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Un año después de la Caída de Ilión:

Justo antes del amanecer, Helena de Troya despertó soñando con el sonido de las alarmas antiaéreas. Palpó los cojines de su cama pero su amante del momento, Hockenberry, se había marchado: hacía ya más de un mes que se había ido, y sólo el recuerdo de su calor le hacía buscarlo cada mañana. Tenía que buscarse otro amante, aunque la mitad de los troyanos y argivos que quedaban en Nueva Ilión la deseaban.

Hizo que sus esclavas, Hipsipila incluida, la bañaran y perfumaran. Helena se tomó su tiempo. Esos apartamentos en la sección reconstruida cerca de la Casa de las Columnas, junto a las caídas puertas Esceas, no podían compararse con su antiguo palacio, pero las amenidades de la vida empezaban a regresar. Usó el resto de su jabón oloroso racionado en el baño. Era un día especial. El consejo conjunto decidiría sobre la expedición a Delfos. Hizo que las esclavas la vistieran con su mejor túnica de seda verde y sus collares de oro para la reunión de la mañana.

Todavía era extraño ver a argivos, aqueos, mirmidones y otros invasores en la casa de consejos troyana. El templo de Atenea y el templo de Apolo se habían desmoronado el día de la Caída, pero los albañiles griegos y troyanos habían levantado un palacio nuevo sobre las ruinas del templo de Atenea, al norte de la avenida principal, no muy lejos del lugar donde se hallaba el palacio de Príamo con sus orgullosos porches y columnas antes de que los dioses lo bombardearan.

El nuevo palacio (no tenían otro nombre para su edificio civil central) todavía olía a madera fresca, fría piedra y pintura, pero era luminoso y soleado aquel día de principios de primavera. Helena entró y ocupó su lugar junto a la familia real, cerca de Andrómaca, quien le dirigió una breve sonrisa y luego volvió su atención a su marido.

Héctor empezaba a tener algunas canas en el pelo rizado y la barba castaña. Todos lo habían advertido. La mayoría de las mujeres, Helena lo sabía, pensaban que eso le hacía parecer aún más distinguido si cabía. A Héctor le tocaba abrir la reunión y así lo hizo, dando la bienvenida a todos los dignatarios troyanos y a los invitados aqueos por su nombre.

Agamenón estaba todavía extraño, dirigiendo ocasionalmente a todos aquella larga mirada desenfocada que había sido la suya durante tantos meses después de la Caída, pero ya lo bastante lúcido para que se le oyera en las discusiones del Consejo Conjunto. Y sus tiendas seguían llenas de tesoros.

Néstor estaba también, aunque habían tenido que traerlo a la ciudad (desde el campamento de los aqueos, sin defender ahora en la playa) en una silla de mano que cargaban cuatro esclavos. El viejo y sabio Néstor nunca había recuperado el uso de las piernas después de aquel último día de terrible batalla en la playa. También presentes del campamento aqueo (todavía vivían sesenta mil guerreros griegos, suficientes para exigir un voto) estaban Áyax el Menor, Idomeneo, Polixino, Teucro y el líder reconocido, aunque no públicamente aclamado de los griegos, el guapo Trasimedes, hijo de Néstor. Con los griegos había varios hombres a quienes Helena no reconoció, incluido un joven alto y flacucho con barba y pelo rizado.

Tras ser presentado y bienvenido por Héctor, Trasimedes miró a Helena y Helena bajó los ojos con modestia mientras se permitía ruborizarse levemente. Algunas costumbres eran difíciles de olvidar, incluso allí, en un mundo distinto y una época distinta.

Finalmente Héctor presentó al emisario de Ardis: no Hockenberry, que aún no había regresado de su viaje al oeste, sino un hombre alto, delgado y callado llamado Boman. No había ningún moravec presente esa mañana.

Tras haber terminado las bienvenidas, las presentaciones innecesarias y las palabras rituales de la asamblea, Héctor declaró los motivos para celebrar aquella reunión y lo que había que decidir antes de retirarse.

—Así que hoy debemos decidir si iniciamos la expedición a Delfos —concluyó el noble Héctor—, y, si así lo hacemos, quién irá y quién se quedará. También tenemos que decidir qué hacer si es posible manipular el rayo azul y traer de vuelta a muchos de los parientes argivos. Trasimedes, tu pueblo estaba a cargo de la construcción de las largas naves. ¿Quieres contar al Consejo qué progresos se han hecho?

Trasimedes hizo una reverencia, la rodilla apoyada en un escalón y el casco dorado sobre la pierna.

—Como sabes, nuestro mejor constructor de barcos superviviente, Harmónides, ha estado a cargo del astillero. Dejaré que él informe.

Harmónides, el joven de la barba rizada a quien Helena había divisado un minuto antes, avanzó ahora unos cuantos pasos y se miró tímidamente los pies como si deseara no haberse hecho notar tanto. Tartamudeó levemente al hablar.

—Las... treinta largas naves están... preparadas. Cada una puede... llevar... a cincuenta hombres, sus armaduras y provisiones suficientes para... llegar a Delfos. Estamos a punto de terminar... de terminar... las otras veinte naves... como ordenó el Consejo. Estas naves son... más anchas de manga... que las naves largas, perfectas para... para transportar posesiones y personas que encontremos... posesiones y personas.

Harmónides dio rápidamente un paso atrás y regresó al grupo de argivos.

—Muy bien, noble Harmónides —dijo Héctor—. Te damos las gracias. He inspeccionado las naves y son hermosas... tensas, firmes, hechas con precisión.

—Y yo deseo dar las gracias a los troyanos por saber dónde encontrar la mejor madera en las pendientes del monte Ida —dijo el sonrojado Harmónides, pero con orgullo esta vez, y sin tartamudear.

—Así que ahora tenemos las naves para emprender el viaje —dijo Héctor—. Ya que las familias perdidas de tierra adentro son aqueas y argivas, no troyanas, Trasimedes se ha presentado voluntario para liderar la expedición a Delfos. Cuéntanos, Trasimedes, tus planes para ese viaje.

El alto Trasimedes bajó la pierna, sujetando su pesado casco con facilidad en una palma, según advirtió Helena.

—Nos proponemos zarpar la semana que viene, cuando los vientos de la primavera bendigan nuestro viaje —dijo Trasimedes, su voz grave y fuerte llegaba hasta el fondo de la gran cámara del Consejo—. Las treinta naves y los mil quinientos hombres escogidos... Los aventureros troyanos siguen invitados si quieren ver mundo.

Hubo risas y el buen humor imperó en la sala.

—Navegaremos hacia el sur siguiendo la costa y dejaremos atrás la vacía Colonos —continuó Trasimedes—, y luego iremos a Lesbos y surcaremos las aguas oscuras hasta Chios, donde cazaremos y nadaremos en aguas frescas. Luego al oeste-suroeste cruzando el profundo mar, dejaremos atrás Andros y, en el estrecho Genestio, entre la península de Catsilo y la isla de Ceos, cinco de nuestras naves se separarán y navegarán río arriba hasta Atenas, desde donde los hombres cubrirán a pie el último tramo. Buscarán vida humana allí, y si no encuentran ninguna, marcharán a Delfos a pie, mientras sus naves regresan y cruzan el golfo detrás de nosotros.

»Las veinticinco naves restantes navegarán conmigo al suroeste dejando atrás Lacedemonia, circunnavegarán todo el Peloponeso, sortearán los estrechos entre Citerea y la tierra firme si el tiempo lo permite. Cuando divisemos Zacintros a proa, nos acercaremos de nuevo a tierra firme, y luego nos dirigiremos al este-noroeste y de nuevo al este hasta el golfo de Corinto. Dejaremos atrás la Lócride y, antes de llegar a Beocia, entraremos en la bahía, vararemos las naves y llegaremos a Delfos, donde los moravecs y nuestros amigos de Ardis nos aseguran que el templo del rayo azul contiene los restos vivos de nuestra raza.

La persona llamada Boman avanzó hasta situarse en el centro. Hablaba griego con un acento horrible, mucho peor que el del viejo Hockenberry, pensó Helena, y parecía tan bárbaro como su modo de vestir indicaba, pero se hizo entender a pesar de unos errores sintácticos que habrían hecho enrojecer al mentor de un niño de tres años.

—Es un buen momento del año para hacerlo —dijo Boman, el alto ardisiano—. El problema es: si seguís nuestras instrucciones para recuperar a la gente atrapada en el rayo azul, ¿qué haréis con ella? Es posible que toda la población de Tierra-Ilión fuera codificada allí, unos seis millones de personas, incluyendo chinos, africanos, indios americanos, preaztecas...

—Discúlpame —interrumpió Trasimedes—. No entendemos esas palabras, Boman, hijo de Ardis.

El hombre alto se rascó la mejilla.

—¿Entendéis la idea de seis millones?

Nadie lo hacía. Helena se preguntó si el ardisiano estaba en sus cabales.

—Imaginad treinta Iliones, cuando su población estaba en su apogeo —dijo Boman—. Ésa es la cantidad de gente que puede salir del Templo del Rayo Azul.

La mayoría de los miembros del consejo se echaron a reír. Helena advirtió que ni Héctor ni Trasimedes lo hacían.

—Por eso estamos aquí para ayudaros —dijo Boman—. Creemos que podéis repatriar a vuestra propia gente, los griegos, sin mayores problemas. Naturalmente, las casas y ciudades, templos y animales han desaparecido, pero hay muchos animales que cazar y podréis criar animales domésticos de nuevo en poco tiempo...

Boman se detuvo porque la mayoría se estaba riendo o burlando de nuevo. Héctor le indicó al ardisiano que continuara, sin explicar su error. El hombre había usado la palabra «follar» refiriéndose a criar animales domésticos. A Helena también le hizo gracia.

—Sea como sea, nosotros estaremos allí y los moravecs proporcionarán transporte a casa para esos... extranjeros. —Usó la palabra adecuada, «bárbaros», pero obviamente quería usar otra.

—Gracias —dijo Héctor—. Trasimedes, si vuestros muchos pueblos están allí, del Peloponeso, de las muchas islas como la Ítaca de Odiseo, de Ática y Beocia y Molosi y Obesta y Chaldi y Botia y Tracia, de todas las zonas que los griegos llamáis vuestra patria, ¿qué haréis entonces? Tendréis a toda esa gente en un lugar, pero sin ciudades, bueyes, casas ni refugios.

Trasimedes asintió.

—Noble Héctor, nuestro plan será enviar inmediatamente cinco naves a Nueva Ilión para informarte de nuestro éxito. Los demás se quedarán con aquellos que sean liberados del rayo azul en Delfos, organizando viajes seguros para las familias de vuelta a sus hogares, encontrando un modo de alimentar y dar refugio a todos hasta que se instaure el orden.

—Eso podría llevar años —dijo Deífobo. El hermano de Héctor nunca se había mostrado muy conforme con la expedición a Delfos.

—Puede que en efecto lleve años —reconoció Trasimedes—. Pero ¿qué otra cosa podemos hacer sino intentar liberar a nuestras esposas, madres, abuelos, hijos, esclavos y criados? Es nuestro deber.

—Los ardisianos podrían faxear allí en un minuto y liberarlos en dos —dijo una voz resentida desde el lugar donde estaba sentado su dueño. Agamenón.

Boman volvió a dar un paso al frente.

—Noble Héctor, rey Agamenón, nobles y caballeros de este Consejo, nosotros podríamos hacer lo que Agamenón dice. Y algún día vosotros también faxearéis... no librefaxear como hacemos nosotros, los ardisianos, pero sí faxear usando los lugares que llamamos faxnódulos. No estáis cerca de ninguno, pero descubriréis uno o más en Grecia. Pero me estoy andando por las ramas... podríamos faxear a Delfos y liberar a los griegos en horas y días, si no en minutos, pero entenderéis por qué no es adecuado que lo hagamos. Son vuestro pueblo. Su futuro es vuestra preocupación. Hace algunos meses, liberamos a nueve mil y pico de los nuestros de otro rayo azul, y aunque agradecimos la población extra, nos resultó difícil cuidar a esos pocos sin demasiada planificación previa. En el mundo hay demasiados voynix y calibani sueltos, por no mencionar a los dinosaurios, las aves terroríficas y otras rarezas que descubriréis cuando dejéis la seguridad de Nueva Ilión.

»Nosotros y nuestros moravecs os ayudaremos a dispersar a la población no-griega, si la hay en ese rayo azul, pero el futuro de los pueblos griegohablantes debe permanecer en vuestras manos.

Este breve discurso, aunque bárbaro en gramática y sintaxis, fue lo bastante elocuente para valerle al alto ardisiano una salva de aplausos. Helena aplaudió también. Quería conocer a aquel hombre.

Héctor avanzó hasta el centro de la zona libre y dio una vuelta completa sobre sus talones, mirando a todos y cada uno a los ojos.

—Ahora, votemos. Mayoría simple. Los que estén de acuerdo con que Trasimedes y su expedición de voluntarios zarpen para Delfos con los próximos buenos vientos y marea, elevad el puño. Los que estéis en contra de la expedición, bajad la mano.

Había poco más de cien personas en la reunión. Helena contó setenta y tres puños alzados, incluido el suyo, y sólo doce manos bajas, incluida la de Deífobo y, por algún motivo, la de Andrómaca.

Hubo muchas celebraciones en el interior y, cuando los heraldos anunciaron el resultado a las decenas de miles de personas congregadas en la plaza central y el mercado, los vítores resonaron en las nuevas murallas bajas de Nueva Ilión.

Héctor se acercó a Helena en la terraza. Después de unas palabras de saludo y algún comentario sobre el vino helado, dijo:

—Quiero ir con todas mis fuerzas, Helena. No puedo soportar la idea de que esta expedición parta sin mí.

«Ah, —pensó Helena—, ése es el motivo por el que Andrómaca votó en contra.»

—No puedes ir, noble Héctor —dijo en voz alta—. La ciudad te necesita.

—Bah —respondió Héctor, apurando el vino y depositando de golpe la copa en una piedra que aún no había sido colocada en su sitio—. La ciudad no está amenazada. No hemos visto a nadie más en doce meses. Hemos pasado todo este tiempo reconstruyendo nuestras murallas, y ahí las tienes, pero no deberíamos habernos tomado la molestia. No hay otra gente ahí fuera. No en esta región de la ancha Tierra, al menos.

—Tanto más motivo para que te quedes y cuides de nuestro pueblo —dijo Helena, sonriendo levemente—. Para protegernos de esos dinosaurios y aves terroríficas de las que habla nuestro alto ardisiano.

Héctor captó la burla en sus ojos y le devolvió la sonrisa. Helena sabía que Héctor y ella siempre habían tenido esta extraña conexión, parte burla, parte flirteo, parte algo más profundo que la conexión entre un marido y su esposa.

—¿No crees que tu futuro esposo sea adecuado para proteger nuestra ciudad de toda amenaza, noble Helena? —preguntó él.

Ella volvió a sonreír.

—Estimo a tu hermano Deífobo por encima de todos los demás hombres, mi querido Héctor, pero no he accedido a su propuesta de matrimonio.

—Príamo lo hubiese querido. A Paris le habría complacido la idea.

«Paris habría vomitado al enterarse», pensó Helena.

—Sí, a tu hermano Paris le habría gustado que me casara con Deífobo... o con cualquier noble hermano del linaje de Príamo —le sonrió de nuevo a Héctor y le llenó de satisfacción ver su incomodidad.

—¿Guardarás un secreto si te lo cuento? —preguntó él, acercándose a ella y hablando casi en susurros.

—Por supuesto —respondió Helena, pensando «si me conviene hacerlo».

—Pienso ir con Trasimedes y su expedición cuando zarpe —dijo Héctor en voz baja—. ¿Quién sabe si alguno de nosotros regresará? Te echaré de menos, Helena. —Le tocó torpemente el hombro.

Helena de Troya colocó su suave mano sobre la áspera mano de él, apretándola entre su suave hombro y su suave palma. Lo miró profundamente a los ojos grises.

—Si vas en esa expedición, noble Héctor, yo te echaré de menos casi tanto como tu amada Andrómaca.

«Pero no tanto como lo hará Andrómaca —pensó Helena—, puesto que seré una polizona en este viaje aunque me cueste hasta el último diamante y la última perla de mi cuantiosa fortuna.»

Todavía tocándose las manos, Héctor y ella se acercaron a la barandilla del largo porche de piedra del palacio del Consejo. Las multitudes de la plaza del mercado estaban locas de felicidad.

En el centro de la plaza, exactamente donde la vieja fuente se había alzado durante siglos, la muchedumbre de griegos y troyanos borrachos, unidos como hermanos y hermanas, había traído un gran caballo de madera. El artefacto era tan grande que no hubiese cabido por las puertas Esceas, si las puertas Esceas hubiesen estado todavía en pie. La puerta actual, más baja, más ancha, sin remate, levantada a toda prisa cerca del lugar donde se hallaba el viejo roble, no tuvo problemas para abrirse y dar paso a la efigie.

Algún gracioso en la multitud había decidido que el caballo iba a ser el símbolo de la Caída de Ilión y ese día, en el aniversario de la Caída, planeaban quemar la estatua. Los ánimos estaban altos.

Héctor y Helena contemplaron, las manos todavía tocándose levemente, pero no sin significado mutuo, cómo la multitud aplicaba antorchas al gigantesco caballo y, la estatua, hecha principalmente de madera seca, ardía en segundos, haciendo retroceder a la muchedumbre, atrayendo a los alguaciles con sus escudos y sus lanzas, y haciendo que los nobles del largo porche y los balcones murmuraran con desaprobación.

Héctor y Helena se rieron con ganas.