Acababa de amanecer y cincuenta mil voynix atacaban desde todas direcciones. Ada se detuvo a mirar hacia el pozo donde todavía se hallaba el cadáver destrozado del engendro de Setebos.
Daeman le tocó el brazo.
—No te sientas mal. Teníamos que matarlo tarde o temprano.
Ella negó con la cabeza.
—No lo lamento en lo más mínimo —dijo. Se volvió hacia Greogi y Hannah y gritó—: ¡A la balsa aérea!
Demasiado tarde. Más de la mitad de los supervivientes se habían dejado llevar por el pánico ante el rugido del ataque voynix. Todavía eran invisibles en el bosque pero el radio de tres kilómetros debía de haberse reducido ahora a la mitad. Estarían en Ardis al cabo de menos de un minuto.
—¡No! ¡No! —gritó Ada cuando treinta personas, llevadas por el pánico, intentaban subir a bordo de la lenta balsa aérea. Hannah estaba a los controles, intentando mantenerla firme mientras gravitaba, pero la mayoría de la gente trataba de encaramarse a bordo.
—¡Despega! —gritó Daeman—. ¡Hannah! ¡Llévatela ya!
Demasiado tarde. La pesada máquina dejó escapar un gemido mecánico, se escoró a la derecha y chocó contra el suelo, haciendo volar a la gente.
Ada y Daeman corrieron hacia la máquina caída. Hannah los miró con el rostro demudado.
—No volverá a arrancar. Algo se ha roto.
—No importa —dijo Ada con calma—. No hubiese completado ni un solo viaje a la isla. —Apretó el hombro de Hannah y alzó la voz—: ¡Todo el mundo a las murallas! ¡Ahora! Traed todas las armas del complejo. Nuestra única oportunidad es romper su primer ataque.
Se dio media vuelta y corrió hacia la muralla oeste y, un segundo después, los demás empezaron a hacer lo mismo, escogiendo puestos vacíos en la empalizada circular. Todos siguieron el ejemplo de Ada de llevar al menos dos rifles de flechitas y una ballesta con una pesada bolsa de lona llena de dardos y cargadores.
Ada ocupó su puesto y descubrió que Daeman estaba todavía a su lado.
—Bien —dijo él.
Ella asintió, aunque no tenía ni idea de qué estaban diciendo.
Trabajando con mucho cuidado, sin prisa, Ada colocó un nuevo cargador, quitó el seguro y apuntó con el rifle los árboles que estaban a menos de doscientos metros de distancia.
El ruido reptante, siseante, chasqueante se hizo ensordecedor y Ada descubrió que tenía que resistir las ganas de soltar el rifle y cubrirse los oídos con las manos. El corazón le latía con fuerza y se sentía levemente mareada, quizá por las náuseas matutinas, pero no tenía miedo. Todavía no.
—Todos esos años de drama turín —dijo, sin advertir que hablaba en voz alta.
—¿Qué? —preguntó Daeman, inclinándose hacia ella para oír mejor.
Ada sacudió la cabeza.
—Estaba pensando en el drama turín. Según Harman, Odiseo dijo que él y Savi lo iniciaron: quiero decir que distribuyeron los paños turín hace diez años. Tal vez la intención era enseñarnos a morir con valor.
—Preferiría que nos hubieran dado algo que nos enseñara a ganar una batalla contra cincuenta mil puñeteros voynix —dijo Daeman. Descorrió el cerrojo de activación de su rifle.
Ada se echó a reír.
El ruidito quedó ahogado por el rugido de los voynix que salieron del bosque, saltando unos de las ramas de los árboles mientras otros correteaban por debajo, una muralla gris de caparazones y garras que corrían hacia ellos a setenta u ochenta kilómetros por hora. Había tantos esta vez que Ada tuvo problemas para distinguir los cuerpos de los voynix de la masa que se alzaba y caía. Miró una vez por encima del hombro y vio la misma escena que venía hacia ellos por todos lados mientras las decenas de miles de voynix sin cabeza estrechaban el radio a toda velocidad.
Nadie gritó «¡fuego!», pero de repente todos dispararon. Ada sonrió con una especie de mueca de feroz terror cuando el rifle vació su primer cargador con una serie de duros golpes entrecortados contra su hombro. Dejó que el cargador se soltara e introdujo uno nuevo.
Las flechitas golpeaban a millares, las facetas de cristal brillaban al sol naciente, pero los impactos no parecían hacer mella alguna. Los voynix debían estar cayendo, pero había tantos miles aún saltando, correteando, brincando, corriendo, amontonándose, que Ada ni siquiera podía ver caer a los muertos y heridos. La pared gris plateada de muerte había cubierto la mitad de la distancia desde los bosques en dos segundos y aquellas cosas rebasarían las bajas murallas de la empalizada al cabo de otros dos o tres segundos.
Daeman tal vez fue el primero que saltó de la muralla: Ada no hubiese podido jurarlo, ya que pareció ser una decisión casi simultánea. Tras agarrar una de las armas y gritar, saltó del parapeto, por encima de los troncos, aterrizó, rodó y empezó a correr hacia los voynix.
Ada rió y lloró. De repente lo más importante del mundo fue unirse a ese ataque, la cosa más importante del mundo morir atacando a aquel enemigo sin mente, cruel, estúpido, programado por la historia, en vez de esperar tras los viejos maderos a ser asesinada mientras se escondía.
Tomando absurdas precauciones, porque estaba, después de todo, embarazada de cinco meses, Ada saltó, rodó, se puso en pie y corrió detrás de Daeman, disparando al mismo tiempo. Oyó una voz familiar gritando a su izquierda y se volvió lo suficiente para ver a Hannah y Edide corriendo no muy por detrás, deteniéndose para disparar y volviendo a correr.
Ya veía las jorobas de los cuerpos de caparazón gris de los voynix. Cubrían seis u ocho metros a cada salto, con las hojas asesinas extendidas. Ada corrió y disparó. Ya no sabía por qué gritaba ni qué palabras podía estar gritando. Brevemente, muy brevemente, evocó una imagen de Harman y trató de dirigirle un mensaje: «Lo siento, querido, siento lo del bebé.» Luego sólo prestó atención a correr y disparar y las formas grises estuvieron sobre ellos, quebrándose como un tsunami plateado.
Las explosiones arrojaron a Ada tres metros de espaldas y le quemaron las cejas.
Hombres y mujeres yacían a su alrededor, caídos como ella, demasiado aturdidos para hablar o levantarse. Algunos intentaban apagar las llamas de su ropa. Otros estaban inconscientes.
El complejo de Ardis estaba rodeado por una muralla de fuego que se alzaba quince, veinte, treinta metros en el aire.
Una segunda oleada de voynix apareció, corriendo y saltando a través de las llamas. Más explosiones estallaron a lo largo de la línea de figuras plateadas. Ada parpadeó mientras veía cómo caparazones y garras, patas y jorobas volaban en todas direcciones.
Luego Daeman la ayudó a ponerse en pie. Estaba jadeando y tenía la cara magullada por las quemaduras.
—Ada... tenemos que volver... volver a...
Ada se zafó el brazo y miró al cielo. Había cinco máquinas voladoras en el aire sobre el claro de Ardis y ninguna de ellas era un sonie: cuatro aparatos pequeños, con alas de murciélago, lanzaban contenedores hacia la línea de los árboles donde una máquina alada mucho más grande descendía hacia el centro del complejo de la empalizada. Las murallas de la empalizada se combaban hacia dentro debido a las múltiples explosiones.
De repente cayeron cables de las máquinas aladas y negras formas humanoides, pero no humanas, se descolgaron por ellos, alcanzaron el suelo más rápido de lo que podría hacerlo un humano y corrieron para establecer un perímetro. Unas cuantas de aquellas altas formas negras pasaron ante Ada y ella vio que no eran humanas (ni siquiera humanas con armadura de combate de algún tipo), sino más altas, de articulaciones extrañas cubiertas de pinchos, picos y con armadura quitinosa de ébano.
Más voynix atravesaron las llamas.
Las negras figuras situadas entre ella y los voynix pusieron una rodilla en tierra y alzaron unas armas que parecían demasiado pesadas para que pudieran cargarlas los humanos. Se pusieron a disparar, chuga-chink-ghuga-chuga-ghink. Sonaban como una vieja máquina cortadora y pulsos de pura energía azul se cebaron en las filas de voynix al ataque. Cada vez que un pulso azul golpeaba, un voynix estallaba.
Daeman la arrastró de vuelta hacia el complejo.
—¿Qué? —gritó ella por encima del estrépito—. ¿Qué?
Él sacudió la cabeza. O no podía oírla o no la entendía.
Otra ronda de explosiones volvió a derribar a los humanos en retirada. Esta vez los hongos de llamas se alzaron treinta o cuarenta metros en el frío aire de la mañana. Todos los árboles al este y el oeste de Ardis estaban ardiendo.
Los voynix saltaban a través de las llamas. Los negros soldados quitinosos los abatían por docenas, por centenares.
Entonces uno de los negros seres se alzó sobre Ada. Tendió un largo brazo lleno de pinchos y una mano que parecía más bien una garra negra.
—¿Ada Uhr? —dijo con voz tranquila y grave—. Soy el centurión líder Mep Ahoo. Su marido la necesita. Mi escuadrón y yo la acompañaremos de vuelta al complejo.
La nave grande había aterrizado junto al pozo. Demasiado grande para la empalizada, había derribado la mayor parte de lo que quedaba de la muralla de madera. Se alzaba sobre altas patas metálicas de múltiples articulaciones y una especie de puertas se habían abierto en su vientre.
Harman estaba en una camilla en el suelo con varias criaturas diferentes a su alrededor. Ada ignoró a las criaturas y corrió hacia él.
La cabeza de su amado reposaba en una almohada y su cuerpo estaba cubierto por una manta, pero Ada tuvo que llevarse la mano a la boca para no gritar. Su cuerpo estaba demacrado, las mejillas hundidas, las encías desdentadas. Los ojos le sangraban. Los labios se le habían resquebrajado de tal modo que parecía que alguien se los hubiese mordido hasta reducirlos a pedazos. Sus antebrazos desnudos estaban encima de la manta y Ada vio los moratones... la piel que se despellejaba como si hubiera recibido la peor insolación del mundo.
Daeman, Hannah, Greogi y los demás se congregaron junto a ella. Ada tomó la mano de Harman, sintió una levísima presión como respuesta a su suave apretón. El moribundo de la camilla trató de enfocar los ojos ciegos de cataratas, intentó hablar. No pudo hacerlo y tosió sangre.
Una pequeña figura humanoide de metal o plástico rojo y negro se dirigió a ella.
—¿Usted es Ada?
—Sí. —No se volvió a mirar al niño-máquina. Sólo tenía ojos para Harman.
—Consiguió decirnos su nombre y nos dio las coordenadas de este lugar. Lamentamos no haberlo encontrado antes.
—¿Qué...? —empezó a decir ella, pero no supo qué preguntar. Uno de los seres mecánicos era enorme. Sostenía con delicadeza un frasco intravenoso que suministraba algo al demacrado brazo de Harman.
—Recibió una dosis letal de radiación —dijo la figura de tamaño infantil con su voz suave—. Casi con toda certeza de un submarino que encontramos en la Brecha Atlántica.
«Submarino», pensó Ada. La palabra no significaba nada para ella.
—Lo sentimos, pero carecemos de instalaciones médicas para seres humanos en este estado —dijo la pequeña persona-máquina—. Hemos llamado a los moscardones de la Reina Mab en cuanto nos hemos dado cuenta del problema que tenían aquí y han traído analgésicos, más suero intravenoso, pero no podemos hacer nada contra los daños causados por la radiación.
Ada no comprendía nada de lo que decía la pequeña persona. Sostuvo la mano de Harman entre las suyas y lo sintió morir.
Harman tosió, no pudo emitir ningún sonido, tosió otra vez y trató de soltar la mano. Ada la sostuvo pero el moribundo insistió, tiró...
Ella advirtió que la presión de sus manos debía de estar haciéndole daño. Las apartó.
—Lo siento, querido.
Tras ellos, más explosiones, más lejanas ahora. Las máquinas voladoras de alas de murciélago disparaban hacia los bosques con aquel constante sonido de sierra. Los altos soldados quitinosos corrían de un lado a otro por el campo, algunos socorrían a los humanos levemente heridos, casi todos con quemaduras.
Harman no apartó la mano, pero la alzó hacia el rostro de Ada.
Ella intentó volver a agarrársela, pero él la apartó con la izquierda. Ada se estuvo quieta y le dejó acariciarle el cuello, la mejilla. Él colocó la palma de la mano contra su frente, luego usó todas sus fuerzas para moldear sus manos en su cráneo, agarrándose a ella casi con desesperación.
Antes de que Ada pudiera empezar siquiera a apartarse, empezó.
Nada, ni siquiera la explosión que la arrojó tres metros por los aires, la había golpeado de esa forma.
Primero, la voz clara de Harman: «No pasa nada, mi amor, querida. Relájate. No pasa nada. Debo darte este regalo mientras pueda.»
Y entonces todo alrededor de Ada desapareció a excepción de la presión de la mano magullada de su amado y sus dientes ensangrentados vertiendo imágenes en ella... no sólo en su mente, sino vertiendo palabras, recuerdos, imágenes, fotos, datos, más recuerdos, funciones, citas, libros, volúmenes enteros, más libros, más recuerdos, su amor por ella, sus pensamientos acerca de ella y su hijo, su amor, más información, más voces y nombres y fechas y pensamientos y datos e ideas y...
—¿Ada? ¿Ada?
Tom estaba arrodillado junto a ella, le echaba agua en la cara y le dio un suave bofetón. Hannah, Daeman y otros cuantos estaban arrodillados cerca. Harman había apartado el brazo. La pequeña persona de metal y plástico todavía lo atendía, pero su amado parecía muerto.
Ada se puso en pie.
—¡Daeman! ¡Hannah! Venid aquí. Acercaos.
—¿Qué? —preguntó Hannah.
Ada negó con la cabeza. No había tiempo para explicaciones. No había tiempo para hacer nada sino compartir.
—Confiad en mí —dijo.
Extendió ambas manos, agarró la frente de Daeman con la izquierda, la de Harman con la derecha y activó la función compartidora.
No tardó más de treinta segundos, no más tiempo que el que había hecho falta para que Harman compartiera con ella las funciones y los datos esenciales, los datos que había pasado horas compartimentando durante su trayecto por la Brecha, preparándose para transmitirlos. Pero los treinta segundos le habían parecido treinta eternidades a Ada. Si hubiese podido hacer lo siguiente a solas, no se habría molestado, no le habría dedicado tiempo (ni siquiera aunque el futuro de la especie humana hubiese dependido de ello). Pero no podía hacer lo siguiente sola. Necesitaba una persona para continuar compartiendo y a otra para ayudarla a intentar salvar a Harman.
Terminaron.
Los tres (Ada, Daeman, Hannah) cayeron de rodillas con los ojos cerrados.
—¿Qué ocurre? —preguntó Siris.
Alguien llegó al complejo, corriendo y gritando. Era uno de los voluntarios del pabellón, situado a dos kilómetros de distancia. ¡El faxnódulo funcionaba! Justo cuando los voynix los cercaban allí también, el faxnódulo se había reactivado.
«No hay tiempo para el faxpabellón», pensó Ada. Y ningún sitio al que ir tampoco entre los faxnódulos numerados. Por todas partes los humanos estaban en retirada o sufrían ataques directos. No había ningún otro sitio o un nódulo conocido donde pudiera salvar a su amado.
La gran criatura que parecía una especie de gigantesco cangrejo metálico tronaba en inglés:
—Hay tanques rejuvenecedores humanos en órbita —decía—. Pero los únicos tanques cuya existencia conocemos con seguridad están en el asteroide orbital de Sycórax, y acaba de dejar atrás la Luna a toda velocidad. Lamentamos no conocer ningún otro...
—No importa —dijo Ada, arrodillándose de nuevo junto a Harman. Le tocó la frente. No hubo ninguna reacción, pero pudo sentir las últimas ascuas de vida en él: sus biomonitores les hablaban a sus nuevas funciones biométricas. Ella buscaba desesperadamente todos los miles de nódulos de faxeo libre, el procedimiento para librefaxear.
Estaban los depósitos de almacenamiento posthumanos en la Cuenca Mediterránea (había en ellos medicinas incluso para la muerte por radiación), pero los depósitos estaban sellados en estasis y Ada vio por los monitores de todonet que las Manos de Hércules habían desaparecido lentamente, rellenando el Mediterráneo. Necesitaría máquinas (sumergibles) para llegar a aquellos depósitos. Demasiado tiempo. Había otras zonas de almacenamiento... en las montañas de China, cerca del Valle Seco de la Antártida... pero tardarían demasiado tiempo en llegar y los procedimientos médicos eran demasiado complicados. Harman no viviría lo suficiente para...
Ada agarró a Daeman por el brazo, tiró de él. El hombre parecía deslumbrado, transfigurado.
—Todas las nuevas funciones... —dijo.
Ada lo sacudió.
—¡Dime otra vez lo que dijo el fantasma de Moira!
—¿Qué? —Incluso su mirada estaba desenfocada.
—Daeman, dime otra vez lo que te dijo el fantasma de Moira el día en que votamos para permitir que Nadie se marchara. Era... «Recuerda...» ¡Dímelo!
—Ah... ella dijo... «Recuerda: el ataúd de Nadie no era el ataúd de Nadie.» ¿Cómo puede eso...?
—No —exclamó Ada—. El segundo nadie no era un nombre propio. «El ataúd de Nadie no era el ataúd de nadie.» De ningún hombre. Hannah, tú esperaste mientras el sarcófago de la Puerta Dorada de Machu Picchu curaba a Odiseo. Has estado en el Puente con más frecuencia que ninguno de nosotros. ¿Vendrás conmigo? ¿Lo intentarás?
Hannah tardó sólo un segundo en comprender lo que su amiga le estaba pidiendo.
—Sí —dijo.
—Daeman —dijo Ada, corriendo no sólo contra el tiempo, sino contra la muerte, que ya estaba entre ellos, que ya sostenía a Harman en sus oscuras garras—, tienes que compartir con todos. Ahora mismo.
—Sí —dijo Daeman, y se incorporó rápidamente y llamó a los demás.
Los soldados moravec (Ada ya los conocía a todos por su forma si no por su nombre) todavía disparaban en todo el perímetro, matando a los últimos voynix. Ningún voynix había conseguido pasar.
—Hannah —dijo Ada—, necesitaremos la camilla, pero si no librefaxea, échate la manta de Harman al hombro. La usaremos si es preciso.
—Eh —exclamó el pequeño moravec europano cuando Hannah arrancó sin miramientos la manta del moribundo paciente humano—. ¡La necesita! Estaba temblando...
Ada tocó el brazo del pequeño moravec, sintió la humanidad y la carne incluso a través del metal y el plástico.
—No pasa nada —dijo por fin. Encontró su nombre en su memoria cibernética—. Amigo Manhmut, no pasa nada. Sabemos lo que estamos haciendo. Al cabo de todo este tiempo, sabemos lo que estamos haciendo.
Indicó a los otros que se apartaran.
Hannah se arrodilló a un lado de la camilla, una de sus manos sobre el hombro de Harman, la otra sobre el metal de la camilla. Ada hizo lo mismo al otro.
—Creo que debemos visualizar la habitación principal donde encontramos a Odiseo y que las coordenadas vendrán a nosotras —dijo Ada—. Es importante que las dos estemos allí.
—Sí —respondió Hannah.
—¿A la cuenta de tres?
—Bien.
—Una, dos... tres.
Ambas mujeres, la camilla y Harman desaparecieron de la existencia.
Aunque el moribundo Harman parecía no pesar nada, las dos mujeres necesitaron de todas sus fuerzas para llevarlo en camilla desde la zona del museo del Puente de la Puerta Dorada de Machu Picchu hasta la burbuja verde de la zona del sarcófago, dejar atrás el viejo sarcófago de Savi y bajar el último tramo de escaleras de caracol hasta el ataúd de Odiseo-Nadie.
La palma de Ada sólo captó un levísimo aleteo de respuesta cuando puso la mano contra el pecho hundido de su amado, pero no perdió más tiempo comprobando si estaba con vida.
—A la cuenta de tres otra vez —jadeó.
Hannah asintió.
—Una, dos... tres.
Sacaron con cuidado al desnudo Harman de la camilla y colocaron su cuerpo dentro del ataúd de Nadie. Hannah bajó la tapa y la cerró.
—¿Cómo se...? —preguntó Ada con pánico. Podía preguntárselo a las diversas máquinas que había, sus nuevas funciones se lo dijeron, pero tardaría demasiado tiempo...
—Así —respondió Hannah—. Nadie me lo enseñó después de revivir. —Sus dedos de escultora pulsaron una serie de brillantes botones virtuales.
El ataúd suspiró, luego empezó a zumbar. Una bruma entró en la cámara a través de conductos invisibles y ocultó casi todo el cuerpo de Harman. Cristales de hielo se formaron en la cubierta transparente. Varias nuevas luces se encendieron. Una parpadeó en rojo.
—¡Oh! —dijo Hannah, con un hilo de voz.
—No —dijo Ada. Su tono era calmado pero firme—. No. No. No.
Puso la mano en el nexo de control de plástico del ataúd, como si estuviera razonando con la máquina.
La luz roja parpadeó, cambió a ámbar, volvió a ponerse en rojo.
—No —dijo Ada con firmeza.
La luz roja titiló, se apagó, pasó a ámbar. Permaneció en ámbar.
Los dedos de Hannah y Ada se encontraron brevemente sobre el ataúd y entonces Ada dirigió la mano al bulto de plástico del nexo de la IA.
La luz ámbar permaneció encendida.
Varias horas después, cuando las nubes del atardecer se disponían a oscurecer primero las ruinas de Machu Picchu y luego la carretera del puente colgante situado a ciento ochenta metros más abajo, Ada dijo:
—Hannah, librefaxea de vuelta a Ardis. Come algo. Descansa.
Hannah negó con la cabeza.
Ada sonrió.
—Entonces al menos ve a los comedores y tráenos fruta o algo. Agua.
La luz ámbar estuvo encendida toda la tarde. Justo después de la puesta de sol, cuando los valles de los Andes estaban teñidos de luz rojiza, Daeman, Tom y Siris librefaxearon, pero sólo se quedaron unos instantes.
—Ya hemos contactado con otras treinta comunidades —le dijo Daeman a Ada. Ella asintió, pero no apartó la mirada de la luz ámbar.
Los otros acabaron por marcharse con la promesa de regresar por la mañana. Hannah se cubrió con la manta y se quedó dormida en el suelo, junto al ataúd.
Ada se quedó despierta, a veces arrodillada, a veces sentada, pero siempre pensando y siempre con la palma en el nexo de control del ataúd, siempre enviando el mensaje de su presencia y sus oraciones a través de los circuitos que la separaban de Harman, y siempre con los ojos en la luz ámbar del monitor.
Poco después de las tres de la madrugada hora local, la luz ámbar se puso verde.