54

Mientras Harman se quitaba la ropa en la cripta de cristal, bajo la masa marmórea del Taj Moira, fue consciente del muchísimo frío que hacía en aquella habitación. También debía hacer frío en la enorme cámara de arriba, pero la termopiel que se había puesto en la cabina eiffelbahn le había impedido advertirlo. Vaciló al pie del ataúd transparente con la termopiel dejando al descubierto su torso, sus ropas normales hechas un guiñapo a sus pies y la carne de gallina levantada en sus brazos y su pecho desnudo.

«Esto está mal. Esto está absoluta, totalmente mal.»

Aparte de la admiración de toda una vida por los posthumanos en sus anillos orbitales y la creencia casi espiritual que todos tenían de que subirían a los anillos y pasarían la eternidad con los posts después de su Fax Final, Harman y su pueblo no sabían nada de religión. Lo más cerca que habían estado de comprender la veneración y la ceremonia religiosas había venido de lo poco que habían visto de los dioses griegos a través del drama del paño turín.

Pero ahora Harman sentía que estaba a punto de cometer algo parecido a un pecado.

«La vida de Ada, la vida de todos los que conozco y quiero, podría depender de que despierte a esta mujer posthumana.»

—Pero ¿acostarme con una desconocida muerta o comatosa? —susurró en voz alta—. Esto está mal. Es una locura.

Harman miró hacia la escalera por encima de su hombro, pero, como había prometido, Próspero no estaba a la vista. Harman se quitó el resto de la termopiel. El aire era gélido. Se miró a sí mismo y casi se rió por lo contraído, viejo y arrugado que era.

«¿Y si esto es la idea de una broma que tiene ese viejo magus loco?» ¿Y quién decía que Próspero no estaba acechando bajo alguna capa invisible o algún otro artilugio mágico suyo?

Harman se detuvo al pie del ataúd de cristal y se estremeció. En parte, por el frío. Sobre todo, por lo desagradable que resultaba lo que estaba a punto de hacer. Incluso la idea de ser descendiente de aquel Ahman Ferdinand Mark Alonzo Khan Ho Tep lo hacía sentirse incómodo.

Recordó a Ada herida, inconsciente, en la cima de aquel lugar llamado Roca Hambrienta con los otros pocos supervivientes de la masacre de Ardis.

«¿Quién me asegura que eso era real? Desde luego Próspero podría hacer que un paño turín transmitiera imágenes falsas.»

Pero tenía que actuar como si la visión hubiera sido real. Tenía que actuar como si la declaración que le había hecho Próspero de que tenía que aprender, cambiar, entrar en la lucha contra Setebos y los voynix y los calibani, o de lo contrario todo estaría perdido, fuera real.

«Pero ¿qué puede hacer un hombre que ya ha visto sus Cinco Veintes?», se preguntó Harman.

Como en respuesta a eso, Harman se acercó al borde del enorme ataúd. Se colocó con cuidado en el extremo, sin tocar los pies descalzos de la mujer desnuda. El campo de fuerza semipermeable le hacía sentir como si estuviera deslizándose en un baño caliente que se resistiera levemente. Ahora sólo su cabeza y sus hombros estaban por encima del calor.

El ataúd era largo y ancho, lo suficiente para que se acostara junto a la mujer dormida sin tocarla. El material acolchado sobre el que ella reposaba parecía de seda, pero de algún tipo de fibra suave y metálica bajo las rodillas de Harman. Ahora que estaba dentro del nicho temporal, percibía los arrebatos y pulsos del campo de energía que mantenía a la mujer parecida a Savi joven y quizá dormida.

«Si meto la cabeza bajo el campo de fuerza —pensó Harman—, tal vez quede sometido a mil quinientos años de sueño también y resuelva todos mis problemas. Sobre todo el problema de qué hacer aquí a continuación.»

Se agachó más, poniendo la cabeza entera bajo el nivel del tintineante campo de fuerza igual que un nadador tímido entra en el agua. Ahora estaba a cuatro patas sobre las piernas de la mujer. El aire era mucho más cálido dentro del nicho y sintió la vibración de energía de la maquinaria del sarcófago vibrando por todo su cuerpo, pero no le hizo quedarse dormido.

«¿Y ahora qué?», pensó. Algún momento en la vida de Harman habría habido tan embarazoso como aquél, pero no pudo recordarlo.

Igual que en el mundo de Harman el concepto de pecado estaba ausente, lo mismo sucedía con la idea de violación. No había leyes ni nadie para hacerlas cumplir en este mundo ahora terminado de los humanos antiguos, pero tampoco había habido agresión entre los sexos o intimidad sin permiso de ambas partes. No había habido leyes, ni policía, ni prisiones... ninguna de las palabras que Harman había sigleído en los últimos ocho meses, pero sí había una especie de rechazo informal en sus pequeñas comunidades de fiestas y cotillones y faxes hacia un hecho u otro. Nadie había querido quedarse fuera.

Y había suficiente sexo para todo el que lo quisiera. Y casi todos lo querían.

Harman lo había querido bastante a menudo en sus casi Cinco Veintes. Sólo en la última década o así aprendió a leer solo los extraños símbolos de los libros, renunció al ritmo de vida faxea-a-cualquier-parte/acuéstate-con-cualquiera. Había desarrollado la extraña idea de que había, o podía haber, alguien especial para él, alguien con quien (para ambos) la relación sexual debería ser una experiencia especial exclusiva y compartida, al margen de todas las fáciles relaciones y amistades físicas que componían el mundo de los humanos antiguos.

Había sido una idea extraña. Una idea que no habría tenido ningún sentido para casi nadie si la hubiera contado... pero no se la contó a nadie. Y quizá fue la juventud de Ada, que sólo tenía siete años más de su Primer Veinte cuando por primera vez hicieron el amor y se enamoraron, lo que le permitió compartir estas extrañas y románticas ideas de exclusividad. Incluso habían celebrado su propia ceremonia «nupcial» en Ardis Hall, y aunque los otros cuatrocientos se habían burlado y aprovechado esa excusa para celebrar otra fiesta más, unos pocos (Petyr, Daeman, Hannah) habían comprendido que significaba mucho más.

«Pensar en esto no te va a ayudar a hacer lo que Próspero dice que tienes que hacer, Harman.»

Estaba arrodillado desnudo sobre una mujer que había pasado durmiendo (según el mentiroso avatar de la logosfera que se llamaba a sí mismo Próspero) durante casi un milenio y medio. ¿Y le sorprendía descubrir que no estaba preparado para el sexo?

¿Por qué se parecía tanto a Savi? Savi había sido tal vez la persona más interesante que Harman hubiese conocido: atrevida, misteriosa, anciana, de otra época, no del todo sincera, con costumbres que casi ningún humano antiguo de la era de Harman podía entender... pero nunca se había sentido atraído hacia ella como mujer. Recordó su flaco cuerpo en la ajustada termopiel, en la isla orbital de Próspero.

Esta Savi más joven no era flaca. Sus músculos no se habían atrofiado con la edad de siglos. Su cabello (en todas partes) era oscuro, no el negro que había pensado al principio, el negro brillante del hermoso cabello de Ada, sino marrón muy oscuro. Las nubes se habían disipado en la cara norte de Chomolungma y a la brillante luz reflejada del sol naciente, parte del cabello de la mujer brillaba cobrizo. Harman pudo ver los diminutos poros de su piel. Sus pezones, advirtió, eran más pardos que rosados. Su barbilla tenía el hoyuelo central de Savi y su firmeza, pero las arrugas que recordaba en su ceño y alrededor de su boca y las comisuras de sus ojos no estaban aún allí.

«¿Quién es?», se preguntó por enésima vez.

«No importa quién sea realmente —se gritó a sí misma la mente de Harman—. Si Próspero dice la verdad, es la mujer con la que tienes que acostarte para que despierte y te enseñe las cosas que tienes que aprender para llegar a casa.»

Harman se inclinó hacia delante hasta que su pecho quedó parcialmente sobre la mujer dormida. Estaba tendida de espaldas con los brazos a los lados, las palmas contra el material acolchado, las piernas levemente separadas. Sintiéndose un violador de la cabeza a los pies, Harman usó la rodilla derecha para mover su pierna izquierda a un lado, y luego la rodilla izquierda para separar su pierna derecha. Ella no podría haber estado más abierta y vulnerable ante él.

Y él no podría haberse sentido menos excitado.

Harman apoyó su peso en las manos hasta que empezó a hacer flexiones sobre la forma supina. Se obligó a alzar la cabeza por fuera del campo de fuerza que zumbaba levemente y tragó grandes bocanadas de aire congelado. Cuando bajó de nuevo la cabeza hacia el campo de energía del sarcófago, se sintió como un ahogado que se hunde por tercera vez.

Harman depositó su peso sobre la mujer dormida. Ella no se rebulló ni se movió. Sus pestañas eran largas y oscuras, pero no había ni el más mínimo aleteo ni sensación de que sus ojos se movieran bajo los párpados como había visto hacer a Ada tantas veces cuando él la veía dormir a su lado a la luz de la luna. Ada.

Cerró los ojos y la recordó, no herida e inconsciente en la Roca Hambrienta como había mostrado el paño turín rojo de Próspero, sino tal como la había visto durante los ocho meses que habían pasado juntos en Ardis Hall. La recordó a su lado por la noche, cuando despertaba y la veía dormir. Recordó el olor a hembra y jabón limpio junto a él por la noche en su cuarto, ante el ventanal de la antigua mansión de Ardis.

Harman sintió que empezaba a excitarse.

«No pienses en ello. No pienses en el ahora. Sólo recuerda.»

Se permitió recordar aquella primera vez con Ada, hacía ahora nueve meses, tres semanas y dos días. Habían estado viajando con Savi, Daeman y Hannah y acababan de encontrar a Odiseo en la Puerta Dorada de Machu Picchu. Cada uno de ellos tenía un cubículo para dormir separado, esa noche, las grandes y redondas esferas que colgaban de la torre naranja del antiguo puente como uvas de una parra, las que colgaban bajo la viga de apoyo horizontal a unos cientos de metros sobre las ruinas de abajo.

Después de que todos se fueran a su domi a dormir, sorprendidos porque los suelos eran tan transparentes como el suelo de cristal de aquella cripta («No, no pienses en eso ahora»), Harman salió de su habitación y llamó a la puerta de Ada. Ella lo dejó pasar y él advirtió lo brillantes que eran esa noche sus ojos oscuros.

Había ido a su habitación esa noche para hablar de algo, no para hacerle el amor. O eso pensaba en ese momento. Ya había herido una vez los sentimientos de Ada: en Cráter París, lo recordaba ahora, en la casa de la madre de Daeman, en el alto domi de Marina sobre las torres de tribambú, al borde del ojo rojo del cráter. Y Ada había arriesgado su vida (o al menos un faxeo a la fermería orbital) escalando desde su balcón hasta el suelo, sobre trescientos metros de negro agujero para reunirse con él aquella noche. Y él le había dicho que no. Había dicho «esperemos». Y ella lo había hecho, aunque sin duda ningún hombre la había rechazado ni había evitado antes a la hermosa Ada de Ardis Hall.

Pero esa noche en la esfera-domi transparente que colgaba de la Puerta Dorada de Machu Picchu, con las montañas que más tarde identificó como los rocosos Andes alzándose alrededor y las ruinas fantasmales a trescientos metros por debajo, había acudido a hablar con ella de... ¿qué? Oh, sí, había ido a su habitación para persuadirla de que se quedara en Ardis Hall con Hannah y Odiseo mientras Daeman y él iban con Savi a aquel lugar legendario llamado Atlántida donde podría haber una nave espacial esperándolos para llevarlos a los anillos. Él se había mostrado muy convincente. Y había mentido entre dientes. Le dijo a la joven Ada que sería mejor que presentara a Odiseo a todos los de Ardis Hall, que Daeman y él sólo estarían fuera unos cuantos días. En realidad, temía que Savi los llevara a un peligro terrible (y lo había hecho, a cambio de su propia vida), y ya incluso entonces Harman no quería que Ada corriera ningún riesgo. Incluso entonces, sentía que sería su propia carne y su propia alma quien sufriría si ella sufría algún daño.

Ella llevaba un finísimo camisón corto de seda cuando él ordenó que la puerta del cubículo se abriera la noche que acudió a él. La luz de la luna se reflejaba pálida en sus brazos y pestañas mientras él hablaba seriamente de que se quedara en Ardis Hall con aquel extraño Odiseo.

Y entonces la besó. No: sólo besó a Ada en la mejilla al final de su conversación, como un padre o un amigo podrían besar a una niña. Fue ella quien lo besó primero a él, un beso pleno, abierto, lento, mientras lo rodeaba con sus brazos y lo atraía y permanecía allí de pie a la luz de la luna y las estrellas. Recordó haber sentido sus jóvenes senos contra su pecho a través de la fina seda de su camisón azul.

Recordó haberla llevado a la pequeña cama que reposaba contra la pared curva y transparente del cubículo. Ella lo ayudó a quitarse la ropa, ambos ahora llenos de prisa torpe pero elegante.

¿Había sacudido la tormenta las montañas más altas y restallado justo cuando empezaron a hacer el amor en aquella estrecha cama? No mucho después, desde luego. Harman recordaba la luz de la luna sobre el rostro vuelto de Ada y su resplandor en sus pezones cuando acariciaba cada pecho y se los llevaba a los labios.

Pero recordaba la pared de viento golpeando el puente, haciendo mecer el cubículo peligrosamente, justo cuando empezaban a mecerse y moverse, Ada debajo de él, rodeando con las piernas sus caderas, buscándolo con su mano derecha para encontrarlo y guiarlo...

Nadie lo guió ahora mientras se rozaba contra el sexo de la mujer de la urna de cristal. «Esto no va a funcionar —pensó entre la urgencia de sus propios recuerdos y el deseo renovado—. No estará lubricada. Tendré que...»

Pero el resto de ese pensamiento se perdió cuando advirtió que ella no se resistía a sus esfuerzos, sino que se mostraba suave y abierta e incluso húmeda, como si hubiera yacido allí esperándolo durante todos estos años.

Ada había estado dispuesta para él: húmeda de excitación, los labios tan cálidos como su cálido sexo, sus brazos insistentes a su alrededor, sus dedos arqueados sobre su espalda desnuda mientras se movía suavemente dentro de ella y con ella. Se habían besado hasta que el beso sólo hizo que Harman (el de los Cuatro Veintes y noventa años esa misma semana, el más viejo de los viejos que Ada conocía o había conocido jamás) sintiera una lujuria y una excitación propias de un adolescente.

Se habían movido mientras el cubículo se mecía con los salvajes arrebatos de viento: suavemente al principio, eternamente según pareció, y entonces con pasión creciente y menos contención mientras Ada lo instaba a perder contención, mientras Ada se abría a él y le instaba a hundirse más profundamente en ella, besándolo y abrazándolo con el poderoso círculo de sus brazos y el apretón de sus piernas y el rastro de sus uñas.

Y cuando se corrió, Harman latió dentro de ella durante lo que parecieron ser largos momentos. Y Ada respondió con una serie de latidos internos que parecían temblores surgiendo de un epicentro infinitamente profundo hasta que él sintió como si fuera su manecita la que apretara con más fuerza su interior, soltando, apretando de nuevo, en vez de todo su cuerpo.

Harman latió dentro de la mujer que parecía Savi y no podía serlo. No se entretuvo sino que salió inmediatamente, el corazón latiendo de culpa y algo parecido al horror mientras se llenaba de amor hacia Ada y recuerdos de Ada.

Rodó de lado y yació jadeante y entristecido junto al cuerpo de la mujer, en los cojines de seda metálica. El aire cálido revoloteaba a su alrededor, tratando de hacerlo dormir. Harman sintió en ese momento que podía dormir... podía dormir durante un milenio y medio igual que hacía esta desconocida, dormir y dejar atrás todo el peligro de ese mundo y sus amigos y a su única, perfecta, traicionada amante.

Un pequeño movimiento lo arrebató de las garras del sueño.

Abrió los ojos y su corazón casi se detuvo cuando se dio cuenta de que los ojos de la mujer estaban abiertos. Ella había vuelto la cabeza y lo estaba mirando con fría inteligencia, un nivel de conciencia casi imposible después de haber estado dormida tanto tiempo.

—¿Quién eres? —preguntó la joven con la voz de Savi, la muerta.