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Siete meses y medio después de la Caída de Ilión:

Alys y Ulises (sus amigos lo llamaban Sam) les contaron a sus padres que iban a ir al autocine Lakeshore a ver una sesión doble: Matar a un ruiseñor y 007 contra el Doctor No. Era octubre y el Lakeshore era el único autocine que todavía estaba abierto porque tenía calefactores portátiles además de altavoces para los coches, y normalmente, o al menos en los cuatro meses que hacía que Sam tenía su permiso de conducir, la película del autocine había sido suficiente para su pasión, pero esa noche, esa noche especial, se internaron en los campos de trigo ya dispuestos para la cosecha hasta un lugar privado al final de un largo carril.

—¿Y si mis padres me preguntan por el argumento de las películas? —inquirió Alys. Llevaba la blusa blanca de costumbre, el jersey marrón suelto sobre los hombros, la falda oscura y zapatos más bien formales para una cita. Tenía el pelo recogido en una cola de caballo.

—Ya conoces el libro Matar a un ruiseñor. Diles que Gregory Peck hace muy bien de Atticus Finch.

—¿Él es Atticus Finch?

—¿Quién más podría ser? —dijo Sam—. ¿El negro?

—¿Y la otra película?

—Es una peli de espías de un tipo inglés... James Bond creo que se llama. Al presidente le gusta el libro en el que se basa la peli. Dile a tu padre que era emocionante, llena de tiros y esas cosas.

Sam aparcó el Chevy Bel Air de 1957 de su padre al final del carril, más allá de las ruinas y a la vista del lago. Habían dejado atrás el autocine Lakeshore y la gran laguna que le daba nombre. Al otro lado del agua, Sam veía el pequeño rectángulo de la pantalla del autocine y, más allá, el brillo de las luces de su pueblo contra el cielo de octubre, y mucho más allá, el brillo más fuerte de la ciudad en la que sus padres trabajaban cada día. Probablemente durante la Depresión había habido una granja al final de aquel carril, pero la casa había desaparecido y sólo quedaban los cimientos y los árboles que flanqueaban el camino de acceso. Los árboles estaban perdiendo sus hojas. Empezaba a hacer frío, se acercaba Halloween.

—¿Puedes dejar el motor en marcha? —preguntó Alys.

—Claro. —Sam volvió a arrancar.

Empezaron a besarse casi inmediatamente. Sam atrajo a la chica hacia sí, le puso la mano izquierda en el pecho derecho y, en cuestión de segundos, sus bocas estaban cálidas y abiertas y húmedas, las lenguas ocupadas. Habían descubierto el placer ese mismo verano.

Él tuvo problemas con los botones de la blusa de ella. Eran demasiado pequeños y encajaban al revés. Ella dejó caer el jersey y lo ayudó con el botón más problemático, el que estaba bajo sus suaves y curvos omóplatos.

—¿Has visto el discurso del presidente esta noche en la tele?

Sam no quería hablar del presidente. Dejando sin desabrochar el botón más bajo de la blusa, respirando entrecortadamente, deslizó la mano por dentro de la tela suelta y acarició los pechos por dentro del duro sujetador.

—¿Lo has visto? —preguntó Alys.

—Sí. Lo hemos visto todo.

—¿Crees que va a haber guerra?

—No —dijo Sam. La volvió a besar, tratando de recuperar la pasión, pero su lengua se había escondido.

Cuando se separaron lo suficiente para que ella se sacara la blusa de la falda y la dejara caer detrás (su cuerpo y el sujetador pálidos a la tenue luz reflejada del cielo y el brillo amarillo de la radio y los diales del salpicadero), ella dijo:

—Mi padre dice que eso podría significar la guerra.

—Es sólo un puñetero bloqueo —dijo Sam, rodeándola con ambos brazos, mientras sus dedos se enfrentaban a los todavía extraños ganchos del sujetador—. No es que vayamos a invadir Cuba ni nada de eso —añadió. No podía soltar la maldita cosa.

Alys sonrió a la suave luz, se llevó las manos a la espalda y el sujetador milagrosamente se liberó.

Sam empezó a mordisquear y besar sus pechos. Eran pechos muy jóvenes, más grandes y más firmes que los pequeños senos de una chica adolescente, pero todavía sin formar del todo. Las areolas estaban tan hinchadas como los pezones; Sam lo advirtió a la luz de la radio, y entonces bajó el rostro enrojecido para mordisquear y chupar de nuevo.

—¡Tranquilo, tranquilo! —dijo Alys—. No tan brusco. Siempre eres muy brusco.

—Lo siento —se excusó Sam. Volvió a besarla de nuevo. Esta vez sus labios fueron cálidos, la lengua estuvo presente... y ocupada. Él notó que se excitaba más mientras la apretujaba hacia la puerta de pasajeros del Bel Air. El sillón delantero era más ancho y más profundo y más suave que el sofá del salón de casa. Tuvo que rebullirse para escapar de debajo del gigantesco volante y tener cuidado: allí, al fondo de Miller’s Lane, no quería tocar por accidente el claxon.

Medio encima de ella, la erección presionando contra su pierna izquierda, las manos ocupadas en sus pechos y su lengua entretenida buscando la lengua de ella, Sam se excitó tanto que casi eyaculó en el momento en que ella colocó sus largos dedos sobre su muslo cubierto de pana.

—Pero ¿y si los rusos atacan? —susurró Alys cuando él alzó la cara un momento para respirar. Hacía demasiado calor en el coche. Apagó el contacto con la mano izquierda.

—Déjalo ya —dijo. Sabía lo que ella estaba haciendo. Había elegido la pista y la línea. Quería que pensara qué podría ser. Él sólo quería apreciar lo que el muchacho-Sam estaba pensando y sintiendo.

—Ouch —dijo Alys. Él le había apretado la espalda de modo que sus hombros chocaron con la gran manivela de la puerta. Bajaba su rostro hacia ella para seguir besándola cuando ella susurró—: ¿Quieres pasar al asiento trasero?

Sam apenas podía respirar. Esa frase había sido su señal las últimas semanas para cosas más serias, no llegar sólo a la tercera base, lo que ya había conseguido varias veces con Alys, sino llegar hasta el final, cosa a la que se habían acercado un par de veces pero no habían conseguido del todo.

Alys salió y dio la vuelta (poniéndose primorosa la blusa, pero sin abotonarla otra vez, advirtió él), y Sam lo hizo por el lado del conductor. La luz del techo se encendió hasta que los dos echaron el seguro a ambas puertas traseras. Sam bajó un poquito su ventanilla para poder respirar un poco (todavía parecía tener problemas para respirar con normalidad) y también para oír cualquier coche que se acercara por Miller’s Lane en caso de que a Barner le diera por bajar con su viejo coche patrulla de antes de la guerra.

Los dos tuvieron que empezar de nuevo, pero en unos instantes él se abrió la camisa para sentir los senos de ella contra su pecho y Alys se tendió en el ancho asiento, con él medio encima, las piernas parcialmente levantadas y las de él extrañamente dobladas porque los dos eran más altos que la anchura del asiento trasero.

Él subió la mano derecha por la pierna de ella, sintiendo su cálida respiración acelerar en su mejilla cuando se detuvo a besarla. Ella llevaba medias. Sam nunca había tocado nada tan suave. Palpó el broche donde las medias de nilón se unían al...

—Oh, venga ya —dijo Ulises, riendo y hablando a través del chico a su pesar—. Esto tiene que ser un anacronismo.

Alys le sonrió y él vio a la mujer real a través de las pupilas dilatadas de la chica.

—No lo es —susurró, dándole ahora toda la fuerza de su lengua y deslizando la mano hacia abajo para acariciar su erección a través de la pana levemente humedecida—. De veras —dijo, todavía acariciándolo—. Se llama liguero y es lo que ella lleva. Los pantis no se han inventado todavía.

—Calla —dijo Sam, cerrando los ojos mientras la besaba y presionaba la parte inferior de su cuerpo contra su mano juguetona—. Calla, por favor.

No pudo sacar la anilla de metal del broche redondo que ella explicó más tarde que era el «liguero»: no quería moverse. Sam siguió moviendo la mano entre sus piernas, donde el tejido estaba húmedo, seguro de que podía sentirla calentarse a través del tejido... y de vuelta al maldito liguero hijo de puta.

Alys se echó a reír.

—Puedo quitármelo —susurró.

Mientras lo hacía, Sam advirtió que necesitaban más espacio. Abrió la puerta de su lado, la luz los cegó.

—¡Sam!

Él extendió la mano y apagó la luz del techo. Durante un minuto ninguno de los dos se movió, dos ciervos cegados por los faros, pero cuando él pudo oír el viento sacudir las hojas de otoño más fuerte que los latidos de su corazón, se inclinó de nuevo sobre ella.

La distracción le había impedido correrse demasiado pronto. Saboreó sus labios, bajó el rostro hasta sus pechos y lamió suavemente. Ella atrajo más su cabeza. Bajó la mano, deshizo experta su cinturón, abrió el botón superior y bajó demasiado rápidamente la cremallera para su paz espiritual.

Él emergió erguido y latiendo.

—¿Sam? —preguntó ella mientras él se colocaba encima. Las medias y las bragas eran un bulto bajo su rodilla. Sam casi jadeó cuando le subió más la falda.

—¿Qué?

—¿Has traído... ya sabes... una goma?

—Oh, a la mierda con eso —replicó él a través de la voz del muchacho, sin fingir siquiera estar dentro del personaje.

Ella rió pero él detuvo ese sonido con un beso en la boca abierta. Su corazón amenazó con abrirse paso a través de sus costillas cuando cambió su peso y ella abrió las piernas. Vio un atisbo de su falda oscura alzada hasta casi sus pechos desnudos, sus muslos pálidos, la maraña de oscuridad vertical más que triangular que había entre sus muslos...

—Con calma —susurró Alys mientras extendía la mano y lo encontraba. Acarició con destreza su escroto, pasó los dedos por todo su pene, capturó el glande con la yema de los dedos—. Con calma, Odiseo —ronroneó.

—Yo soy... Nadie —susurró él entre jadeos. Ella lo estaba colocando. El líquido preseminal en la punta de su pene mojó su muslo cuando ella lo situó en el mejor ángulo. Pudo sentir el calor que emanaba de ella.

Ella lo apretó, lo suficiente para hacerlo jadear pero no lo suficiente para que el chico de dieciséis años se corriera.

—¿Cómo puedes decir que no eres nadie —le susurró en la boca—, cuando esto demuestra lo contrario?

Alys colocó la hinchada cabeza de su pene contra sus labios húmedos y tensos, luego le acarició la mejilla. Sam notó el olor de su excitación en sus propios dedos y eso hubiese bastado para que se corriera. Vaciló ese segundo perfecto antes de continuar.

El destello se produjo directamente delante del coche, más allá de la pantalla del cine, y no fue más brillante que un millar de soles, fue más brillante que diez mil soles. Convirtió todo lo que había en la oscuridad en un negativo fotográfico: todo negros-negros y puros blancos. No hubo ningún ruido, todavía no.

—Tienes que estar bromeando —dijo él, colocado encima de Alys como si estuviera haciendo flexiones, con sólo la punta de su erección tocándola ahora mismo.

—La ciudad está a setenta kilómetros de distancia —susurró Alys, agarrándolo, tratando de atraerlo—. Tenemos tiempo de sobra hasta que la onda de choque llegue aquí. Tiempo de sobra —le ofreció la boca y colocó las manos sólidamente en su espalda y su culo, atrayéndolo más.

Él pensó en resistirse. Pero ¿para qué? El muchacho Sam estaba tan excitado que dos o tres empellones en el perfecto coño virginal de su amada serían probablemente todo lo que podría durar antes de explotar. La onda de choque incineradora y sus juveniles orgasmos probablemente llegarían en el mismo instante. Cosa que, advirtió, era casi con toda certeza lo que su amante eterna había planeado.

La luz remitió un poco, todavía lo suficientemente brillante para luminar la leve sombra de ojos púrpura de la adolescente Alys, y ver eso hizo que él bajara el rostro hacia ella para darle un último beso apasionado mientras empezaba a penetrarla con más fuerza.