El cadáver se consumirá toda la noche.
Thomas Hockenberry, licenciado en lengua inglesa por la facultad Wabash, doctorado por Yale en estudios clásicos, antiguo miembro de la Universidad de Indiana (en realidad, jefe del Departamento de Lenguas Clásicas hasta que murió de cáncer en el año 2006 d. C.) y, más recientemente, nueve de los nueve años y ocho meses transcurridos desde su resurrección, escólico homérico para los dioses del Olimpo, uno de cuyos deberes era informar diaria y verbalmente a su musa, Melete de nombre, acerca de los acontecimientos de la guerra de Troya y ver cómo seguían o divergían de la Ilíada de Homero (los dioses, parece, son tan incultos como niños de tres años), deja atrás la plaza de la ciudad y la ardiente pira de Paris poco antes del anochecer y sube a la segunda torre más alta de Troya, dañada y peligrosa, para comer su pan, su queso y su vino en paz. En opinión de Hockenberry, ha sido un día largo y extraño.
La torre que suele elegir para retirarse está más cerca de las puertas Esceas que del centro de la ciudad, junto al palacio de Príamo pero no en la vía principal, así que la mayor parte de los almacenes de su base están vacíos. Oficialmente, la torre (una de las más altas de Ilión antes de la guerra, de casi catorce pisos de altura según considerarían en el siglo XX y en forma de junco reventón o de minarete, con una hinchazón bulbosa cerca de su cima) está cerrada al público. Una bomba de los dioses destruyó los tres pisos superiores y segó en diagonal la protuberancia, dejando las pequeñas habitaciones de la parte superior al aire libre, en las primeras semanas de la guerra actual. En el hueco principal de la torre hay alarmantes grietas y la estrecha escalera en espiral está cubierta de cascotes, argamasa y pedruscos. Hockenberry tardó horas en abrirse paso hasta la protuberancia del undécimo piso durante su primera incursión, hace dos meses. Los moravecs, siguiendo órdenes de Héctor, han colocado cinta plástica naranja en las entradas que advierten a la gente con gráficos pictogramas del peligro que corren si entran (la torre misma podría desplomarse en cualquier momento según las imágenes más alarmantes), y ordenan con otros símbolos que se mantengan apartados so pena de incurrir en la ira del rey Príamo.
Los saqueadores vaciaron el lugar a las setenta y dos horas de su destrucción y después los lugareños se mantuvieron alejados de la torre. ¿Qué sentido tiene un edificio vacío? Ahora Hockenberry se escabulle entre las tiras de cinta, enciende la linterna y comienza su largo ascenso sin que le preocupe mucho que lo arresten o le roben o lo interrumpan. Va armado con un cuchillo y una espada corta. Además, es bien conocido: Thomas Hockenberry, hijo de Duane, amigo ocasional (bueno, amigo no, pero interlocutor al menos) tanto de Aquiles como de Héctor, por no mencionar que es una figura pública con algo más que una relación casual con moravecs y rocavecs, así que hay muy pocos griegos o troyanos que estén dispuestos a hacerle daño sin pensárselo dos veces.
Pero los dioses... bueno, eso es otro cantar.
Hockenberry jadea al llegar al tercer piso, resopla y se detiene a recuperar el aliento en el décimo y hace los mismos ruidos que el Packard de 1947 de su padre cuando llega al destrozado undécimo. Ha pasado más de nueve años observando a estos semidioses humanos (griegos y troyanos por igual) guerrear y celebrar y amar y copular como modelos musculosos de anuncio del mejor gimnasio del mundo, por no mencionar a los dioses, masculinos y femeninos, que son anuncios ambulantes del mejor gimnasio del universo; pero Thomas Hockenberry, catedrático, nunca ha encontrado tiempo para ponerse en forma. «Típico», piensa.
La escalera continúa su ascenso por el centro del edificio circular. No hay puertas y, algunas noches, la luz llega al pozo central a través de las ventanas de las diminutas habitaciones en forma de porción de tarta que hay a cada lado, pero la ascensión sigue siendo a oscuras. Hockenberry usa la linterna para asegurarse de que las escaleras están en su lugar y de que no han caído más escombros. Al menos no hay pintadas en las paredes... una de las muchas bendiciones de una población completamente analfabeta.
Como siempre, cuando llega a su pequeño refugio en el actual piso superior, despejado hace tiempo por él mismo de escombros y polvo de escayola, pero abierto a la lluvia y el viento, Hockenberry decide que la escalada ha merecido la pena.
Se sienta en su bloque de piedra favorito, se quita la mochila, aparta la linterna que le prestó hace meses uno de los moravecs y saca su paquetito de pan fresco y queso seco. También saca su odre de vino. Sentado aquí, sintiendo la brisa de la noche llegar desde el mar para agitar su nueva barba y su largo cabello, mientras corta ociosamente trozos de queso y pan con su cuchillo de combate, Hockenberry contempla el panorama y deja que la tensión del día lo abandone.
La vista es buena, abarca casi trescientos grados, bloqueada sólo por un fragmento de muro que queda tras él; permite a Hockenberry ver la mayor parte de la ciudad a sus pies. La pira funeraria de Paris, apenas a unas cuantas manzanas al este, parece estar casi debajo desde tanta altura, y las murallas de la ciudad a su alrededor, con las antorchas y las hogueras recién encendidas, y el campamento aqueo extendiéndose al norte y al sur por la costa a lo largo de kilómetros. Las luces de cientos y cientos de fuegos le recuerdan a Hockenberry un panorama que una vez vio desde un avión que descendía sobre Lake Shore Drive, en Chicago, después de oscurecer: la línea de edificios del lago enjoyada con su cambiante collar de luces e incontables apartamentos encendidos. Y ahora, apenas visible sobre el mar color vino, se ven las naves negras que acaban de regresar con Agamenón y que flotan ancladas en vez de haber sido arrastradas a la orilla. El campamento de Agamenón (vacío durante el último mes y medio) está animado por las hogueras y lleno de movimiento esta noche.
Los cielos no están vacíos. Al noreste, el último de los agujeros de envoltura espacial, los agujeros de gusano o como se llamen (la gente llama desde hace seis meses el Agujero al que queda) abre un círculo en el cielo troyano que conecta las llanuras de Ilión con el océano de Marte. El suelo marrón de Asia Menor lleva directamente al polvo rojo marciano sin que haya siquiera una grieta en la tierra para separarlos a ambos. Es un poco más pronto en Marte y un crepúsculo rojo todavía remolonea allí, recortando el Agujero contra el cielo terrestre, más oscuro.
Las luces de navegación parpadean rojas y verdes en una docena de moscardones moravec que realizan patrullas nocturnas sobre el Agujero y la ciudad, revoloteando sobre el mar y yendo hasta las sombras entrevistas de los picos boscosos del monte Ida, al este.
Aunque el sol acaba de ponerse (temprano en esta noche de invierno), las calles de Troya están abiertas para los negocios. Los últimos comerciantes del mercado cercano al palacio de Príamo han recogido sus tenderetes y retiran la mercancía en carros (Hockenberry oye el chirrido de las ruedas de madera incluso desde esta altura), pero las calles cercanas, llenas de burdeles y posadas y casas de baños y más burdeles, cobran vida, llenándose de formas fluctuantes y nerviosas antorchas. Como es costumbre, en cada cruce importante de la ciudad y cada esquina y cada ángulo de las anchas murallas que la rodean se encienden cada atardecer enormes braseros de bronce donde arden hogueras de aceite o de madera toda la noche; eso precisamente hacen ahora mismo los vigilantes. Hockenberry distingue formas oscuras acercándose para calentarse alrededor de cada una de estas hogueras.
En todas menos en una. En la plaza principal de Ilión, la pira funeraria de Paris destaca sobre los demás fuegos de la ciudad y de sus alrededores, pero sólo una forma oscura se acerca a su calor: Héctor, que clama, llorando, llamando a sus soldados y criados y esclavos para que traigan más madera a las aullantes llamas mientras él usa una gran copa de doble asa para servirse vino de un cuenco dorado. Constantemente lo derrama en el suelo, cerca de la pira, hasta que la tierra queda tan empapada que parece rezumar sangre.
Hockenberry acaba de terminar su cena cuando oye pasos en la escalera de caracol.
De repente el corazón se le acelera y saborea el miedo. Alguien lo ha seguido, de eso no cabe duda. Las pisadas en los escalones son muy livianas, como si la persona que sube las escaleras intentara hacerlo disimuladamente.
«Tal vez es una mujer que viene a saquear», piensa Hockenberry, pero la esperanza pronto se esfuma: oye un leve eco metálico en la escalera, como el roce de una armadura de bronce. Además, sabe que las mujeres de Troya pueden ser más mortíferas que la mayoría de los hombres que ha conocido en su mundo de los siglos XX y XXI.
Hockenberry se levanta lo más silenciosamente que puede, aparta el odre de vino, el pan y el queso, envaina el cuchillo, extrae cuidadosamente la espada y retrocede un paso hacia la única pared que queda. El viento se alza y agita su capa roja mientras oculta la espada entre sus pliegues.
«Mi medallón TC. —Con la mano izquierda toca el pequeño aparato de teletransporte cuántico que cuelga sobre su pecho, bajo la túnica—. ¿Cómo es posible que haya pensado que no llevaba encima nada de valor? Aunque ya no pueda seguir usándolo sin ser detectado y perseguido por los dioses, es único. Su valor es incalculable.» Hockenberry saca la linterna y la sujeta extendida, como solía hacer cuando apuntaba con su bastón táser cuando tenía. Desea tener uno ahora.
Se le ocurre que podría ser un dios quien sube los últimos tramos de escaleras. Es sabido que los amos del Olimpo son capaces de colarse en Ilión disfrazados de mortales. Los dioses tienen buenos motivos para matarlo y recuperar su medallón TC.
La figura sube los últimos peldaños y sale al descubierto. Hockenberry enciende la linterna y la enfoca con el haz.
Es una figura pequeña y sólo vagamente humanoide: tiene las rodillas y los brazos articulados al revés, manos intercambiables y no tiene cara. Apenas levanta un metro del suelo, recubierto de plástico oscuro y metal gris, rojo y negro.
—Mahnmut —dice Hockenberry aliviado. Aparta el foco de luz de la placa visora del pequeño moravec de Europa.
—¿Llevas una espada bajo esa capa —pregunta Mahnmut en inglés—, o es que te alegras de verme?
Es costumbre de Hockenberry llevar yesca en la mochila para encender una pequeña hoguera cuando está aquí arriba. En los últimos meses el combustible ha sido a menudo boñiga seca de vaca, pero esta noche ha traído bastantes leños de dulce aroma traídos por los leñadores que proporcionaron la madera para la pira de Paris, que se venden por todas partes en el mercado negro. Hockenberry ha encendido un fueguecito y Mahnmut y él se sientan en bloques de piedra junto a él, uno frente al otro. El viento es frío y Hockenberry, al menos, se alegra de contar con una fogata.
—Hace unos cuantos días que no te veía —le dice al pequeño moravec. Hockenberry advierte cómo las llamas se reflejan en la brillante placa de plástico del visor de Mahnmut.
—He estado en Fobos.
Hockenberry tarda unos segundos en recordar que Fobos es una de las lunas de Marte. La más cercana, cree. O tal vez la más pequeña. En cualquier caso, una luna. Vuelve la cabeza para ver el enorme Agujero, situado a unos cuantos kilómetros al noreste de Troya: ya es también de noche en Marte; el disco del Agujero apenas destaca contra el cielo nocturno, y eso debido sólo a que las estrellas son levemente distintas allí, más brillantes, o están más apretujadas, o tal vez ambas cosas. Ninguna de las lunas marcianas es visible.
—¿Ha sucedido algo interesante mientras he estado fuera? —pregunta Mahnmut.
A Hockenberry la pregunta le da risa. Le cuenta al moravec los ritos funerarios de la mañana y la autoinmolación de Oenone.
—Qué mogollón —dice Mahnmut.
El ex escólico supone que el moravec usa deliberadamente frases hechas que considera específicas de la época en que Hockenberry vivió en la tierra. A veces, acierta; a veces, como ésta, es un desastre.
—No recuerdo de la Ilíada que Paris tuviera una esposa anterior —continúa Mahnmut.
—No creo que se mencione en la Ilíada. —Hockenberry trata de recordar si alguna vez ha enseñado ese dato. Cree que no.
—Debe de haber sido muy dramático.
—Sí —dice Hockenberry—, pero sus acusaciones de que Filoctetes fue quien realmente mató a Paris fueron todavía más dramáticas.
—¿Filoctetes? —Mahnmut ladea la cabeza de un modo que a Hockenberry se le antoja casi canino. Por algún motivo, ha llegado a asociar ese movimiento con la idea de que Mahnmut está accediendo a sus bancos de memoria—. ¿De la obra de Sófocles? —pregunta Mahnmut después de un segundo.
—Sí. Era el comandante original de los tesalios de Metone.
—No me suena de la Ilíada —dice Mahnmut—. Y no creo haberlo visto nunca tampoco.
Hockenberry niega con la cabeza.
—Agamenón y Odiseo lo dejaron en la isla de Lemnos hace años, cuando venían de camino hacia aquí.
—¿Y por qué hicieron eso? —La voz de Mahnmut, tan humana, parece interesada.
—Porque olía mal, principalmente.
—¿Olía mal? La mayoría de estos héroes humanos huelen mal.
Hockenberry se queda desconcertado. Recuerda que pensó lo mismo hace diez años, cuando empezó su trabajo como escólico, poco después de su resurrección en el Olimpo. Pero había dejado de advertir el tufo desde hacía seis meses más o menos. ¿Huele también él mal?, se pregunta.
—Filoctetes olía especialmente mal a causa de una llaga supurante.
—¿Una llaga?
—Lo mordió una serpiente venenosa cuando... bueno, es una larga historia. El habitual robo a los dioses. Pero el pie y la pierna de Filoctetes se pusieron tan mal que empezaron a supurar, apestaban y el arquero gritaba y se desmayaba cada tanto. Todo esto fue mientras venían en barco camino de Troya, hace diez años, recuerda. Así que al final Agamenón, siguiendo el consejo de Odiseo, desembarcó a Filoctetes en la isla de Lemnos y lo dejó allí literalmente para que se pudriera.
—Pero ¿sobrevivió?
—Obviamente. Probablemente los dioses lo mantuvieron vivo por algún motivo, pero sufrió una constante agonía por culpa de ese pie y esa pierna podridos.
Mahnmut vuelve a ladear la cabeza.
—Muy bien... Ahora estoy recordando la obra de Sófocles. Odiseo fue por él cuando el augur Heleno dijo a los griegos que no tomarían Troya sin el arco de Filoctetes, que le había sido entregado por... ¿quién? Heracles. Hércules.
—Sí, heredó el arco —dice Hockenberry.
—No recuerdo que Odiseo haya ido a traerlo, en la vida real, quiero decir, en estos últimos ocho meses.
Hockenberry niega de nuevo.
—Lo han hecho en secreto. Odiseo estuvo fuera unas tres semanas y nadie le dio mucha importancia. Cuando regresó, fue una especie de... bueno, me encontré a Filoctetes cuando volvía de comprar vino.
—En la obra de Sófocles, Neptolemo, el hijo de Aquiles, era una figura central —dice Mahnmut—. Pero nunca conoció a su padre en vida de Aquiles. No me digas que está aquí también.
—No que yo sepa. Sólo Filoctetes. Y su arco.
—Y ahora Oenone lo ha acusado de haber sido él y no Apolo quien mató a Paris.
—Ajá.
Hockenberry arroja unos cuantos palos más al fuego. Las pavesas giran con el viento y se elevan hacia las estrellas. La negrura de las nubes en movimiento se extiende sobre el mar. Hockenberry supone que lloverá antes del amanecer. Algunas noches duerme aquí arriba, usando su mochila como almohada y su capa como manta, pero esta noche no lo hará.
—Pero ¿cómo pudo Filoctetes entrar en Tiempo Lento? —pregunta Mahnmut. El moravec se levanta y camina en la oscuridad hacia el borde roto de la plataforma: evidentemente, no tiene miedo de los treinta metros de caída—. La nanotecnología que permite ese cambio sólo le fue inyectada a Paris antes de ese combate singular, ¿no es así?
—Tú debes saberlo —contesta Hockenberry—. Los moravecs sois quienes inyectaron a Paris esas nanocosas para que pudiera combatir al dios.
Mahnmut regresa junto al fuego pero permanece de pie. Extiende las manos como para calentarlas sobre las llamas. Tal vez se las esté calentando en efecto, piensa Hockenberry. Sabe que los moravecs tienen partes orgánicas.
—Algunos de los otros héroes, Diomedes, por ejemplo, aún tienen nanogrupos de Tiempo Lento en sus sistemas, de cuando Atenea o algún otro dios se los inoculó —dice Mahnmut—. Pero tienes razón, Paris los incorporó a su organismo hace diez días para el combate singular con Apolo.
—Y Filoctetes no ha estado aquí en estos diez años —responde Hockenberry—. Así que lo único que tiene sentido es que uno de los dioses lo haya acelerado con nanomemes de Tiempo Lento. Y se trata de una aceleración, no de un enlentecimiento del tiempo, ¿no?
—Así es —dice el moravec—. «Tiempo Lento» es un término equívoco. Al viajero del Tiempo Lento le parece que el tiempo se ha detenido, que todo y todos están petrificados en ámbar, pero en realidad, el cuerpo se mueve de una forma hiperrápida, reacciona en milisegundos.
—¿Por qué no arde esa persona? —pregunta Hockenberry. Podría haber seguido a Apolo y Paris en Tiempo Lento para observar la batalla; de hecho, si hubiera estado allí aquel día, lo habría hecho. Los dioses habían llenado su sangre y sus huesos de nanomemes para ese único propósito, y muchas veces había entrado en Tiempo Lento para ver a los dioses preparar a uno de sus héroes aqueos o troyanos para el combate—. Debido a la fricción —añadió—. Con el aire o lo que sea... —Se interrumpió mansamente. La ciencia no era su fuerte.
Pero Mahnmut asintió como si el escólico hubiera dicho algo inteligente.
—El cuerpo acelerado en Tiempo Lento ardería incluso por el calor interno si los nanogrupos preparados no impidieran también eso. Es parte del campo de fuerza nanogenerado por el cuerpo.
—¿Como Aquiles?
—Sí.
—¿Podría Paris haber ardido por eso? —pregunta Hockenberry—. ¿Por una especie de fallo nanotecnológico?
—Es muy improbable —dice Mahnmut, y se sienta en el bloque de piedra más pequeño—. Pero ¿por qué querría Filoctetes matar a Paris? ¿Qué motivo tendría?
Hockenberry se encoge de hombros.
—En los relatos de Troya que no pertenecen a la Ilíada ni son de Homero es Filoctetes quien mata a Paris. Con su arco y una flecha envenenada. Tal como describió Oenone. Homero incluso llega a decir que hay que traer a Filoctetes para que se cumpla la profecía de que Ilión caerá sólo cuando él se una a la lucha... en el canto segundo, creo.
—Pero los troyanos y los griegos son aliados, ahora.
Hockenberry no puede evitar sonreír.
—A duras penas. Sabes tan bien como yo que hay conspiraciones y rebeliones incipientes cociéndose en ambos campos. Nadie aparte de Héctor y Aquiles está contento con esta guerra contra los dioses. Es cuestión de tiempo que estalle otra rebelión.
—Pero Héctor y Aquiles forman un dúo imbatible. Y tienen a miles de troyanos y aqueos que les son leales.
—Hasta ahora —dice Hockenberry—. Pero tal vez los dioses hayan estado interviniendo.
—¿Ayudando a Filoctetes a entrar en Tiempo Lento? —dice Mahnmut—. Pero ¿por qué? La cuchilla de Occam sugiere que, si quisieran muerto a Paris, podrían haber dejado que Apolo lo matara, tal como todo el mundo suponía que había hecho hasta hoy. Hasta la acusación de Oenone. ¿Por qué hacer que un griego lo asesine...? —Se detiene y murmura—: Ah, sí.
—Eso es —dice Hockenberry—. Los dioses quieren acelerar el próximo motín, quitar de en medio a Héctor y Aquiles, romper esta alianza y hacer que griegos y troyanos vuelvan a matarse entre sí.
—De ahí el veneno —dice el moravec—. Para que Paris pudiera vivir lo suficiente para contarle a su esposa, su primera esposa, quién lo mató realmente. Ahora los troyanos querrán venganza e incluso los griegos leales a Aquiles estarán dispuestos a pelear para defenderse. Astuto. ¿Ha sucedido hoy algo más de interés comparable?
—Agamenón ha regresado.
—No jodas.
«Tengo que hablar con él respecto a su vocabulario —piensa Hockenberry—. Me parece estar hablando con uno de mis alumnos de la universidad.»
—Sí, eso es, no jodo —dice Hockenberry—. Ha vuelto de su viaje a casa un mes o dos antes de lo previsto, y trae algunas noticias realmente sorprendentes.
Mahnmut se inclina hacia delante, expectante. O al menos Hockenberry interpreta el lenguaje corporal del pequeño cyborg humanoide como expectación. La suave cara de plástico y metal no muestra más que los reflejos de la hoguera.
Hockenberry se aclara la garganta.
—La gente de casa ya no está —dice—. Han desaparecido. —Hockenberry había esperado una exclamación de sorpresa, pero el pequeño moravec espera en silencio—. Todos han desaparecido —continúa Hockenberry—. No sólo en Micenas, adonde regresó Agamenón... no sólo su esposa Clitemnestra y su hijo Orestes y todo el resto de ese reparto, sino todo el mundo. Las ciudades están vacías. La comida sin comer en las mesas. Los caballos pasan hambre en los establos. Los perros aúllan en hogares vacíos. Las vacas están sin ordeñar en los pastos. Las ovejas sin esquilar. Por todas partes donde Agamenón y sus barcos han recalado, en el Peloponeso y más allá... Lacedemonia, el reino de Menelao, vacío. La Ítaca de Odiseo... vacía.
—Sí —dice Mahnmut.
—Espera un momento. No te sorprende lo más mínimo. Lo sabías. Los moravecs sabíais que las ciudades y reinos griegos estaban vacíos. ¿Cómo?
—¿Quieres decir que cómo lo sabíamos? Sencillo. Hemos estado observando esos lugares desde la órbita terrestre desde que llegamos. Enviando sondas remotas para registrar datos. Hay mucho que aprender aquí en la Tierra tres mil años anterior a tu época... tres mil años antes de los siglos XX y XIX, quiero decir.
Hockenberry se sorprende. Nunca se le había ocurrido que los moravecs estuvieran prestando atención a otra cosa que no fuera Troya, los campos de batalla adyacentes, el Agujero conector, Marte, el monte Olimpo, los dioses, tal vez una luna marciana o dos... Jesús, ¿no era suficiente?
—¿Cuándo... desaparecieron? —consigue preguntar por fin Hockenberry—. Agamenón le cuenta a todo el mundo que alguna comida que encontró a la mesa todavía estaba fresca y podía comerse.
—Supongo que eso depende de tu definición de «fresca» —dice Mahnmut—. Según nuestras observaciones, la gente desapareció hace unas cuatro semanas y media. Justo cuando la pequeña flota de Agamenón se acercaba al Peloponeso.
—Jesucristo —susurra Hockenberry.
—Sí.
—¿Los visteis desaparecer? ¿Con vuestras cámaras satélite, vuestras sondas o lo que sea?
—En realidad no. Un instante estaban allí y al instante siguiente ya no estaban. Sucedió a eso de las dos de la madrugada, hora griega, así que no hubo mucho movimiento que registrar... en las ciudades griegas, me refiero.
—Las ciudades griegas... —repite aturdido Hockenberry—. ¿Quieres decir... que hay... que otra gente ha desaparecido también? En... digamos... ¿China?
—Sí.
El viento gira de pronto y esparce chispas en todas direcciones. Hockenberry se cubre la cara con las manos durante la tormenta de pavesas y luego las aparta de su capa y su túnica. Cuando el viento remite, echa al fuego sus últimos trozos de madera.
Aparte de a Troya y al Olimpo (que, según descubrió hace ocho meses, no está en la Tierra), Hockenberry sólo ha viajado a otro lugar en esta Tierra del pasado: a la Indiana prehistórica, donde dejó al otro único escólico superviviente, Keith Nightenhelser, para que los indios lo mantuvieran a salvo cuando la Musa inició su sangrienta matanza. Ahora, sin pretenderlo conscientemente, Hockenberry toca el medallón TC que lleva debajo de la camisa. «Necesito comprobar cómo está Nightenhelser.»
Como si le leyera la mente, el moravec dice:
—Todos los demás han desaparecido... todo el mundo que estuviera más allá de un radio de quinientos kilómetros de Troya. Africanos. Indios de Norteamérica. Indios de Suramérica. Los chinos y los aborígenes de Australia. Los hunos del norte de Europa y los daneses y los futuros vikingos. Los protomongoles. Todo el mundo. Todos los demás seres humanos del planeta, calculamos que había unos veintidós millones, han desaparecido.
—Eso no es posible —dice Hockenberry.
—No. Eso cabría pensar.
—¿Qué clase de poder...?
—Divino.
—Pero desde luego no estos dioses del Olimpo. Ellos sólo son... sólo...
—¿Humanoides más poderosos? —dice Mahnmut—. Sí, es lo que pensamos. Hay otras energías en danza aquí.
—¿Dios? —susurra Hockenberry, educado en una estricta familia baptista de Indiana antes de cambiar la fe por la educación.
—Bueno, tal vez —responde el moravec—, pero si es así, vive en o alrededor del planeta Tierra. Enormes cantidades de energía cuántica fueron liberadas de la Tierra o de cerca de la órbita de la Tierra en el mismo momento en que desaparecieron la esposa y los hijos de Agamenón.
—¿La energía procedía de la Tierra? —repite Hockenberry. Contempla la noche, la pira funeraria de abajo, la vida nocturna de la ciudad animándose en las calles, las distantes hogueras de los aqueos y las más distantes estrellas—. ¿De aquí?
—No de esta Tierra —dice Mahnmut—. De la otra Tierra. La tuya. Y parece que vamos a ir allí.
Durante un momento el corazón de Hockenberry late de manera tan salvaje que tiene miedo de vomitar. Luego cae en la cuenta de que Mahnmut no se refiere realmente a su Tierra, al mundo del siglo XXI, a los fragmentos que recuerda apenas de su antigua vida previa a que los dioses lo resucitaran a partir de ADN y libros y Dios sabe qué, no al mundo que regresa lentamente a su conciencia de la Universidad de Indiana y su esposa y sus estudiantes, sino a la Tierra concurrente con el Marte terraformado de casi tres mil años después de la breve y no tan feliz vida de Thomas Hockenberry.
Incapaz de permanecer sentado, se levanta y camina de un lado a otro por el derruido undécimo piso del edificio, acercándose primero a la pared caída del lado noreste y luego a la caída en vertical de los lados sur y oeste. Un guijarro empujado por su sandalia cae más de treinta metros a las calles oscuras de abajo. El viento le azota la capa y el largo pelo canoso. Hockenberry sabe desde hace ocho meses que el Marte que ahora es visible a través del Agujero coexistía en algún futuro sistema solar con la Tierra y los otros planetas, pero nunca había relacionado ese simple hecho con la idea de que esa otra Tierra estuviera realmente allí, esperando.
«Los huesos de mi esposa están mezclados con el polvo de esa Tierra —piensa, y entonces, al borde de las lágrimas, casi se echa a reír—. Mierda, mis huesos están mezclados con el polvo de allí.»
—¿Cómo podéis ir a esa Tierra? —pregunta, y de inmediato advierte la estupidez de la pregunta. Ha oído la historia de cómo Mahnmut y su enorme amigo Orphu viajaron hasta Marte desde el espacio de Júpiter con algunos otros moravecs que no sobrevivieron a su primer encuentro con los dioses. «Tienen naves espaciales, Hockenbush.» Aunque la mayoría de las naves moravec y rocavec aparecieron como por arte de magia a través de los Agujeros cuánticos que Mahnmut ayudó a crear, no por ello dejaban de ser naves espaciales.
—Estamos construyendo una nave para ese propósito en Fobos y sus alrededores —dice el moravec en voz baja—. Esta vez no vamos a ir solos. Ni desarmados.
Hockenberry no puede dejar de caminar de un lado a otro. Cuando llega al borde de la planta destrozada, tiene ganas de saltar a la muerte... unas ganas que lo tientan siempre que se encuentra en lugares altos, desde niño. «¿Por eso me gusta subir aquí? ¿Para pensar en saltar? ¿Pensar en suicidarme? —Se da cuenta de que así es. Se da cuenta de lo solo que se ha sentido en los últimos ocho meses—. Y ahora incluso Nightenhelser ha desaparecido... desaparecido con los indios, probablemente, absorbido por una aspiradora cósmica que ha hecho desaparecer a todos los humanos del planeta excepto a estos pobres malditos troyanos y griegos.» Hockenberry sabe que puede girar el medallón TC que cuelga sobre su pecho y aparecer en América del Norte en un santiamén, y buscar a su viejo amigo escólico en esa parte de la Indiana prehistórica donde lo dejó hace ocho meses. Pero también sabe que los dioses podrían rastrearlo a través de los intersticios del espacio de Plank. Por eso no ha TCeado en ocho meses.
Regresa junto al fuego y contempla al pequeño moravec.
—¿Por qué demonios me cuentas esto?
—Te invitamos a venir con nosotros —dice Mahnmut.
Hockenberry se sienta pesadamente. Al cabo de un minuto, es capaz de decir:
—¿Por qué, por el amor de Dios? ¿Qué utilidad puedo tener para vosotros en una expedición semejante?
Mahnmut se encoge de hombros de un modo muy humano.
—Eres de ese mundo —dice simplemente—. Aunque no de esa época. Hay humanos en esa otra Tierra, ¿sabes?
—¿Los hay? —Hockenberry oye lo aturdida y estúpida que suena su voz. Nunca se le había ocurrido preguntar.
—Sí. No muchos: la mayoría de los humanos por lo que parece evolucionaron a una especie de condición posthumana y se marcharon del planeta a ciudades anillo orbitales hace más de mil cuatrocientos años... pero nuestras observaciones sugieren que quedan unos pocos cientos de miles de humanos antiguos.
—Seres humanos antiguos —repite Hockenberry, sin intentar siquiera no parecer aturdido—. Como yo.
—Exactamente —dice Mahnmut. Se pone en pie, su placa visora apenas llega al cinturón de Hockenberry, y éste, que nunca ha sido un hombre alto, advierte de pronto cómo deben parecerles los mortales ordinarios a los dioses del Olimpo—. Opinamos que deberías venir con nosotros. Podrías resultar de muchísima ayuda cuando nos encontremos y hablemos con los humanos de tu Tierra futura.
—Jesucristo —susurra Hockenberry. Vuelve a acercarse al borde, se da cuenta de nuevo de lo fácil que sería dar un paso más hacia la oscuridad. Esta vez los dioses no lo resucitarían—. Jesucristo —repite una vez más.
Hockenberry ve la silueta oscura de Héctor junto a la pira funeraria de Paris. Sigue derramando vino en la tierra, sigue ordenando a sus hombres que alimenten las llamas con más madera.
«Yo maté a Paris —piensa Hockenberry—. He matado a todo hombre, mujer, niño y dios que ha muerto desde que tomé la forma de Atenea y secuestré a Patroclo y fingí matarlo para conseguir que Aquiles atacara a los dioses.»
De pronto, Hockenberry se ríe amargamente, sin importarle que la pequeña persona-máquina que tiene detrás piense que ha perdido la razón. «He perdido la razón. Esto es una locura. En parte no he saltado de este puñetero saliente antes porque lo considero faltar a mi deber... es como si necesitara seguir observando, como si siguiera siendo un escólico que informa a la Musa que informa a los dioses. He perdido por completo la razón.» No por primera ni por quincuagésima vez, le apetece echarse a llorar.
—¿Vendrás a la Tierra con nosotros, doctor Hockenberry? —pregunta Mahnmut en voz baja.
—Sí, claro, mierda, ¿por qué no? ¿Cuándo?
—¿Qué tal ahora mismo? —dice el pequeño moravec.
El moscardón estaba seguramente flotando en silencio a unas docenas de metros sobre ellos, pero con las luces de navegación apagadas. De repente la máquina negra y aserrada surge de la oscuridad con tanto ímpetu que Hockenberry casi se cae por el borde del edificio.
Una ráfaga de viento especialmente fuerte le ayuda a mantener el equilibrio y da un paso atrás justo cuando una rampa desciende del vientre del moscardón y golpea la piedra. Hockenberry ve un brillo rojo dentro de la nave.
—Tú primero —dice Mahnmut.