57

—Nos he teletransportado cuánticamente siguiendo tus directrices —dice Hefesto—, pero ¿dónde, en el nombre de Hades, estamos?

—En Ítaca —responde Aquiles—. Una isla rocosa y escarpada, pero buena cuna para los niños que quieren ser hombres.

—Más parece y huele como un estercolero caliente —dice el dios del fuego, cojeando por el sendero polvoriento y lleno de rocas que conduce por una empinada pendiente más allá del prado ocupado por cabras y vacas hasta el lugar donde las tejas rojas de varios edificios resplandecen bajo el implacable sol.

—He estado aquí antes —dice Aquiles—, la primera vez fue cuando era un chiquillo.

El héroe lleva el pesado escudo atado a la espalda, la espada segura en la vaina que pende de su cinturón. El joven no suda por la escalada ni por el calor, pero Hefesto, cojeando tras él, rezonga y transpira. Incluso la barba del artificiero inmortal está húmeda de sudor.

El sendero, empinado pero estrecho, termina en la cima de la colina, ante varias grandes estructuras.

—El palacio de Odiseo —dice Aquiles, corriendo los últimos cincuenta metros.

—Palacio —jadea el dios del fuego. Llega cojeando hasta el claro, ante las altas puertas, apoya ambas manos en su pierna lisiada y se dobla como si fuera a vomitar—. Más parece una puñetera pocilga en vertical.

Los restos de una fortaleza pequeña y abandonada se alzan como una piedra cuadrada cincuenta metros a la derecha de la casa principal, en el promontorio que da al acantilado. La casa en sí (el palacio de Odiseo) está hecha de piedra más nueva y madera más nueva, aunque las puertas principales (abiertas) están compuestas por dos antiguas placas de piedra. Las losas de terracota de la terraza están hechas de material caro colocado con gusto, obviamente el trabajo de los mejores artesanos y albañiles, aunque también resulta evidente que no los han limpiado ni fregado desde hace tiempo, y todas las paredes exteriores y las columnas están pintadas de colores vivos. Enredaderas falsas llenas de pájaros y nidos corren en espiral por las blancas columnas, a cada lado de la entrada, pero también crecen parras reales que invitan a pájaros auténticos y acogen al menos un nido visible. Aquiles ve pintorescos frescos en las paredes del vestíbulo, a la sombra, tras las puertas principales, que han quedado entornadas.

Aquiles echa a andar pero se detiene cuando Hefesto lo agarra por el brazo.

—Aquí hay un campo de fuerza, hijo de Peleo.

—No lo veo.

—No lo notarías hasta que chocaras con él. Estoy seguro de que mataría a cualquier otro mortal, pero aunque tú eres el de los pies ligeros que tiene lo que Nyx llamó cociente de probabilidad de singularidad, el campo te tiraría de culo al suelo. Mis instrumentos miden al menos doscientos mil voltios dentro y suficiente amperaje para causar auténtico daño. Échate atrás.

El barbudo diosenano juguetea con las cajas y las retorcidas formas metálicas que cuelgan de las diversas correas de cuero y bandas de sus pesados chalecos, comprueba diales, usa una varita con mandíbulas de caimán para unir algo que parece un hurón metálico muerto a una extensión del campo invisible, y luego enlaza cuatro aparatos romboides con cables de colores antes de pulsar un botón de bronce.

—Ya —dice Hefesto, dios del fuego—. El campo ha caído.

—Eso es lo que me gusta de los sumos sacerdotes —dice Aquiles—, no hacen nada y luego alardean.

—No se te habría pasado por la puñetera cabeza que no era puñeteramente nada si hubieras topado con ese campo de fuerza —gruñe el dios—. Era obra de Hera, basada en una de mis máquinas.

—Entonces te doy las gracias —dice Aquiles, y atraviesa la entrada entre las losas de piedra y pasa al vestíbulo y el hogar de Odiseo.

De repente hay una especie de gruñido y un oscuro animal se abalanza desde las sombras.

La espada aparece en un instante en la mano de Aquiles, pero el perro ya se ha desplomado sobre las polvorientas losas.

—Es Argos —dice Aquiles, palpando la cabeza del animal prostrado y jadeante—. Odiseo entrenó a este sabueso cuando era un cachorrillo hace más de diez años, pero me han dicho que tuvo que dejarlo cuando se marchó a Troya antes de poder llevarlo a cazar jabalíes o ciervos salvajes. El hijo de nuestro astuto amigo, Telémaco, tenía que ser su amo en ausencia de Odiseo.

—Hace semanas que no tiene amo ninguno —dice Hefesto—. El chucho ha estado a punto de morirse de hambre.

Es cierto; Argos está demasiado débil para sostenerse en pie o mover la cabeza. Sólo sus grandes ojos implorantes siguen la mano de Aquiles mientras el héroe acaricia al animal. Las costillas del perro destacan bajo su pelaje sin brillo como los maderos de la quilla de un barco sin terminar bajo un lienzo viejo.

—No ha podido salir del campo de fuerza de Hera —murmura Aquiles—. Y me apuesto a que no había nada de comer dentro. Probablemente ha bebido agua de la lluvia y los charcos, pero no ha comido nada.

Saca varias galletas de la bolsita que llevaba dentro del escudo (galletas traídas de la casa de Hefesto) y le da dos al perro. El animal apenas puede masticarlas. Aquiles coloca otras tres galletas junto a la cabeza del animal y se incorpora.

—Ni siquiera un cadáver del que alimentarse —dice Hefesto—. Con los humanos desaparecidos por todas partes en tu Tierra excepto alrededor de Ilión... desaparecieron como puñetero humo.

Aquiles rodea al dios cojo.

—¿Dónde está nuestra gente? ¿Qué habéis hecho con ellos tú y los otros inmortales?

El artificiero alza ambas manos.

—No fue cosa nuestra, hijo de Peleo. Ni siquiera del gran Zeus. Otra fuerza cambió esta Tierra, no nosotros. Los dioses del Olimpo necesitamos a nuestros adoradores. Vivir sin nuestros devotos, nuestros idólatras, nuestros constructores de altares sería como si un narcisista, y conozco bien a Narciso, viviera en un mundo sin espejos. Esto no fue cosa nuestra.

—¿Esperas que me crea que hay otros dioses? —pregunta Aquiles, la espada medio alzada.

—Las pulgas grandes tienen pulgas pequeñas, y las pulgas pequeñas tienen pulgas más pequeñas aún que las muerden, y las pulgas más pequeñas tienen pulgas todavía más pequeñas, y así hasta el infinito, o una chorrada por el estilo —dice el barbudo inmortal.

—Calla —dice Aquiles. Acaricia una última vez la cabeza del perro, que ahora mastica decidido, y le da la espalda a Hefesto.

Atraviesan el vestíbulo hasta el salón principal (la sala del trono como si dijéramos) donde Aquiles fue recibido años atrás por Odiseo y su esposa Penélope. Telémaco, el hijo de Odiseo, era entonces un niño tímido de seis años que apenas fue capaz de inclinarse ante los mirmidones reunidos y luego se marchó rápidamente de la mano de su aya. La sala del trono está vacía.

Hefesto consulta una de sus cajas-instrumento.

—Por aquí —dice, guiando a Aquiles hasta una sala más larga y oscura. Es el salón de banquetes, dominado por una mesa baja de diez metros de largo.

Zeus está tendido sobre la mesa, con los brazos y piernas abiertas. Está desnudo y ronca. El salón de banquetes es un desastre: copas, cuencos y utensilios desperdigados por todas partes, flechas desparramadas por el suelo, ya que un gran carcaj ha caído de la pared, a otra pared le falta un tapiz que asoma bajo el dormido padre de los dioses.

—Es Sueño Absoluto, en efecto —gruñe Hefesto.

—Eso parece —comenta Aquiles—. Me sorprende que las vigas no se desplomen por los ronquidos.

El asesino de hombres pisa con cuidado las puntas de las flechas aserradas dispersas por el suelo. Aunque pocos guerreros griegos lo admiten, la mayoría usa sustancias letales como veneno para las puntas de sus lanzas y flechas, y lo único que Aquiles, hijo de Peleo, sabe por las predicciones del Oráculo y su madre Tetis es que la causa de su muerte será porque una flecha envenenada horadará la única parte mortal de su cuerpo. Pero ni su madre inmortal ni los Hados le han dicho jamás exactamente dónde o cuándo morirá, o quién disparará la flecha letal. Sería demasiado absurdamente irónico, piensa Aquiles ahora, pincharse un talón con una de las viejas flechas caídas de Odiseo y agonizar antes de poder despertar a Zeus y exigirle que salve a Pentesilea.

—No, quiero decir que Sueño Absoluto es la puñetera droga que ha usado Hera para dejarlo fuera de combate —dice el artificiero—. Es una poción que ayudé a desarrollar en forma de aerosol, aunque Nyx fue la química original.

—¿Puedes despertarlo?

—Oh, creo que sí, sí, eso creo —dice Hefesto, sacando bolsas y cajas de los lazos atados a su chaleco de cuero y sus arneses. Se asoma a las bolsas, rechaza algunas cosas, coloca frascos y pequeños aparatos en la mesa del tapiz arrugado junto al gigantesco muslo de Zeus.

Mientras el barbudo diosenano prepara sus cosas, Aquiles echa su primera ojeada de cerca a Zeus, el padre de todos los dioses y hombres, el que domina las nubes de tormenta.

Zeus mide cuatro metros y medio de altura. Es impresionante allí tendido de espaldas, las piernas abiertas sobre el tapiz y la mesa, musculoso y perfectamente formado, incluso su barba ungida con rizos perfectos, pero aparte de cuestiones menores como tamaño y su perfección física, es sólo un hombre grande que ha disfrutado de un magnífico polvo y se ha quedado dormido. El pene divino (casi tan largo como la espada de Aquiles) todavía yace hinchado, rosáceo y flácido, sobre el divino muslo aceitado del señor de los dioses. El dios que convoca las tormentas ronca y babea como un cerdo.

—Esto debería despertarlo —dice Hefesto. Alza una jeringuilla (algo que Aquiles no ha visto nunca) que termina en una aguja de más de un palmo de longitud.

—¡Por los dioses! —exclama Aquiles—. ¿Vas a clavarle eso al padre Zeus?

—Directo a su mentiroso y lujurioso corazón —dice Hefesto con una risita desagradable—. Hay mil centímetros cúbicos de pura adrenalina divina mezclada con mi propia receta de diversas anfetaminas... el único antídoto para el Sueño Absoluto.

—¿Qué hará cuando despierte? —pregunta Aquiles, colocando su escudo ante él.

Hefesto se encoge de hombros.

—No voy a quedarme para averiguarlo. Voy a TCear de aquí en el mismo instante en que termine de inyectar este cóctel. La respuesta de Zeus a que lo despierten con una aguja en el corazón es problema tuyo, hijo de Peleo.

Aquiles agarra al diosenano por la barba y lo acerca.

—Oh, te garantizo que será nuestro problema si es un problema, cojo artificiero.

—¿Qué quieres que haga, mortal? ¿Esperar aquí y tenerte de la mano? Despertarlo fue tu puñetera idea.

—También te interesa a ti despertar a Zeus, dios de una pierna corta —dice Aquiles, sin soltar su tenaza sobre la barba del inmortal.

—¿Cómo es eso? —Hefesto bizquea con su ojo bueno.

—Tú me ayudas con esto —susurra Aquiles, acercándose a la oreja deforme del feo dios—, y dentro de una semana podrías ser tú quien se siente en el trono dorado del Salón de los Dioses, no Zeus.

—¿Cómo es eso posible? —pregunta Hefesto, pero también él susurra ahora. Sigue bizqueando, pero de repente hay ansiedad en su mirada.

Todavía susurrando, todavía agarrando la barba de Hefesto, Aquiles le cuenta al artificiero su plan.

Zeus despierta con un rugido.

Cumpliendo su palabra, Hefesto ha huido en el momento en que inyectó la adrenalina en el corazón del padre de los dioses, deteniéndose sólo para sacar la larga aguja y arrojar la jeringuilla. Tres segundos más tarde Zeus se incorpora, ruge con tanta fuerza que Aquiles tiene que cubrirse los oídos con las manos y, luego, el padre de los dioses se pone en pie de un salto, vuelca la pesada mesa de madera y aplasta toda la pared sur del hogar de Odiseo.

—¡¡¡HERA!!! —truena Zeus—. ¡MALDITA SEAS!

Aquiles se obliga a no retroceder y esconderse, pero da un paso atrás mientras Zeus destroza lo que queda de pared, usa una viga para romper en mil pedazos la rueda de carro que hace las veces de lámpara en el techo, destruye la pesada mesa volcada de un enorme puñetazo y camina salvajemente de un lado a otro.

Finalmente, el padre de todos los dioses parece reparar en Aquiles, que está de pie en la puerta del vestíbulo.

—¡!

—Yo —reconoce Aquiles, hijo de Peleo. Lleva la espada al cinto, el escudo colgado al hombro en vez de en el antebrazo. Sus manos están vacías y abiertas. El largo cuchillo matador de dioses que le dio Atenea para asesinar a Afrodita está en su ancho cinturón, apartado de la vista.

—¿Qué estás haciendo en el Olimpo? —gruñe Zeus. Todavía está desnudo. Se sostiene la cabeza con su enorme mano izquierda y Aquiles ve el dolor de cabeza latiendo en los ojos inyectados en sangre del padre Zeus. Evidentemente, el Sueño Absoluto produce resaca.

—No estás en el Olimpo, mi señor Zeus —dice Aquiles suavemente—. Te encuentras en la isla de Ítaca, bajo una nube dorada de ocultamiento, en el salón de los banquetes de Odiseo, hijo de Laertes.

Zeus mira a su alrededor. Entonces frunce más profundamente el ceño. Finalmente, mira a Aquiles una vez más.

—¿Cuánto tiempo llevo dormido, mortal?

—Dos semanas, padre —responde Aquiles.

—Tú, argivo, asesino de hombres de pies ligeros, no podrías haberme despertado de ninguna poción-encantamiento que Hera, la de los níveos brazos, haya usado para drogarme. ¿Qué dios me ha revivido y por qué?

—Oh, Zeus, que dominas los relámpagos —dice Aquiles, bajando la cabeza y los ojos casi con mansedumbre, pues ha visto la mansedumbre muchas veces—, te diré todo lo que quieras saber, y es cierto que aunque la mayoría de los inmortales del Olimpo te abandonaron, al menos un dios siguió siendo tu fiel sirviente, pero primero debo pedirte una merced.

—¿Una merced? —truena Zeus—. Te daré una merced que no olvidarás si vuelves a hablar sin permiso. Quédate ahí y guarda silencio.

La enorme figura hace un gesto y una de las tres paredes que quedan de pie (la que tenía el carcaj de flechas envenenadas y el contorno de un gran arco) se disuelve en una superficie de visión tridimensional muy parecida a la hololaguna del Gran Salón de los Dioses.

Aquiles comprende que está contemplando una vista aérea de la casa, el palacio de Odiseo. Ve al perro Argos en el exterior. El hambriento sabueso se ha comido las galletas y ha recuperado suficientes fuerzas para arrastrarse a la sombra.

—Hera debió dejar un campo de fuerza bajo mi nube dorada de ocultación —murmura Zeus—. El único que podría haberlo levantado es Hefesto. Trataré con él más tarde.

Zeus mueve de nuevo la mano. La imagen cambia a la cima del Olimpo, hogares y mansiones vacíos, los carros abandonados.

—Han ido a jugar con sus juguetes favoritos —murmura Zeus.

Aquiles ve una batalla ante las murallas de Ilión. Las fuerzas de Héctor parecen empujar a los argivos y sus máquinas de asedio hasta la Colina de Espinos y más allá. El aire está lleno de andanadas de flechas y una docena o más de carros voladores. Truenos y brillantes rayos rojos destellan sobre el campo de batalla mortal. Las explosiones sacuden el campo y llenan el cielo mientras los dioses luchan unos contra otros a muerte igual que hacen sus campeones abajo.

Zeus sacude la cabeza.

—¿Los ves, Aquiles? Son tan adictos a la lucha como los cocainómanos, como los jugadores ante el tapete. Durante más de quinientos años desde que conquisté al último de los Titanes, los Cambiantes originales, y arrojé a Cronos, Rea y los otros monstruosos Originales al pozo gaseoso del Tártaro, hemos estado evolucionando nuestros divinos poderes olímpicos, asentándonos en nuestros divinos papeles... ¿para QUÉ?

Aquiles, a quien no se le ha pedido explícitamente que hable, mantiene la boca cerrada.

—¡¡¡MALDITOS NIÑOS CON SUS JUEGOS!!! —grita Zeus, y Aquiles tiene que cubrirse de nuevo los oídos—. Inútiles como yonquis de la heroína o adolescentes de la Edad Perdida delante de sus videojuegos. Después de esta larga década de planes y conspiraciones y luchas secretas, aunque yo las prohibí, y de detener el tiempo para poder armar a sus héroes mascota con poderes nanotecnológicos, simplemente tienen que llevarlo todo hasta el amargo final y asegurarse de que su bando gana. ¡COMO SI ESO IMPORTARA!

Aquiles sabe que un hombre inferior (y todos los hombres son inferiores ante Aquiles) estaría de rodillas gritando de dolor por el rugido divino, pero el estampido ultrasónico y el rugido siguen debilitándolo por dentro.

—Adictos todos —dice Zeus, su rugido más tolerable ahora—. Tendría que haberlos inscrito a todos en Anónimos de Ilión hace cinco años y evitado esta terrible represalia que ahora debe producirse. Hera y sus aliados han ido demasiado lejos.

Aquiles está contemplando la matanza en la pared. La imagen es tan profunda, tan tridimensional, que es como si la pared se hubiera abierto al campo de batalla de la propia Ilión. Los aqueos, bajo el torpe liderazgo de Agamenón, caen a ojos vistas: Apolo del arco plateado es obviamente el dios más letal del campo; empuja los carros voladores de Ares, Atenea y Hera hacia el mar, pero no es una derrota todavía, ni en el aire ni en tierra. La vista de la lucha enardece la sangre de Aquiles y le hace querer unirse a ella, dirigir a sus mirmidones en un contraataque y una matanza que sólo terminen con el carro y los caballos de Aquiles destrozando el mármol del palacio de Príamo, preferiblemente arrastrando tras ellos el cadáver de Héctor y dejando un rastro sangriento.

—¿BIEN? —ruge Zeus—. ¡Habla!

—¿De qué, oh, padre de todos los dioses y hombres?

—De esa... merced que quieres de mí, hijo de Tetis. —Zeus se ha puesto la ropa mientras contemplaba los hechos en la pared de visión.

Aquiles avanza un paso.

—A cambio de encontrarte y despertarte, padre Zeus, te pido que restaures la vida de Pentesilea en una de las tinas Curadoras y...

—¿Pentesilea? —truena Zeus—. ¿Esa tortillera amazona de las regiones del norte? ¿La zorra rubia que asesinó a su hermana Hipólita para obtener su indigno trono? ¿Cómo murió? ¿Y qué tiene ella que ver con Aquiles o Aquiles con ella?

Aquiles rechina los dientes pero mantiene la mirada, ahora asesina, gacha.

—La amo, padre Zeus, y...

Zeus estalla en carcajadas.

—¿La amas, dices? Hijo de Tetis, te he visto en mis paredes y suelos de visión, y en persona, desde que eras un bebé, desde que eras un mocoso atendido por el paciente centauro Quirón, y nunca te he visto amar a una mujer. Incluso la muchacha que engendró a tu hijo era abandonada como exceso de equipaje cada vez que sentías la urgencia de irte a la guerra... de irte de putas y violaciones. Amas a Pentesilea, ese chocho rubio y sin cerebro que usa lanza. Cuéntame otra historia, hijo de Tetis.

—Amo a Pentesilea y deseo que se le devuelva la salud —dice entre dientes Aquiles. En lo único que puede pensar es en la hoja matadora de dioses que lleva al cinto. Pero Atenea ya le ha mentido antes. Si mintió sobre las habilidades de ese cuchillo, sería un necio al actuar contra Zeus. Aquiles sabe que es un necio en cualquier caso, por haber ido a suplicarle al Padre un regalo. Pero persevera, los ojos aún gachos, pero las manos convertidas en poderosos puños.

»Afrodita le dio a la reina amazona un aroma cuando entró en combate conmigo... —empieza a decir.

Zeus vuelve a reírse.

—¡No será el Número Nueve! Bueno, pues estás bien jodido, amigo mío. ¿Cómo murió esa bollera Pentesilea? No, espera, lo veré por mí mismo.

El Dios Padre mueve de nuevo la mano derecha y la pared pantalla se nubla, cambia, salta atrás en el espacio y el tiempo. Aquiles alza la cabeza y ve la carga condenada de la amazona contra sus hombres y él en las llanuras rojas en la base del Olimpo. Ve a Clonia, Bremusa y a las otras amazonas caer ante las espadas y las flechas de los hombres. Ve de nuevo cómo arroja la fiel lanza de su padre y atraviesa a la reina Pentesilea y el grueso torso de su caballo tras ella, clavándola al animal muerto como si fuera un insecto en una bandeja de disección.

—Oh, bien hecho —truena Zeus—. ¿Y ahora quieres devolverle de nuevo la vida en una de las tinas de mi Curador?

—Sí, mi señor.

—No sé qué sabes del Salón de Curación —dice Zeus, caminando de un lado a otro—, pero deberías saber que ni siquiera las artes del extraño Curador pueden devolver la vida a un mortal.

—Señor —dice Aquiles, la voz baja pero impaciente—, Atenea lanzó un hechizo de no corrupción sobre el cadáver de mi amada, para que no la envuelva la muerte. Podría ser posible...

—¡SILENCIO! —ruge Zeus y Aquiles es impulsado físicamente hacia la holopared por la andanada de ruido—. NADIE EN EL PANTEÓN ORIGINAL DE INMORTALES LE DICE A ZEUS EL PADRE LO QUE ES POSIBLE O LO QUE DEBERÍA HACERSE, MUCHO MENOS UN SIMPLE MORTAL, LANCERO HIPERMUSCULADO.

—No, padre —dice Aquiles, alzando la mirada hacia la gigantesca forma barbuda—, pero esperaba que...

—Silencio —repite Zeus, pero a un nivel que permite a Aquiles quitarse las manos de los oídos—. Ahora me marcho... a destruir a Hera, a arrojar a sus cómplices al pozo sin fondo del Tártaro, a castigar a los otros dioses de formas que nunca olvidarán y a eliminar de una vez por todas a ese invasor ejército argivo. Los griegos, con vuestra arrogancia y vuestros modales, me tocáis los cojones. —Zeus empieza a encaminarse hacia la puerta—. Aquí estás en Tierra-Ilión, hijo de Tetis. Puedes tardar muchos meses, pero podrás encontrar solo el camino de vuelta a casa. No te recomendaría que regresaras a Ilión... no quedarán aqueos con vida para cuando llegues a ese lugar.

—No —dice Aquiles.

Zeus se revuelve. Sonríe entre dientes.

—¿Qué has dicho?

—He dicho que no. Debes concederme mi deseo. —Aquiles se coloca el escudo en el antebrazo, como si se dirigiera al frente. Desenvaina su espada.

Zeus echa atrás la cabeza y suelta una risotada.

—Concederte tu deseo... ¿o qué, hijo bastardo de Tetis?

—O alimentaré con el hígado de Zeus a ese perro hambriento de Odiseo que está en el patio —dice Aquiles con firmeza.

Zeus sonríe y sacude la cabeza.

—¿Sabes por qué estás vivo hoy, insecto?

—Porque soy Aquiles, hijo de Peleo —dice Aquiles, dando un paso al frente. Desea tener consigo su lanza para arrojarla—. El guerrero más grande y el héroe más noble de la Tierra, invulnerable a sus enemigos, amigo del asesinado Patroclo, ni esclavo ni siervo de ningún hombre... ni de ningún dios.

Zeus sacude de nuevo la cabeza.

—No eres hijo de Peleo.

Aquiles deja de avanzar.

—¿De qué estás hablando, señor de las moscas? ¿Señor de la mierda de caballo? Yo soy el hijo de Peleo que es hijo de Eaco, hijo del mortal que se apareó con la inmortal diosa marina Tetis, un rey que desciende de un largo linaje de reyes mirmidones.

—No —dice Zeus, y esta vez es el gigantesco dios quien avanza un paso y se alza como una torre sobre Aquiles—. Eres hijo de Tetis, pero bastardo de mi semilla, no de la de Peleo.

—¡Tú! —Aquiles intenta reírse pero sólo consigue emitir un ronco ladrido—. Mi inmortal madre me dijo con toda verdad que...

—Tu inmortal madre miente por esa boca repleta de algas marinas —ríe Zeus—. Hace casi tres décadas, deseé a Tetis. Ella era menos que diosa plena entonces, aunque más hermosa que la mayoría de vosotros, los mortales. Pero las Parcas, esas malditas contadoras de cuentas con sus ábacos de memoria ADN, me advirtieron de que cualquier hijo que yo engendrara con Tetis sería mi fin, podría causar mi muerte, podría acabar con el reino del Olimpo mismo.

Aquiles se queda mirando, con odio e incredulidad.

—Pero yo deseaba a Tetis —continúa Zeus—. Así que me la follé. Pero primero tomé la forma de Peleo... un niño-hombre vulgar y mortal de quien Tetis estaba medio enamorada en esa época. Pero el esperma que te concibió es el esperma divino de Zeus, Aquiles, hijo de Tetis, no te confundas en eso. ¿Por qué si no crees que tu madre te apartó de ese idiota de Peleo e hizo que te educara un centauro viejo?

—Mientes —gruñe Aquiles.

Zeus sacude la cabeza casi con tristeza.

—Y tú morirás dentro de un segundo, joven Aquiles —dice el padre de todos los dioses y hombres—. Pero morirás sabiendo que te he dicho la verdad.

—No puedes matarme, señor de los cangrejos.

Zeus se frota la barba.

—No, no puedo. No directamente. Tetis se encargó de eso. Cuando se enteró de que yo era el amante que se la tiró, no ese gusano sin polla de Peleo, también supo de las predicciones de las Parcas y de que yo te mataría con la certeza con que mi padre, Cronos, se comía a sus hijos antes de arriesgarse a sus revueltas y venganzas cuando crecieran. Y yo habría hecho eso, joven Aquiles, te habría devorado cuando eras un bebé, si Tetis no hubiera conspirado para sumergirte en las llamas de probabilidad del puro fuego celestial cuántico. Eres una rareza cuántica única en el universo, hijo bastardo de Zeus y Tetis. Tu muerte, y ni siquiera yo conozco los detalles, las Parcas no los comparten, está absolutamente marcada.

—Entonces lucha conmigo ahora, señor de las heces —grita Aquiles, y avanza, la espada y el escudo preparados.

Zeus alza una mano. Aquiles se detiene. El tiempo mismo parece petrificarse.

—No puedo matarte, mi impetuoso bastardo —murmura Zeus, como para sí—, pero ¿y si arraso la carne de tus huesos y luego disuelvo esa misma carne en las células y moléculas que la constituyen? Incluso el universo cuántico podría tardar lo suyo en reconstituirte, siglos tal vez, y no creo que fuera un proceso indoloro.

Detenido a mitad de su zancada, Aquiles sabe que todavía puede hablar pero no lo hace.

—O tal vez podría enviarte a alguna parte —dice Zeus, señalando hacia el techo—, donde no haya aire que respirar. Eso será una situación interesante para que la resuelva la singularidad de probabilidad del fuego celestial.

—No hay ningún sitio aparte de los océanos sin aire para respirar —replica Aquiles, pero entonces recuerda sus jadeos y su debilidad en las altas pendientes del Olimpo justo el día anterior.

—El espacio exterior demostrará la mentira de esa afirmación —dice Zeus con una sonrisa enloquecedora—. En algún lugar más allá de la órbita de Urano, tal vez, o allá en el Cinturón Kuiper. O el Tártaro servirá. El aire allí es casi todo metano y amoníaco, convertirá tus pulmones en churrascos, pero si sobrevivieras a unas pocas horas de terrible dolor, podrías conversar con tus abuelos. Se comen a los mortales, ¿sabes?

—Vete al carajo —grita Aquiles.

—Así sea —dice Zeus—. Que tengas buen viaje, hijo mío. Corto, agónico, pero bueno.

El rey de los dioses mueve la mano derecha con un sencillo y breve movimiento en arco y las losas del suelo bajo los pies de Aquiles empiezan a disolverse. Un círculo se abre en el suelo del salón de los banquetes de Odiseo hasta que el de los pies ligeros parece quedar flotando en el aire encendido por las llamas. De debajo de él, desde el horrible pozo lleno de nubes de azufre, se alzan negras montañas como dientes podridos, lagos de plomo líquido, el borboteo y el fluir de lava siseante y el movimiento en sombras de enormes seres inhumanos, llega el constante rugido y los gritos de los monstruos que una vez fueron llamados Titanes.

Zeus mueve de nuevo la mano, levemente, y Aquiles cae al pozo. No grita cuando desaparece.

Después de un minuto de contemplar las llamas y las negras nubes tan abajo, Zeus mueve la palma de izquierda a derecha, el círculo se cierra, el suelo se vuelve sólido y se compone de nuevo de losas una vez más, y el silencio vuelve a la casa de Odiseo, a excepción de los patéticos ladridos del famélico perro llamado Argos, que está fuera en algún lugar del patio.

Zeus suspira y se teletransporta para iniciar su venganza sobre los dioses, que nada sospechan.