Siete años y cinco meses después de la Caída de Ilión:
Me llamo Thomas Hockenberry, catedrático, Hockenbush para mis amigos. No tengo amigos vivos que me llamen así. O más bien, los amigos que una vez pudieron llamarme así (Hockenbush, un apodo de mis días de estudiante en el Wabash College) hace tiempo que se han convertido en polvo en este mundo donde tantas cosas se han convertido en polvo.
Viví cincuenta y tantos años en esa primera y buena Tierra, y me han concedido algo más de doce ricos años en esta segunda vida: en Ilión, en el Olimpo, en un lugar llamado Marte aunque no supe que era Marte hasta mis últimos días allí, y ahora otra vez aquí. En casa. En la dulce Tierra de nuevo.
Tengo mucho que contar. Lo malo es que he perdido todas las grabaciones que hice durante los últimos doce años como escólico y como erudito: las piedras de voz que entregué a mi Musa con las observaciones diarias de la guerra de Troya, mis propias notas, incluso el grabador moravec que usé para describir los últimos días de Zeus y el Olimpo. Lo he perdido todo.
No importa. Lo recuerdo todo. Cada rostro. Cada hombre y mujer. Cada nombre.
Los entendidos dicen que una de las cosas maravillosas de la Ilíada de Homero es que ningún hombre muere en ella sin ser nombrado en la narración. Todos cayeron pesadamente, esos héroes, esos héroes brutales, y cuando cayeron lo hicieron, como dijo otro estudioso (estoy parafraseando), pesadamente, con el estrépito de todas sus armas y sus armaduras y sus posesiones y su ganado y sus esposas y sus esclavos que cayeron con ellos. Y sus nombres. Ningún hombre murió sin nombre o sin peso en la Ilíada de Homero.
Si intentara contar mi historia, intentaría hacer lo mismo.
Pero ¿por dónde empezar?
Si he de ser el corifeo de esta historia (voluntario o no), entonces puedo empezar por donde quiera. Decido empezar aquí, contando dónde vivo.
Disfruté de los meses con Helena en Nueva Ilión mientras se reconstruía la ciudad. Los griegos colaboraron en la reconstrucción después del acuerdo con Héctor de que los troyanos a cambio, los ayudarían a construir sus largas naves, cuando las murallas de la ciudad estuvieran levantadas de nuevo. Cuando la ciudad volviera a vivir.
Nunca murió. Verán, Ilión (Troya) era su gente: Héctor, Helena, Andrómaca, Príamo, Casandra, Deífobo, Paris... demonios incluso esa bruja de Hipsipila. Algunas de esas personas murieron, otras sobrevivieron. La ciudad vivió mientras ellos lo hicieron. Virgilio lo comprendió.
Así que no puedo ser Homero para ustedes y no puedo ser Virgilio contando el relato desde el momento de la caída de Troya... no ha pasado suficiente tiempo para que esa parte sea una gran historia, aunque he oído decir que podría estar cambiando. Estaré observando y escuchando mientras viva.
Pero ahora vivo aquí. En Ciudad Ardis.
No Ardis. Una gran casa ha vuelto a construirse en el amplio prado, colina arriba, a dos kilómetros del viejo faxpabellón, una casa grande muy cerca de donde antaño se alzara Ardis Hall, y Ada vive allí aún con su familia, pero este lugar es Ciudad Ardis, ya no es Ardis.
Hay poco más de veintiocho mil personas aquí, ahora, según el último censo realizado hace cinco meses. Hay una comunidad en la colina, repartida alrededor del nuevo hogar de Ada en Ardis, pero la mayor parte de la ciudad está aquí abajo, a ambos lados de la nueva carretera que llega desde el faxpabellón siguiendo el río. Aquí están los molinos, el mercado y los olorosos edificios de los curtidores, y la imprenta y la fábrica de papel, y demasiados bares y casas de putas, y dos sinagogas, y una iglesia que podría ser descrita como la Primera Iglesia del Caos, y algunos buenos restaurantes, y los establos (que huelen tan mal como la curtiduría) y una biblioteca (ayudé a construirla) y una escuela, aunque la mayoría de los niños siguen viviendo en Ardis House o cerca de ella. La mayoría de nuestros estudiantes en Ciudad Ardis son adultos que aprenden a leer y escribir.
La mitad de nuestros residentes son griegos y la mitad son judíos. Tienden a llevarse bien. La mayoría de los días.
Los judíos tienen la ventaja de ser plenamente funcionales; es decir, pueden librefaxear donde demonios quieran ir cada vez que les salga de las narices hacerlo (yo también puedo hacerlo: no faxear, yo TCeo. Está en mis células y ADN, ¿saben?, escrito allí por quienquiera o Quienquiera que me diseñara. Pero ya no me TCeo mucho. Me gustan formas de transporte más lentas).
Ayudo a Mahnmut con su proyecto de Encontrar a Will al menos una vez por semana si puedo. Ya han oído hablar de eso. No creo que encuentre jamás a Will, y sospecho que él cree lo mismo. Se ha convertido en una especie de hobby para él y Orphu de Io y yo lo ayudamos con el mismo espíritu de «qué demonios». Ninguno de nosotros —ni siquiera Mahnmut, me parece— cree que Próspero, Moira, Ariel, cualquiera de los Poderes Que Son... incluso ese Silente del que tanto oímos hablar, vayan a permitir a nuestro pequeño moravec encontrar y recombinar los huesos y el ADN de William Shakespeare. No le reprocho a los Poderes Que Son que se sientan amenazados.
Oh, la obra va a representarse en Ardis esta noche. Ya se han enterado ustedes también de eso. Muchos de nosotros en Ciudad Ardis vamos a subir a verla, aunque confieso que la colina es empinada, la carretera y las escaleras están llenas de polvo y puede que pague cinco centavos por subir en uno de los carruajes de vapor que dirige la compañía de Hannah. Ojalá las malditas máquinas no fueran tan ruidosas.
Hablando de encontrar y no encontrar a alguien, creo que no les he contado cómo encontré a mi viejo amigo Keith Nightenhelser.
La última vez que vi a mi amigo estaba con una tribu de indios prehistóricos en los bosques de lo que un día sería Indiana... digamos dentro de tres mil años más. Era un lugar infernal para él y me sentí culpable porque yo lo había llevado allí. La idea era mantenerlo a salvo durante la guerra entre héroes y dioses, pero cuando regresé a buscarlo los indios habían desaparecido y él también.
Y Patroclo (un Patroclo muy cabreado) andaba por alguna parte por allí también, y sospeché que Nightenhelser no había sobrevivido.
Pero librefaxeé a Delfos hace tres meses y medio cuando Trasimedes, Héctor y su puñado de aventureros interfirieron el rayo azul de Delfos y zas, a las ocho horas de ver gente salir aturdida de aquel pequeño edificio (me recordó el viejo número circense en el que llega un cochecito muy pequeño y salen de él cincuenta payasos), allí que aparece mi amigo Nightenhelser (siempre nos llamamos el uno al otro por el apellido).
Nightenhelser y yo compramos este sitio donde estoy ahora sentado escribiendo. Somos colegas (por favor, adviertan: somos colegas de negocios, y buenos amigos, pero no colegas tal como se usó extrañamente esa palabra en el siglo XXI para referirse a dos hombres. Quiero decir, no pasé de Helena de Troya a Nightenhelser de Ciudad Ardis. Tengo problemas, pero no en esa zona concreta).
Me pregunto qué pensaría Helena de nuestra taberna. Se llama Dombey & Sons (el nombre fue sugerencia de Nightenhelser, demasiado tonto para mi gusto) y tiene bastante éxito. Está limpia en comparación con los otros locales que hay repartidos por la orilla del río como trozos de uralita colgando de un techo viejo. Nuestras camareras son camareras y no putas (al menos no aquí o no cuando estamos nosotros o en nuestra taberna). La cerveza es la mejor que podemos comprar: Hannah, que según me han dicho es la primera millonaria de Ardis de la nueva era, posee otra compañía que fabrica la cerveza. Evidentemente la fermentación fue algo que aprendió cuando estudiaba escultura y vertido de metales. No me pregunten por qué.
¿Ven por qué vacilo al contar esta historia épica? No puedo contar las cosas sin desviarme. Tiendo a la digresión.
Tal vez traiga aquí a Helena algún día y le pregunte qué le parece el lugar.
Pero corre el rumor de que Helena se ha cortado el pelo, se ha vestido de chico, y ha zarpado a la aventura de Delfos con Héctor y Trasimedes; ambos la siguen como cachorrillos detrás de un hueso (éste es otro motivo por el que vacilo a la hora de contar esta historia épica: nunca fui gran cosa con metáforas y símiles. Como dijo una vez Nightenhelser, me lastran los tropos. No importa).
Rumores, demonios. Sé que Helena está con la expedición de Delfos. La vi allí. Está guapa con el pelo corto y bronceada. No es mi Helena, pero está sana y muy hermosa.
Podría contarles más cosas sobre mi taberna y sobre Ciudad Ardis: cómo es la política en su infancia (tan inútil y apestosa como un bebé, en efecto), o cómo es la gente, griegos y judíos, con funciones o sin ellas, creyentes, cínicos... pero eso no forma parte de esta historia.
Además, como descubriré más tarde esta noche, no soy el verdadero narrador. No soy el Bardo elegido. Sé que no tiene sentido para ustedes ahora, pero esperen a que lleguemos y verán qué quiero decir.
Estos últimos dieciocho años no han sido fáciles para mí, sobre todo los once primeros. Me siento tan magullado y dolorido psicológica y emocionalmente como el caparazón del viejo Orphu de Io lo está físicamente (Orphu vive casi siempre en la colina, en Ardis. Lo verán un poco más tarde también. Va a ir a ver la obra de esta noche, pero tiene una cita con los chicos cada tarde. Eso es lo que me dio la pista de que de todos mis años como estudioso y escólico no me convierten en el elegido para contar esta historia concreta cuando llegue el momento de contarla).
Sí, estos últimos dieciocho años, sobre todo los once primeros, han sido duros, pero supongo que me siento más rico. Espero que ustedes se sientan también más ricos cuando oigan la historia. Si no, no es culpa mía: renuncio a la narración, aunque mis recuerdos están disponibles para todo aquel que quiera tomarlos.
Pido disculpas. Tengo que irme. Empiezan a llegar los clientes de la tarde: el turno de los curtidores acaba de terminar, ¿pueden olerlos? Una de mis camareras está enferma y la otra acaba de fugarse con uno de los jóvenes atenienses que decidió venirse aquí después de Delfos y... bueno, ando escaso de personal. El camarero vendrá para el turno de noche dentro de cuarenta y cinco minutos, pero hasta entonces, será mejor que escancie cervezas y vaya cortando yo mismo el roast beef para los sándwiches.
Me llamo Thomas Hockenberry, pero creo que tendría que haberme llamado Gambrinus.
Lo siento. El humor no fue nunca mi punto fuerte, excepto para alguna referencia literaria y algún chiste retorcido.
Los veré en la narración de esta tarde, antes de la obra.