La segunda noche de su caminata por la Brecha Atlántica con Moira, Harman se encontró pensando en muchas cosas.
Algo en aquello de caminar entre dos altas murallas de agua (el Atlántico tenía en aquel punto más de mil quinientos metros de profundidad, en su segundo día de camino y a casi ciento veinte kilómetros de la costa) era absolutamente mesmérico. Un puñado de memorias proteínicas almacenadas en las hélices de ADN en algún lugar de su espalda tiró pedantemente de la conciencia de Harman y quiso repasar los detalles. (La palabra mesmérico procede de Franz Anton Mesmer, nacido el 23 de mayo de 1734 en Iznang, Suavia, fallecido el 5 de marzo de 1815 en Meersburg, Suavia: físico alemán cuyo sistema terapéutico conocido como mesmerismo, en el que tomaba control simpatético de la conciencia de sus pacientes, fue el predecesor de la posterior práctica de la hipnosis...) La mente de Harman, perdida en laberintos de pensamiento, apartó la interrupción. Estaba consiguiendo descartar las voces absurdas que rugían en su mente, pero la cabeza aún le dolía a rabiar.
Los mil quinientos metros de pared de agua a cada lado del sendero seco de ochenta metros eran también aterradores. Dos días de caminar por la Brecha no le habían hecho acostumbrarse del todo a la sensación de claustrofobia y al miedo a un derrumbe inminente. Había estado en la Brecha Atlántica en otra ocasión, dos años antes, cuando celebraba su nonagésimo octavo cumpleaños (salió por el faxnódulo 124 cerca de Loman Estate en lo que antaño había sido la costa de Nueva Jersey, en América del Norte, y caminó dos días de ida y otros dos de vuelta, pero no llegó a cubrir tanto terreno como estaba haciendo con Moira), y las paredes de agua y la profunda penumbra de la trinchera no lo habían molestado tanto entonces. «Naturalmente —pensó Harman—, era más joven entonces. Y creía en la magia.»
Moira y él no habían hablado desde hacía varias horas, pero sus zancadas iban a la par y caminaban bien juntos en silencio. Harman analizaba parte de la información que ahora llenaba su universo, pero sobre todo pensaba en lo que podría y debería hacer si alguna vez conseguía regresar a Ardis.
Lo primero que haría, sería pedir disculpas a Ada desde el fondo de su corazón por haber partido en aquel estúpido viaje a la Puerta Dorada de Machu Picchu. Su esposa embarazada y su hijo aún no nacido deberían haber sido lo primero. Lo había sabido entonces, pero lo sabía más ahora.
A continuación Harman iba a trazar un plan para salvar a su amada, a su hijo, a sus amigos y a su especie. Esto no era tan fácil.
Lo que sí era más fácil con el millón de volúmenes de información que habían sido, literalmente, vertidos en su interior, era ver algunas opciones.
Primero, estaban las funciones reavivadas que su mente y su cuerpo seguían explorando, casi un centenar de ellas. La más importante de todas, al menos a corto plazo, era la función de librefax. En vez de encontrar nódulos y activar la maquinaria, la nanotecnología presente en cada humano antiguo, que ahora Harman comprendía, permitía faxear desde cualquier lugar a otro del planeta Tierra e incluso (si se salvaban las restricciones) desde la superficie del planeta a puntos concretos de más de un millón de objetos, máquinas y ciudades en órbita alrededor de la Tierra. Librefaxear podría salvarlos a todos de los voynix, y de Setebos y sus calibani sueltos, incluso del propio Calibán, pero sólo si las máquinas fax y los módulos de almacenamiento en órbita volvían a conectarse para los humanos.
Segundo, Harman conocía varias maneras para regresar a los anillos e incluso tenía una vaga idea de lo que era la cosa-bruja-alien llamada Sycórax que ahora gobernaba el antiguo universo orbital posthumano, allá arriba. Pero no tenía ni idea de cómo él y los otros podrían derrotar a Sycórax y Calibán, pues Harman estaba seguro de que Setebos había enviado a su único hijo a los anillos para lastrar la función fax. Si prevalecían, Harman sabía que tendría que zambullirse en más armarios de cristal antes de tener toda la información técnica que necesitaba para reactivar los complicados satélites y sensores fax.
Tercero, mientras Harman estudiaba las muchas funciones ahora disponibles para él (muchas de las cuales se encargaban de escrutar su propia mente y su cuerpo y encontrar datos almacenados allí) sabía que no sería un problema compartir esta nueva información. Una de las funciones perdidas era una sencilla función compartidora (una especie de sigleer inverso) con la que Harman podía tocar a otro humano antiguo, seleccionar los paquetes de memoria proteínica almacenados en ARN-ADN que quería descargar, y la información pasaría de su piel y su carne a la de la otra persona. Había sido perfeccionada para los prototipos de los hombrecitos verdes casi dos mil años antes y adaptada rápidamente a la función de nanocitos humana. Todos los antiguos tenían esta capacidad de memoria nanoinducida y unida al ADN y a los cientos de funciones latentes en sus cuerpos y mentes, pero hacía falta una persona informada para que empezara a encender de nuevo las habilidades humanas.
Harman sonrió. Moira podía ser... podía no, era molesta con sus chistes y sus insinuaciones, pero ya comprendía por qué seguía llamándolo «mi joven Prometeo». Prometeo, según Hesíodo, significaba «presciente» o «profético», y el personaje de Prometeo en Esquilo, y en las obras de Shelley, Wu y otros grandes poetas, era el titán revolucionario que robó la esencia del conocimiento, el fuego, a los dioses, y lo entregó a la titubeante raza humana, elevándola a algo casi similar a la divinidad. Casi.
—Por eso nos desconectasteis de nuestras funciones —dijo Harman, sin advertir que hablaba en voz alta.
—¿Qué?
Miró a la mujer posthumana que caminaba junto a él en la penumbra.
—No queríais que nos convirtiéramos en dioses. Por eso nunca activasteis nuestras funciones.
—Por supuesto.
—Sin embargo, todos los posts menos tú decidieron marcharse a otro mundo o dimensión y jugar a ser dioses.
—Por supuesto.
Harman lo comprendía. La primera necesidad de un dios, con «d» minúscula o mayúscula, era no tener otros dioses que le hicieran sombra. Se concentró de nuevo en sus pensamientos.
El modo de pensar de Harman había cambiado desde el paso por el armario de cristal. Si antes se centraba en cosas, sitios, gente y emociones, ahora era sobre todo un modo de pensar figurativo: una complicada danza de metáforas, metonimias, ironías y sinécdoques. Con miles de millones de hechos (cosas, sitios y gente) insertados en sus mismas células, el foco de sus pensamientos había cambiado a las conexiones y tonos y matices y al reconocimiento de las cosas. Las emociones todavía estaban allí (incluso más fuertes) pero sus sentimientos, que habían sonado una vez como un bajo vibrante que abrumaba el resto de la orquesta, ahora danzaban como un delicado pero poderoso solo de violín.
«Mucha metáfora para un mero mentecato humano», pensó Harman, contemplando con ironía la presunción de sus propias ideas.
A pesar de estar burlándose de sí mismo sabía que poseía el don de mirar las cosas (gente, lugares, sentimientos, a sí mismo) con el tipo de reconocimiento que sólo procede de la madurez, del crecimiento interior y el aprender a aceptar las ironías y las metáforas y las sinécdoques y las metonimias no sólo en el lenguaje, sino en la impronta del universo.
Si lograba volver a reconectar con su propia especie, volver a algún enclave humano antiguo, no sólo a Ardis, sus nuevas funciones cambiarían para siempre a la humanidad. No las forzaría sobre nadie, pero como esta iteración de Homo sapiens estaba a punto de ser erradicada de este mundo postpostmoderno, dudaba que nadie que estuviera siendo atacado por los voynix, los calibani y un gigantesco cerebro sorbedor de almas que avanzaba apoyándose en múltiples manos pusiera demasiados reparos a conseguir nuevos dones, poderes y una ventaja para sobrevivir.
«¿Son estas funciones, a la larga, una ventaja para la supervivencia de mi especie?», se preguntó Harman.
La respuesta, de su propia voz mental, fue el grito de un maestro zen que oye una pregunta estúpida de uno de sus acólitos: «¡Mu!» Significa, más o menos: «Retira la pregunta, estúpido.» Esta sílaba va seguida a menudo por otro monosílabo: «¡Qwatz!» El grito del maestro zen que simultáneamente saltaba y golpeaba al estudiante estúpido en la cabeza y los hombros con el pesado bastón de maestro.
Mu. Aquí no hay «a la larga»: eso será algo que tendrán que decidir mis hijos y sus hijos. Ahora todo, absolutamente todo, es a la corta.
Y la amenaza de ser desmembrado por un voynix jorobado tiende a enfocar la mente maravillosamente bien. Si todas las funciones volvieran a ser conectadas... Harman sabía por qué no funcionaban las antiguas funciones, ni siquiera la función buscadora, todonet, lejosnet ni sigleer: alguien allá arriba en los anillos había desconectado las transmisiones y seguramente había apagado las máquinas fax.
Si todas las funciones volvieran a ser conectadas...
Pero ¿cómo?
Una vez más, Harman estudió el problema de regresar a los anillos y volver a conectarlo todo: energía, servidores, fax, todas las funciones.
Necesitaba saber si había otros allá arriba además de Sycórax, esperando, y cuáles eran sus defensas. Los millones de libros que había ingerido en el armario de cristal no contenían ninguna opinión sobre esta cuestión crucial.
—¿Por qué no me TCeáis Próspero o tú a los anillos? —preguntó Harman. Se volvió a mirar a Moira y advirtió que apenas podía verla a la escasa luz. Su rostro estaba iluminado casi exclusivamente por la luz de los anillos.
—Decidimos no hacerlo —contestó ella en su más enloquecedor estilo Bartebly.
Harman pensó en el arma que disparaba balas que llevaba en la mochila. Si la apuntaba con ella y permitía que leyera la sinceridad en su rostro, ya que los posthumanos tenían sus propias funciones para leer y comprender las reacciones humanas, ¿la convencería esa combinación para que lo teletransportara cuánticamente a Ardis o a los anillos?
Sabía que no. Moira nunca le hubiese dado la pistola si hubiera supuesto una amenaza para ella. Había insertado alguna contramedida en el arma: quizá podía impedir que disparara sólo con la fuerza de sus pensamientos posthumanos, un sencillo circuito de ondas cerebrales insertado en el mecanismo disparador, o algo igualmente fiable y a prueba de balas construido dentro de ella.
—El magus y tú os tomasteis la molestia de secuestrarme, enviarme hasta la India y el Himalaya, sólo para meterme en el armario de cristal, ahogarme y educarme —dijo Harman. Era el mayor número de palabras que pronunciaba desde que habían empezado a recorrer la Brecha, y advirtió lo banales y redundantes que eran—. ¿Por qué hicisteis eso si no queréis que prevalezca sobre Setebos y los otros tipos malos?
Moira no volvió a sonreír.
—Si tienes que llegar a los anillos, encontrarás el camino.
—«Tienes que llegar» parece una especie de predestinación calvinista —dijo Harman, pasando por encima de un bajo montículo de coral disecado. La Brecha estaba siendo sorprendentemente fácil: puentes de hierro sobre los pocos abismos oceánicos que habían encontrado, caminos pavimentados o abiertos con láser en riscos rocosos o coralinos, suaves pendientes en su mayor parte y cables de metal para ayudarlos a descender o subir en los puntos más empinados... Así que Harman no había tenido que pasar mucho tiempo vigilando sus pasos. Pero era difícil ver bien con tan poca luz.
Moira no había respondido ni reaccionado visiblemente a su crítica, así que Harman insistió:
—Hay otras fermerías.
—Próspero te lo dijo.
—Sí, pero acabo de caer en la cuenta. Los antiguos no tenemos que morir o reconstruir la medicina a partir de cero. Hay más tanques rejuvenecedores ahí arriba.
—Sí, por supuesto. Los posthumanos se prepararon para servir a una población de antiguos por millones. Hay otras fermerías y tanques de gusanos azules en otras islas orbitales, al norte de los anillos ecuatorial y polar. Sin duda eso es obvio.
—Sí, obvio —dijo Harman—, pero tienes que recordar que yo tengo toda la sabiduría de un niño recién nacido.
—No me he olvidado de eso.
—No tengo datos específicos de dónde están las otras fermerías —dijo Harman—. ¿Puedes indicármelas?
—Te indicaré dónde están cuando apaguemos la hoguera de nuestro campamento, esta noche —respondió Moira secamente.
—No. Quiero decir en un mapa de los anillos.
—¿Tienes un mapa de los anillos, mi joven Prometeo? ¿Es eso parte de lo que comiste y bebiste en el Taj?
—No, pero puedes dibujar uno para nosotros... las coordenadas orbitales, todo.
—¿Estás pensando ya en la inmortalidad tan pronto después de nacer, Prometeo?
«¿Es eso?», se preguntó Harman. Entonces recordó su último pensamiento antes de darse cuenta de que las otras fermerías estaban allá arriba en los anillos posthumanos: pensaba en Ada, embarazada y herida.
—¿Por qué estaban todos los tanques sanadores faxeadores operativos en la isla de Próspero? —preguntó. Mientras hacía la pregunta, vio la respuesta como el recuerdo de una pesadilla olvidada.
—Próspero los preparó para que su cautivo Calibán se alimentara —dijo Moira.
Harman sintió que el estómago le daba un vuelco. En parte era la reacción a haber tenido algún atisbo amistoso o compasivo hacia el magus avatar de la logosfera. Pero en su mayor parte, el súbito arrebato de náusea se debió al hecho de que no había comido nada desde los dos bocados de barra alimenticia de ese día, antes del amanecer, y se había olvidado de beber de su tubo hidratador desde hacía horas.
—¿Por qué te detienes? —le preguntó a Moira.
—Está demasiado oscuro para caminar —contestó la posthumana—. Encendamos nuestra hoguera y cocinemos nuestros pinchitos y asemos algunos malvaviscos y cantemos canciones de campamento. Luego podrás soñar unas cuantas horas y soñar con vivir eternamente en el brillante futuro de los tanques de los gusanos azules.
—¿Sabes? —dijo Harman—. A veces eres un coñazo con tus sarcasmos.
Moira sonrió. Su sonrisa era como la del gato de Cheshire, casi el único detalle que podía ver de ella en la oscuridad de la trinchera de la Brecha.
—Cuando mis muchas hermanas estaban aquí —dijo—, antes de que todas se marcharan para convertirse en dioses, muchas de ellas dioses masculinos, lo que a mí me pareció un paso atrás, solían decirme lo mismo. Ahora saca de la mochila esas algas y maderas secas que hemos estado recogiendo todo el día y enciende un buen fuego... eso sí que es algo antiguo y adecuado.