73

Los griegos no van a conseguir llegar al anochecer.

A este ritmo, ni siquiera van a llegar a la hora del almuerzo. Ni yo tampoco.

Los aqueos se repliegan en un círculo cada vez más estrecho, luchando como locos, con el mar a sus espaldas y la marea cada vez más roja, pero el ataque de Héctor es implacable. Al menos cinco mil aqueos han caído desde el ataque iniciado justo después del amanecer, entre ellos el noble Néstor, que sigue vivo pero ha sido transportado inconsciente a su tienda. Lo ha golpeado en su carro una lanza que le ha atravesado el hombro y le ha roto el hueso. El viejo héroe que intentó ocupar el lugar de gigantes muertos o ausentes (Aquiles, Agamenón, Menelao, Áyax el Grande, el astuto Odiseo) ha hecho todo lo posible, pero el lancero lo encontró.

Antíloco, el hijo de Néstor, el más valiente de los aqueos estos últimos días, ha muerto, atravesadas las entrañas por la flecha de un troyano. El otro hijo de Néstor, el capitán Trasimedes, ha desaparecido en combate, se ha visto obligado a retirarse a la trinchera llena de troyanos a primeras horas del día y no se le ha visto desde entonces. La trinchera y los muros de contención están en las ensangrentadas manos de Héctor.

Áyax el Menor está herido, tiene un desagradable tajo de espada en ambas espinillas, justo por encima de las grebas, y ha sido retirado del campo hacia los barcos quemados hace unos minutos, aunque tampoco allí estará seguro. Podalirio, valiente capitán y hábil médico, hijo del legendario Asclepio, ha muerto, abatido por un círculo de guerreros de las legiones de Deífobo. Hicieron pedazos el cuerpo del brillante médico y arrastraron su armadura ensangrentada hasta Troya.

Alastor, hijo de Teucro y caudillo, que tomó el mando de Trasimedes durante la terrible batalla del saliente tras las trincheras abandonadas, cayó delante de sus hombres, y todavía maldijo y se agitó durante varios minutos atravesado por una docena de flechas. Cinco argivos se abrieron paso para recuperar su cuerpo, pero todos fueron abatidos por la avanzadilla de Héctor. El propio Teucro sollozaba mientras daba muerte a los asesinos de Alastor, disparando flecha tras flecha a sus ojos y tripas mientras caía él mismo en la lenta retirada de los griegos.

No hay ningún sitio al que retirarse. Estamos arrinconados aquí, en la playa, la marea nos lame las sandalias y la lluvia de flechas es constante. Todos los caballos griegos han muerto ruidosamente, excepto unos cuantos: aquéllos a los cuales sus propietarios, llorando, han dejado en libertad y enviado hacia las líneas enemigas en avance. Más trofeos para los troyanos.

Van a matarme si me quedo aquí. Cuando era escólico, sobre todo cuando era el escólico agente secreto de Afrodita, equipado con mi arnés de levitación, la armadura de impacto, el brazalete morfeador, el bastón aturdidor, el casco de invisibilidad de Hades (y todas las demás cosas que cargaba) me sentía bastante invulnerable, incluso cuando me hallaba moderadamente cerca de la lucha. A excepción de las flechas, que son bastante letales a distancias sorprendentes, no te matan de lejos en esta guerra. Los hombres huelen el sudor y el aliento de su enemigo y se manchan con su sangre, sesos y saliva cuando hunden sus aceros (o, en la mayoría de los casos, sus bronces) en las entrañas del otro hombre.

Pero casi me han quitado de en medio tres veces en las dos últimas horas: una lanza atravesó las líneas de defensores y casi me arrancó las pelotas; salté para evitarla y, cuando se clavó en la arena húmeda y me quedé a horcajadas sobre ella, la vibración del palo me golpeó en las gónadas. Luego una flecha me ha rozado el pelo y un minuto después otra flecha, una de las miles que oscurecen el cielo y se alzan como un bosque en miniatura en la arena por todas partes, me habría atravesado la garganta si un argivo a quien no conozco no hubiera alzado su escudo redondo y hubiera desviado la punta venenosa.

Tengo que salir de aquí.

Mi mano ha tocado el medallón TC un centenar de veces desde el amanecer, pero no he me teletransportado cuánticamente. No estoy seguro de por qué.

Sí, lo estoy. No quiero abandonar a estos hombres. No quiero estar a salvo en la bañera de Helena o en la cima de alguna colina cercana sabiendo que estos aqueos a los que he observado y con quienes he hablado y compartido el pan y bebido vino durante diez años están siendo masacrados como ganado en este trozo de playa cubierto de sangre.

Pero no puedo salvarlos.

¿O sí que puedo?

Agarro el medallón, me concentro en un lugar en el que he estado, doy medio giro al círculo dorado, y abro los ojos para encontrarme cayendo por el largo, larguísimo hueco de un ascensor.

No, no estoy cayendo. Me doy cuenta demasiado tarde, pues ya he gritado dos veces. Estoy en caída libre en el pasillo principal de la cubierta de la Reina Mab, o al menos en el pasillo principal de la cubierta donde tenía mis habitaciones privadas. Pero entonces había gravedad. Ahora sólo hay caída y más caída, vuelcos en el espacio pero sin caer realmente. Es imposible alcanzar la puerta del cubículo o la burbuja de astronavegación que está veinte metros más abajo (o más arriba) en el pasillo.

Dos negros y quitinosos moravecs del Cinturón, los soldados de armaduras negras, pinchos y cabezas como máscaras, salen del hueco de un ascensor cercano (donde no hay ningún ascensor) y me agarran por los brazos. Vuelven a impulsarse hacia el pozo y me doy cuenta de que los moravecs pueden moverse en cero-g no sólo porque están acostumbrados a ello (debe de ser casi su nivel de gravedad en el Cinturón de Asteroides) sino porque sus caparazones tienen insertados impulsores silenciosos que expulsan chorros de lo que parece agua. Sea lo que sea, les permite moverse con fluidez y rapidez en este mundo ingrávido. Sin decir palabra, me meten en un pozo que recorre toda la Reina Mab (imaginen saltar al hueco vacío de un ascensor de la altura del Empire State), así que hago lo único que haría un hombre cuerdo: vuelvo a gritar.

Los dos soldados me llevan docenas de metros arriba o abajo por este pozo en el que sólo resuenan mis gritos y luego me hacen atravesar un tipo de membrana de campo de fuerza para llegar a una sala abarrotada. Incluso boca abajo como estoy, reconozco el puente de la nave. He estado sólo una vez en él durante mi estancia, pero la función de esta sala es inconfundible: moravecs que nunca había visto están muy ocupados siguiendo los paneles de control virtuales en tres dimensiones; soldados rocavec están de pie junto a proyecciones holográficas: reconozco al general Beh bin Adee, al espigado vec arácnido (no puedo recordar su nombre ahora) además de al extraño navegante, Cho Li, y el Integrante Primero Asteague/Che.

Es el Integrante Primero quien sin esfuerzo se impulsa a través del puente a cero-g para llegar hasta mí mientras los dos soldados me colocan firmemente en una silla de metal y me atan para que no pueda escapar. No, me doy cuenta de que no me amarran como a un cautivo, simplemente me ponen cinturones de malla arácnida para sujetarme. Ayuda: estar fijo en un sitio me proporciona sensación de arriba y abajo.

—Doctor Hockenberry, no le esperábamos de vuelta —dice el pequeño moravec que tiene más o menos la misma forma y el tamaño que Mahnmut pero está hecho de plásticos, metales y polímeros de diferentes colores—. Pido disculpas por la falta de gravedad. No tenemos impulso. Podría ordenar que los campos de fuerza internos crearan un diferencial de presión que simulara la gravedad para usted, más o menos, pero la verdad es que estamos estacionados cerca del anillo polar de la Tierra y no queremos exhibir un cambio grande en la energía interna a menos que sea necesario.

—Estoy bien —digo, esperando que no hayan oído mis gritos en el hueco del ascensor—. Tengo que hablar con Odiseo.

—Odiseo está... ah... indispuesto ahora mismo —responde Asteague/Che.

—Necesito hablar con él.

—Me temo que eso no será posible —dice el moravec que tiene más o menos el mismo tamaño que mi amigo Mahnmut, pero que tiene un aspecto y habla de forma diferente. Su voz tiene una curiosa particularidad... parece británico.

—Pero es imperativo que...

Me detengo a media frase. Han matado a Odiseo. Es obvio que estos seres medio robóticos le han hecho algo terrible al otro único ser humano que hay a bordo de su nave. No sé por qué habrán matado al aqueo, pero tampoco he comprendido nunca dos tercios de las cosas que estos moravecs hacen o dejan de hacer.

—¿Dónde está? —pregunto, intentando parecer autoritario y no perder el control mientras sigo atado a mi silla—. ¿Qué le han hecho?

—No le hemos hecho nada al hijo de Laertes —dice Asteague/Che.

—¿Por qué íbamos a hacer daño a nuestro invitado? —pregunta el vec de las patas de araña y aspecto de caja cuyo nombre no consigo recordar... oh, ahora me acuerdo, Retrógrado Jogenson o Gunderson o algo escandinavo.

—Entonces traigan aquí a Odiseo.

—No podemos —repite el Integrante Primero Asteague/Che—. No está en la nave.

—¿No está en la nave? —digo, pero entonces miro las pantallas holográficas colocadas en un hueco del casco donde debería haber una ventana. Demonios, por lo que sé es verdaderamente una ventana. El planeta azul y blanco gira debajo, llenando la pantalla o la ventana.

—¿Odiseo ha bajado a esta Tierra? —pregunto—. ¿A mi Tierra?

¿Es mi Tierra? Viví y morí aquí, sí, pero hace miles de años si hay que creer a los dioses y los moravecs.

—No, Odiseo no ha bajado de nuevo a la superficie —responde Asteague/Che—. Ha ido a visitar a la Voz que contactó con la nave durante nuestro tránsito... la Voz que lo llamó por su nombre.

—Muéstreselo al doctor Hockenberry —dice el general Beh bin Adee—. Comprenderá por qué no puede hablar con Odiseo ahora mismo.

Asteague/Che parece reflexionar sobre esta sugerencia. Entonces el moravec europano se vuelve a mirar al navegante Cho Li (sospecho que una especie de transmisión de radio tiene lugar entre ellos) y Cho Li mueve un brazo tentacular. Una ventana holográfica tridimensional de dos metros de ancho se abre a dos palmos de donde estoy.

Odiseo está haciendo el amor con la mujer más sensual que he visto en mi vida... aparte de Helena de Troya, por supuesto. Mi ego masculino había pensado que mi capacidad amatoria (bueno, mi poderío sexual) era enérgico e imaginativo. Pero treinta segundos de mirar boquiabierto el apareamiento que tiene lugar entre el desnudo Odiseo (su cuerpo bronceado, fornido pero bajo, lleno de cicatrices de batalla) y la pálida, exótica, neumática, sensual y levemente hirsuta mujer del maquillaje increíble me revela que mis movimientos con Helena fueron mansos, carentes de imaginación y a cámara lenta comparados con lo que están haciendo estos atletas eróticos.

—Basta —digo, con la boca seca—. Apáguenlo.

La ventana pornográfica se borra de la existencia.

—¿Quién es esa... dama? —consigo decir.

—Dice que se llama Sycórax —responde el Retrógrado Algosson. Siempre es extraño oír esa sólida voz surgir de una diminuta caja de metal en lo alto de esas largas patas arácnidas.

—Déjenme hablar con Mahnmut y Orphu de Io —digo. Conozco desde hace tiempo a esos dos vecs y Mahnmut es el más humano de toda esta gente mecánica. Si puedo convencer a alguien a bordo de la Reina Mab, será a Mahnmut.

—Me temo que eso tampoco será posible —responde Asteague/ Che.

—¿Por qué? ¿Están practicando el sexo con algunas moravecs femeninas o algo así?

Oigo lo estúpido que suena mi supuesto chiste mientras resuena mentalmente en los largos segundos de silencio reprobador que siguen.

—Mahnmut y Orphu han entrado en la atmósfera de la Tierra en una nave de contacto que lleva el sumergible de Mahnmut —dice Asteague/Che.

—¿No pueden enlazar con ellos por radio o algo? Quiero decir, podrían hacer llamadas de radio así en el siglo XX y el XXI.

—Sí, estamos en contacto —dice el Retrógado Comosellame—. Pero en este momento su nave está siendo atacada y no queremos distraerlos con comunicaciones innecesarias. Su supervivencia es problemática.

Quisiera hacer más preguntas: ¿quién demontres está atacando a mis amigos en la Tierra? ¿Por qué? ¿Cómo? Pero me doy cuenta de que enzarzarme en ese diálogo sólo me distraería de mi verdadero motivo para estar aquí.

—Tienen ustedes que crear un nuevo Agujero Brana en la playa, cerca de Ilión —digo.

El general Beh bin Adee mueve sus negros brazos espinosos de un modo que puede sugerir una interrogación.

—¿Por qué?

—Porque los griegos están siendo masacrados por los troyanos hasta el último hombre y no se merecen la extinción. Quiero ayudarlos a escapar.

—No —dice el general—. Me refiero a por qué cree que tenemos la capacidad de crear Agujeros Brana a voluntad.

—Porque les vi hacerlo una vez. Crearon ustedes todos esos Agujeros que les permitieron saltar desde el Cinturón de Asteroides hasta Marte, y luego accidentalmente hasta Tierra-Ilión. Hace más de diez meses. Yo estaba allí, ¿recuerdan?

—Nuestra tecnología no es adecuada para el esfuerzo de crear Agujeros Brana a universos distintos —dice Cho Li.

—Pero lo hicieron, maldición —noto el quejido en mi voz.

—No, no lo hicimos —responde Asteague/Che—. Lo que en realidad hicimos en ese momento fue... es difícil de describir y no soy científico ni ingeniero, aunque tenemos muchos... Lo que hicimos en ese momento fue interceptar las conexiones de Agujeros Brana de los llamados dioses y colar algunas de las nuestras en la matriz cuántica que habían creado.

—Bueno, pues háganlo de nuevo. Docenas de millares de vidas humanas dependen de ello. Y, ya puestos, pueden devolver a los millones de griegos y otros habitantes de la Europa de la Tierra-Ilión que desaparecieron... lanzados al espacio en un rayo azul.

—Tampoco sabemos cómo hacer eso —dice Asteague/Che.

«¿Entonces para qué cojones sirven?», me siento tentado de preguntar. No lo hago.

—Pero está usted a salvo aquí, doctor Hockenberry —continúa el Integrante Primero.

Una vez más, quiero gritarles a estos seres de metal y plástico, pero me doy cuenta de que él (o lo que sea) tiene razón. Estoy seguro aquí en la Reina Mab. A salvo de los troyanos al menos. Y quizá la nena cañón que se está tirando a Odiseo tenga una hermana...

—Tengo que regresar —me oigo decir. «¿Regresar adónde, idiota? ¿A la Última Defensa de los Griegos? Parece el nombre de una tienda de recuerdos de Los Ángeles.»

—Le matarán —dice el general Beh bin Adee. El gran soldado humanoide no parece preocupado en lo más mínimo por esa perspectiva.

—No si pueden ayudarme.

Los moravecs parecen comunicarse en silencio de nuevo unos con otros. Veo que uno de los monitores-ventanas holográficos del otro lado del puente está sintonizado con Odiseo y la exótica mujer que todavía están dale que te pego como conejos. La mujer está ahora encima y veo que es aún más hermosa y deseable de lo que me había parecido al principio. Me concentro en no tener una erección delante de los moravecs. Si se dan cuenta, y tienden a darse cuenta de un montón de cosas sobre los humanos, podrían tomárselo a mal.

—Le ayudaremos si podemos —dice Asteague/Che por fin—. ¿Qué desea?

—Necesito ir a alguna parte sin ser visto —digo, y empiezo a describirles el casco de Hades y mi viejo brazalete morfeador.

—La tecnología morfeadora... al menos tal como se aplica a los organismos vivos, está más allá de nuestras capacidades tecnológicas —dice el Retrógrado... Sinopessen, ahora lo recuerdo—. Manipula la realidad a un nivel cuántico que aún no hemos comprendido plenamente. Estamos muy lejos de poder crear máquinas que alteren esa forma de colapso de probabilidad.

—Y no tenemos ni idea de cómo ese casco de Hades proporcionaba auténtica invisibilidad —añade Cho Li—. Aunque si es consistente con el resto de la tecnología de los olímpicos, o con los poderes que hay tras los olímpicos, probablemente implica un cambio cuántico menor a través del tiempo en vez del espacio.

—¿No me pueden preparar algo por el estilo? —pregunto. Me doy cuenta de que no hay ninguna razón de peso para que estos ocupados moravecs hagan nada por mí.

—No —responde Asteague/Che.

—Podríamos adaptarle algunas ropas camaleónicas —dice el general Beh bin Adee.

—Cojonudo —digo—. ¿Qué son ropas camaleónicas?

—Un polímero de camuflaje invisible activo —contesta el general—. Primitivo pero efectivo si uno no se mueve demasiado rápido entre fondos que varíen mucho. Más o menos el mismo material que recubría la nave que iba a Marte, sólo que más respirable e invisible al infrarrojo. Las lentes son nanocíticas, así que no habría ninguna interrupción de la adaptación camaleónica.

—Los dioses eliminaron esa nave de la órbita —digo yo.

—Bueno, sí... —responde el general Beh bin Adee—. Eso hay que tenerlo en cuenta.

—¿Esa ropa camaleónica es lo mejor que pueden hacer?

—Con tan poco tiempo —dice Asteague/Che.

—Entonces lo acepto. ¿Cuánto tiempo tardará su gente... quiero decir, sus moravecs, en proporcionarme este traje camaleónico y enseñarme a usarlo?

—He ordenado al departamento de ingeniería medioambiental que empezara a trabajar en un traje en el preciso instante en que hemos empezado a hablar del asunto —dice el Integrante Primero—. Teníamos grabadas sus medidas vitales. Deben traer el producto terminado dentro de tres minutos.

—Maravilloso —digo, preguntándome si lo es. ¿Adónde voy a ir exactamente? ¿Cómo puedo convencer a aquellos a quienes voy a ver de que ayuden a los griegos a escapar? ¿Adónde podrían escapar los griegos? Sus familias y criados y amigos y esclavos han sido todos absorbidos en ese rayo azul que brota de Delfos. Deseando salir de la nave, empiezo a juguetear con el medallón de oro que cuelga de mi cuello y toco el círculo giratorio que lo activa.

—Por cierto —dice Cho Li—, su medallón de teletransporte cuántico no funciona.

—¿Qué? —Me suelto de las correas y floto en el espacio—. ¿De qué demonios está hablando?

—Nuestra inspección, cuando estuvo antes en la nave, nos demostró que el disco no funciona —dice el navegante.

—Chorradas. Ya me han dicho antes que no podían duplicarlo para su uso, que estaba sintonizado con mi ADN o algo por el estilo.

El Integrante Primero Asteague/Che hace un ruido forzado que suena sorprendentemente parecido a un varón humano aclarándose avergonzado la garganta.

—Es cierto que hay alguna... comunicación entre el medallón y sus células y ADN, doctor Hockenberry. Pero el medallón en sí no tiene ninguna función cuántica. No lo TCea a través del espacio Calabi-Yau.

—Tonterías —repito, tratando de contener mi lenguaje. Sigo necesitando la ayuda de los moravecs y su traje lagarto para salir de aquí—. He venido hasta aquí, ¿no? Todo el camino desde el universo de la Tierra-Ilión.

—Sí —dice Cho Li—. Ha venido. Sin ayuda ninguna de ese medallón hueco que le cuelga del cuello. Es un misterio.

Un soldado moravec con el traje camaleónico aparece en el hueco abierto del ascensor. El atuendo no parece nada especial. Lo cierto es que me recuerda una versión en talla grande de la ropa sport que tuve el mal gusto de comprarme allá por los años setenta. Incluso tiene el mismo cuello puntiagudo y el color verde vómito de mono.

—El cuello se despliega para formar una capucha —dice Asteague/Che, como si me leyera la mente—. El traje en sí no tiene color. El verde es simplemente una definición por defecto para que podamos verlo.

Recojo el traje del soldado vec y cometo el error de intentar ponérmelo. En cuestión de segundos estoy dando vueltas sin control, girando sobre mi propio eje en gravedad cero, agarrándome al inútil atuendo como si ondeara una bandera, pero sin conseguir nada más.

El general Beh bin Adee y su soldado me agarran, me aseguran (parece que saben dónde colocar los pies en las consolas para impedir actuar con una reacción igual y opuesta) y me colocan sin más ceremonias el traje camaleónico. Luego pasan una de las correas de la silla por el traje, atándome con velcro a algo que no puedo ver. Eso me mantiene en mi sitio.

Convierto los cuellos en una capucha y me cubro por completo la cabeza.

No es tan cómodo como ponerse el casco de Hades y desaparecer. Para empezar, hace un calor terrible dentro de este traje de lagarto. Además, los nanoloquesea que me permiten ver a través del tejido que tengo delante de los ojos no me dejan enfocar del todo. Una hora mirando a través de esta cosa y tendré el peor dolor de cabeza de mi vida.

—¿Qué tal? —pregunta el Integrante Primero Asteague/Che.

—Magnífico —miento—. ¿Pueden verme?

—Sí —dice Asteague/Che—, pero sólo con radar gravitacional y otras bandas de espectro de luz no visible. Visualmente se ha mezclado usted con el fondo. Con el general Bin Adee, en realidad. ¿Las personas a las que usted va a visitar usarán radar gravitacional, imágenes termales de ampliación negativa u otras técnicas similares?

«¿Las usarán?» No tengo ni puñetera idea. En voz alta, digo:

—Hay un problema.

—¿Sí? Quizá podamos arreglarlo. —El Integrante Primero parece solícito, incluso activamente preocupado. A mi esposa le encantaba James Mason.

—Tengo que girar el medallón para TCear —digo, preguntándome hasta qué punto mi voz les suena apagada. El sudor me cae por las sienes, las mejillas y las costillas—. No puedo girarlo sin abrir el traje y...

—El tejido camaleónico está diseñado para ser muy suelto —interrumpe Beh bin Adee. El vec militar siempre parece un poco disgustado conmigo—. Puede meter el brazo por dentro del traje para tocar el medallón. Ambos brazos, si es necesario.

—Oh, sí —digo, sacando el brazo por la manga y metiéndolo dentro del traje, y con eso como contribución final a nuestra conversación, giro el medallón y me teletransporto de la Reina Mab.

«¡Anda que no funciona!», me siento tentado de decir mientras cobro solidez en el lugar del espacio/tiempo que había ideado. Pero entonces me acuerdo de que se me ha olvidado pedirles un arma a los moravecs. Y un poco de comida y agua. Y tal vez una armadura de impacto.

Pero no sería buen momento para que gritara nada.

He aparecido en el Gran Salón de los Dioses, en el monte Olimpo, y todos los dioses parecen estar aquí... excepto Hera, cuyo trono más pequeño está envuelto en negros lazos funerarios. Zeus parece de quince metros de altura sentado en su trono de oro.

Todos los demás dioses están presentes. Hay más incluso de los que vi en su último cónclave, cuando me colé con mi infinitamente más cómodo casco de Hades. Ni siquiera conozco a muchos de estos dioses, no puedo identificarlos ni después de diez años de informar diariamente al Olimpo con mis piedras de voz y mis informes de acción. Hay cientos y cientos de dioses, quizá más de mil.

Y todos ellos guardan silencio. Esperando a que Zeus les hable.

Intentando no respirar demasiado fuerte ni desmayarme por el calor sofocante del maldito traje de lagarto, esperando que ninguno de estos inmortales olímpicos esté usando radares gravitacionales profundos ni comosellamen términos de ampliación negativa, me quedo absolutamente inmóvil, casi pegado a la turba de dioses y diosas, ninfas, furias, erinas y semidioses que quieren oír lo que va a decir Zeus.