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Harman se llevó la pistola a la sien sólo unos segundos. Mientras su dedo acariciaba el gatillo del arma, supo que no iba a poner fin a las cosas de esa manera. Era una forma cobarde y, por aterrado que se sintiera ante la inminencia de su propia muerte, no quería acabar como un cobarde.

Se volvió, apuntó con el arma a la proa del antiguo submarino allá donde sobresalía a través de la pared norte de la Brecha, y apretó el gatillo hasta que el arma dejó de disparar nueve tiros más tarde. La mano le temblaba tanto que ni siquiera supo si había dado o no en el enorme blanco, pero el acto de disparar a la vez enfocó y exorcizó parte de su ira y su repulsión por la locura de su propia especie.

Se desprendió lentamente de la manchada termopiel. Harman ni siquiera pensó en tratar de lavarla, sino que simplemente la hizo a un lado. Temblaba tras los vómitos y la diarrea, pero no pensó en ponerse sus ropas exteriores y sus botas mientras se levantaba, recuperaba el equilibrio y echaba a andar hacia el oeste.

Harman no tenía que consultar sus nuevas funciones biométricas para saber que se estaba muriendo rápidamente. Podía sentir la radiación en las tripas y las entrañas y los testículos y los huesos. La debilidad final crecía en su interior como un homúnculo fantasmal que se estuviera agitando. Así que caminó hacia el oeste, hacia Ada y Ardis.

Durante varias horas, la mente de Harman estuvo maravillosamente tranquila, consciente sólo para ayudarle a evitar pisar algo afilado o conducirlo al sendero correcto a través de los promontorios de coral o roca. Era vagamente consciente de que las paredes de la Brecha a ambos lados se volvían mucho más altas (el océano era más profundo allí), y que el aire a su alrededor era mucho más frío. Pero el sol de mediodía todavía lo alcanzaba. Una vez, a media tarde, Harman agachó la cabeza y vio que sus piernas y muslos estaban todavía manchados, principalmente de sangre, y se acercó tambaleándose a la pared sur de la Brecha, metió la mano desnuda por el campo de fuerza (sus dedos sintieron la terrible presión y el frío) y recogió suficiente agua salada del mar para lavarse. Continuó avanzando a trompicones hacia el oeste.

Cuando empezó a pensar de nuevo le agradó advertir que no sólo lo hacía en la obscenidad de la máquina y su cargamento de muerte planetaria que ahora había dejado atrás. Empezó a pensar en su propia vida, en sus cien años de vida.

Al principio los pensamientos de Harman fueron amargos: se reprendía por haber malgastado todas aquellas décadas en fiestas y juegos y el continuo faxear sin rumbo a un acontecimiento social u otro, pero pronto se perdonó. Había habido buenos momentos, momentos reales incluso en aquella falsa existencia, y el último año de auténtica amistad, verdadero amor y sincero compromiso había compensado al menos en parte todos los años de vacío.

Pensó en su propia función en los acontecimientos del último año y encontró la capacidad para perdonarse a sí mismo también en eso. La posthumana que se hacía llamar Moira se burlaba de él diciendo que era Prometeo, pero Harman se veía más bien como una especie de combinación de Adán y Eva que, al buscar la única fruta prohibida en el perfecto Jardín de la Indolencia, había expulsado a su especie de aquel lugar despreocupado y sano para siempre.

¿Qué les había dado a cambio a Ada, a sus amigos, a su raza? ¿La lectura? Por muy importante que fueran la lectura y el conocimiento para Harman, se preguntó si esa habilidad (potencialmente mucho más poderosa que las cien funciones que ahora despertaban en su cuerpo) podría compensar todo el terror, el dolor, la incertidumbre y la muerte que se avecinaban.

Quizás, advirtió, no tenía por qué.

A medida que el atardecer fue oscureciendo la larga franja del cielo, Harman continuó caminando hacia el oeste y empezó a pensar en la muerte. Sabía que la suya propia estaba sólo a unas horas de distancia, quizá menos, pero ¿qué sabía de la idea de la muerte a la que él y su pueblo nunca habían tenido que enfrentarse hasta hacía pocos meses?

Se permitió buscar todos los datos almacenados en su interior desde el armario de cristal y descubrió que la muerte (el miedo a la muerte, la esperanza de sobrevivir a la muerte, la curiosidad por la muerte) habían sido el acicate central de casi toda la literatura y la religión durante los nueve milenios de información que había almacenado. Harman no comprendía del todo las ideas religiosas: le faltaba contexto aparte de su actual terror ante la presencia de la muerte. Vio el ansia en mil culturas a lo largo de miles de años por tener seguridad (cualquier seguridad) de que la vida continuaba incluso después de que la vida hubiera huido tan obviamente. Parpadeó mientras su mente sorteaba conceptos de la otra vida: el Valhalla, el cielo, el infierno, el paraíso islámico en el que la tripulación del submarino que había dejado atrás tenía tantas ganas de entrar, la sensación de tener una vida digna para seguir viviendo en las mentes y memorias de los otros... y luego echó un vistazo a todas las muchas versiones del tema de renacer a una vida terrena: el mandala, la reencarnación, el camino al centro. Para la mente y el corazón de Harman, todo era hermoso y tan vacío como una telaraña abandonada.

Mientras avanzaba hacia el oeste bajo las frías sombras, advirtió que si a algo respondía de la imaginería humana de la muerte ahora almacenada en sus células moribundas y su mismo ADN, era a los intentos literarios y artísticos por expresar el lado humano del encuentro: una especie de desafío de genio. Harman miró las imágenes almacenadas de los últimos autorretratos de Rembrandt y lloró por la terrible sabiduría que había en aquel rostro. Escuchó su propia mente leer cada palabra de la versión completa de Hamlet y advirtió, como habían advertido tantísimas generaciones anteriores, que aquel viejo príncipe de negro podría haber sido el único verdadero enviado del País por Descubrir.

Harman se dio cuenta de que estaba llorando y de que no era por sí mismo ni por su muerte inminente, ni siquiera por la pérdida de Ada y su hijo por nacer, en los que nunca dejaba de pensar, sino simplemente porque nunca había tenido la oportunidad de ver representar una obra de Shakespeare. Se dio cuenta de que si hubiese regresado a Ardis sano y salvo en vez de como un esqueleto sangrante y moribundo, habría insistido en que la comunidad representara una de la obras de Shakespeare... si conseguía sobrevivir a los voynix.

¿Cuál?

Tratar de decidir esta interesante cuestión distrajo a Harman lo suficiente para que no reparara en que el cielo adquiría un profundo tono crepuscular, ni en que la franja de cielo se convertía solamente en campos de estrellas y movimiento de anillos y para que no advirtiera que el frío de la profunda trinchera que recorría le calaba primero la piel, luego la carne, después los mismos huesos.

Finalmente, no pudo continuar más. Siguió tropezando con las rocas y con otras cosas que no podía ver. Ni siquiera distinguía dónde empezaban las paredes de la Brecha. Todo era terriblemente frío y estaba totalmente oscuro: un sabor previo a la muerte.

Harman no quería morir. Todavía no. En aquel momento no. Se acurrucó en posición fetal sobre el arenoso fondo de la Brecha, sintiendo la arena y la tierra rozarle la piel con la realidad de que todavía estaba vivo. Se abrazó, los dientes castañeteando, alzó las rodillas y se las rodeó con los brazos, el cuerpo temblando, pero con la seguridad de que estaba vivo. Incluso pensó tristemente en la mochila que había dejado tan lejos atrás y en el saco de dormir térmico y en sus ropas. Su mente recordó también las barras alimenticias, pero su estómago no la acompañó.

Varias veces durante la noche Harman tuvo que arrastrarse del hueco que había cavado en la arena con su cuerpo encogido y agitarse a cuatro patas mientras vomitaba una y otra vez... pero todo lo que tenía el día anterior en el estómago había desaparecido. Luego regresaba arrastrándose despacio, a su pequeño hueco de forma fetal en la arena, esperando el leve calor que encontraría de nuevo cuando se acurrucara allí una vez más, igual que antes podía haber esperado una buena comida.

¿Qué obra? La primera que había leído había sido Romeo y Julieta, que contenía el afecto del primer encuentro. Repasó El rey Lear («nunca, nunca, nunca, nunca, nunca»), y le pareció perfectamente adecuado para un moribundo como él era, incluso para alguien que no había vivido lo suficiente para ver a su hijo o a su hija. Pero era demasiado para la familia de Ardis en su primer encuentro con Shakespeare. Como tendrían que ser ellos mismos los actores, se preguntó quién podría representar al viejo Lear... Odiseo-Nadie era el único rostro adecuado. Se preguntó cómo le iría a Nadie por aquellos días.

Harman volvió el rostro hacia arriba y contempló los anillos girar delante de las estrellas, una belleza que nunca había apreciado tanto como en aquella terrible noche. Una veta brillante (más brillante que el resto de las estrellas de los anillos juntas) trazó una osada curva contra el negro ónice, cruzó el anillo-p y se movió entre las estrellas reales antes de desaparecer tras la pared de la Brecha, por el lado sur. Harman no tenía ni idea de qué era (demasiado duradero para ser un meteorito), pero sabía que estaba tan lejos que no podía tener nada que ver con él.

Pensando en la muerte y pensando en Shakespeare, y sin decidir todavía qué obra montar primero, Harman encontró estos interesantes versos almacenados en su ADN. Claudio hablando, Claudio de Medida por medida, cuando se enfrentaba a su propia ejecución:

Ah, pero morir e ir quién sabe dónde;

yacer rígido y frío y descomponerse,

convertir este calor sensible

en un montón de argamasa, y bañar el espíritu dilatado

en un mar de fieros fuegos, o morar

en desafiantes regiones de espeso hielo;

ser preso de vientos impenetrables

y soplar con incansable violencia en torno

a este mundo en suspenso; o ser peor que el peor

de aquellos que los inciertos pensamientos

aullando representan. ¡Es demasiado horrible!

La existencia terrena más penosa y repugnante

que la edad, el dolor, la penuria y la prisión

pueden descargar sobre la naturaleza es un paraíso

confrontado a todo lo que tememos de la muerte.

Harman advirtió que estaba sollozando (encogido, helado, y sollozando) pero no por miedo a la muerte o la inminencia de su propia pérdida de todo y todos, sino de gratitud por proceder de una raza que podía engendrar a un hombre capaz de escribir esas palabras, pensar esos pensamientos. Casi, casi compensaba el pensamiento humano que había concebido, diseñado, lanzado y tripulado el submarino que había dejado atrás con sus setecientos sesenta y ocho agujeros negros esperando devorar todos los futuros de cada uno.

De repente Harman se rió en voz alta. Su mente había hecho su propio salto a la Oda a un ruiseñor de John Keats, y vio (no se lo mostraron, sino que lo vio por su cuenta) el guiño del joven Keats a Shakespeare en los versos del pájaro cantor:

Seguiría tu canto y te habría escuchado yo en vano:

a tu alto réquiem conviene un pedazo de tierra.

—¡Tres hurras por la alianza del montón de argamasa de Claudio y la sordera de Johnny! —exclamó Harman. El súbito intento de hablar le hizo volver a toser y cuando se miró la mano a la luz de los anillos, vio que había escupido sangre roja y tres dientes.

Harman gimió, se acurrucó de nuevo en su vientre de arena, se estremeció y tuvo que volver a sonreír. Su inquieto cerebro no podía dejar de hurgar en Shakespeare, igual que su lengua no dejaba de hurgar en los tres agujeros en sus encías donde antes habían estado sus dientes. Fue el pareado de Cimbelino lo que le hizo sonreír:

Muchachos y muchachas en flor deben todos

como deshollinadores convertirse en polvo.

Acababa de entender el chiste. ¿Qué clase de genio es capaz de hacer una broma infantil y juguetona en una situación tan triste?

Con este último pensamiento, Harman se sumió en un frío sueño, insensible a la lluvia que había empezado a caer.

Despertó.

Ésa fue la primera maravilla. Abrió los ojos cubiertos de sangre seca a una mañana fría y gris con las paredes marinas de la Brecha aún oscuras alzándose ciento cincuenta metros o más a cada lado. Pero había dormido y despertaba.

La segunda maravilla fue que pudo moverse, al cabo de un rato, con esfuerzo. Harman tardó quince minutos en ponerse a cuatro patas, pero una vez en esa postura consiguió arrastrarse hasta el peñasco más cercano que brotaba de la arena, y otros diez minutos después logró ponerse en pie y no caerse.

Ahora estaba dispuesto a seguir caminando hacia el oeste, pero no sabía dónde estaba el oeste.

Estaba completamente desorientado. La larga Brecha se extendía de un lado a otro, pero no había ninguna indicación de dónde estaba el este y dónde el oeste. Temblando, tiritando, dolorido de formas que nunca podría haber imaginado, Harman caminó en círculos, buscando sus propias pisadas de la noche anterior, pero gran parte del lecho marino era de roca y la lluvia que casi lo había matado por congelación había borrado todas las huellas de sus pies descalzos.

Tambaleándose, Harman dio cuatro pasos en una dirección. Convencido de que volvía al submarino, se dio media vuelta y dio ocho pasos en la dirección contraria.

No tenía sentido. Las nubes flotaban bajas y sólidas sobre la abertura de la Brecha. No sabía dónde estaban el este ni el oeste. Harman no podía soportar la idea de regresar caminando hasta aquel submarino con su maligna carga en el vientre, de perder la distancia que tan trabajosamente había ganado el día anterior hacia Ada y Ardis.

Se acercó a la pared de la Brecha (no sabía si era la pared norte o la pared sur) y contempló su reflejo al brillo del lento amanecer.

Una criatura que no era Harman le devolvió la mirada. Su cuerpo desnudo estaba esquelético. Tenía morados por todas partes: en las mejillas hundidas, el pecho, los antebrazos, en las piernas temblorosas, incluso una marca enorme en el bajo vientre. Cuando volvió a toser, expulsó dos dientes más. En el espejo de agua parecía que hubiera estado llorando lágrimas de sangre. Como intentando acicalarse, se echó el pelo a un lado.

Harman se contempló el puño un buen rato, vacío. Un enorme mechón de pelo se le había quedado en la mano. Era como si sujetara una criatura pequeña y muerta toda de pelo. Lo soltó, se tocó de nuevo la cabeza. Más pelo cayó. Harman miró su reflejo y vio la muerte ambulante, ya un tercio calva.

El calor le acarició la espalda.

Harman se dio media vuelta y casi se cayó.

Era el sol, que salía directamente en la abertura de la Brecha, tras él. El sol, alzándose a la perfección en la mirilla de la Brecha, sus rayos dorados bañándolo de calor unos pocos segundos antes de que las nubes se tragaran la esfera naranja. ¿Cuáles eran las posibilidades de que el sol se alzara directamente sobre la Brecha en esa mañana concreta, como si él fuera un druida que esperara en Stonehenge el alba del equinoccio?

Harman estaba tan mareado que supo que olvidaría por qué dirección había salido el sol si no actuaba rápidamente. Enfilando en la dirección opuesta al calor que sentía en la espalda, empezó a caminar de nuevo hacia el oeste.

A mediodía (las nubes se separaban entre chubascos y le permitían atisbos de luz), la mente de Harman ya no se sentía conectada a su tambaleante cuerpo. Daba el doble de pasos de los necesarios, tambaleándose de la pared norte de la Brecha a la pared sur, y tenía que apoyar levemente las manos contra el zumbido-descarga del campo de fuerza para continuar avanzando por la interminable zanja.

Se preguntaba mientras caminaba cuál sería el futuro de su pueblo... o cuál podría haber sido. No sólo para los supervivientes de Ardis, sino para todos los humanos antiguos que pudieran haber sobrevivido al sañudo ataque de los voynix. Ahora que el viejo mundo había desaparecido para siempre, ¿qué forma de gobierno, de religión, de sociedad, cultura, política podrían haber creado?

Un módulo de memoria proteínica alojado profundamente en el ADN codificado de Harman (un recuerdo que no podría morir hasta mucho después de que la mayor parte de las otras células del cuerpo de Harman hubieran muerto y se hubieran disuelto), le ofreció este fragmento de los Cuadernos de la cárcel de Antonio Gramsci: «La crisis consiste precisamente en el hecho de que lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer; en este interregno aparecen una gran variedad de síntomas mórbidos.»

Harman se rió en voz alta y el ladrido de risa le costó otro diente. Síntomas mórbidos, en efecto. Un leve repaso al contexto de aquel fragmento le dijo que Gramsci había sido un intelectual que promulgaba la revolución, el socialismo y el comunismo (las dos últimas teorías habían muerto y se habían podrido a poco menos de la mitad de la Edad Perdida, abandonadas por ser la ingenua chorrada que eran), pero el problema de los interregnos desde luego había permanecido y se manifestaba otra vez.

Comprendió que Ada había estado dirigiendo a su pueblo hacia una especie de burda democracia ateniense en las semanas y meses anteriores a que Harman estúpidamente dejara a su amada embarazada. Nunca lo habían comentado, pero era consciente de que ella era reconocida por las cuatrocientas personas que entonces había en la comunidad de Ardis (antes de la matanza de los voynix que había visto a través del paño turín rojo en la eiffelbahn), que se volvían hacia ella en busca de liderazgo, y que Ada odiaba ese papel, aunque encajara en él de manera natural. Al decidir las cosas con votaciones constantes, Ada estaba obviamente tratando de establecer la base de una futura democracia si Ardis sobrevivía.

Pero si el turín rojo le había ofrecido imágenes reales (y Harman así lo creía), Ardis como comunidad no había sobrevivido. Cuatrocientas personas componían una comunidad. Cincuenta y cuatro supervivientes hambrientos y harapientos no.

La radiación parecía haber despellejado gran parte del interior de la garganta de Harman y cada vez que tragaba saliva escupía sangre. Eso era una distracción. Trató de reducir el ritmo de sus degluciones y tragar saliva una vez cada diez pasos. Su mano derecha, la barbilla, el pecho, lo sabía, estaban manchados de sangre.

Habría sido interesante ver hacia qué estructuras sociales y políticas habría evolucionado su raza. Tal vez la población, incluso antes de los ataques de los voynix (un número constante de cien mil hombres y mujeres), nunca había sido suficiente para generar verdaderas dinámicas, como manifestaciones religiosas o políticas o ejércitos o jerarquías sociales.

Pero Harman no lo creía. Vio en sus muchos bancos proteínicos de memoria los ejemplos de Atenas, Esparta y las tribus griegas mucho antes de que Atenas y Esparta florecieran. El drama turín (que ahora veía claramente como la Ilíada de Homero) había tomado prestados a sus héroes de reinos tan pequeños como la isla de Ítaca de Odiseo.

Al pensar en el drama turín, recordó el altar que había visto fugazmente en su viaje a Cráter París, hacía un año, justo después de que Daeman fuera devorado por un dinosaurio. Estaba dedicado a uno de los dioses del Olimpo, aunque había olvidado a cuál de ellos. Los posthumanos habían servido, al menos durante un milenio y medio, como los sustitutos de los dioses o de Dios para su pueblo, pero ¿qué formas y ceremonias tomaría la futura necesidad de creer?

El futuro.

Harman se detuvo, jadeando, se apoyó contra una roca negra que asomaba a la altura de su hombro de la pared norte de la Brecha y trató de pensar en el futuro.

Las piernas le temblaban violentamente. Era como si los músculos se estuvieran disolviendo mientras miraba.

Jadeando, obligándose a tomar aire por la garganta ensangrentada y cerrada, Harman miró hacia delante y parpadeó.

El sol colgaba justo encima de la hendidura de la Brecha. Durante un terrible segundo, Harman pensó que era todavía el alba y que había caminado en la dirección equivocada, después de todo, pero entonces advirtió que llevaba caminando estupefacto todo el día. El sol había descendido de las nubes y se preparaba para posarse al fondo del largo pasillo que era la Brecha.

Harman dio dos pasos más hacia delante y cayó de bruces.

Esta vez no pudo levantarse. Necesitó de toda su energía para apoyarse en el codo derecho y contemplar la puesta de sol.

Su mente estaba despejada. Ya no pensó en Shakespeare ni en Keats ni en las religiones ni el cielo ni la muerte ni la política ni la democracia. Harman pensó en sus amigos. Vio a Hannah riendo el día del vertido del metal junto al río, recordó los detalles de su juvenil energía y la risa de sus amigos mientras vertían el primer artefacto de bronce creado... ¿en cuántos miles de años? Vio a Petyr peleando con Odiseo durante los días en que el barbudo griego los entretenía con sus largas declaraciones filosóficas y sus extraños períodos de preguntas y respuestas en la colina boscosa situada detrás de Ardis. Había mucha energía y alegría en aquellas sesiones.

Harman recordó la voz ronca y cínica de Savi, y su risa aún más ronca. Recordó perfectamente sus vítores y gritos cuando Savi los rescató a Daeman y a él de Jerusalén en el reptador, con miles de voynix pisándoles los talones. Y vio el rostro de su amigo Daeman como a través de dos lentes: el grueso y engreído niño-hombre de cuando Harman lo había conocido y la versión esbelta y seria: un hombre a quien podía confiarse la propia vida, a quien había visto por última vez el día en que salió de Ardis con el sonie.

Y, mientras el sol entraba en la Brecha tan perfectamente que su círculo apenas tocó las paredes (Harman sonrió al pensar en el sonido del vapor siseando y hasta le pareció oírlo), pensó en Ada.

Pensó en sus ojos y su sonrisa y su suave voz. Recordó su risa y sus caricias y la última vez que habían estado juntos en la cama. Harman se permitió recordar cómo, cuando se separaban uno del otro cuando llegaba el sueño, pronto se enroscaban el uno en el otro para buscarse calor, Ada contra su espalda, el brazo derecho a su alrededor, él mismo más tarde en la noche contra la espalda de Ada como un respaldo perfecto, un poco de excitación lo sacudía incluso cuando se quedaba dormido, el brazo izquierdo a su alrededor, la mano izquierda acariciando su pecho.

Harman advirtió que sus párpados estaban tan cubiertos de sangre seca que no podía parpadear, no podía cerrar los ojos. El sol poniente, cuyo fondo estaba ya bajo el horizonte de la Brecha, ardía en ecos rojos y anaranjados en su retina. No importaba. Sabía que después de aquel ocaso nunca volvería a necesitar sus ojos. Así que se concentró en mantener en su mente y su corazón a su amada Ada y en contemplar la última mitad del disco del sol desaparecer directamente por el oeste.

Algo se movió y bloqueó el final de la puesta de sol.

Durante varios segundos, la moribunda mente de Harman no pudo procesar esta información. Algo se había interpuesto en su campo de visión y había bloqueado el último atardecer.

Todavía apoyado en el codo derecho, usó el dorso de la mano izquierda para quitarse un poco de sangre seca de los ojos.

Algo se alzaba en la Brecha, a escasos veinte pasos de él. Debía de haber atravesado la pared de agua por el lado norte. Tenía el tamaño de un niño de ocho o nueve años y más o menos su forma, pero llevaba un extraño traje de metal y plástico. Harman vio un visor negro en el lugar donde tendrían que haber estado los ojos.

Al borde de la muerte, mientras el cerebro se desconecta por la falta de oxígeno, informó una molécula de memoria proteínica sin que la consultara, las alucinaciones no son extrañas. De ahí proceden las frecuentes historias de víctimas resucitadas de un «largo túnel» que termina en una «luz brillante» y...

«A la mierda», pensó Harman. Estaba contemplando un largo túnel y una luz brillante, aunque sólo el borde superior del sol subsistía y ambas paredes de la Brecha estaban llenas de luz: superficies plateadas, brillantes, espejadas con millones de facetas de luz danzante.

Pero el niño del traje rojo y negro de plástico y metal era real.

Y mientras Harman miraba, algo más grande y más extraño surgió de la pared norte de la Brecha.

«El campo de fuerza es semipermeable sólo para los seres humanos y lo que visten», pensó Harman.

Pero la segunda aparición no parecía humana. Era dos veces más grande que un droshky, pero parecía más bien un cangrejo gigantesco y robótico, monstruoso, con sus grandes pinzas y muchas patas de metal y su enorme caparazón cascado del que chorreaba agua a raudales.

«Nadie me dijo que los últimos minutos antes de la muerte serían tan visualmente divertidos», pensó Harman.

La figura del niño pequeño avanzó un paso. Habló en inglés, con voz suave e infantil, quizá como un día lo haría el futuro hijo de Harman.

—Señor —dijo—, ¿podemos servirle de ayuda?