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A bordo de la Reina Mab los moravecs recibieron toda la información en vivo, en tiempo real (los transmisores y nanoimágenes de Odiseo funcionaban bien), pero Asteague/Che decidió no transmitirlo a Mahnmut y Orphu de Io, que trabajaban bajo el océano de la Tierra. Los dos vecs llevaban seis horas seguidas cortando y cargando las setecientas setenta y ocho cabezas nucleares críticas y nadie quería distraerlos.

Y lo que estaba ocurriendo ahora podía considerarse una distracción.

Los actos de amor (si eso era la copulación casi violenta entre Odiseo y la mujer que se había identificado a sí misma como Sycórax) se hallaban en una de sus etapas de pausa temporal. Los dos yacían desnudos en los cojines, bebiendo vino de grandes copas y comiendo fruta, cuando una criatura monstruosa (con agallas de anfibio, colmillos, garras y pies palmípedos) descorrió las cortinas y entró en los aposentos de Sycórax.

—Maldición, piensa él sí que debe anunciar que se preparaba para derretir una fruta gorda en melaza, cuando así Calibán oyó la compuerta girando. Algo aquí ha venido a verte, madre. Dice, tiene toda la carne en la nariz y dedos como piedras gruesas. Di, madre, y en Su nombre yo arrancaré la sabrosa carne de sus huesos blancos como la tiza.

—No, gracias, Calibán, querido —dijo la mujer desnuda de cejas pintadas de púrpura—. Haz pasar a nuestro visitante.

El ser anfibio llamado Calibán se hizo a un lado. Una versión más vieja de Odiseo entró.

Todos los moravecs (incluso aquellos que en ocasiones tenían dificultades para distinguir a un ser humano de otro) notaron el parecido. El joven Odiseo que yacía desnudo en los cojines se quedó mirando aturdido al Odiseo mayor. La versión más vieja era también de baja estatura, con el mismo pecho ancho pero más cicatrices, el pelo gris y canas en la barba más espesa, y se comportaba con mucha más gravedad que su pasajero en el viaje a bordo de la Mab.

—Odiseo —dijo Sycórax. Por lo que los aparatos de análisis auditores de las emociones humanas podían decir, parecía verdaderamente sorprendida.

Él negó con la cabeza.

—Ahora me llamo Nadie. Me alegra volver a verte, Circe.

La mujer sonrió.

—Los dos hemos cambiado, entonces. Yo soy ahora Sycórax para el mundo y para mí misma, mi muy magullado Odiseo.

El joven Odiseo empezó a incorporarse, los puños cerrados, pero Sycórax hizo un gesto con la mano izquierda y se desplomó de nuevo contra los cojines.

—Tú eres Circe —dijo el hombre que se hacía llamar Nadie—. Siempre fuiste Circe. Siempre serás Circe.

Sycórax se encogió muy levemente de hombros, sus pechos redondos se agitaron. El joven Odiseo estaba tendido a su izquierda. Ella palpó los cojines vacíos a la derecha.

—Ven a sentarte junto a mí, pues... Nadie.

—No, gracias, Circe —dijo el hombre vestido con túnica, pantalones cortos y sandalias—. Me quedaré de pie.

—Vendrás a sentarte junto a mí —insistió Sycórax, la voz intensa. Hizo un complicado movimiento con la mano derecha, moviendo distintos dedos pero no al azar.

—No, gracias, me quedaré de pie.

De nuevo la mujer parpadeó sorprendida. Más esta vez, pensó el analista moravec de emociones humanas.

—Molü —dijo Nadie—. Creo que la conoces. Una sustancia hecha de una rara raíz negra que surge de la tierra una vez cada otoño.

Sycórax asintió despacio.

—Vaya, has viajado mucho. Pero ¿no te has enterado? Hermes ha muerto.

—Eso no importa.

—No, supongo que no. ¿Cómo has llegado aquí, Odiseo?

—Nadie.

—¿Como has llegado aquí, Nadie?

—He utilizado el viejo sonie de Savi. He tardado casi cuatro días, pasando de un macizo orbital al siguiente, siempre escondiéndome de esos destructores de intrusos robóticos tuyos o engañándolos pasando a modo invisible. Tienes que deshacerte de esas cosas, Circe. O habrá que incluir cuartos de baño en los sonies.

Sycórax se rió en voz baja.

—¿Y para qué demonios debería deshacerme de los interceptores?

—Porque yo te lo pido.

—¿Y por qué demonios voy a hacer yo lo que me pides, Odis... Nadie?

—Te lo diré cuanto termine con mis peticiones.

Detrás de Nadie, Calibán rugió. El humano ignoró el ruido y la criatura.

—Por supuesto —dijo Sycórax—. Continúa con tus peticiones.

Su sonrisa demostraba la escasa atención que estaba dispuesta a prestar a esas peticiones.

—Primero, como digo, elimina los interceptores orbitales. O al menos reprográmalos para que esa nave pueda moverse a salvo de nuevo entre los anillos...

La sonrisa de Sycórax no se alteró. Ni su mirada violeta se volvió más cálida.

—Segundo —continuó Nadie—, me gustaría que quitaras el campo de veda sobre la Cuenca Mediterránea y eliminaras los campos de las Manos de Hércules.

La bruja se rió en voz baja.

—Qué extraña petición. El tsunami resultante sería devastador.

—Puedes hacerlo gradualmente, Circe. Sé que puedes. Vuelve a llenar la cuenca.

—Antes de que continúes —dijo ella fríamente—, dame un motivo para hacerlo.

—Hay cosas en la Cuenca Mediterránea que los humanos antiguos no deberían tener pronto.

—Los depósitos, quieres decir. Las naves espaciales, armas...

—Muchas cosas —dijo Nadie—. Deja que el mar oscuro como el vino vuelva a llenar la Cuenca Mediterránea.

—Quizá no lo hayas advertido puesto que has estado viajando —dijo Sycórax—, pero los humanos antiguos están al borde de la extinción.

—Lo he advertido. Sigo pidiéndote que vuelvas a llenar la Cuenca Mediterránea... con cuidado, despacio. Y ya que estás en ello, elimina esa locura que es la Brecha Atlántica.

Sycórax sacudió la cabeza y alzó la copa para beber vino. No ofreció nada a Nadie. El joven Odiseo yacía de espaldas en los cojines, aparentemente incapaz de moverse.

—¿Eso es todo? —preguntó.

—No. También te pido que reactives todos los faxnódulos para los humanos antiguos, todos los enlaces de función y los tanques de rejuvenecimiento que quedan en los anillos polar y ecuatorial.

Sycórax no dijo nada.

—Finalmente —concluyó Nadie—, quiero que envíes a tu monstruo domado para que le diga a Setebos que el Silente va a venir a esta Tierra.

Calibán siseó y rugió.

—Pienso que ha llegado el momento de arrancar las piernas del hombre y dejarle los muñones. Pienso, Él es fuerte y Señor y este tipo magullado recibirá un gusano, no, dos gusanos, por usar Su nombre en vano.

—Silencio —ordenó Sycórax. Se levantó, con aspecto más regio desnuda que otras reinas en pleno boato—. Nadie, ¿va a venir el Silente a la Tierra?

—Eso creo, sí.

Ella pareció relajarse. Tomó un manojo de uvas del cuenco, se las llevó a Nadie, se las ofreció. Él negó con la cabeza.

—Pides mucho de mí, para ser viejo y no-Odiseo —dijo ella en voz baja, recorriendo el espacio entre el lecho y el hombre—. ¿Qué me darías a cambio?

—Relatos de mis viajes.

Sycórax volvió a reírse.

—Conozco tus viajes.

—No, esta vez no. Ahora han sido veinte años, no diez.

El hermoso rostro de la bruja se retorció en algo que los moravecs interpretaron como una mueca.

—Siempre buscando lo mismo... a tu Penélope.

—No —dijo Nadie—. No esta vez. Esta vez cuando enviaste al joven yo a través del portal Calabi-Yau mis viajes en el espacio y el tiempo (veinte años para mí) fueron todos en tu busca.

Sycórax dejó de caminar y lo miró.

—En tu busca —repitió Nadie—. Mi Circe. Nos amamos bien y hemos hecho bien el amor muchas veces estos veinte años. Te he encontrado en tus iteraciones como Circe, Sycórax, Alys y Calipso.

—¿Alys? —dijo la bruja.

Nadie tan sólo asintió.

—¿Tenía una leve separación entre los dientes entonces?

—La tenías.

Sycórax sacudió la cabeza.

—Mientes. En todas las líneas de realidad es lo mismo, Odiseo-Nadie. Te salvo, te rescato del mar, te atiendo, te doy vino con miel y buena comida, curo tus heridas, te baño, te muestro amor físico de un tipo con el que sólo has soñado, te ofrezco la inmortalidad y la eterna juventud, y siempre te marchas. Siempre me dejas por esa perra tejedora de Penélope. Y por tu hijo.

—He visto a mi hijo estos veinte años pasados —dijo Nadie—. Se ha convertido en un buen hombre. No necesito volver a verlo. Deseo quedarme contigo.

Sycórax volvió los cojines y bebió de la copa sujetándola con las dos manos.

—Estoy pensando en convertir a todos tus marineros moravecs en cerdos —dijo por fin.

Nadie se encogió de hombros.

—¿Por qué no? Se lo hiciste a todos mis otros hombres en todos los otros mundos.

—¿Qué clase de cerdos crees que serán los moravecs? —preguntó la bruja, con ligereza—. ¿Parecerán un puñado de huchas de plástico?

—Moira vuelve a estar despierta —dijo Nadie.

La bruja parpadeó.

—¿Moira? ¿Por qué ha elegido despertar ahora?

—No lo sé, pero ocupa el cuerpo joven de Savi. La vi el día en que salí de la Tierra, pero no hablamos.

—¿El cuerpo de Savi? —repitió Sycórax—. ¿Qué pretende Moira? ¿Y por qué ahora?

—Piensa —dijo Calibán tras Nadie—. Él hizo a la antigua Savi con dulce barro para que Su hijo mordiera y comiera, añadiera miel y fruta, mordiera su cuello hasta que la baba se alce ensangrentada, rápida, rápida, hasta que los gusanos corran por mi cerebro.

Sycórax se incorporó y volvió a acercarse a Nadie, alzó una mano como para tocarle el pecho desnudo, pero la apartó. Calibán siseó y se agazapó, las manos sobre el granito, la espalda encorvada, los brazos estirados entre sus poderosas piernas flexionadas, los ojos amarillos y rencorosos. Pero se quedó donde le habían dicho que se quedara.

—Sabes que no puedo enviar a mi hijo a decirle a su padre Setebos lo del Silente... —dijo en voz baja.

—Sé que esta... cosa... no es tu hijo —replicó Nadie—. Lo construiste con mierda y ADN defectuoso en un tanque de limo verde.

Calibán volvió a sisear y empezó de nuevo con su farfullar terrible. Sycórax lo mandó callar con un gesto.

—¿Sabes que tus amigos moravec están llevando a la órbita más de setecientos agujeros negros mientras nosotros hablamos? —preguntó.

Nadie se encogió de hombros.

—No lo sabía, pero lo esperaba.

—¿De dónde los han sacado?

—Ya sabes de dónde. ¿Setecientas sesenta y ocho cabezas nucleares de agujero negro? Sólo hay un sitio.

—Imposible —dijo Sycórax—. Sellé ese barco naufragado en un campo de estasis hace casi dos milenios.

—Y Savi y yo rompimos el sello hace más de un siglo —respondió Nadie.

—Sí, vi cómo esa perra y tú correteabais de un lado a otro con vuestros planes absurdos —dijo Sycórax—. ¿Qué demonios esperabas conseguir con esas conexiones con Ilión del paño turín?

—Preparación.

—¿Para qué? —Rió Sycórax—. No esperarás que las dos razas de seres humanos se encuentren, ¿no? No puedes hablar en serio. Los griegos y troyanos y su ralea se comerían crudos a vuestros ingenuos humanos antiguos.

Nadie se encogió de hombros.

—Cancela esta guerra con Próspero y veamos qué sucede.

Sycórax depositó de golpe la copa de vino en una mesa cercana.

—¿Dejar el campo mientras ese hijo de puta de Próspero permanece en él? —replicó—. No lo dirás en serio.

—Hablo en serio —dijo Nadie—. La vieja entidad llamada Próspero está bastante loca. Sus días han terminado. Pero puedes marcharte antes de que la misma locura te reclame. Marchémonos de este lugar, Circe, tú y yo.

—¿Marcharnos? —La voz de la bruja era muy baja, incrédula.

—Sé que esta roca tiene motores de fusión y generadores de Agujero Brana que podrían enviarnos a las estrellas, más allá de las estrellas. Si nos aburrimos, atravesaremos la puerta Calabi-Yau y haremos el amor por todo el rico universo de la historia... podríamos encontrarnos en épocas diferentes, llevar nuestros cuerpos diferentes en edades diferentes tan fácilmente como cambiar de ropa, viajar en el tiempo para unirnos a nosotros mismos haciendo el amor, congelar el tiempo mismo para poder formar parte de nuestros propios actos de amor. Tienes aquí suficiente comida y aire para mantenernos cómodos durante mil años... diez mil años si quieres.

—Olvidas que eres un hombre mortal —dijo Sycórax, levantándose y caminando de nuevo—. Dentro de veinte años yo estaré cambiando tu ropa interior manchada y dándote de comer personalmente. Dentro de cuarenta años estarás muerto.

—Me ofreciste la inmortalidad una vez. Los tanques rejuvenecedores siguen aquí, en tu isla.

—¡Tú rechazaste la inmortalidad! —gritó Sycórax. Recogió la pesada copa y se la arrojó. Nadie la esquivó pero no movió los pies de donde los tenía plantados—. ¡La rechazaste una y otra y vez! —chilló ella, tirándose del pelo y arañándose las mejillas—. Me arrojaste una y otra vez a la cara que querías volver con tu preciosa... Penélope. Te reíste de mí.

—Ahora no me río. Márchate conmigo.

La expresión de ella era salvaje y furiosa.

—Debería hacer que Calibán te matara y te comiera aquí mismo, delante de mí. Me reiré mientras sorbe los tuétanos de tus huesos rotos.

—Ven conmigo, Circe —dijo Nadie—. Reactiva los faxes y funciones, retira las viejas Manos de Hércules y otros juguetes inútiles y ven conmigo. Sé de nuevo mi amante.

—Eres viejo —lo despreció ella—. Viejo y estás lleno de cicatrices y canoso. ¿Por qué debería yo elegir a un viejo en vez de a un hombre más joven y más vital? —Acarició el grueso y flácido pene del joven, inmóvil y aparentemente hipnotizado Odiseo.

—Porque este Odiseo no se marchará atravesando la puerta Calabi-Yau dentro de una semana o un mes u ocho años y ese joven lo hará —dijo Nadie—. Y porque este Odiseo te ama.

Sycórax emitió un sonido ahogado que sonó como un rugido. Calibán la imitó.

Nadie buscó bajo su túnica y sacó una gruesa pistola que llevaba oculta a la espalda, por dentro de su ancho cinturón.

La bruja dejó de caminar y se quedó mirándolo.

—No pensarás que esa cosa puede herirme.

—No la he traído para herirte.

Ella dirigió su mirada violeta al joven e inmovilizado Odiseo.

—¿Estás loco? ¿Sabes qué males podrías causar a nivel cuántico? Estás jugando con el kaos al pensar siquiera una cosa así. Destruiría un ciclo que lleva en marcha miles de miles de...

—Demasiado tiempo —dijo Nadie. Disparó seis veces, cada explosión más fuerte que la anterior. Las seis pesadas balas se clavaron en el desnudo Odiseo, rompiéndole la caja torácica, convirtiendo en pulpa su corazón, alcanzándolo en mitad de la frente.

El cuerpo del hombre joven se sacudió con los impactos y se deslizó hasta el suelo, dejando vetas rojas en los cojines de seda y un creciente charco de sangre en las losas de mármol.

—Decide —dijo Nadie.