No sé si me he teletransportado aquí con mi propia habilidad sin el medallón o si he venido con Hefesto porque le estaba tocando la manga cuando se TCeó. No importa. Estoy aquí.
Aquí es el hogar de Odiseo. Un perro nos ladra enloquecido a Hefesto, Aquiles y a mí cuando aparecemos de la nada, pero una mirada al guerrero de casco ensangrentado hace que el chucho se retire al patio con el rabo entre las piernas.
Nos hallamos en la antesala que da al gran salón comedor del palacio de Odiseo, en la isla de Ítaca. Una especie de campo de fuerza zumba por toda la casa y el patio. No hay descarados pretendientes repantigados a la mesa de la sala, ninguna Penélope temblando, ningún impotente joven Telémaco trazando planes, ningún criado corriendo de acá para allá para servir la comida y el vino del ausente Odiseo a esos indolentes inútiles. Pero parece que en la sala ya ha tenido lugar la Matanza de los Pretendientes: las sillas están volcadas, un enorme tapiz ha sido arrancado de la pared y ahora yace tirado sobre la mesa y el suelo, empapado de vino derramado, e incluso el mayor arco de Odiseo (el que sólo él podía tensar, según la leyenda, un arco tan poderoso y raro que decidió no llevárselo a Troya consigo) está tirado en el suelo de piedra, entre un puñado de las famosas flechas de caza envenenadas de Odiseo.
Zeus se da la vuelta. El gigante lleva el mismo suave atuendo que vestía en el Trono del Olimpo, pero ahora no es tan enorme. Incluso encogido para encajar en este lugar, sigue siendo el doble de alto que Aquiles.
Tras indicarnos que retrocedamos, el de los pies ligeros alza el escudo, prepara la espada y entra en el salón.
—Hijo mío —resuena el dios del trueno—, ahórrame tu cólera infantil. ¿Cometerías deicidio, tiranicidio y parricidio de un terrible golpe?
Aquiles avanza hasta que sólo la ancha mesa lo separa de Zeus.
—Lucha, viejo.
Zeus continúa sonriendo, aparentemente sin alarmarse en lo más mínimo.
—Piensa, ágil Aquiles. Usa tu cerebro por una vez en lugar de tus músculos o tu polla. ¿Estarías dispuesto a dejar que ese lisiado inútil se siente en el trono dorado del Olimpo? —Indica con la cabeza el lugar donde Hefesto, a mi lado, guarda silencio en la puerta.
Aquiles no vuelve la cabeza.
—Piensa por una vez —repite Zeus, y su grave voz hace que los utensilios vibren en la cercana cocina—. Únete a mí, hijo mío. Conviértete en uno con la penetrante presencia que es Zeus, padre de todos los dioses. Así unidos, padre e hijo, inmortal e inmortal, dos espíritus poderosos, mezclados, haremos un tercero, más poderoso que ninguno solo... triunidos juntos, Padre, Hijo y santa voluntad, reinaremos sobre el cielo y Troya y enviaremos de vuelta a los titanes a su pozo para siempre.
—Lucha —dice Aquiles—. Viejo follador de cerdos.
El ancho rostro de Zeus adquiere varias tonalidades de rojo.
—¡Detestado prodigio! ¡Incluso así, privado de mi control de todos los elementos, te pisoteo!
Zeus agarra la larga mesa por el borde y la lanza. Quince metros de pesadas tablas de madera vuelan por los aires hacia la cabeza de Aquiles. El humano se agacha y la mesa se estrella contra la pared, tras él, destruyendo un fresco y enviando astillas por todas partes.
Aquiles avanza dos pasos más.
Zeus abre los brazos, abre las manos para mostrar sus palmas.
—¿Me matarías como estoy, oh, hombre? ¿Desarmado? ¿O deberemos enzarzarnos en una lucha mano a mano como héroes en la arena hasta que uno no pueda levantarse y el otro se alce con el premio?
Aquiles vacila sólo un segundo. Entonces se quita el casco dorado y lo arroja a un lado. Se saca el escudo circular del antebrazo, coloca la espada dentro, añade la armadura y las grebas de bronce dorado y lo empuja todo de una patada hacia la puerta donde estamos nosotros. Va vestido sólo con su camisola, su falda corta, las sandalias y un ancho cinturón de cuero.
A dos metros de Zeus, Aquiles abre los brazos en una pose de luchador y se agacha.
Zeus sonríe entonces y, en un movimiento que es casi demasiado rápido para que yo pueda percibirlo, se agacha y recoge el arco de Odiseo y una flecha envenenada de pluma negra.
«¡Apártate!», tengo tiempo de gritarle mentalmente a Aquiles, pero el rubio y musculoso héroe no se mueve.
Zeus dispara, manejando fácilmente el arco que nadie en la Tierra excepto Odiseo podía tensar, apunta con la ancha flecha envenenada al corazón de Aquiles, a dos metros de distancia, y la deja volar.
La flecha falla.
No puede fallar, no a esta distancia, el asta es recta y fiel, las negras plumas perfectas, pero falla por un palmo o más y se clava en la mesa rota contra la pared. Casi puedo sentir el terrible veneno, que según los rumores fue recogido por Hércules de la más letal de las serpientes, mientras se derrama en la madera de la mesa.
Zeus se queda mirando. Aquiles no se mueve.
Zeus se agacha a la velocidad del rayo, recoge otra flecha, avanza un paso, la encaja, tensa el arco, dispara.
Falla. A metro y medio de distancia, la flecha envenenada falla.
Aquiles no se mueve. Mira con odio la mirada ahora llena de pánico del padre de todos los dioses.
Zeus vuelve a agacharse, coloca la flecha en la cuerda con cuidadosa precisión, tensa al máximo de nuevo, sus poderosos músculos cubiertos de sudor esforzándose ahora visiblemente, el poderoso arco casi zumba con su poder contenido. El rey de los dioses avanza hasta que la punta de la flecha queda a poco más de un palmo del ancho pecho de Aquiles.
Zeus dispara.
La flecha falla.
Es imposible, pero veo la flecha clavada en la pared, detrás de Aquiles. No lo ha atravesado, ni lo ha rodeado, pero de algún modo (imposible, absolutamente) ha fallado.
Aquiles salta entonces, apartando el arco de un manotazo y agarrando al dios que lo supera dos veces en altura por la garganta.
Zeus se tambalea por toda la sala intentando quitarse del cuello las poderosas manos de Aquiles, mientras lo golpea con un puño divino que es el doble de ancho que la ancha espalda de Aquiles. El de los pies alados aguanta mientras Zeus se sacude, aplastando vigas, la mesa, el arco de la puerta, la pared misma. Parece un hombre del que cuelga un niño, pero Aquiles sigue aguantando.
Entonces el enorme dios mete sus poderosos dedos bajo los dedos mucho más pequeños de Aquiles y aparta primero la mano izquierda del mortal, luego la derecha. Ahora Zeus lo hace chocar y golpearse con letal propósito, agarrando los antebrazos de Aquiles con sus enormes manos, y el mortal cuelga mientras le da cabezazos que resuenan como si dos grandes rocas colisionaran, luego hace chocar su divino pecho contra las costillas mortales y, finalmente, impele a ambos contra la pared y la puerta, arqueando la espalda de Aquiles contra la recia piedra del marco.
Cinco segundos así y romperá la espalda de Aquiles como si fuera un arco de madera de balsa.
Aquiles no espera cinco segundos. Ni tres.
De algún modo el de los pies ligeros libera la mano derecha por un instante mientras Zeus lo dobla hacia atrás, hacia atrás, la espina dorsal rechinando contra la piedra vertical.
Veo lo que sucede a continuación en un eco retinal, tan rápidamente ocurre.
La mano de Aquiles surge de su cinturón con una hoja corta en el puño.
Clava la hoja bajo el barbudo mentón de Zeus, retuerce el cuchillo, lo clava más fuerte, lo hace girar con un grito aún más fuerte que el chillido de horror y dolor de Zeus.
Zeus retrocede tambaleándose por el pasillo hasta la siguiente habitación. Hefesto y yo corremos para seguirlos.
Se encuentran ahora en el dormitorio privado de Odiseo y Penélope. Aquiles libera la hoja y el padre de los dioses se lleva las dos enormes manos a la garganta, a la cara. Dorado icor y sangre roja saltan al aire, fluyendo de la nariz de Zeus y la boca abierta y jadeante, llenando su barba blanca de oro y rojo.
Zeus cae de espaldas en la cama. Aquiles empuña con decisión el cuchillo, lo clava profundo en el vientre del dios, y luego lo arrastra hacia arriba y a la derecha hasta que la hoja mágica roza una costilla.
Zeus grita de nuevo, pero antes de que pueda hacer nada, Aquiles ha sacado metros de tripa gris (brillante intestino divino) y lo envuelve varias veces en torno a uno de los cuatro postes del gran lecho de Odiseo, atándolo con un rápido y seguro nudo marinero.
«Ese poste es el olivo vivo en torno al que Odiseo dio forma a esta habitación y esta cama», pienso aturdido. Los versos de la Odisea vuelven a mí tal como los leí por primera vez de niño, cuando Odiseo le hablaba a su dubitativa Penélope:
Creció dentro del patio un olivo de alargadas hojas,
robusto y floreciente, que tenía el grosor de una columna.
Levanté a su alrededor las paredes de mi cámara,
empleando multitud de piedras;
la cubrí con un buen techo y la cerré con puertas sólidas,
firmemente ajustadas. Después corté el ramaje
de aquel olivo de alargadas hojas: pulí con el bronce
su tronco desde la raíz, lo enderecé con un nivel
para convertirlo en pie de la cama, y lo taladré con un barreno.
Fui haciendo y pulimentando la cama hasta terminarla,
y la adorné con oro, plata y marfil,
y extendí en su interior unas vistosas correas
de piel de buey teñidas de púrpura.
Algo más que las correas de piel de buey se tiñen de púrpura mientras Zeus lucha por liberarse de las ataduras de sus propios intestinos extraídos. Icor dorado y sangre demasiado humana manan de su garganta, su rostro y su vientre. Cegado por su propio dolor y la sangre, el poderoso Zeus busca a su torturador desesperadamente agitando los brazos. Cada paso y tirón en busca de Aquiles saca más de su brillante interior gris. Sus gritos hacen que incluso el frío Hefesto se cubra los oídos.
Aquiles se coloca velozmente fuera de su alcance, acercándose tan sólo para golpear y cortar los brazos, piernas, muslos, pene y tendones del dios ciego.
Zeus cae de espaldas, todavía unido al poste del olivo por seis metros o más de tripas grises retorcidas, pero el ser inmortal se agita y aúlla desparramando icor por el techo en complicados dibujos de divino chorro arterial.
Aquiles sale de la cámara y regresa con su espada de batalla. Sujeta el brazo izquierdo de Zeus con un pie, alza la espada y la descarga con tanta fuerza que arranca chispas del suelo después de atravesar el cuello de Zeus.
La cabeza del Padre de Todos los Dioses rueda hasta debajo de la cama.
Aquiles se apoya en una ensangrentada rodilla y parece enterrar el rostro en la gigantesca herida abierta que antes era el broncíneo y musculoso vientre de Zeus. Durante un segundo perfectamente horrible estoy seguro de que Aquiles se está comiendo las entrañas de su enemigo caído, su rostro oculto casi por entero en la cavidad abdominal: un hombre convertido en depredador, un lobo hambriento.
Pero sólo estaba cazando.
—¡Ajá! —exclama el de los pies ligeros, y arranca una enorme masa púrpura, aún latiendo, del amasijo gris brillante.
El hígado de Zeus.
—¿Dónde está el maldito perro de Odiseo? —se pregunta Aquiles a sí mismo, echando chispas por los ojos. Nos deja para llevarle el hígado al perro Argos, que se oculta en algún lugar del patio.
Hefesto y yo nos apartamos rápidamente para dejarle paso a Aquiles.
Cuando el sonido de los pasos del asesino de hombres, de dioses, se pierde, tanto el dios del fuego como yo contemplamos la habitación.
Ni un centímetro cuadrado del tálamo, el suelo, el techo, o la pared parecen haber quedado sin manchar.
El enorme cadáver sin cabeza del suelo, todavía atado al poste del olivo, sigue retorciéndose y sacudiéndose, y sus dedos ensangrentados se abren y se cierran.
—Carajo —jadea Hefesto.
Quiero apartar la mirada pero no puedo. Quiero salir de la habitación para vomitar tranquilamente en alguna parte, pero no puedo.
—Qué... cómo... está... todavía... parcialmente... vivo —jadeo.
Hefesto sonríe de manera espantosa.
—Zeus es inmortal, ¿recuerdas, Hockenberry? Sufre su agonía incluso ahora. Quemaré los trozos en el Fuego Celestial. —Se agacha para recoger el cuchillo corto que empleó Aquiles—. Quemaré también esta hoja de Afrodita, capaz de matar a los dioses. La derretiré y la convertiré en algo nuevo... una placa que conmemore a Zeus, tal vez. Nunca tendría que haber forjado esta hoja para esa zorra sedienta de sangre.
Parpadeo y sacudo la cabeza, luego agarro al desarrapado dios del fuego por el grueso chaleco de cuero.
—¿Qué pasará ahora? —pregunto.
Hefesto se encoge de hombros.
—Lo que acordamos, Hockenberry. Nyx y los Hados, que siempre han gobernado el universo, este universo, al menos, me permitirán sentarme en el trono dorado del Olimpo después cuando esta absurda segunda guerra con los titanes haya terminado.
—¿Cómo sabes quién ganará?
Él me muestra sus irregulares dientes blancos, que destacan contra su negra barba.
Desde el patio llega una voz potente.
—Toma, perro... aquí, Argos... aquí, chico. Eres un buen perro. Tengo algo para ti... buen perro.
—No los llaman «los Hados» por nada, Hockenberry —dice Hefesto—. Será una guerra larga y desagradable, librada más en TierraIlión que en el Olimpo, pero los pocos olímpicos supervivientes ganarán... de nuevo.
—Pero la cosa... la cosa-nube... la cosa-Voz...
—Demogorgo ha vuelto al Tártaro —murmura Hefesto—. Le importa un carajo lo que suceda ahora en la Tierra, Marte o el Olimpo.
—Mi gente...
—Tus preciosos amigos griegos están jodidos hasta el culo —dice Hefesto, y ríe su propia gracia—. Pero, si te hace sentirte mejor, lo mismo les pasa a los troyanos. Todos los que se queden en Tierra-Ilión estarán en la línea de fuego durante los próximos cincuenta o cien años mientras esta guerra continúa.
Lo agarro más fuerte por el chaleco.
—Tienes que ayudarnos...
Él se zafa de mi mano con la misma facilidad con que un adulto se libraría de la mano de un niño de dos años.
—No tengo por qué hacer puñeteramente nada, Hockenberry. —Se seca la boca con el dorso de la mano, mira la cosa que se retuerce en el suelo, y dice—: Pero en este caso, lo haré. TCea de vuelta con tus penosos aqueos y tu mujer, Helena, a la ciudad, y diles que salgan por piernas de todas las torres altas, de las murallas, de los edificios. Va a haber un terremoto de escala nueve en la vieja ciudad de Ilión dentro de muy pocos minutos. Tengo que quemar esta... cosa... y devolver a nuestro héroe al Olimpo para que pueda intentar convencer al Curador de que despierte a su putita muerta.
Aquiles regresa. Está silbando y oigo las uñas de Argos rascando el suelo de piedra mientras el perro lo sigue ansiosamente.
—¡Ve! —dice Hefesto, dios artificiero del fuego.
Busco mi medallón, me doy cuenta de que no lo llevo, luego me doy cuenta de que no lo necesito, y me marcho TCeando de todas formas.