La ciudad y el campo de batalla de Troya, la antigua Ilión, no ofrecían gran cosa que mirar desde cincuenta mil metros de altura.
—¿Eso es? —preguntó el centurión líder Mep Ahoo desde la cubierta de transporte de tropas—. ¿Es ahí donde estuvimos luchando con los griegos y los troyanos? ¿Esa colina cubierta de matojos y ese pedazo de tierra?
—Hace seis mil años —dijo Mahnmut desde su sala de control de La Dama Oscura en la bodega de carga de la nave de contacto.
—Y en otro universo —dijo Orphu desde su rincón en la bodega de carga de La Dama Oscura.
—No parece gran cosa —dijo Suma IV desde los controles de la nave de contacto—. ¿Podemos continuar?
—Una pasada más, por favor —pidió Mahnmut—. ¿Podemos bajar un poco? ¿Sobrevolar la llanura entre el montecito y el mar? ¿O la playa?
—No —respondió Suma IV—. Usa tus ópticos para ampliar. No quiero acercarme tanto al campo de veda de la cúpula sobre el mar Mediterráneo seco ni bajar demasiado.
—Estaba pensando en acercarnos un poco más para permitir que el radar y las imágenes termales de Orphu tengan mejor señal —dijo Mahnmut.
—Estoy bien —bramó la voz de Orphu por el intercomunicador.
La nave orbitó de nuevo a cinco mil metros sobre las ruinas de la colina y todavía a más de un kilómetro del lugar donde empezaba la Cuenca Mediterránea. Mahnmut amplió su imagen desde la cámara principal, desconectó otros mandos y lo contempló todo con una extraña sensación de tristeza.
El montón de ruinas donde Ilión se había alzado antaño se encontraba sobre un risco que se extendía al oeste hacia la curva de la orilla del Egeo: nunca había sido una verdadera bahía sino una cala donde las antiguas naves habían atracado con anclas de piedra. Y donde Agamenón y todos los héroes griegos habían varado sus cientos de naves negras.
Al oeste, en aquellos tiempos, el Egeo y el Mediterráneo se extendían hasta perderse de vista (el mar oscuro como el vino) pero, a través del leve tintineo del campo de veda creado por los posthumanos, que anularía toda la energía de la nave de contacto en un milisegundo si entraban en él, ya sólo se veían la tierra, las rocas y los distantes campos verdes de la seca Cuenca Mediterránea. También visibles al oeste eran las antiguas islas que una vez se habían recortado sobre el mar, islas que Aquiles había conquistado antes de atacar Troya. Lesbos y Tenedos, colinas cubiertas de bosques con base rocosa enclavada en el fondo arenoso de la Cuenca.
Entre el Egeo, ahora seco, y el montículo donde se hallaban las ruinas de Troya, Mahnmut veía un kilómetro y medio de llanura de aluvión. Era bosque bajo, pero al pequeño moravec no le costaba imaginar esa llanura tal como había sido cuando estaba allí con Odiseo, Aquiles, Héctor y los demás guerreros: unos cinco kilómetros de curva rodeados de marismas y llanuras arenosas; la playa repleta de hombres; las dunas que habían absorbido tanta sangre en los años de lucha; los millares de tiendas sobre la playa y la ancha llanura entre ésta y la ciudad, ahora cubierta de bosque pero entonces pelada de árboles después de una década de usar madera para las cocinas y los fuegos funerarios.
Al norte aún había agua: el estrecho una vez llamado de los Dardanelos, el Helesponto, contenido por las brillantes manos de un campo de fuerza similar al que había entre Gibraltar y África, en el extremo occidental del Mediterráneo seco.
Como si estuviera estudiando la misma área con su radar y otros instrumentos, Orphu dijo por su circuito privado:
—Los posthumanos construyeron seguramente un enorme sistema de drenaje subterráneo o toda esta zona estaría inundada.
—Sí —envió Mahnmut, a quien no interesaba realmente la ingeniería ni la física de todo aquello. Estaba pensando en lord Byron y en Alejandro Magno y en todos los que habían peregrinado a Ilión, Troya, a ese lugar extrañamente sagrado.
«Ninguna piedra hay sin nombre.» Las palabras brotaron de pronto en la mente de Mahnmut. ¿Quién había escrito aquello? ¿Lucano? Probablemente.
En la cima de la colina sólo quedaban unas cuantas cicatrices grises y blancuzcas de roca; un puñado de piedras, todas ellas sin nombre. Mahnmut advirtió que estaba contemplando ruinas de ruinas: algunas de aquellas piedras probablemente pertenecían a la época de las descuidadas y brutales excavaciones de Schliemann, el arqueólogo aficionado fanático de Troya, que empezó a cavar por primera vez en 1870, hacía más de tres mil años, en esa Tierra auténtica.
Ya no era un sitio especial. El último nombre que había tenido en un mapa humano era Hisarlik. Rocas, matorrales, una llanura de aluvión, un alto risco que daba por el norte a los Dardanelos y por el oeste al Egeo.
Pero Mahnmut veía mentalmente el lugar exacto donde habían chocado los ejércitos, en las llanuras del Escamandro. Veía las murallas y las torres de Ilión aguantando el asalto allí donde la montaña alargada caía hacia el mar. Podía distinguir aún el montecillo de espinos situado entre la ciudad y el mar (los griegos lo llamaban Colina de Espinos ya entonces, aunque los sacerdotes y sacerdotisas de los templos de Troya se hubiesen referido a él como el Túmulo de Mryina), y recordó cómo había visto el rostro de Zeus alzarse al sur en forma de nube atómica no hacía muchos meses.
Hacía seis mil años.
Mientras la nave completaba su último giro, Mahnmut distinguió el lugar donde las grandes puertas Esceas habían contenido a los feroces griegos: no había habido ningún gran caballo de madera en la Ilíada, al menos no que Mahnmut hubiera visto. Vio la gran avenida situada detrás del mercado y las fuentes centrales que conducían al palacio de Príamo, destruido con los primeros bombardeos hacía diez meses en el tiempo de Mahnmut y, al norte del palacio, el gran templo a Atenea. Donde ahora sólo había rocas y crecían matojos, Mahnmut de Europa localizó la antigua ubicación de la gran puerta Dardánida y la torre de vigilancia principal y, al norte de allí, donde Helena había...
—Aquí no hay nada —dijo el piloto, Suma IV, por el intercomunicador—. Nos marchamos.
—Sí —dijo Mahnmut.
—Sí —bramó Orphu por la misma línea.
Volaron hacia el norte, replegando las alas de vuelo lento y rompiendo de nuevo la barrera del sonido. Nadie a ambos lados del vacío Dardanelos oyó el eco del estampido sónico.
—¿Estás nervioso? —le preguntó Mahnmut a su amigo por su línea privada—. Veremos París dentro de unos minutos.
—Un cráter donde antes estaba el centro de París —respondió Orphu—. Creo que ese agujero negro de hace un milenio se comió el apartamento de Proust.
—De cualquier manera, es ahí donde él escribió —dijo Mahnmut—. Y durante una temporada un tipo llamado James Joyce también, si no recuerdo mal.
Orphu bramó.
—¿Por qué no me dijiste que estabas obsesionado con Joyce además de con Proust? —insistió Mahnmut.
—Nunca salió el tema.
—Pero ¿por qué esos dos te interesan tanto, Orphu?
—¿Por qué te interesa Shakespeare, Mahnmut? ¿Por qué los sonetos en vez de sus obras de teatro? ¿Por qué La Dama Oscura y El Joven en vez de, digamos, Hamlet?
—No, responde a mi pregunta —dijo Mahnmut—. Por favor.
Silencio. Mahnmut escuchó los motores de impulsión detrás de ellos y encima, el siseo del oxígeno fluyendo a través de tubos y ventiladores, el vacío de la estática de las principales líneas de comunicación.
Finalmente, Orphu dijo:
—¿Recuerdas mi disertación en la Mab sobre cómo grandes artistas humanos (singularidades de genios) podían hacer existir nuevas realidades o al menos permitirnos cruzar Branas universales hasta ellas?
—¿Cómo iba a olvidarlo? Ninguno de nosotros sabía si hablabas en serio.
—Hablaba en serio —bramó Orphu—. Mi interés por los seres humanos se centra en sus siglos XX a XXII a partir de Cristo. Decidí hace mucho tiempo que Proust y Joyce habían sido la conciencia que había ayudado al nacimiento de esos siglos.
—No es una recomendación positiva, si no recuerdo mal la historia —dijo Mahnmut en voz baja.
—No. Quiero decir, sí.
Volaron en silencio unos cuantos minutos más.
—¿Te gustaría escuchar un poema con el que me encontré cuando era un cachorrillo de moravec, recién salido de las tinas de crecimiento y las fábricas de engranajes?
Mahnmut trató de imaginar a un joven Orphu de Io recién nacido. Renunció al esfuerzo.
—Sí —dijo—. Dímelo.
Mahnmut nunca había oído a su amigo recitar poesía. Fue extrañamente agradable.
Nacido aún
I
Pequeño Rudy Bloom, mejillas sonrosadas en el vientre de su madre. Luz roja permeando sus vigilias adormiladas, desenfocadas.
Molly hace chasquear largas agujas mientras teje lana roja para él, sintiendo sus piececitos moverse contra su interior.
Diminutos sueños de feto lo consumen, preparándolo para el olor de las sábanas.
II
Un hombre se limpia suavemente los labios con una servilleta roja, los ojos enfocados en un mar de nubes que corren tras altas chimeneas de ladrillo,
sumergido en el súbito recuerdo de tallos de espino rozándose en una tormenta,
extendiendo pequeñas manos hacia los aleteantes pétalos rosa.
El olor de días pasados se enrosca en las aletas de su nariz.
III
Once días. Once veces el lapso de vida de una diminuta criatura que emerge de una crisálida.
Once mañanas manchadas de silencio y calor y sombra [arrastrándose por el suelo.
Once mil latidos antes de que la noche caiga y los patos abandonen el estanque lejano.
Las once indicadas por las manecillas largas y cortas cuando ella se lo llevó al pecho.
Once días vieron su cuerpo rosa dormido en la lana roja.
IV
Fragmentos de la novela marcados en su imaginación
pero páginas sueltas corrían por los oscuros canales de su mente.
Algunas en blanco, otras no contenían más que notas al pie.
Tediosamente había sufrido las contracciones de su imaginación,
pero una vez en tinta, los recuerdos nunca sobrevivían a la noche.
Cuando el rumor del ioniano se apagó en el intercomunicador, Mahnmut permaneció en silencio un buen rato, tratando de calibrar la calidad del poema. Tuvo problemas para hacerlo, porque sabía que significaba mucho para Orphu de Io: la voz del gigantesco moravec casi temblaba cerca del final.
—¿De quién es? —preguntó Mahnmut.
—No lo sé —respondió Orphu—. De una poetisa del siglo XXI cuyo nombre se perdió con el resto de la Edad Perdida. Recuerda, lo encontré cuando era joven... antes de haber leído a Proust ni a Joyce ni a ningún otro escritor humano serio. Pero este pequeño poema cimentó a Joyce y Proust para mí como dos facetas de una única conciencia. Una singularidad de genio humano y reflexión. Nunca he superado esa percepción.
—Es como la primera vez que me encontré con los sonetos de Shakespeare... —dijo Mahnmut.
—Conectad la señal vídeo de la Reina Mab —ordenó Suma IV a todos los de a bordo.
Mahnmut activó el control.
Dos seres humanos copulaban salvajemente en una ancha cama de sábanas de seda con tapices de lana. Su energía y su ansiedad sorprendieron a Mahnmut, que había leído bastante sobre las relaciones sexuales humanas pero a quien nunca se le había ocurrido mirar una grabación en vídeo de los archivos.
—¿Qué pasa? —preguntó Orphu por el canal privado—. Estoy recibiendo datos telemétricos desbocados: niveles de tensión sanguínea por las nubes, la dopamina a todo trapo, adrenalina, latidos del corazón... ¿Hay una lucha a muerte en alguna parte?
—Ah... —dijo Mahnmut. Entonces las figuras se dieron la vuelta, todavía unidas y moviéndose rítmica, casi frenéticamente, y el moravec vio con claridad el rostro del hombre por primera vez.
Odiseo. La mujer parecía ser aquella Sycórax que había saludado a su pasajero aqueo en la ciudad asteroidal en órbita. Sus senos y glúteos parecían incluso más grandes ahora, libres como estaban, aunque en aquel momento concreto los senos de la mujer se aplastaban contra el pecho de Odiseo.
—Um... —empezó a decir de nuevo Mahnmut.
Suma IV lo salvó.
—Esa imagen no es importante. Cambiad a las cámaras de proa de la nave.
Mahnmut así lo hizo. Sabía que Orphu estaba pasando a datos termales y de radar y a otras imágenes que todavía era capaz de recibir.
Se acercaban al cráter del agujero negro de París, pero al igual que en las imágenes tomadas desde la Reina Mab, no había ningún cráter visible, sólo la cúpula de una catedral aparentemente tejida con hielo azul.
Suma IV envió un mensaje por radio a la Mab:
—¿Dónde está nuestro amigo de las muchas manos que construyó esa cosa?
—No hay ningún Agujero Brana que podamos ver desde la órbita —repuso Asteague/Che de inmediato—. Ni los visores de nuestra nave ni las cámaras que plantamos en los satélites pueden encontrarlo. Esa cosa parece haber terminado de atiborrarse de Auschwitz, Hiroshima y los otros lugares por el momento. Tal vez haya vuelto a París.
—Lo ha hecho —dijo Orphu por el comunicador compartido—. Comprobad las imágenes termales. Algo muy grande y muy feo anida justo en el centro de esa telaraña azul, debajo de la parte más alta de esa cúpula. Hay un montón de respiraderos termales allí: parece que está calentando el nido con el calor del cráter, pero está allí, sí. Casi se pueden ver los cientos de dedos enormes bajo las zonas cálidas del cerebro brillante en la imagen termal.
—Bueno —dijo Mahnmut por la línea privada—, al menos es tu París. La Ciudad de la Luz de Proust...
Mahnmut nunca llegaría a comprender cómo Suma IV pudo reaccionar tan rápido mientras seguía conectado a los controles y el ordenador central de la nave de contacto.
Los seis rayos de luz brotaron de distintos puntos, alrededor de la gigantesca cúpula. Sólo la altitud de la nave y los reflejos instantáneos del piloto los salvaron.
La nave cambió de impulsores, giró de lado en una cabriola a 75-g, se zambulló, viró y luego ascendió hacia el norte, pero las seis estelas de rayos de mil millones de voltios los siguieron a unos pocos cientos de metros. La implosión de aire y la onda de choque del trueno sacudió dos veces la nave, pero Suma IV no perdió el control. Las alas se retrajeron hasta convertirse en aletas y la nave aceleró.
Suma IV volvió a virar, rodó deliberadamente, activó el sistema de camuflaje a toda potencia, disparó bengalas y cubrió el aire sobre la cúpula-catedral de hielo azul de París de interferencia electrónica.
Una docena de bolas de fuego se alzaron de la ciudad enterrada en hielo, abalanzándose hacia el cielo a Mach 3, buscándolos, buscándolos, acelerando, buscándolos. Mahnmut contempló la señal de radar con algo más que interés casual y supo que Orphu, con su señal radar sensorial directa, debía estar sintiendo los misiles de plasma acercándose.
No encontraron la nave. Suma IV ya había acelerado a Mach 5 y se alzaba a más de treinta mil metros y subiendo hasta el límite del espacio exterior. Los meteoros-bolas de fuego explotaron a diferentes altitudes bajo ellos, sus ondas de choque entrelazándose como una docena de violentas ondas en un estanque.
—Qué mamón... —empezó a decir Orphu.
—Silencio —ordenó Suma IV. La nave viró, se zambulló, se dirigió al sur, expandió su esfera de interferencia electrónica y de radar y ascendió de nuevo hacia el espacio. Ninguna bola de fuego ni ningún rayo surgió de la ciudad que quedaba rápidamente atrás: seiscientos kilómetros por debajo y haciéndose más pequeña por segundos.
—Deduzco que nuestro amigo el de las muchas manos tiene armas —dijo Mahnmut.
—Nosotros también —dijo la voz de Mep Ahoo por el intercomunicador—. Creo que deberíamos lanzarle una nuclear... calentar un poco más su nido. Diez millones de grados Fahrenheit para empezar.
—¡Silencio! —ordenó Suma IV desde la cabina.
La voz del Integrante Primero Asteague/Che llegó por la banda común.
—Amigos míos, nosotros... vosotros... tenéis un problema ahí abajo.
—No me digas —bramó Orphu de Io, olvidando que estaba aún usando el enlace de radio común.
—No —dijo el Integrante Primero—. No estoy hablando del ataque de la criatura de muchas manos. Estoy hablando de un problema mucho más serio. Y está justo bajo vuestra trayectoria. Nuestros sensores podrían no haberlo detectado si no os hubieran estado siguiendo.
—¿Más serio? —envió Mahnmut.
—Mucho más serio —dijo el Integrante Primero Asteague/Che—. Y no sólo un problema serio, me temo... sino setecientos sesenta y ocho.