hubieran desaparecido por completo. Menelao conocía a docenas de iguales suyos que ofrecían en secreto sacrificios a los dioses por la noche, como habían hecho siempre, a pesar de que combatían a los dioses de día. ¿No había invocado el propio Héctor a los dioses de los vientos del Oeste y el Norte, a Céfiro y Bóreas para que le ayudaran a encender la pira de su hermano? ¿Y no habían aceptado los dioses, aunque los huesos y las tripas de Dionisos, el hijo del mismísimo Zeus, habían sido esparcidos sobre la misma pira como la carne inadecuada para el sacrificio que uno arroja a los perros?

«Es una época confusa para vivir.»

«Bueno —respondió la otra voz mental de Menelao, la voz cínica que no estaba dispuesta a matar a Helena—, no vivirás mucho tiempo, muchacho.»

Menelao se detuvo al pie de las escaleras y desenvainó la espada. Nadie se dio cuenta. Todos los ojos estaban clavados en la pira funeraria que ardía y chisporroteaba a varios metros de distancia. Cientos de soldados apartaron la mano de la espada para cubrirse los ojos y protegerse el rostro del calor de las llamas.

Menelao subió el primer escalón.

Una mujer, una de las vírgenes con velo que habían llevado el aceite y la miel a la pira, salió del pórtico del templo de Zeus a poco más de diez pies de Menelao y caminó directamente hacia las llamas. Todos los ojos se volvieron hacia ella y Menelao tuvo que detenerse en el último escalón y bajar la espada, ya que estaba de pie casi directamente detrás de ella y no quería llamar la atención.

La mujer se despojó del velo. La multitud de troyanos que había al otro lado del fuego, frente a Menelao, se quedó boquiabierta.

—¡Oenone! —exclamó una mujer desde el balcón.

Menelao miró hacia arriba. Príamo, Helena, Andrómaca y algunos otros habían vuelto al balcón al oír los gritos y jadeos de la multitud. No había sido Helena la que había hablado, sino una de las esclavas.

«¿Oenone?» El nombre le resultaba a Menelao vagamente familiar, un recuerdo anterior a los diez últimos años de guerra, pero no podía situarlo. Sus pensamientos estaban centrados en el próximo medio minuto. Helena se hallaba en el extremo de aquellos quince escalones, sin ningún hombre que se interpusiera entre ambos.

—¡Soy Oenone, la verdadera esposa de Paris! —gritó la mujer. Su voz fue apenas audible a pesar de lo cerca que estaba, debido a la furia del viento y al feroz chisporroteo del fuego.

«¿La verdadera esposa de Paris?» Desconcertado, Menelao vaciló. Había más troyanos que salían del templo y los callejones adyacentes para contemplar el espectáculo. Varios hombres subieron las escaleras hasta situarse junto a Menelao e incluso más arriba. El pelirrojo argivo recordó entonces lo que se comentaba en Esparta después del secuestro de Helena: que Paris estaba casado con una mujer de aspecto sencillo (diez años mayor que él el día de su boda) a la que había repudiado cuando los dioses lo ayudaron a secuestrar a Helena. «Oenone».

—Febo Apolo no mató al hijo de Príamo, Paris —gritó la mujer llamada Oenone—. ¡Yo lo hice!

Hubo gritos, incluso se dijeron obscenidades. Algunos guerreros troyanos avanzaron dispuestos a agarrar a aquella loca, pero sus camaradas los refrenaron. La mayoría quería oír lo que la perra tenía que decir.

Menelao vio a Héctor a través de las llamas. Incluso el más grande héroe de Ilión carecía de poder para interceder aquí, ya que el cadáver ardiente de su hermano se interponía entre él y la mujer de mediana edad.

Oenone estaba tan cerca de las llamas que sus ropas humeaban. Parecía mojada, como si se hubiera rociado de agua en preparación de esta acción. Sus grandes pechos caídos se transparentaban bajo la túnica empapada.

—¡Paris no murió debido a las llamas surgidas de las manos de Febo Apolo! —gritó la arpía—. Cuando mi marido y los dioses desaparecieron de la vista en Tiempo Lento hace diez días, intercambiaron flechazos: fue un duelo de arqueros, tal como Paris había planeado. Hombre y dios fallaron su objetivo. ¡Fue un mortal, el cobarde Filoctetes, quien disparó la flecha fatal que condenó a mi esposo!

Oenone señaló al grupo de aqueos entre los que el viejo Filoctetes se encontraba, cerca de Áyax el Grande.

—¡Mentira! —gritó el arquero, que había sido rescatado hacía poco de su isla de exilio y enfermedad por Odiseo, meses después de que comenzara la guerra con los dioses.

Oenone lo ignoró y dio un paso más hacia las llamas. La piel de sus brazos desnudos y su rostro enrojecieron por el calor. El vapor de su vestimenta se volvió denso como niebla a su alrededor.

—¡Cuando Apolo TCeó al Olimpo lleno de frustración, fue el cobarde argivo Filoctetes, por antiguos resentimientos, quien disparó su flecha envenenada contra la ingle de mi esposo!

—¿Cómo puedes saber eso, mujer? Ninguno de nosotros siguió al hijo de Príamo y a Apolo al Tiempo Lento. ¡Ninguno de nosotros vio la batalla! —gritó Aquiles, su voz un centenar de veces más clara que la de la viuda.

—Cuando Apolo vio la traición, TCeó a mi esposo a las faldas del monte Ida, donde yo llevo viviendo en el exilio desde hace más de una década... —continuó Oenone.

Hubo unos cuantos gritos, pero en su mayor parte los que llenaban la gigantesca plaza de la ciudad, los miles de guerreros troyanos, y quienes estaban en las murallas y los terrados de las casas, guardaron silencio. Todos esperaban.

—Paris me suplicó que lo acogiera.... —gritó la llorosa mujer, su pelo húmedo desprendiendo ahora tanto vapor como sus ropas. Incluso sus lágrimas parecían evaporarse—. Se moría por el veneno griego, sus pelotas y su amado miembro y su bajo vientre negros ya, pero me suplicó que lo curara.

—¿Como podría una mera arpía curarlo de un veneno mortal? —gritó Héctor, hablando por primera vez, y su voz resonó a través de las llamas como la de un dios.

—Un oráculo le había dicho a mi esposo que sólo yo podría curarlo de una herida mortal —replicó Oenone, su voz débil o derrotada por el calor y el rugido. Menelao oyó sus palabras, pero dudaba que en la plaza pudieran hacerlo.

—En su agonía, me imploró que aplicara bálsamo a su herida envenenada —gritó la mujer—. «No me odies, te dejé sólo porque los Hados me ordenaron que fuera con Helena. Ojalá hubiera muerto antes de traer a esa perra al palacio de Príamo. Te imploro, Oenone, por el amor que nos tuvimos y por los votos que una vez compartimos, que me perdones y me sanes ahora», me suplicó Paris.

Menelao la vio dar un par de pasos más hacia la pira, hasta que las llamas bailaron a su alrededor, ennegreciendo sus tobillos y haciendo que sus sandalias se encogieran.

—¡Me negué! —gritó ella, la voz ronca pero de nuevo fuerte—. Y murió. Mi único amor y mi único amante y mi único marido murió. Con horribles dolores, gritando obscenidades. Mis criadas y yo tratamos de quemar su cuerpo para darle a mi pobre marido condenado por los Hados la pira funeraria de héroe que se merecía, pero los árboles eran fuertes y difíciles de cortar y nosotras éramos mujeres, y débiles, y no conseguí hacer ni siquiera esta simple tarea. Cuando Febo Apolo vio lo pobremente que habíamos honrado los restos de Paris, se apiadó de su enemigo caído por segunda vez, TCeó su cuerpo profanado de vuelta al campo de batalla y dejó que el cadáver calcinado cayera de Tiempo Lento como si hubiera ardido en el combate.

»Lamento no haberlo curado. Lo lamento todo. —Oenone se volvió a mirar al balcón, pero parecía dudoso que pudiese ver a la gente con claridad a través de la bruma de calor y humo y dolor de sus ojos ardientes—. Pero al menos esa perra de Helena nunca volvió a verlo vivo.

Las filas de troyanos empezaron a murmurar hasta que el sonido se convirtió en un rugido.

Demasiado tarde, una docena de guardias troyanos corrieron hacia Oenone para retenerla e interrogarla.

Ella subió a la pira.

Primero su pelo estalló en llamas y luego su vestido. Increíble, imposiblemente, siguió escalando por la montaña de madera mientras su carne ardía y se ennegrecía y se desgajaba como pergamino calcinado. Sólo en los últimos segundos antes de caer se rebulló visiblemente en agonía. Pero sus gritos llenaron la plaza durante lo que parecieron minutos, aturdiendo a la multitud y silenciándola.

Cuando los troyanos volvieron a hablar, el suyo fue un grito para exigir que la guardia de honor de aqueos entregara a Filoctetes.

Furioso, confuso, Menelao contempló la escalinata. La guardia real de Príamo había rodeado a todos cuantos ocupaban el balcón. El camino hacia Helena quedaba bloqueado por una muralla de escudos troyanos y un bosque de lanzas.

Menelao bajó de su escalón y cruzó corriendo el espacio despejado junto a la pira. El calor le golpeó el rostro como un puño y se dio cuenta de que sus cejas empezaban a chamuscarse. En cuestión de segundos se unió a las filas de sus camaradas argivos, con la espada desenfundada. Áyax, Diomedes, Odiseo, Teucro y los demás habían formado su propio círculo alrededor de Filoctetes, también con las armas alzadas y dispuestas.

La abrumadora masa de troyanos que los rodeaba alzó sus escudos, aprestó sus lanzas y avanzó hacia las dos docenas de griegos condenados.

De repente el rugido de la voz de Héctor los inmovilizó a todos.

—¡Alto! ¡Lo prohíbo! Las locuras de Oenone, si es que esa mujer que se ha matado hoy era Oenone, pues no la he reconocido, no significan nada. ¡Estaba loca! Mi hermano murió en mortal combate con Febo Apolo.

Los furiosos troyanos no parecían convencidos. Las puntas de las lanzas y las espadas continuaron prestas y ansiosas. Menelao miró a su grupo de condenados y advirtió que, aunque Odiseo fruncía el ceño y Filoctetes se acobardaba, Áyax el Grande sonreía como si anticipara la masacre inminente que pondría fin a su vida.

Héctor se abrió paso y se interpuso entre las lanzas troyanas y el círculo de griegos. Seguía sin llevar armadura ni armas, pero de repente pareció el guerrero más formidable del campo.

—Estos hombres son nuestros aliados y mis huéspedes de honor en el funeral de mi hermano —gritó Héctor—. No los dañaréis. Todo aquel que desafíe mi orden morirá por mi mano. ¡Lo juro por los huesos de mi hermano!

Aquiles se bajó de la plataforma y alzó el escudo. Todavía iba vestido con su mejor armadura y armado. No dijo nada y no hizo ningún movimiento, pero todos los troyanos de la ciudad fueron conscientes de su presencia.

Los cientos de troyanos miraron a su líder, examinaron a Aquiles, contemplaron por última vez la pira funeraria donde el cadáver de la mujer había sido consumido por las llamas, y renunciaron. Menelao pudo sentir el espíritu de lucha huyendo de la multitud que los rodeaba, pudo ver la confusión en los curtidos rostros troyanos.

Odiseo condujo a los aqueos hacia las puertas Esceas. Menelao y los otros hombres bajaron sus espadas pero no las envainaron. Los troyanos les dejaron paso como un mar reacio pero aún hambriento de cadáveres.

—Por los dioses... —susurró Filoctetes desde el centro de su círculo mientras atravesaban las puertas y dejaban atrás más filas de troyanos—. Os juro que...

—Cierra el pico, viejo —dijo el poderoso Diomedes—. Si dices una palabra más antes de que lleguemos a las negras naves, te mataré yo mismo.

Más allá de las filas aqueas, tras las trincheras defensivas y bajo los campos de fuerza moravec, la confusión se extendía por toda la costa, aunque en los campamentos no podían haberse enterado del desastre que había estado a punto de producirse en la ciudad de Troya. Menelao se apartó de los demás y corrió a la playa.

—¡El rey ha vuelto! —gritó un lancero, que siguió corriendo e hizo sonar con fuerza un cuerno de concha—. El comandante ha regresado.

«No puede ser Agamenón —pensó Menelao—. No volverá al menos hasta dentro de un mes. Quizá dos.»

Pero era su hermano quien estaba en la proa de las más alta de las treinta naves negras que componían su flota. Su armadura dorada resplandecía mientras los remeros conducían el largo y fino navío hacia la playa.

Menelao se internó en el agua hasta que le cubrió las grebas de bronce que protegían sus espinillas.

—¡Hermano! —exclamó, agitando los brazos sobre la cabeza como un niño—. ¿Qué noticias hay de casa? ¿Dónde están los nuevos guerreros con los que juraste regresar?

Todavía a quince o veinte metros de la orilla, con el agua salpicando alrededor de la proa de su negro barco mientras remontaba la marea, Agamenón se cubrió los ojos como si el sol de la tarde lo deslumbrara y respondió:

—¡Desaparecidos, hermano! ¡Todos desaparecidos!