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Una semana después de la Caída de Ilión:

Aquiles y Pentesilea aparecieron en la cordillera vacía que se alzaba entre la llanura del Escamandro y la del Simois. Como había prometido Hefesto, había dos caballos esperando: un poderoso garañón negro para el aqueo y una yegua más baja pero aún más musculosa para la amazona. Los dos montaron para inspeccionar lo que quedaba.

Y no quedaba mucho.

—¿Cómo puede desaparecer una ciudad entera como Ilión? —dijo Pentesilea, la voz tan contenida como siempre.

—Todas las ciudades desaparecen —contestó Aquiles—. Es su destino.

La amazona bufó. Aquiles ya había advertido que el bufido de la rubia hembra humana era similar al de su yegua blanca.

—Se supone que no pueden desaparecer en un día... una hora. —El comentario sonó como una queja, un lamento. Sólo dos días después de que Pentesilea resucitara en los tanques del Curador, Aquiles ya se estaba hartando de aquel constante tono de queja.

Durante media hora permitieron que sus caballos eligieran el camino entre el macizo de rocas que se extendía durante dos kilómetros por el risco que una vez contuvo a la poderosa Troya. No quedaba ni un solo cimiento. La magia divina que se había llevado Troya se había hundido casi un palmo bajo las piedras más antiguas de la ciudad. No había quedado ni una lanza caída ni un cadáver putrefacto.

—Zeus es realmente poderoso —dijo Pentesilea.

Aquiles suspiró y sacudió la cabeza. El día era caluroso. Se acercaba la primavera.

—Ya te lo he dicho, amazona. Zeus no ha hecho esto. Zeus murió por mi propia mano. Esto es obra de Hefesto.

La mujer bufó.

—Nunca creeré que ese pequeño haragán lisiado y sucio pueda haber hecho algo así. Ni siquiera creo que sea un dios de verdad.

—Hizo esto —dijo Aquiles. «Con la ayuda de Nyx», añadió mentalmente.

—Eso dices tú, hijo de Peleo.

—Te he dicho que no me llamaras así. Ya no soy hijo de Peleo. Fui hijo de Zeus, algo que no nos ennoblece ni a él ni a mí.

—Eso dices tú —dijo Pentesilea—. Lo cual te convierte en asesino de tu padre si tus alardes son ciertos.

—Sí —respondió Aquiles—. Y yo nunca alardeo.

La amazona y su yegua blanca bufaron al unísono.

Aquiles espoleó su corcel negro y empezó a bajar la pendiente de la carretera meridional a partir de las puertas Esceas (el gran roble que siempre había estado allí, desde la creación de la ciudad, permanecía en el mismo lugar, pero las grandes puertas habían desaparecido) y luego a la derecha, de nuevo hacia la llanura del Escamandro que separaba la ciudad de la playa.

—Si ese triste Hefesto es ahora rey de los dioses —dijo Pentesilea, la voz tan fuerte e irritante como uñas en una piedra de pizarra plana—, ¿por qué se escondió en su cueva todo el tiempo que estuvimos en el Olimpo?

—Ya te lo he dicho: está esperando a que la guerra entre los dioses y los Titanes se termine.

—Si es sucesor de Zeus, ¿por qué en nombre del Hades no la acaba él mismo domeñando el relámpago y el trueno?

Aquiles no dijo nada. Había descubierto que, a veces, si él no decía nada, ella se callaba.

En la llanura del Escamandro, lisa después de once años siendo campo de batalla, aún había huellas de miles de sandalias y sangre seca en las rocas. Pero todos los seres humanos, los caballos, los carros, las armas, los cadáveres y otros artefactos habían desaparecido tal como Hefesto había descrito a Aquiles. Incluso las tiendas de los aqueos y las quillas quemadas de sus negros barcos habían desaparecido.

Aquiles permitió que sus caballos descansaran en la playa unos minutos y el hombre y la amazona contemplaron las tranquilas aguas del Egeo rodar hasta la playa vacía. Aquiles no estaba dispuesto a decírselo nunca a aquella perra-loba que lo acompañaba, pero le dolía el corazón al pensar que nunca vería de nuevo a sus camaradas, al astuto Odiseo, al enorme Áyax, al sonriente arquero Teucro, a sus fieles mirmidones, incluso al estúpido y pelirrojo Menelao y su manipulador hermano Agamenón, su némesis. «Es extraño —pensó Aquiles— cómo incluso tus propios enemigos cobran importancia cuando los has perdido.»

Con eso, pensó en Héctor y las cosas que Hefesto le había contado de la Ilíada (el otro futuro de Aquiles) y esto hizo que la desesperación se alzara en su interior como la bilis. Volvió la cabeza de su caballo hacia el sur y bebió del odre de vino que llevaba atado al pomo de la silla.

—Y no me creo que ese dios cojo tuviera de verdad la capacidad para casarnos —se quejó Pentesilea tras él—. Eso no han sido más que un montón de bostas de caballo.

—Es rey de todos los dioses —dijo Aquiles, cansado—. ¿Quién mejor para santificar nuestros votos?

—Puede santificarme el culo —respondió Pentesilea—. ¿Nos vamos? ¿Por qué hacia el sureste? ¿Por qué en esa dirección? ¿Por qué dejamos el campo de batalla?

Aquiles no dijo nada hasta que tiró de las riendas de su caballo quince minutos más tarde.

—¿Ves este río, mujer?

—Claro que lo veo. ¿Crees que soy ciega? No es más que el piojoso Escamandro... demasiado denso para beber, demasiado pequeño para sembrar... hermano del río Simois al que se une unos pocos kilómetros corriente arriba.

—Aquí, en este río que nosotros llamamos Escamandro y los dioses llaman el santo Xantes —dijo Aquiles—, aquí, según Hefesto, que cita a mi biógrafo Homero, yo hubiese tenido mi mayor aristeia, el combate que me habría hecho inmortal incluso antes de matar a Héctor. Aquí, mujer, hubiese combatido al ejército troyano entero con las manos desnudas, ¡y al hinchado dios del río mismo!, y clamado a los cielos: «¡Morid, troyanos, morid! ¡Hasta que me abra paso matando hasta la sagrada Troya!» Aquí mismo hubiese matado en un frenesí a Tersíloco, Midón, Astípilo, Menón, Trasio, Enio y Ofelestes. Y entonces los peonios hubiesen caído sobre mí por la retaguardia y yo los hubiese matado también. Y allí, al otro lado del río, en el bando troyano, hubiese matado al ambidextro Asteropeo, armado yo con una lanza y él con dos. Ambos hubiésemos fallado, pero yo hubiese abatido al héroe con mi espada mientras intentaba recoger mi gran lanza de la orilla para volver a lanzarla...

Aquiles se detuvo. Pentesilea había desmontado y orinaba detrás de un matorral. El burdo sonido de la mujer haciendo aguas le dio ganas de matar a la amazona allí mismo y dejar su cuerpo para los cuervos carroñeros que estaban posados en las ramas de los arbustos, cerca del río. La ración diaria de carne de los buitres había desaparecido y Aquiles odiaba decepcionarlos.

Pero no podía lastimar a la amazona. El hechizo de amor de Afrodita todavía lo poseía, haciendo que su amor por esa zorra se enroscara en sus entrañas, tan nauseabundo como la punta de una lanza de bronce que le atravesara las tripas. «Tu única esperanza es que las feromonas se consuman con el tiempo», le había dicho Hefesto la última noche de borrachera en la cueva, cuando habían brindado el uno por el otro y por todos los que conocían, alzando sus copas y confiando el uno en el otro de la manera en que sólo lo hacen los hermanos y los borrachos.

Cuando la amazona volvió a montar, Aquiles los guió hasta el Escamandro y lo cruzaron. Los caballos pisaron con cuidado. El agua no llegaba más arriba de las rodillas en el punto más profundo. Se volvió al sur.

—¿Adónde vamos? —exigió saber Pentesilea—. ¿Por qué dejamos este lugar? ¿Qué tienes en mente? ¿Tengo voto en esto o siempre será el poderoso Aquiles quien lo decida todo? No creas que te seguiré a ciegas, hijo de Peleo. Puede que no te siga en absoluto.

—Vamos a buscar a Patroclo —dijo Aquiles, sin volverse en la silla.

—¿Qué?

—Vamos a buscar a Patroclo.

—¿Tu amigo? ¿Ese niñito lindo amigo tuyo? Patroclo está muerto. Atenea lo mató. Tú lo viste y eso has dicho. Empezaste una guerra contra los dioses por esa causa.

—Hefesto dice que Patroclo está vivo —dijo Aquiles. Tenía la mano en el pomo de la espada, los nudillos blancos, pero no la desenvainó—. Hefesto dice que no incluyó a Patroclo en el rayo azul cuando reunió a todos los demás de la tierra, ni cuando trasladó Ilión para siempre. Patroclo está vivo en algún lugar más allá del mar y lo encontraremos. Ésa será mi misión.

—Oh, bueno, Hefesto dice —se burló la amazona—. Todo lo que Hefesto dice tiene que ser la verdad ahora, ¿no? Ese cojo de mierda jorobado no podría estar mintiéndote, ¿verdad?

Aquiles no dijo nada. Seguía la vieja carretera hacia el sur a lo largo de la costa, una carretera que había sido pisada por muchísimos caballos criados en Troya a lo largo de los siglos y camino del norte más recientemente por tantos aliados de los troyanos que él había ayudado a matar.

—Y Patroclo está vivo en algún lugar al otro lado del mar —parodió Pentesilea—. ¿Cómo en nombre del Hades vamos a cruzar el mar, hijo de Peleo? ¿Y qué mar, por cierto?

—Encontraremos un barco —dijo Aquiles, sin volverse a mirarla—. O construiremos uno.

Alguien bufó, la amazona o su yegua. Ella obviamente lo había estado siguiendo (Aquiles sólo oía las pisadas de su caballo sobre la piedra) y alzó la voz para que pudiera escucharla.

—¿Qué somos ahora, constructores de barcos? ¿Sabes tú construir un barco, oh, Aquiles el de los pies ligeros? Lo dudo. Eres bueno matando hombres, y amazonas que son dos veces mejores que tú, no construyendo nada. Apuesto a que nunca has construido nada en tu inútil vida... ¿verdad? ¿Verdad? Esos callos que veo son de sujetar lanzas y copas de vino, no de... ¡hijo de Peleo! ¿Me estás escuchando?

Aquiles había avanzado quince metros. No miró atrás. La gran yegua blanca de Pentesilea permaneció quieta, golpeando el suelo confundida con el casco, deseando unirse al garañón.

—¡Aquiles, maldito seas! ¡No te creas que voy a seguirte! Ni siquiera sabes adónde vas, ¿verdad? ¡Admítelo!

Aquiles continuó cabalgando, los ojos fijos en la brumosa línea de montañas en el horizonte cerca del mar, muy muy lejos al sur. Le estaba entrando un terrible dolor de cabeza.

—No te vayas a creer que... ¡los dioses te maldigan! —gritó Pentesilea mientras Aquiles y su corcel seguían alejándose lentamente. Ya estaban a cien metros. El hijo bastardo de Zeus no miró atrás.

Uno de los buitres de los arbustos levantó el vuelo, trazó un círculo sobre el campo de batalla vacío, advirtiendo con su aguda mirada que no quedaban ni siquiera las cenizas de los fuegos funerarios, un sitio donde normalmente siempre se podía encontrar un bocado.

El buitre aleteó hacia el sur. Sobrevoló a mil metros de altura los dos caballos y los seres humanos (los únicos seres vivos que podía ver) y, siempre esperanzado, decidió seguirlos.

Muy por debajo, el caballo blanco y su carga humana permanecieron inmóviles, mientras el caballo negro y su hombre trotaban hacia el sur. El buitre observó, oyendo pero ignorando las desagradables voces de la humana rezagada, hasta que de repente el caballo blanco echó a correr y galopó para alcanzar al otro.

Juntos, con el caballo blanco siguiéndole los talones, los dos caballos y los dos humanos se dirigieron al sur siguiendo la curva del Egeo. Flotando tranquilo sobre las fuertes corrientes de la cálida tarde, el buitre los siguió, esperanzado.