Aquí estoy, viendo y escuchando cómo un dios se vuelve loco.
No sé qué ayuda pensaba que podría conseguir aquí en el Olimpo para mis asediados y moribundos aqueos, pero ahora estoy atrapado, igual que los griegos de la playa rodeados de troyanos están condenados a muerte, aquí con mi asfixiante traje camaleónico, hombro con hombro con un millar de inmortales, tratando de contener la respiración para no traicionarme mientras veo y escucho cómo Zeus, ya rey de los dioses, se declara a sí mismo el único Dios Todopoderoso y Eterno.
No debería preocuparme que me vean. A mi alrededor los dioses miran con las inmortales bocas abiertas y los divinos ojos olímpicos como platos.
Zeus se ha vuelto loco. Y sus ojos oscuros parecen estar taladrándome mientras farfulla sobre su nuevo ascenso a la Deidad absoluta. Estoy seguro de que puede verme. Sus ojos tienen la paciencia autocomplaciente del gato con un ratón entre las zarpas.
Dirijo la mano al medallón TC que llevo al pecho, bajo el pegajoso traje camaleónico.
Pero ¿adónde ir? Volver a la playa con los aqueos es una muerte segura. Volver a Ilión para ver a Helena significa placer y supervivencia, pero habré traicionado... ¿traicionado a quién? Los griegos ni siquiera han reparado en mí cuando caminaba entre ellos, al menos desde que Aquiles y Odiseo desaparecieron al otro lado del Agujero Brana. ¿Por qué debería serles leal cuando ellos no...?
Pero me obliga la lealtad.
Hablando de Odiseo (e imágenes clasificadas X saltan a mi mente cuando pienso en él), sé que puedo TCear de vuelta a la Reina Mab. Ese podría ser el lugar más seguro para mí, aunque en realidad no tengo nada que hacer entre los moravecs.
Nada parece adecuado. No moverse parece mejor que una cobarde traición.
«¿Traición a quién, por el amor de los dioses?», me pregunto tomando el nombre del Señor en vano mientras el nuevo Señor y único Dios Todopoderoso de este universo me mira a los ojos y termina su arenga entre puñetazos y escupitajos de saliva.
Dios Zeus Nuestro Señor no termina su discurso con «¿ALGUNA PREGUNTA?», pero bien podría apoyarse en el denso silencio que se cierne sobre el Gran Salón de los Dioses.
Entonces, súbita, inexplicablemente, dado el terror en tiempo real de la situación, el pedante irredento que hay en mí, el erudito que fui en vez del escólico que he sido, es golpeado por un verso de Lucifer según Milton: «Elevaré mi trono sobre las estrellas de Dios...»
Algo rompe el techo y las plantas superiores del Gran Salón de los Dioses, revelando el cielo desnudo y formas informes. Hay un rugido de voces y vientos.
Las paredes se desmoronan hacia dentro. Formas enormes, algunas vagamente humanas, aplastan ladrillos, derriban columnas, llegan volando por el cielo y atacan a los dioses reunidos. Todo inmortal con sentido común se TCea o echa a correr. Yo me quedo inmóvil en mi sitio.
Zeus se pone en pie de un salto. Su armadura dorada y sus armas están a cinco metros de donde se encuentra, demasiado lejos. Demasiadas formas se ciernen demasiado rápidamente para que el Padre de los Dioses tenga tiempo de armarse.
Se alza y echa atrás el musculoso brazo para descargar un rayo, para guiar el trueno.
No sucede nada.
—¡Ay! ¡Ay! —exclama Zeus, mirando su mano vacía como si le hubiera desobedecido—. ¡Los elementos no me obedecen!
—¡NINGÚN REFUGIO! ¡NINGUNA MERCED! —truena una voz desde la masa de nubes en movimiento que se alzan sobre el edificio destrozado y los dioses y formas enzarzados en la batalla—. BAJA CONMIGO AHORA, USURPADOR. LOS QUE SE QUEDAN NO AMAN TRONO, ALTARES, TRIBUNALES Y PRISIONES, TODAS ESAS FORMAS HORRIBLES ABORRECIDAS POR EL VERDADERO DIOS Y EL HOMBRE. VEN, USURPADOR, TIRANO DEL MUNDO, VEN A TU NUEVO HOGAR EXTRAÑO, SALVAJE, FANTASMAGÓRICO, OSCURO Y EXECRABLE.
A pesar de su tremendo volumen, la terrible voz es aún más espantosa por su calma.
—¡No! —exclama Zeus, y se teletransporta.
Oigo a los inmortales que luchan cerca de mí gritar «¡Titanes!» y «¡Cronos!» y entonces echo a correr, rezando para permanecer invisible en mi traje camaleónico moravec, y salto por encima de las columnas derribadas, dejando atrás las formas que combaten, atravieso rayos literales, paso bajo los cielos azules encendidos de la cumbre del Olimpo.
Algunos de los dioses del Olimpo han subido ya a sus carros voladores, y han sido alcanzados y batallan con carros más grandes y más extraños y con sus indescriptibles conductores. En las orillas del lago de la Caldera los dioses combaten a los titanes (veo una forma que sólo puede ser Cronos enfrentándose a Apolo y Ares a la vez) mientras los monstruos combaten a los dioses y los dioses huyen.
De repente me agarran. Una poderosa mano me detiene, me retuerce el brazo derecho antes de que pueda alcanzar mi medallón TC, y me quita el traje camaleónico como se retira el envoltorio mal puesto a un regalo de Navidad.
Veo que es Hefesto, el barbudo dios enano del fuego, jefe artificiero de Zeus y los dioses. Tras él, en la hierba, descansan lo que parecen ser una serie de balas de cañón de hierro y una pecera.
—¿Qué estás haciendo aquí, Hockenberry? —ruge el greñudo dios. Aunque es enano comparado con los otros dioses, todavía me saca un palmo.
—¿Cómo me has visto? —Es todo lo que consigo decir. A cincuenta metros de distancia, parece que Cronos ha matado a Apolo con un garrote enorme. El ser-nube de tormenta que flota sobre el Gran Salón de los Dioses, ahora sin techo, parece estar disipándose en los vientos que soplan alrededor de la cima del Olimpo.
Hefesto se ríe y toca un aparato de cristal y bronce parecido a una lente que cuelga de su chaleco entre un centenar de otros artilugios.
—Claro que pude verte. Igual que Zeus. Por eso me hizo construirte, Hockenberry. Todo se suponía que tenía que ser para que su ascención a Deidad hoy fuera observada... observada por alguien que pudiera anotarlo, joder. Todos nosotros somos postletrados, ya sabes.
Antes de que pueda moverme o hablar, Hefesto agarra el pesado medallón TC, me lo quita, rompiendo la cadena, y lo aplasta en su mano enorme de gruesos dedos.
«OhJesúsDiosTodopoderosono», consigo pensar mientras el dios del fuego abre el puño lo suficiente para dejar caer las migajas de oro en un bolsillo del chaleco que abre.
—No te cagues en los calzones, Hockenberry. —Ríe el dios—. Esta cosa nunca funcionó. Mira... ¡no contiene ningún puñetero mecanismo! Sólo el dial que podías mover. Esto ha sido siempre tu pluma de Dumbo.
—Funcionaba... siempre... vine de... yo la usaba para...
—No, no lo hacías —dice Hefesto—. Te construí con los nanogenes necesarios para que te teletransportaras cuánticamente... igual que los chicos mayores. Igual que nosotros, los dioses. No podías saberlo hasta que fuera el momento adecuado. Afrodita puso el cebo: te dio el medallón falso para que lo usaras en su plan para matar a Atenea.
Miro desesperado a mi alrededor. El Gran Salón de los Dioses se ha desmoronado. Las llamas lamen las columnas derrumbadas. La lucha se extiende por todas partes, pero la cima se va vaciando a medida que más dioses escapan para esconderse en Tierra-Ilión. Aquí y allá se abren Agujeros Brana y los titanes y las entidades monstruosas persiguen a los dioses que huyen. El ser-nube de tormenta ha destrozado el techo y los tres pisos superiores del Gran Salón han desaparecido.
—Tienes que ayudarme a salvar a los griegos —digo, y me castañetean los dientes.
Hefesto vuelve a reírse, frota el dorso de su mano negra de hollín contra su boca grasienta.
—Ya he aspirado a todos los otros humanos de esa jodida Tierra de la historia de Ilión —dice—. ¿Por qué debería salvar a los griegos? ¿O incluso a los troyanos? ¿Qué han hecho por mí recientemente? Además, necesitaré a algunos humanos para que me adoren cuando tome dentro de unos cuantos días el trono del Olimpo...
Me quedo mirándolo.
—¿Tú aspiraste a la gente? ¿Tú metiste a la población de TierraIlión en el rayo azul que surge de Delfos?
—¿Quién coño crees que lo hizo? ¿Zeus? ¿Con toda su habilidad técnica? —Hefesto sacude la cabeza. Los hermanos titanes, Cronos, Jápeto, Hiperión, Crío, Ceo y Océano caminan hacia aquí. Están cubiertos del icor dorado que es la sangre de los dioses.
De repente Aquiles aparece entre las ardientes ruinas. Va vestido de pies a cabeza con su armadura de oro, su hermoso escudo también manchado de sangre inmortal, la larga espada desenvainada, los ojos miran enloquecidos por las rendijas de su casco dorado, manchado y sucio de hollín. La aparición me ignora y le grita a Hefesto.
—¡Zeus ha huido!
—Naturalmente —replica el dios del fuego—. ¿Esperabas que se quedara a esperar que el Demogorgo lo arrastre al Tártaro?
—¡No puedo encontrar en ninguna parte a Zeus con el localizador del estanque holográfico! —grita Aquiles—. He obligado a Dione, la madre de Afrodita, a ayudarme con el localizador. Ha dicho que lo encontraría en cualquier lugar del universo. No lo ha conseguido y la he hecho pedazos. ¿Dónde está?
Hefesto sonrió.
—¿Recuerdas, asesino de los pies ligeros, el lugar donde Zeus se ocultó a los ojos de todos cuando Hera quiso follar con él y dejarlo durmiendo durante toda la eternidad?
Aquiles agarra el hombro del dios del fuego y casi lo levanta del suelo.
—¡El hogar de Odiseo! ¡Llévame allí! De inmediato.
Los ojos de Hefesto se contraen hasta convertirse en rendijas de furia.
—No des órdenes al futuro Señor del Olimpo, mortal. Por mucha singularidad que seas, debes tratar a tus superiores con más respeto.
Aquiles suelta el chaleco de cuero de Hefesto.
—Por favor. Ahora. Por favor.
Hefesto asiente y luego me mira.
—Ven tú también, escólico Hockenberry. Zeus querrá que estés presente en este día. Te quiso como testigo. Testigo serás.