85

Cobro solidez y me doy cuenta de que me he TCeado yo solo a los aposentos privados de Helena de Troya, al baño del palacio que solía compartir con su difunto esposo, Paris, y que ahora comparte con su antiguo suegro, el rey Príamo. Sé que sólo tengo unos minutos para actuar, pero no sé qué hacer.

Esclavas y criadas chillan cuando paso de una habitación a otra llamando a Helena. Oigo que las sirvientas llaman a los guardias y comprendo que tal vez tenga que TCearme rápidamente si no quiero acabar ensartado por una lanza troyana. Entonces veo un rostro familiar en la siguiente cámara. Es Hipsipila, la esclava de Lesbos a quien Andrómaca usaba como cuidadora personal de la loca Casandra. Esta Hipsipila puede que sepa dónde está Helena, ya que Helena y Andrómaca estaban muy unidas la última vez que las vi. Y al menos esta esclava no huye ni llama a los guardias.

—¿Sabes dónde está Helena? —pregunto mientras me acerco a la fornida mujer. Su rostro ceñudo es tan expresivo como un calabacín.

Como respuesta, Hipsipila retrocede y me da una patada en las gónadas. Yo levito, me agarro, caigo al suelo de losetas, ruedo en agonía y chillo.

Ella se dispone a descargar otra patada que podría arrancarme la cabeza si no la esquivo, así que intento esquivarla, recibo el puntapié en el hombro y acabo rodando en un rincón, incapaz incluso de gritar, con el hombro izquierdo y el brazo aturdidos hasta la punta de los dedos.

Lucho por ponerme en pie, encogido, mientras la enorme mujer se me acerca con ojos decididos.

«TCéate a alguna parte, idiota —me aconsejo a mí mismo—. ¿Adónde? ¡A cualquier parte pero lárgate de aquí!»

Hipsipila me agarra por la parte delantera de la túnica y se dispone a darme un puñetazo en la cara. Levanto los antebrazos para bloquear el golpe y el impacto de los grandes nudillos de su puño me rompe el cúbito y el radio de ambos brazos. Choco contra la pared y ella me agarra de nuevo por la camisa y me golpea en la barriga.

De repente vuelvo a estar de rodillas, vomitando, intentando agarrarme a la vez el vientre y las pelotas, sin aire suficiente para chillar.

Hipsipila me da una patada en las costillas, me rompe al menos una, y yo ruedo de lado. Oigo el golpeteo de las sandalias de los soldados que suben por la escalera principal.

«Ahora me acuerdo. La última vez que vi a Hipsipila estaba protegiendo a Helena y yo la dejé fuera de combate para llevarme a Helena.»

La esclava me levanta como si fuera un muñeco de trapo y me abofetea, primero con la palma, luego con el dorso, luego otra vez con la palma. Siento que mis dientes se aflojan y de pronto me alegro de no tener las gafas que solía llevar.

«Joder, Hockenberry —se cabrea parte de mi mente—. Acabas de ver a Aquiles matar a Zeus que impulsa las tormentas en combate singular y aquí te está dando la del pulpo una puñetera lesbiana.»

Los guardias irrumpen en la habitación, apuntándome con sus lanzas. Hipsipila se vuelve hacia ellos, todavía agarrando mi túnica con una de sus manazas, mientras mis pies de puntillas rozan el suelo, y me tiende, ofreciéndome a sus lanzas.

Nos TCeo a ambos a lo alto de la gran muralla.

Un estallido de sol a nuestro alrededor. Los guerreros troyanos gritan y retroceden. Hipsipila se sorprende tanto de este cambio de sitio instantáneo que me suelta.

Uso los segundos de su confusión para ponerle la zancadilla. Ella cae de rodillas, pero yo, todavía de espaldas, encojo las piernas, las impulso, y de una patada la empujo por el baluarte abierto hasta la ciudad de abajo.

«Eso te enseñará, vaca musculosa, te enseñará a no meterte con el doctor Thomas Hockenberry, catedrático de Literatura Clásica...»

Me pongo en pie, me sacudo y miro hacia abajo. La gran vaca musculosa ha caído sobre el techo de lona de un puesto del mercado, lo ha roto, ha aterrizado en un montón de lo que desde aquí parecen patatas y ahora corre hacia las escaleras cercanas a las puertas Esceas para volver a donde yo espero.

«Mierda.»

Corro por la muralla hacia el lugar donde ahora veo a Helena junto con los otros miembros de la familia real, en la amplia zona cercana al templo de Atenea donde suelen contemplar la lucha. La atención de todo el mundo está fija en la batalla que tiene lugar en la playa (la última resistencia de mis aqueos condenados, obviamente en sus últimas fases ya), así que nadie me detiene antes de que agarre a Helena por el hermoso y níveo brazo.

—Hock-en-bee-rry —dice ella, maravillada—. ¿Qué ocurre? ¿Por qué te...?

—¡Tenemos que sacar a todo el mundo de la ciudad! —jadeo—. ¡Ahora! ¡Ahora mismo!

Helena niega con la cabeza. Los guardias se han dado la vuelta y echan mano a sus espadas y sus lanzas, pero Helena los detiene.

—Hock-en-bee-rry... es maravilloso... estamos venciendo... los argivos caerán como trigo ante nuestra guadaña... en cualquier momento el noble Héctor...

—¡Tenemos que sacar a todo el mundo de los edificios, de la muralla, de la ciudad!

No sirve de nada. Los guardias nos rodean, dispuestos a proteger a Helena, al rey Príamo y a los otros miembros de la familia real matándome o sacándome de aquí. Nunca convenceré a Helena ni a Príamo de que adviertan a los ciudadanos a tiempo.

Jadeando, consciente de los pesados pasos de Hipsipila que sube por el baluarte hacia nosotros, jadeo:

—Las sirenas. ¿Dónde pusieron los moravecs las sirenas antiaéreas?

—¿Sirenas? —dice Helena. Ahora parece alarmada, como si hubiera que tratar rápidamente mi locura.

—Las sirenas antiaéreas. Las que gemían hace meses cuando los dioses atacaban la ciudad por el aire. ¿Dónde pusieron los moravecs... los seres-muñeco mecánicos el equipo de las sirenas antiaéreas?

—Oh, en la antesala del templo de Apolo, pero Hock-en-bee-rry, ¿por qué te...?

Sujetándola con fuerza por el brazo, visualizo las escalinatas del templo de Apolo y nos TCeo allí un segundo antes de que los guardias y una mujerona furiosa de Lesbos puedan agarrarme.

Helena jadea cuando cobramos solidez en los escalones blancos, pero tiro de ella hasta la antesala. No hay guardias. Todos los habitantes de la ciudad parecen estar en las murallas o en algún lugar elevado para ver el final de la guerra en la playa.

El equipo está aquí, en la pequeña habitación donde los acólitos se cambian de ropa, junto a la antesala principal del templo. La advertencia de las sirenas antiaéreas era automática, la disparaban los controles de radar y de misiles antiaéreos de los moravecs, ahora desaparecidos, pero, tal como yo recordaba, los ingenieros moravec instalaron también un micrófono con el resto de equipo electrónico, por si el rey Príamo o Héctor querían dirigirse a toda la población de Troya a través de los treinta enormes altavoces repartidos por la ciudad amurallada.

Estudio el equipo durante unos segundos: lo hicieron lo suficientemente simple para que un niño pudiera usarlo y de ese modo los troyanos no se complicaran la vida, y ese tipo de tecnología para niños es justo la que el doctor Thomas Hockenberry puede manejar.

—Hock-en-bee-rry...

Pulso el interruptor que dice SISTEMA ENCENDIDO, tiro de la barra que dice ANUNCIO POR ALTAVOZ, tomo el micrófono de aspecto arcaico y empiezo a farfullar. Oigo mis propias palabras que resuenan en un centenar de edificios y en las grandes murallas...

¡ATENCIÓN! ¡ATENCIÓN! A TODO EL PUEBLO DE ILIÓN... EL REY PRÍAMO PROCLAMA UNA ADVERTENCIA DE TERREMOTO... ¡EFECTO INMEDIATO! ABANDONAD TODOS LOS EDIFICIOS... ¡AHORA! SALID DE LAS MURALLAS... ¡AHORA! SALID DE LA CIUDAD A CAMPO ABIERTO SI PODÉIS. SI ESTÁIS EN UNA TORRE, EVACUADLA... ¡AHORA! UN TERREMOTO SACUDIRÁ ILIÓN DE UN MOMENTO A OTRO. REPITO, EL REY PRÍAMO DA UNA ORDEN DE EVACUACIÓN POR TERREMOTO, EFECTO INMEDIATO... ¡DEJAD TODOS LOS EDIFICIOS Y BUSCAD ESPACIOS ABIERTOS! ¡AHORA MISMO!

Lo repito durante otro atronador minuto, luego desconecto, agarro a la boquiabierta Helena y la saco del templo de Apolo y la llevo al mercado central.

La gente se congrega y habla, contemplando los diversos altavoces de donde ha surgido mi advertencia, pero nadie parece dispuesto a evacuar la ciudad. Unas cuantas personas salen de los grandes edificios que rodean la plaza central, pero casi nadie corre hacia las puertas Esceas abiertas y el campo, como mi anuncio ordenaba que hicieran todos.

—Mierda —digo.

—Hock-en-bee-rry, estás muy tenso. Ven a mis aposentos y tomaremos vino con miel y...

Tiro de ella para que me siga. Aunque nadie más se dirija a las puertas abiertas y salga de los edificios, yo voy a hacerlo. Y voy a salvar a Helena lo quiera o no.

Me detengo antes de entrar en la estrecha avenida que se extiende al oeste de la enorme plaza. ¿Qué estoy haciendo? No tengo que correr como un idiota. Sólo tengo que visualizar la Colina de Espinos, más allá de las murallas, y TCear hasta allí...

—Oh, mierda —repito.

Sobre nosotros, horizontal, aparentemente con una anchura de kilómetros, descendiendo veloz, se forma el tipo de Agujero Brana que he visto ya sobre el Olimpo: un círculo rodeado de llamas. A través del Agujero sólo veo cielo oscuro y estrellas.

—¡Maldición!

Decido en el último segundo no teletransportarme: la posibilidad de quedar atrapado en el espacio cuántico cuando el Agujero Brana nos alcance es demasiado grande.

Tiro de la horrorizada Helena para volver al centro de la plaza. Con suerte, estaremos fuera del alcance de las paredes y los edificios cuando caigan.

El anillo de fuego cae a nuestro alrededor, más allá de Ilión, más allá de las colinas circundantes, y se extiende durante al menos tres kilómetros e, inmediatamente después de que caiga, nosotros caemos. La sensación es que toda la antigua ciudad de Troya está en un ascensor al que de pronto le han cortado los cables, y dos segundos después se desata el infierno.

Mucho más tarde, los ingenieros moravec me dirían que toda la ciudad de Ilión cayó literalmente dos metros antes de aterrizar en el suelo de la Tierra actual. Todos los combatientes de la playa (más de ciento cincuenta mil hombres sudando, chillando, luchando) también cayeron de pronto dos metros, y no sobre la suave arena de la playa, sino sobre la roca y los arbustos que habían ocupado el lugar de la arena después de que la costa se retirara casi trescientos metros al oeste.

Para Helena y para mí, que estábamos en la gran plaza de la ciudad, esos últimos minutos de Ilión fueron casi nuestros últimos minutos también.

Fue la torre sin remate cercana a la muralla de la esquina sureste de la plaza (la misma torre dañada y sin remate donde Helena me había apuñalado en el corazón parecía que hiciese años) la que se desplomó sobre los edificios de abajo, colapsándose como la chimenea de una fábrica gigantesca. Se abalanzó directamente contra nosotros mientras nos agazapábamos en la plaza, al descubierto, cerca de la fuente.

Esa fuente nos salvó la vida. La estructura con sus muchos escalones, su estanque y su obelisco central (de no más de tres metros de altura), fue apenas suficiente para desviar los escombros de la torre caída. Nos quedamos tosiendo en medio de una nube de polvo y trozos más pequeños, pero al menos los bloques de piedra más grande se esparcieron por otros lugares del mercado.

Estábamos aturdidos. Las enormes piedras del pavimento de la plaza habían quedado destrozadas por la caída de dos metros. El obelisco de la fuente se inclinaba treinta grados y la fuente misma se había detenido para siempre. Toda la ciudad estaba perdida en una nube de polvo que no se despejó del todo durante más de seis horas. Cuando por fin Helena y yo nos levantamos y empezamos a sacudirnos, tosiendo y tratando de limpiarnos de la nariz y la garganta el terrible polvo blanco, otras personas corrían ya (al azar, llevadas por el pánico, cuando ya era demasiado tarde para huir) mientras que unos pocos habían empezado a cavar entre las ruinas y los escombros, tratando de encontrar y ayudar a otros.

Más de cinco mil personas murieron en la Caída de la Ciudad. La mayoría quedaron atrapados en los edificios más grandes. Tanto el templo de Atenea como el de Apolo se derrumbaron, sus muchas columnas se resquebrajaron y volaron como palillos rotos. El palacio de Paris, ahora hogar de Príamo, era escombros. Ninguno de sus habitantes sobrevivió, excepto Hipsipila, que todavía me estaba buscando por las murallas cuando se desplomó. Muchas personas se hallaban en las murallas oeste y suroeste, que no se derrumbaron por completo, pero se combaron hacia fuera o hacia dentro en muchos puntos y la gente cayó a las rocas de la llanura del Escamandro o a la ciudad y sus escombros. El rey Príamo fue uno de los que murieron de esa forma, así como varios miembros de la familia real, incluida la desdichada Casandra. Andrómaca, esposa de Héctor y superviviente si alguna vez hubo una, no sufrió ni un arañazo.

La ciudad de Troya se hallaba en los antiguos tiempos en una zona de terremotos como esa parte de Turquía lo estaba en mi época, la gente sabía cómo reaccionar a los terremotos como lo hacía en mi época, y mi anuncio probablemente salvó a muchos. Hubo quienes corrieron hacia portales sólidos o escaparon a lugares abiertos para evitar el desplome de los edificios. Más tarde se estimó que varios miles corrieron hacia la llanura antes de que la ciudad cayera y las puertas Esceas y su gran dintel de piedra se hicieran pedazos.

Por mi parte, me quedé allí mirando, aturdido e incrédulo. La más noble de las ciudades, la superviviente a diez años de asedio aqueo y meses de guerra con los propios dioses, no era más que ruinas. Había incendios aquí y allá, no las omnipresentes llamas de una ciudad moderna de mi época después de un terremoto, pues no había tuberías de gas rotas sino los fuegos de los braseros y las chimeneas y las cocinas y las simples antorchas en los pasillos sin ventanas que ahora quedaban al descubierto. Incendios suficientes. El humo se mezclaba con el polvo y hacía que los muchos cientos de personas que nos congregábamos en la plaza tosiéramos y nos frotáramos los ojos.

—Tengo que encontrar a Príamo... a Andrómaca... —dijo Helena entre toses—. ¡Tengo que encontrar a Héctor!

—Ve tú a buscar a tu gente, Helena —respondí—. Yo iré a la playa a buscar a Héctor.

Me volví para marcharme, pero Helena me agarró del brazo para detenerme.

—Hock-en-bee-rry... ¿qué ha hecho esto? ¿Quién ha hecho esto?

Le dije la verdad.

—Los dioses.

Hacía tiempo que se había profetizado que Troya no podría caer hasta que la piedra tendida sobre las enormes puertas Esceas fuera retirada, y cuando las atravesé con las multitudes que huían, advertí que las puertas de madera se habían quebrado y que el gran dintel había caído.

Nada era tal como diez minutos antes. No sólo la ciudad había sido destruida en un instante, sino que la zona que la rodeaba había cambiado, el cielo había cambiado, el clima había cambiado. Ya no estábamos en Kansas, Toto.

Yo había enseñado la Ilíada durante más de veinte años en la Universidad de Indiana y en otras partes, pero nunca había pensado en ir a Troya, a las ruinas de Troya en la costa de Turquía. Pero había visto suficientes fotos del lugar a finales del siglo XX y principios del XXI. El lugar donde Ilión había aterrizado de golpe como la casa de Dorothy se parecía más a las ruinas de Troya en el siglo XXI (una pequeña zona llamada Hisarlik) que al vivo emporio que había sido Ilión.

Mientras contemplaba el escenario cambiado (y el cielo cambiado, ya que eran las primeras horas de la tarde cuando los griegos libraban su última lucha y ahora anochecía), recordé un Canto del Don Juan de Byron, escrito cuando el poeta había visitado el lugar en 1810 y sentido a la vez la conexión con la heroica historia y la distancia que lo separaba de ella:

Altos montículos sin mármol ni un nombre,

una enorme llanura recta, rodeada de montañas

y el Ida en la distancia, aún el mismo,

un viejo Escamandro (si es él) queda;

la situación parece aún formada para la fama:

cien mil hombres combatirían de nuevo

con facilidad; pero donde yo buscaba las murallas de Ilión,

la oveja tranquila pace y la tortuga se arrastra.

No vi ninguna oveja, pero cuando me volví hacia la ciudad destruida el perfil era casi el mismo, aunque obviamente dos metros más bajo allí donde la ciudad acababa de caer sobre el amasijo de ruinas del arqueólogo aficionado Schliemann. Recordé que los antiguos romanos habían recortado metros de la cima del risco para construir su propia Ilión más de un milenio después de la desaparición de la ciudad original. Me di cuenta de que todos habíamos tenido suerte de caer sólo dos metros. Si no hubiera sido por los restos romanos sobre las ruinas griegas, la caída habría sido mucho peor.

Al norte, donde la llanura del Simois se había extendido durante muchos kilómetros, una planicie perfecta para que pastaran y corrieran los famosos caballos troyanos, ahora crecía un bosque. La lisa llanura del Escamandro, la zona entre la ciudad y la costa del oeste, la llanura donde yo había visto desarrollarse la mayor parte de los combates en los últimos once años, era una masa de robles, pinos y marjales. Me encaminé hacia la playa, subiendo a lo que los troyanos habían llamado Colina de Espinos sin reconocer siquiera dónde me hallaba, pero en cuanto llegué a la baja cima me detuve sorprendido.

El mar había desaparecido.

No era sólo que la orilla que yo recordaba de los recuerdos incompletos de mi vida anterior en el siglo XX hubiera retrocedido levemente, ¡todo el puñetero mar Egeo había desaparecido!

Me senté en el peñasco más alto que pude encontrar en la Colina de Espinos y pensé en aquello. Me pregunté no sólo dónde nos habían enviado Nyx y Hefesto, sino a cuándo. Todo cuanto podía decir bajo el crepúsculo era que no había luces eléctricas visibles en ninguna parte, ni tierra adentro ni en la costa y al fondo de lo que tendría que haber sido el mar Egeo pero estaba cubierto de árboles y matorrales.

«Toto, no es que ya no estemos en Kansas, es que ni siquiera estamos en Oz.»

El cielo del atardecer estaba completamente cubierto de nubes, pero aún había luz suficiente para que pudiera ver los miles y miles de hombres que se arracimaban en el arco de un kilómetro que había sido la playa apenas quince minutos antes. Al principio estuve seguro de que seguían combatiendo (vi miles de caídos de cada bando), pero luego me di cuenta de que deambulaban, sin líneas de batalla, ni defensas, ni comunicaciones ni disciplina alguna. Más tarde descubrí que casi un tercio de los hombres, troyanos y aqueos por igual, se habían roto algún hueso (sobre todo de las piernas), por los dos metros de caída sobre la roca y a hondonadas que no existían un segundo antes. En algunos lugares, me enteré poco después, hombres que habían estado intentando reducirse a pedazos minutos antes yacían gimiendo juntos o tratando de ayudarse a incorporarse mutuamente.

Bajé corriendo la colina y crucé el kilómetro de llanura que antes era mucho más fácil de cruzar, cuando estaba pelada y gastada por la batalla. Cuando llegué a la retaguardia de las líneas troyanas (por decirlo de algún modo) casi había oscurecido.

Empecé a preguntar por Héctor inmediatamente, pero pasó otra media hora antes de que pudiera encontrarlo, y para entonces todo se hacía a la luz de las antorchas.

Héctor y su hermano herido, Deífobo, conferenciaban con el comandante temporal de los argivos, Idomeneo, hijo de Deucalión y capitán de los héroes cretenses, y con Áyax de Lócride, hijo de Oileo. Áyax el Menor llegó a la reunión en parihuelas, ya que lo habían herido hasta el hueso en ambas espinillas anteriormente. También estaban presentes Trasimedes, el valiente hijo de Néstor a quien yo había creído muerto: desapareció en la batalla por la última trinchera y se le dio por muerto entre los cadáveres que allí había, pero como descubriría yo al cabo de un minuto, sólo había resultado herido, aunque tardó horas en abrirse paso en la trinchera repleta de cadáveres para encontrarse de pronto entre los troyanos, que lo habían hecho prisionero (uno de los pocos actos de merced de ese día o de cualquier otro en los casi once años de guerra entre los dos bandos). Usaba una lanza rota como muleta mientras negociaba con Héctor.

—Hock-en-bee-rry —dijo Héctor, aparente y extrañamente feliz de verme—. ¡Hijo de Duane! Me alegra que sobrevivieras a esta locura. ¿Qué ha causado esto? ¿Quién ha causado esto? ¿Qué ha ocurrido?

—Han sido los dioses —dije sinceramente—. Para ser exactos, el dios del fuego, Hefesto, y la Noche, Nyx, la misteriosa diosa que vive y trabaja con los Hados.

—Sé que estabas cercano a los dioses, Hock-en-bee-rry, hijo de Duane. ¿Por qué han hecho esto? ¿Qué quieren que hagamos?

Sacudí la cabeza. Las antorchas se agitaban y rasgaban la noche con la fuerte brisa que llegaba del oeste, de lo que antes había sido el Mediterráneo pero que ahora traía el perfume de la vegetación.

—No importa lo que quieran los dioses —dije—. Nunca volveréis a verlos. Se han ido para siempre.

Los cien o doscientos hombres reunidos a nuestro alrededor no dijeron nada y, durante un minuto, sólo se oyó en la oscuridad el sonido de las antorchas y el gemido de los muchos heridos.

—¿Cómo sabes esto? —preguntó Áyax el Menor.

—Acabo de llegar del Olimpo. Vuestro Aquiles ha matado a Zeus en combate singular.

Los murmullos habrían continuado hasta convertirse en un rugido si Héctor no hubiera mandado callar a todo el mundo.

—Continúa, hijo de Duane.

—Aquiles mató a Zeus y los Titanes han regresado al Olimpo. Hefesto acabará por gobernar (la Noche y los Hados lo han decidido ya), pero durante el próximo año o así, vuestra Tierra habría sido un campo de batalla en que ningún simple mortal podría haber sobrevivido. Por eso Hefesto os envió aquí... a la ciudad, sus supervivientes, los aqueos y troyanos.

—¿Dónde es aquí? —preguntó Idomeneo.

—No tengo ni idea.

—¿Cuándo se nos permitirá regresar? —preguntó Héctor.

—Nunca —dije yo. Estaba convencido de ello y mi voz reflejó esa certeza. No estoy seguro de haber pronunciado jamás dos sílabas con más confianza, ni antes ni después.

En ese momento ocurrió la segunda de las tres cosas imposibles del día (siendo la primera, según mi cuenta, la caída de Ilión a un universo diferente).

Estaba nublado desde que la ciudad había aterrizado en el risco (nubes sólidas se extendían de este a oeste) y la oscuridad del crepúsculo había llegado más rápidamente por eso. Pero el viento que había traído el olor de la vegetación movía toda la masa de nubes de oeste a este, despejando el cielo nocturno sobre nosotros.

Oímos a los hombres, aqueos y troyanos por igual, exclamar largamente antes de advertir qué era lo que estaban mirando, señalando hacia el cielo.

Fui consciente de la extraña luz incluso antes de alzar la cabeza. Era más brillante que cualquier noche de luna llena que yo hubiera vivido y era un tipo de luz más rica, más lechosa, extrañamente más fluida. Estaba contemplando nuestras múltiples sombras, que se movían en las rocas a nuestros pies, sombras que ya no eran proyectadas por la luz de las antorchas, cuando Héctor me agarró por el brazo para hacerme mirar hacia arriba.

Las nubes habían pasado. El cielo nocturno seguía siendo el cielo de la Tierra: distinguí el Cinturón de Orión, las Pléyades, Polaris y la Osa Mayor al norte, en el lugar adecuado, pero el familiar cielo de finales de invierno y la luna en cuarto creciente sobre la derruida Troya al este palidecían insignificantes ante aquella nueva fuente de luz.

Dos anchas bandas de estrellas se movían y se entrecruzaban sobre nosotros, una banda al sur y moviéndose obviamente más rápida de oeste a este, el otro anillo directamente sobre nosotros y moviéndose de norte a sur. Los anillos eran brillantes y lechosos pero no difusos: distinguí miles y miles de resplandecientes estrellas en cada anillo mientras algún recuerdo largamente perdido de un artículo científico de algún periódico me decía que incluso en las noches más claras, en la mayoría de los lugares de la Tierra sólo eran visibles unas tres mil estrellas. Había decenas, tal vez centenares de miles de brillantes estrellas visibles, todas moviéndose y cruzándose en dos anillos sobre nosotros, iluminándolo todo fácilmente y proporcionándonos una especie de luz de media tarde, el tipo de luz con la que siempre había imaginado que jugaban al softball a medianoche, en Anchorage, Alaska. Puede que fuera la cosa más hermosa que había visto en dos vidas.

—Hijo de Duane —dijo Héctor—, ¿qué son estas estrellas? ¿Son dioses? ¿Nuevas estrellas? ¿Qué son?

—No lo sé —respondí.

En ese momento, mientras más de ciento cincuenta mil hombres armados se frotaban el cuello y miraban boquiabiertos y temerosos el sorprendente nuevo cielo nocturno de esa otra Tierra, los individuos más cercanos a la playa empezaron a gritar. Tardamos varios minutos en darnos cuenta de que algo sucedía en la parte más occidental de la masa humana. Todos los que participábamos en la reunión de Héctor corrimos a un promontorio rocoso (quizás hasta el borde de la playa original que había allí hacía miles de años, en la época de Ilión), para ver por qué gritaban los aqueos.

Por primera vez advertí que los cientos de naves negras quemadas seguían allí: habían atravesado con nosotros el Agujero Brana. Las naves calcinadas no estaban cerca del agua sino varadas para siempre en los matorrales sobre la arena, al oeste. Y entonces advertí por qué gritaban cientos de hombres.

Algo negro como la tinta pero que reflejaba la luz de las estrellas se arrastraba por el suelo del desaparecido mar desde el oeste, algo que se movía en silencio hacia nosotros siguiendo el fondo de la cuenca seca, algo que fluía y se deslizaba hacia el este con la sutil, lenta y segura certeza de la muerte. Llenó las zonas inferiores mientras nosotros mirábamos, luego rodeó las cimas boscosas de las colinas cerca del horizonte, fácilmente visibles a la luz de los nuevos anillos y, en cuestión de minutos, esas cimas quedaron rodeadas por el oscuro movimiento hasta que dejaron de ser cimas de colinas y se convirtieron en las islas de Lemnos y Tenedos e Imbros una vez más.

Ése fue el tercer extraño milagro de aquel día aparentemente interminable.

El mar oscuro como el vino regresaba a las orillas de Ilión.