(Viernes, 8 de mayo de 1840.)
De la ruda época del Paganismo escandinavo nórdico, pasamos a período religioso muy distinto en un pueblo muy diferente: al Mahometismo árabe. ¡Qué importante cambio y progreso en el estado universal y en el pensamiento de los hombres!
No se considera ya al Héroe como Dios, sino como inspirado por Él, como profeta. Es la segunda fase del Culto al Héroe; pasó la primitiva, la remota, para no volver más, no habiendo hombre, por grande que fuere en la historia del mundo, a quien sus congéneres considerasen dios. Lógicamente es imposible creer hubiera personas que admitiesen como dios al hombre que tenían ante sus ojos, al hacedor de este mundo. Quizá fuere alguien a quien recordaban o habían visto; mas tampoco puede ser así. El Gran Hombre no era ya reconocido como Dios.
Gran error fue considerar Dios al Gran Hombre. Sin embargo, siempre es difícil saber lo que es, explicarlo o reconocerlo. La acogida que una época ofreció al Gran Hombre es el aspecto más significativo de su historia. El franco instinto humano ve algo deífico en él. Lo importante es que se le considere dios, profeta u otra cosa, pues por ello podemos ver, como a través de un ventanillo, el estado espiritual que abriga su corazón. Porque en el fondo el Gran Hombre, tal cual sale de manos de la Naturaleza, es siempre lo mismo: Odin, Lutero, Johnson, Burns; espero aclararos que todos ellos son una misma sustancia, que sólo la acogida que tuvieron y la forma que revistieron les hace tan diversos. La adoración a Odin nos sorprende al pensar se postraban ante el Gran Hombre con deliquio de amor maravillado, sintiendo en sus corazones que moraba en el firmamento, que era dios. No era eso perfección, pero ¿podemos llamar perfección al modo como acogimos a Burns? El don más preciado que el Cielo puede conceder a la Tierra es el hombre de genio como decimos, el Espíritu de un Hombre enviado de los cielos como mensajero de Dios, que deslucimos considerándolo castillo de fuego de artificio, pasatiempo que se trueca en ceniza, decepción, ineficacia. Tampoco llamo perfecta a tal acogida, pues reflexionando diríamos que el caso Burns fue fenómeno algo más ingrato, mostrando aun imperfecciones más funestas en la conducta de los hombres que el método escandinavo. Malo es caer en el irreflexivo deliquio del amor y la admiración, mas tal vez es peor la carencia de amor, exagerada, irracional, altanera. El Culto al Héroe varía continuamente; cada época lo siente a su modo, siendo difícil rendirlo acertadamente. Lo que anima el conjunto de sentimientos de una generación es ciertamente rendirlo como es debido.
No hemos elegido a Mahoma como el Profeta más eminente, sino por el que nos permite discurrir con más libertad. No es el más sincero entre los Profetas, mas yo lo creo franco. Además, como no nos arriesgamos a convertirnos al Mahometismo, me propongo hablar de él lo mejor que la justicia permita; ésta es la manera de penetrar su secreto. Intentaremos comprender lo que fue el mundo para él, pues lo que él fue y será para el mundo será entonces más fácil de comprender. Vulgarmente es considerado Mahoma como Impostor intrigante, encarnación de la Falsía, su religión mero amasijo de ficción y fatuidad; cosa muy difícil de sustentar hoy día. Las ficciones con que el celo de buena fe rodeó a este hombre nos repugnan. Cuando Pococke preguntó a Grocio qué prueba tenía de la leyenda del pichón adiestrado que picoteaba guisantes en la oreja de Mahoma, haciéndole pasar por ángel que le inspiraba, respondió Grocio que no había ninguna. Ya es hora de abandonar esas cosas. La palabra de aquel hombre ha sido norma de vida para ciento ochenta millones de seres desde hace mil doscientos años. Esos millones de seres fueron creados por Dios como nosotros. Hoy son muchos más de esos millones los que creen en la palabra de Mahoma antes que en otra. ¿Sospecharemos miserable juego de prestidigitación espiritual esa creencia en que tantas criaturas de Dios vivieron y murieron? Por mi parte, no puedo suponer tal cosa, siendo otras mis suposiciones antes que ésa. No sabríamos a qué atenernos sobre el mundo si el empirismo se desarrollase y sancionase de esa manera.
Hay que reconocer que tales teorías son lamentables. Si quisiéramos lograr el conocimiento de algo concerniente a la verdadera creación de Dios, tendríamos que descartarlas todas; son producto de un Período de Escepticismo; indican la triste parálisis espiritual, la mera muerte en vida del espíritu del hombre; nunca se promulgó teoría más atea en este Mundo. ¿Que un hombre falaz fundó una religión? El falaz no es capaz de edificar una casa de ladrillo. De no conocer y aplicar fielmente las propiedades del mortero, la cal y demás cosas que emplee, no será casa lo que construya, sino un montón de escombros, que no resistirá doce siglos alojando ciento ochenta millones de seres, porque se desplomaría antes. El hombre debe amoldarse a las leyes de la Naturaleza, estar en franca comunicación con ella y la verdad de las cosas; de no ser así, la Naturaleza le negará todo concurso. Las especiosidades son ficticias; un Cagliostro, muchos Cagliostros, eminentes conductores de muchedumbres, pueden prosperar un día debido a sus engaños; ocurre como con los billetes falsos: que se consigue pasarlos, siendo otro el que pagará su importe. La Naturaleza aviva los rescoldos haciendo surgir las llamas, la Revolución Francesa y cosas parecidas, proclamando con terrible veracidad que los billetes falsos, son falsos.
En cuanto al Gran Hombre, me aventuro a asegurar que no es creíble que sea un hipócrita, porque considero la sinceridad como su base fundamental, así como todo cuanto en él reside. Ni Mirabeau, ni Napoleón, ni Burns, ni Cromwell, ni ninguno de los destinados a realizar algo grande, deja de ser ante todo celoso en ese punto, lo que llamo un hombre sincero. Afirmo que la sinceridad, la profunda, grande, genuina sinceridad, es la principal característica de todos los héroes. No me refiero a la sinceridad que se cree tal, porque ésta es muy inferior, sinceridad superficial, jactanciosa, consciente, siendo con frecuencia mera pretensión. La sinceridad del Gran Hombre es de índole tal, que es ignorada por él, porque la posee inconscientemente, no creyendo tampoco se considere insincero; porque ¿qué hombre puede avanzar sin desviarse guiado por la ley de la verdad durante un solo día? No; el Gran Hombre no se jacta de ser sincero, eso nunca; quizá no pensó jamás en cosa tal; antes afirmaré que su sinceridad no depende de él, que es necesariamente sincero. La gran Realidad de la Existencia es grande para él. Por más que se eleve no puede alejarse de la imponente presencia de esta Realidad. Su mente tiene esa propiedad, siendo grande por eso ante todo. El Universo es para él imponente y maravilloso, real como la vida, real como la muerte. Aunque los demás puedan olvidar su verdad, pisando terreno falso; él no lo puede, porque el reflejo de su llama brilla inconfundible sobre él. Aceptemos esto como primera definición del Gran Hombre. También el hombre vulgar podrá gozar de ella por ser patrimonio de toda criatura de Dios, pero para el Grande es imprescindible.
Es lo que llamamos hombre original, hombre que comprendemos sin intermediarios; es un mensajero enviado desde el Infinito Desconocido; le llamamos Poeta, Profeta, Dios, y sus palabras suenan en nuestros oídos de modo distinto a las de todos los demás. Conocedor del Espíritu de las cosas, vive y tiene que vivir en continuo contacto con él, sin que las vulgaridades se lo velen; ciego, errante, despreciado, perseguido por el vulgo, mas penetrado por ese Espíritu. ¿No son sus palabras una especie de revelación? Así hay que llamarlas, pues no disponemos de otro vocablo. Proviene del corazón del mundo, siendo parte de la realidad primitiva de las cosas. Muchas revelaciones hizo Dios, siendo este hombre una de ellas; ¿no ha sido Dios quien lo creó como la última y más nueva entre todas? La inspiración del Todopoderoso le da entendimiento; lo primero que debemos hacer es escucharlo.
Por eso no consideraremos a Mahoma una Inanidad y una Teatralidad, un miserable impostor consciente y ambicioso; no podemos concebirlo así. El rudo mensaje que proclamó fue real, una voz celosa y confusa desde el abismo desconocido. Las palabras de aquel hombre no fueron falsas, tampoco su conducta; no siendo Inanidad y Simulación, sino ardiente masa de Vida fundida en el mismo seno de la Naturaleza. El Hacedor del mundo le ordenó que encendiera al mundo. Los defectos, imperfecciones, insinceridades de Mahoma no podrían desquiciar este hecho primario, aunque se probase palmariamente.
Lo que ocurre es que exageramos mucho los errores, que los detalles ocultan el verdadero centro. ¿Errores? Me atrevo a decir que el mayor de todos es no reconocerse ninguno. Pudiéramos creer que los lectores de la Biblia saben más sobre eso. ¿A quién se llama en ella el hombre de conformidad con el propio corazón de Dios? David, el Rey hebreo, cayó también en pecado; tenebrosos crímenes; le sobraban pecados. Por eso los incrédulos se mofan preguntando: ¿es ése vuestro hombre de conformidad con el corazón de Dios? La mofa paréceme superficial. ¿Qué son los errores, qué los detalles externos de la vida, si olvidamos su secreto interior, el remordimiento, las tentaciones, la cierta, desconcertante e infinita lucha? No es el caminante quien guía sus propios pasos. ¿No es el arrepentimiento el acto más divino en el hombre? El pecado más mortal fue el orgullo que no reconocía pecado, porque eso es muerte, y el corazón que así lo reconoce queda divorciado de la sinceridad, humildad y realidad: está muerto, es puro, puro como la arena seca inerte. Considero la vida e historia de David, tal como se lee en sus Salmos, como el más sincero emblema del avance moral del hombre y pugnas en este mundo. Todos los espíritus graves verán en ella la lucha fiel del espíritu humano hacia lo bueno y lo mejor. Lucha contrariada, dolorosamente contrariada, que parece acaba con la ruina completa; no obstante, interminable, renaciendo continuamente entre lágrimas, arrepentimientos, propósito sincero invulnerable. ¡Pobre naturaleza humana! ¿No podemos afirmar en verdad que el andar del hombre es eso, sucesión de caídas? Porque no puede evitarlas. En este agreste elemento de la Vida tiene que luchar continuamente, cayendo, levantándose, volviendo a caer, lamentándose, arrepintiéndose, sangrante el corazón, incorporándose, pugnando siempre por avanzar. Lo más importante, la eterna cuestión, es que su lucha sea sincera e indomable. Nos resignaremos a muchos tristes detalles, si el espíritu que le informaba era sincero. Los detalles no nos descubrirán nunca la cosa. Creo que nos equivocamos al estimar los errores de Mahoma aun como tales: nunca lograremos penetrar su secreto insistiendo en ello. Los pasaremos por alto, y, admitiendo que hubo algo de verdad en él, indagaremos qué era o pudo ser.
Mahoma vio la luz entre los árabes, pueblo ciertamente notable, como su país, adecuado terreno para tal raza. Quebrados e inaccesibles montes, extensos y áridos desiertos, son islotes de verdor allí en donde surge el agua que nutre alegre vegetación, perfumados arbustos, esbeltas palmeras, árboles que destilan incienso. Consideremos el inmenso horizonte arenoso, vacío, silencioso, como un océano de arena que separa el terreno habitable del inhospitalario. Nos hallamos aislados, solos con el Universo; de día un sol feroz lo calcina con intolerable fulgor; de noche el gran Cielo profundo con sus astros. Esta comarca es la hecha para una raza de hombres de inquietas manos y de corazones profundos. El carácter árabe es ágil, activo, pero también pensativo y entusiasta. Se dice que los persas son los franceses de Oriente; nosotros diremos que los árabes son los italianos orientales. Es pueblo noble, de indómitos y fuertes sentimientos, que refrena férreamente; característica de la alteza de miras del genio. El montaraz beduino acoge en su tienda al extraño, creyendo tiene derecho a cuanto en ella hay; y, aunque se tratara de su peor enemigo, matará su potro para que coma, sirviéndolo con sagrada hospitalidad durante tres días, tras los cuales lo despedirá cortésmente; luego lo matará si puede, debido a otra ley tan sagrada como aquélla. Su palabra es como sus actos. Más bien son taciturnos que locuaces, pero cuando hablan lo hacen con elocuencia. Son graves, veraces, de estirpe judía, pero el terrible celo judío está combinado en ellos con cierta gracia y brillantez impropia de aquéllos. Antes de que surgiera Mahoma celebraban Concursos Poéticos. Dice Sale que en Ocadh, sur de Arabia, hubo ferias anuales; que una vez vendida la mercancía, cantaban los poetas aspirantes a los premios, y que los beduinos formaban corro para escucharles.
Los árabes manifiestan una cualidad judía, resultado de muchas o todas las cualidades superiores: lo que pudiéramos llamar religiosidad. Son fervientes adoradores desde remotos tiempos, de conformidad con sus luces. Adoraron a los astros, como los Sabeos, y a muchos objetos naturales reconocidos como símbolos, manifestaciones inmediatas, del Creador de la Naturaleza. Se equivocaron, mas no en absoluto, pues todo lo hecho por Dios es símbolo de Dios en algún sentido. ¿No consideramos mérito reconocer cierta inagotable significación, belleza poética, como decimos, en todos los objetos naturales? El poeta es admirado por cantar esas bellezas, rindiéndole cierto culto. Los árabes tuvieron muchos Profetas, maestros en su tribu, que enseñaron lo que sabían. ¿No tenemos las más nobles de las pruebas, patentes todavía, de aquella devoción y nobleza de miras residente en aquellos pensativos rústicos? Los comentadores de la Biblia parecen convenir en que nuestro Libro de Job se escribió en aquella región. Para mí es una de las más grandes cosas salidas de la pluma, dejando de lado las teorías sustentadas sobre él. No parece hebreo por la noble universalidad que reina en él, diferente al noble patriotismo o sectarismo. ¡Noble Libro; Libro universal! Es la primera afirmación del infinito Problema: el destino del hombre, la mano de Dios en este mundo. Es todo fluidez, grande en sinceridad y sencillez, en su épica y reposada reconciliación; es vista penetrante, indulgente corazón comprensivo; franco en todo, vista y visión certera de las cosas, materiales y espirituales. Recordemos cuando dice del Caballo: ¿vestiste su cerviz de trueno?, y del blandir de la pica se burla. Nadie se ha expresado con tal exactitud. Sublime pesar, sublime reconciliación; es la más remota melodía coral del corazón humano; su suavidad iguala a su grandeza, como la noche en pleno verano, como el mundo con sus mares y estrellas. Nada se ha escrito comparable a su mérito literario, ni en la Biblia ni fuera de ella.
Uno de los más antiguos objetos de adoración para los árabes idólatras fue la Piedra Negra, que se guarda todavía en el edificio llamado Caabah, en La Meca. Diodoro Sículo menciona este Caabah de modo indudable como el más antiguo y venerado templo de su época, medio siglo antes de nuestra Era. Dice Silvestre de Sacy que es probable que la Piedra Negra sea aerolítica, en tal caso alguien pudo verla caer del Cielo; ahora está junto al Pozo Zemzem; el Caabah se alza sobre ambos. Un pozo es siempre una cosa bella y conmovedora, surgiendo como la vida de la dura corteza terrestre, y más en ese cálido país, donde es primera condición de existencia. El Pozo Zemzem deriva su nombre del burbujeo de sus aguas zem-zem; se cree que es el pozo descubierto por Hagar con su pequeño Ismael en el bosque: el aerolito y el pozo son sagrados; sobre ellos hay un Caabah desde hace miles de años. Curioso Caabah. Allí está con su negra cubierta que envía anualmente el Sultán, con sus veintisiete codos de altura, con un doble circuito de columnas, filas de festoneadas lámparas y fantásticos adornos; esta misma noche encenderán sus lámparas, que brillarán de nuevo bajo las estrellas, como auténtico fragmento del remoto Pasado. Es el Keblah de todo Musulmán: desde Delhi hasta Marruecos, los ojos de innumerables hombres que oran se dirigen a él cinco veces al día, este día y todos los días; es uno de los centros más notables de la Morada del Hombre.
Si La Meca adquirió importancia como ciudad, lo debe a la santidad atribuida a esa Piedra de su Caabah y al Pozo de Hagar, donde acudían los peregrinos de todas las tribus árabes. Fue gran ciudad, en decadencia hoy, pues no posee ventajas naturales, estando como está en un hoyo arenoso entre áridas montañas peladas y distante del mar, a la que hay que llevar hasta el pan; pero los numerosos peregrinos requerían alojamiento, convirtiéndose en mercado, como todos los lugares de peregrinación; los primeros peregrinos atrajeron los primeros comerciantes, pues cuando se reúnen los hombres para algo descubren que pueden hacer otras cosas dependientes de su reunión; así fue La Meca la Feria de Arabia y el centro principal y almacén de todo comercio entre la India y los países occidentales, Siria, Egipto, aun Italia. En cierta época contaba cien mil habitantes, compradores, transitarios de productos orientales y occidentales, importadores de provisiones y trigo. Su gobierno era una especie de república aristocrática irregular, algo teocrático, gobernando diez hombres elegidos de la tribu principal, guardianes del Caabah. La tribu principal en tiempos de Mahoma era Kora; a ella pertenecía su familia. El resto de la Nación, dividido y aislado por los desiertos, vivía bajo parecidos gobiernos patriarcales, formando su población los pastores, traficantes, mercantes y brigantes, en frecuente guerra, teniendo como único lazo de reunión en el Caabah, donde adoraban todas las formas de la idolatría arábiga en común, unidos principalmente por el lazo interior indisoluble de la sangre y el lenguaje. Así vivieron los árabes durante muchos siglos, casi ignorados, ese pueblo de grandes cualidades, esperando inconscientemente el día en que el mundo se fijase en ellos. Parece que sus idolatrías vacilaron un momento cayendo en la confusión y fermentando entre ellos. Por ese tiempo tuvo eco en Arabia la vaga nueva del Acontecimiento de mayor importancia para este mundo: la Vida y Muerte del Hombre Divino en Judea, síntoma y causa al mismo tiempo de inmensurable cambio en el mundo.
Mahoma nació entre ese pueblo árabe el año 570 de nuestra Era. Pertenecía a la familia de Hashem de la tribu de Kora, estando emparentado con las principales personas de su pueblo, aunque era pobre. Poco después de nacer Mahoma murió su padre, falleciendo su madre cuando contaba seis años; era mujer de notable belleza, dignidad y sentido. Entonces se encargó de él su abuelo, anciano de cien años, hombre bueno, padre de Abdallah, su hijo menor y favorito, que a su vez fue padre de Mahoma. Los cansados ojos del abuelo vieron en el nieto al desaparecido Abdallah, lo único que quedaba de él, por lo que amaba al huerfanito tiernamente, diciendo: Hay que cuidar a ese hermoso pequeño, pues ninguno hay como él en toda la familia. A su fallecimiento, cuando tenía el niño dos años, lo confió a Abú Taleb, tío suyo, el más anciano, cabeza de familia, hombre justo y juicioso, que lo educó lo mejor que supo.
A medida que crecía Mahoma acompañaba a su tío en sus viajes comerciales; al llegar a los dieciocho años lo vemos luchando al lado del tío en la guerra; pero quizás el más significativo de sus viajes fue el que hizo a las Ferias de Siria algunos años antes. Fue la primera vez que el joven entró en contacto con un mundo del todo extraño, con un elemento de infinito alcance para él: la Religión Cristiana. No sé qué pensar de aquel Sergio, Monje Nestoriano, con quien se dice se alojaron tío y sobrino, ni lo que podría enseñar un monje a un joven de tan corta edad. Es probable que se haya exagerado algo sobre el Monje Nestoriano. Mahoma tenía catorce años y sólo conocía su lengua; muchas cosas de Siria deben haber sido para él incomprensible remolino; pero los ojos del joven estaban abiertos, recogiendo imágenes de muchísimas cosas, que había que madurar de extraña manera, originando opiniones, creencias y discernimiento en su día. La iniciación de Mahoma se debe probablemente a estos viajes a Siria.
Hay que tener en cuenta que no había ido a la escuela. Hacía poco que se conocía la escritura en Arabia; además, se cree que Mahoma nunca supo escribir; toda su instrucción se reducía a la vida en el desierto, con su experiencia, y lo único conocido para él sobre el infinito Universo desde el perdido lugar en que vivía era lo que veían sus ojos, lo que pensaba; tengamos presente que no pudo disponer de libros, limitándose a lo que sus ojos o los oídos percibían en el ignorado desierto de Arabia, pues la sabiduría del pasado o la lejana no estaban a su alcance, sin que hubiera alma hermana que le pudiere poner en comunicación directa con las demás épocas y países, estando aislado, sumergido en el seno de aquel arenal, a solas con la Naturaleza y sus pensamientos.
Distinguióse desde su niñez por su carácter meditativo, llamándole sus compañeros Al Amin ("El Fiel"), mostrándose sincero y veraz en hechos, palabras y pensamientos, observando la gente que cuanto decía encerraba sentido; hablaba poco, sólo cuando tenía algo que decir, haciéndolo de modo pertinente, franco y prudente, instruyendo al que escuchaba, única utilidad de la conversación. Se le tuvo siempre por sensato, cariñoso, veraz, serio, sincero, amable y cordial, buen amigo, y jovial, que reía con risa franca, pues hay hombres cuya hilaridad es ficticia, como todo lo que en ellos se manifiesta; otros son incapaces de reír. Dícese también que era hermoso, de fino rostro, sagaz, simpático, de tez morena, ojos negros y brillantes, con una venilla en la frente que se hinchaba y oscurecía cuando se encolerizaba, como aquella vena en forma de herradura del Redgauretlet de Scott. Esta venilla frontal era característica de la familia de los Hashem, notable en Mahoma. Era hombre espontáneo, apasionado, pero justo, sincero, animado por talento, ardor y entendimiento naturales, digno, sin instrucción, que pasaba la vida en las profundidades del Desierto.
Los autores árabes nos cuentan cómo fue nombrado administrador de Kadijah, viuda rica; cómo visitó de nuevo las Ferias de Siria en viaje comercial; cómo lo dirigía todo fiel y concienzudamente, originando la gratitud de Kadijah, que le tomó afecto, así como la historia de su matrimonio con ella, cosa perfectamente explicable y merecida. Él tenía veinticinco años, cuarenta ella, conservando su belleza. Parece haber vivido plácida, afectuosa y saludablemente con su protectora, a la que amó cordialmente sin que tuviera otro amor. El hecho de que viviese de este modo, en absoluta calma hasta perder el ardor de su juventud, demuestra la insensatez de la teoría que lo considera impostor. Tenía más de cuarenta años cuando aludió a su misión celeste. Todas las irregularidades, reales o supuestas, aparecieron tras los cincuenta años, al morir la bondadosa Kadijah, pues hasta entonces toda su ambición se redujo a vivir honestamente, bastándole la buena opinión de sus vecinos. Una vez apagado el ardor de su vida por el peso de los años, cuando la paz era lo único que podía proporcionarle el mundo, inició su ambiciosa carrera, desprendiéndose del carácter y existencia anteriores, surgiendo en él el vil y fatuo impostor, buscando lo que ya no podía disfrutar. No creo que así fuese.
No, aquel profundo Hijo del Desierto, espíritu franco y sociable, nunca pensó en ambiciones; su alma grande y taciturna debía sentir fervor, siendo sincera por naturaleza. Mientras otros son víctimas de fórmulas y rutinas, contentándose con ellas, él no pudo aceptarlas, viviendo a solas con su alma y la realidad. Vio claro el gran Misterio de la Existencia, con sus terrores y esplendores, sin que la rutina pudiere evitar que el hecho inefable exclamase: Aquí estoy. Esa sinceridad tiene ciertamente algo de divino; la palabra de un hombre como él es Voz salida del Corazón de la Naturaleza, voz que los hombres deben escuchar y escuchan, pues todo lo demás es aire comparado con ella. Hacía mucho tiempo que bullían en este hombre miles de pensamientos, producto de sus peregrinaciones y viajes, preguntándose: ¿Quién soy? ¿Qué es esta inmensidad en que vivo que los hombres llaman Universo? ¿Qué es la Vida? ¿Qué es la Muerte? ¿Qué debo creer? Los ásperos peñascos del Monte Hara, los del Sinaí, las hoscas soledades arenosas no respondían a sus preguntas. El extenso Cielo pasaba sobre él con sus centelleantes astros azules. El espíritu del hombre, lo inspirado por Dios, debía responder.
Eso es lo que todos debemos preguntarnos y responder. Aquel hombre creyó era cosa de todo momento, que todo lo demás nada era comparado con ella. Ni la jerigonza argumentativa de las Sectas Griegas, ni las vagas tradiciones de los judíos, ni la estúpida rutina de la idolatría árabe aportaban respuesta. Eso es lo que manifiesta al Héroe, lo que pudiéramos llamar Alfa y Omega de su Heroísmo: que penetra la superficie de las cosas. El uso y la necesidad, las respetables rutinas y fórmulas son buenas o malas, habiendo algo tras ellas que las rebasa, a lo que deben corresponder, siendo su imagen; de no ser así son Idolatrías, trocitos de madera negra con pretensiones de Dios, que no pasan de burla y abominación para un alma anhelante. Nada significaban para él las doradas idolatrías de los Koras, diciéndose: Todos las aceptan, pero ¿qué bien encierran?, y la Realidad le acuciaba, teniendo que explicársela o declararse vencido. O hallaba ahora la respuesta o la ignoraría eternamente; era necesario hallar la respuesta. ¿Era ambicioso? ¿Qué podía hacer Arabia por él? ¿Podía satisfacerle la corona de Heraclio, la del persa Cosroes y todas las de la tierra, cuando no era ésta la que le atraía, sino el Cielo que la cubría y el Infierno que había en su interior? ¿Dónde estarían las coronas y soberanos dentro de pocos años? ¿Se salvaría por ser Jeque de La Meca o de Arabia, por llevar en la mano un trocito de madera dorada? De modo alguno. Abandonemos la hipótesis de que fue impostor, por increíble, intolerable, digna de desprecio.
De acuerdo con la costumbre árabe, Mahoma retirábase temprano durante el Ramadán, quedando en el silencio y la soledad, costumbre de alabar, natural y útil para él, comunicando con su corazón en el silencio de los montes, escuchando las suaves vocecitas, costumbre natural. Contaba cuarenta años cuando se retiró a una caverna del Monte Hara, cerca de La Meca, aquel Ramadán, para pasar el mes orando y meditando sobre aquellos graves problemas; un día dijo a Kadijah, su esposa, que con él estaba en compañía de sus servidores, que había hallado solución a todo aquello debido a inefable favor especial del Cielo; que no abrigaba dudas, que había salido de las tinieblas, viéndolo todo claro. Que todos aquellos Ídolos y Fórmulas no eran sino miserables trozos de madera; que había un Dios único; que había que arrinconar todos los Ídolos y dirigirse a Él. Que Dios es grande, no habiendo nada más; que es la Realidad, mientras los Ídolos de madera no son nada; Él es real; que Él fue quien nos creó; que Él es quien nos sustenta, que somos Su imagen como lo son todas las cosas; somos vestidura transitoria que vela el Eterno Esplendor. ¡Allah akbar! ¡Dios es Grande! y luego el Islam; que debemos someternos a Dios; que toda nuestra fuerza reside en la resignada sumisión a Dios, ocurra lo que ocurra, tanto en este mundo como en el otro. Lo que nos envía, aunque fuere la muerte, o algo peor que ella, es lo mejor para nosotros, resignándonos a su voluntad. "¿No vivimos todos en el Islam, si es esto Islam?", inquiere Goethe. Sí; todos los que tienen por norma la moral, todos vivimos así. Siempre fue gran sabiduría no sólo someterse a la Necesidad, porque ésta obliga a someterse a ella, sino saber y creer que lo más severo que ordene la Necesidad es lo más prudente, lo mejor, lo que precisamos. Cesemos en la frenética pretensión de escrutar en este Mundo de Dios con nuestro pequeño cerebro, reconociendo que hay una Ley Justa, aunque esté lejos de nuestras luces, que su espíritu es Dios; que como parte hay que conformarse a la Ley del Todo, acatándola en silencio, sin discutirla, obedeciéndola sin titubear.
Afirmo que ésta es la única verdadera moralidad conocida. El hombre es justo e invencible, virtuoso, va camino de segura conquista precisamente cuando se une a la grande y profunda Ley del Mundo, a pesar de todas las leyes superficiales, apariencias temporales, cálculos de beneficios y pérdidas; sale victorioso cuando coopera con esta Ley central, no de otro modo, y la primera probabilidad de cooperación, de estar en vías de ello, está en que su alma reconozca su existencia, que es bien y sólo bien. Éste es el espíritu del Islam, siendo también el del Cristianismo, porque aquél puede definirse como forma confusa de éste, pues de no haber existido el Cristianismo no existiría el Islam. También el Cristianismo manda ante todo resignación a Dios. No hay que fiarse de la carne y la sangre, prestar oídos a la vana cavilosidad, fútiles pesares y deseos: saber que nada sabemos; que lo peor y más cruel a nuestros ojos no es lo que lo parece; que debemos aceptar lo que nos ocurra como enviado por Dios diciendo: Esto es bueno y conveniente, Dios es grande, y aunque me quitase la vida, confiaría en Él. El Islam significa a su modo Abnegación, Renunciación al Yo. Ésta es la suprema Sabiduría que el Cielo reveló a la Tierra. Ésa fue la luz que iluminó la tiniebla de aquel agreste espíritu árabe, confuso esplendor deslumbrante, vívido y celeste en la completa oscuridad que amenazaba con la muerte: él lo denominó revelación y ángel Gabriel; ¿quién es capaz entre nosotros de saber su nombre? Lo que nos procuró entendimiento fue la inspiración del Todopoderoso. Saber, penetrar la verdad de las cosas, es acto místico, en cuya superficie se detiene la mejor Lógica. Novalis dice: "¿No es la Fe verdadero milagro anunciador de divinidad?" Fue muy natural que el espíritu de Mahoma, inflamado por la gran Verdad que se le revelaba, comprendiese su gran alcance, que era lo único importante. Cuando dijo: Mahoma es el Profeta de Dios, quiso decir que la Providencia lo había honrado inefablemente con la revelación, sacándole de la muerte y las tinieblas, que se creía obligado a participarlo a todo el mundo; ése es su verdadero significado.
Suponemos que la bondadosa Kadijah le escuchó maravillada, vacilante y exclamando: Sí, cierto es lo que dices; comprendemos la ilimitada gratitud de Mahoma, que entre todas las amabilidades que con él tuvo, la de creer en las grandes palabras que pronunciaba fue la más dulce para él. Mis Convicciones se fortalecen tan pronto las comparte otro espíritu, declara Novalis. Ello fue un ilimitado favor: por eso nunca olvidó a la buena Kadijah. Mucho después, Ayesha, su joven esposa favorita, mujer distinguida entre los musulmanes por sus cualidades, preguntábale cierto día: ¿No soy mejor que Kadijah? Kadijah era viuda, vieja, sin fuego en la mirada; ¿no es cierto que me quieres más que a ella? ¡No, por Allah!, porque ella creyó en mí cuando nadie creía. Sólo tuve un amigo en el mundo y fue ella. También creyó en él Seid, su esclavo, así como su primo Alí, hijo de Abú Taleb, que fueron sus primeros conversos.
Habló a muchos de su doctrina, pero los más lo trataron de ridículo con indiferencia; a los tres años contaba con tres adeptos, siendo lento su progreso; mas su ánimo era el usual en tales hombres en parecidos casos, y, tras tres años de poco éxito, invitó a cuarenta de sus parientes a un festín, manifestándoles sus pretensiones: tenía que participar aquello a todo el mundo; que era lo más importante entre todo, ¿cuál de ellos quería secundarle? Entre la duda y silencio de todos, Alí, joven de dieciséis años, levantóse de su asiento exclamando: ¡Yo! Los reunidos, entre los que estaba Abu Taleb, padre de Alí, no podían ser hostiles a Mahoma; no obstante, encontraron ridícula la pretensión de aquel viejo inculto y aquel mozo de dieciséis años que decidían tal empresa contra la humanidad y soltaron la carcajada. Sin embargo, la cosa no era broma, sino cosa muy seria. El joven Alí goza de nuestra simpatía por la nobleza mostrada entonces y siempre, por su afecto, por su intrépido ardor; en él hay algo de caballeresco, la bravura del león, una gracia, una verdad y afecto dignos del caballero cristiano. Murió asesinado en la mezquita de Bagdad, muerte ocasionada por su generosa equidad y por su confianza en la equidad de los otros; dijo que si la herida no era mortal había que perdonar al asesino; pero si lo era tenían que matarlo inmediatamente, para que ambos aparecieran a la misma hora ante Dios, que decidiría quién tenía razón.
Era natural que los Koras, Guardianes del Caabah, Inspectores de los ídolos, se sintieran ofendidos por Mahoma. Por un tiempo siguiéronle dos o tres personas influyentes; la cosa iba muy lenta, mas se extendía. Finalmente, todos sintieron agravio diciendo: ¿Quién es ese que pretende saber más que todos, que nos considera locos y adoradores de madera? Abu Taleb, su buen tío, le dijo: ¿No puedes callar todo eso? Créelo, pero no importunes a los demás, no irrites a los principales, no te arriesgues ni expongas a nadie hablando de todo eso. Mahoma replicó: Aunque tuviera el Sol a mi derecha y la Luna a mi izquierda que me ordenasen callar, no podría obedecer. Hay algo en esta Verdad que es la misma Naturaleza, igual en jerarquía al Sol o la Luna, a todo lo hecho por la Naturaleza. Continuaré hablando hasta que lo permita el Todopoderoso, a pesar del Sol y de la Luna, todos los Koras, todos los hombres y todas las cosas. Tal es mi deber; no puedo obrar de otro modo. Al decir esto rompió a llorar, según dicen; vio que Abu Taleb lo estimaba, que la empresa era ardua, grande, difícil.
Continuó hablando a quien quería escucharle, publicando su Doctrina entre los peregrinos de Meca, consiguiendo adeptos allí y en otros lugares. La contradicción, el odio, lo seguían; sus poderosos amigos lo protegían; pero todos sus adeptos tuvieron que abandonar La Meca siguiendo su consejo y buscaron refugio en Abisinia, al otro lado del mar. Los Koras se enfurecieron, idearon emboscadas para matarlo. Murió Abu Taleb, murió la buena Kadijah. Mahoma no solicita nuestra simpatía, mas por entonces su situación era de las más lastimeras; tuvo que ocultarse en cavernas, que huir disfrazado, vivir errante, peligrando continuamente su vida, estando a punto muchas veces de perderla, debiéndola tan sólo al accidente fortuito: la espantada de un caballo o cosa por el estilo, que evitaba desapareciese por siempre Mahoma y su Doctrina, no oyéndose hablar más de ellos. Pero tal no era su destino.
El decimotercio año de su misión, al ver que sus enemigos se habían unido contra él, cuarenta conjurados, uno por cada tribu, que iban a arrancarle la vida, juzgó imposible continuar en La Meca, y huyó a Yathreb, donde contaba con algunos adeptos; hoy la llaman Medina o Medinat al Nabi (Ciudad del Profeta), debido a esta circunstancia. Estaba a 200 millas, entre peñascadas y desiertos; llegó allí con gran dificultad, escapando a sus enemigos y hallando acogida. La era de los orientales se inicia con esta Huída, llamándola Héjira; el año I de esta Héjira es el 622 de nuestra Era, cuando Mahoma contaba cincuenta y tres años. Envejecía; sus amigos fueron desapareciendo uno tras otro, su camino estaba sembrado de peligros: la única esperanza que le quedaba residía en su corazón, cosa natural en todos en tales casos. Hasta entonces había propagado su Religión predicando y persuadiendo; mas ahora, repudiado por su país natal, puesto que los injustos no sólo no prestaron oídos a su ardoroso mensaje Celeste, al hondo grito de su corazón, sino que no le permitían vivir si hablaba de ella, el fiero Hijo del Desierto resolvió defenderse como hombre, como árabe, y si los Koras querían su vida que se la arrancasen. No quisieron escuchar la urgente nueva que él consideraba de básica importancia, empeñándose en combatirla por la violencia, el acero y la sangre. Sea el acero el que decida la cuestión, se dijo, y pasó diez años luchando, incansable, impetuosamente, logrando lo que todos sabemos.
Mucho se ha dicho sobre la propaganda religiosa de Mahoma por la espada, siendo mucho más noble la manera como se propagó la nuestra, es decir, apaciblemente, mediante la prédica y la convicción, de lo que debemos enorgullecernos. Sin embargo, considerar este argumento sobre la verdad o falsedad de una religión nos hará caer en grave error. La espada, sí, pero ¿dónde hallaremos nuestra espada? Toda nueva opinión está al iniciarse en una minoría de uno, en el cerebro de un solo hombre, si se quiere, siendo uno solo el que tiene fe en ella entre todos los vivientes, siendo por lo tanto uno el que se opone a todos los demás. Poco conseguiría en empuñar una espada emprendiendo la propaganda. Primero hay que tener la espada. En general, las cosas se propagan como pueden. Tampoco desdeñó la espada la Religión Cristiana cuando la tuvo; Carlomagno no convirtió a los Sajones con la prédica. Poco me importa la espada, dejo que una cosa luche en este mundo con una espada, lengua o cualquier arma que tenga o pueda conseguir. Podemos dejar que predique, publique folletos y luche con todo el empuje que pueda; emplee pico y garras, aquello de que disponga; lo cierto es que a la larga sólo conquistará lo que merezca ser conquistado. Lo único a que puede vencer es lo inferior a ella, lo superior nunca. La Naturaleza es árbitro en este duelo, árbitro infalible: lo más arraigado en Ella, lo que llamamos lo más cierto, será lo que prosperará siempre.
No obstante, en cuanto a Mahoma y sus éxitos, debemos recordar el arbitraje de la Naturaleza, su grandeza, profunda calma y tolerancia. Si hemos de sembrar trigo en el seno de la Tierra, aunque contenga cascabillo, briznas de paja, barreduras del granero, polvo y demás inutilidades, si lo sembramos en tierra buena, germinará absorbiendo en silencio lo inútil, surgiendo sólo el trigo, sin que lo otro aparezca, aunque la buena Tierra aprovecha lo demás sin despreciarlo. Igual ocurre con la Naturaleza: es sincera y no engaña, siendo grande, justa y maternal en su verdad. Lo único que exige para conceder su protección es sinceridad. En las cosas hay espíritu de verdad que ella acoge. ¿No es ésta la historia de la Verdad suprema que llega o llegó a este mundo? Su cuerpo es imperfección, elemento de luz en la oscuridad, teniendo que llegar a nosotros arropada por la Lógica, algún Teorema del Universo meramente científico, que no puede ser perfecto, resultando en su día incompleto, erróneo, pereciendo por ello. El cuerpo de la Verdad muere, habiendo en todas ellas imperecedero espíritu, inmortal, que vive en cuerpo nuevo y más noble cada vez, como el hombre, pues la Naturaleza obra de ese modo. La genuina esencia de la Verdad es eterna; el punto en que basa su juicio la Naturaleza es ése: que sea genuina, voz originada en su gran Profundidad, pues para ella no todo se reduce a lo que llamamos puro o impuro, no importándole contenga el hombre poco o mucho cascabillo, sino trigo. ¿Puro? A muchos pudiera decirse: Puro eres, bastante puro, pero cascabillo, es decir, hipótesis hipócritas, rutinas, formalismos; nunca estuviste en contacto con el gran corazón del Universo; en verdad, no eres puro ni impuro: eres nada, inutilidad para la Naturaleza.
Afirmamos que el Credo Mahometano era una especie de Cristianismo; realmente, considerando la indómita y arrebatada buena fe con que se creyó y arraigó, diré es mejor que el de las miserables Sectas Siríacas con sus vanas discusiones sobre el Homoiousion y el Homoousion: cabezas repletas de vano ruido y corazón vacío y muerto. Su verdad está empotrada en portentoso error y falsedad, mas su verdad hizo creer en él, no su falsedad, abriéndose paso gracias a su verdad. Es una especie bastarda de Cristianismo, pero viviente, vivo corazón y no mera lógica inerte, infecunda, anticuada. Aquel solitario Hijo del Desierto penetró la realidad hasta la medula, ayudado por su sincero corazón, grave cual la vida y la muerte, con su perspicacia natural, a través de las impurezas de la idolatría árabe, teología demostrativa, tradiciones, sutilidades, rumoreo e hipótesis griegas y judías, con sus fútiles distinciones. Os digo que la idolatría es nada; que esos Ídolos de Madera, si se untan con aceite y cera, sirven de atrapamoscas; madera son y nada más, no pudiendo hacer nada por vosotros; son pretensión impotente y blasfemia, horror y abominación. Sólo Dios existe; sólo Él es poderoso; Él nos creó, Él puede quitarnos la vida y concedérnosla; ¡Allah akbar! (¡Dios es Grande!) Su voluntad es el mayor bien; por grande que fuere el daño corporal que os afligiere, consideradlo como bien y lo mejor, resignaos a aceptarlo como tal, pues a eso se reduce vuestro poder en este y en el otro mundo.
Y, si los bárbaros hombres idolátricos lo creyeron, si arraigó en sus fogosos corazones, fuere en la forma que fuere, afirmo era digno de creencia, siéndolo también para todos, pues con ello el hombre se convierte en sumo sacerdote del Templo de un Mundo, armonizando con los Decretos del Autor de este Mundo, cooperando en ellos, sin oponerse en vano. Es la definición más acertada del Deber; todo cuanto es justo se inserta en el deber de cooperar en la Tendencia real del Mundo; de eso depende el éxito (que la Tendencia del Mundo logra siempre), somos buenos y seguimos el buen camino. Homoiousion, Homoousion, vana palabrería dialéctica, que se traicionará siempre, dirigiéndose dónde y cómo quiera; eso es lo que todo se esfuerza en significar, si significa algo. De no lograr esa significación nada quiere decir. No es que las Abstracciones, Silogismos dialécticos, estén bien o mal asentados, pero aquellos vivos y concretos Hijos de Adán comprendieron era lo importante. El Islam devoró aquellas sectas dialécticas; creo que tenía derecho a ello. Era una realidad, originada una vez más en el gran Corazón de la Naturaleza. Las idolatrías árabes, las fórmulas sirias, todo lo que no era realidad, tenía que arder como mero combustible, en varios sentidos, al entrar en contacto con lo que era fuego.
Durante estas inquietudes y luchas, principalmente tras su Huída de La Meca, fue cuando dictó, a salto de mata, su Libro Sagrado, llamado Korán (Lectura), Para leer. Es la Obra que él y sus discípulos tenían en gran estima, preguntando a todos: ¿No es un milagro? Los musulmanes consideran su Korán con una reverencia que pocos cristianos rinden a su Biblia, admitiéndolo todos como modelo de toda ley y práctica, lo que ha de presidir toda especulación y la vida, mensaje celeste directo, al que debe conformarse la Tierra, sirviéndole de norma: lo que hay que leer. Sus jueces se ajustan a él; todos los musulmanes deben estudiarlo, buscando en él la luz de su vida. Tienen mezquitas en donde se lee diariamente, estando encargados treinta turnos de sacerdotes de leerlo por completo todos los días. La voz de este libro resuena continuamente desde hace doce siglos en los oídos y corazones de tantos hombres. Se habla de Doctores musulmanes que lo leyeron setenta mil veces.
Cosa curiosa: si buscamos "discrepancias en el gusto nacional", ésta es de cierto el caso más típico. Puede leerlo quienquiera, pues la traducción de Sale es muy justa; mas he de declarar que para mí ha sido la lectura más pesada entre todas, revoltillo confuso, crudo, sin hilación, infinitas repeticiones, largas digresiones, confusión, estupidez insoportable, que sólo por obligación leería por completo un europeo. Hay en él mucha hojarasca, que pasamos por alto, intentando vislumbrar los rasgos del hombre admirable, que leemos como los decretos ministeriales. Cierto es que nos llegó con desventaja; los árabes ven en él más método que nosotros. Los fieles lo hallaron a trozos, tal como se escribió de primera intención, en omóplatos de carnero en su mayor parte, en un cajón, publicándolo sin orden ni concierto, pareciendo procuraron comenzar por los capítulos más largos, por lo cual el verdadero comienzo está casi al final; porque los primeros escritos fueron los más breves. Leído en orden cronológico tal vez no fuera tan pesado. Dícese que su mayor parte es rítmica en su original, especie de cántico bárbaro; de ser así, la traducción hubiera perdido mucho; pero, aun concediendo todo eso y mucho más, creo difícil lo considerase ningún mortal como libro celeste demasiado bueno para la Tierra, ni como bien redactado, ni aun como libro, sino selvática rapsodia tan descuidada como la peor conocida. Eso en cuanto a las discrepancias nacionales y al promedio del gusto.
Me explico por qué lo estiman tanto los árabes, pues una vez leído ese confuso amasijo, considerado al pasar algún tiempo, comienza a manifestarse su tipo esencial, mérito muy distinto al literario. Si un libro surge del corazón, penetrará en otros corazones; el arte y la pericia retórica son secundarias. Yo diría que el carácter fundamental del Korán es su sinceridad, que es libro de buena fe. Ya sé que Prideaux y otros lo presentaron como mero haz de juglerías, diciendo que sus capítulos sirven al autor para mitigar y excusar sus sucesivos errores, para manifestar sus ambiciones y empirismos; ya es hora de que rechacemos todo eso. No aseguro que Mahoma fue siempre sincero, ¿quién es continuamente sincero? Pero confieso que no entiendo al crítico, que en estos tiempos lo acusa de embuste premeditado, de embuste consciente, ni de vivir en una atmósfera de embuste y de escribir este Korán como un falsificador y un juglar. Toda persona imparcial hallará en el libro otro sentido. Es el confuso fermento de grande y ruda alma humana; ruda e indocta, que ni aun sabe leer, pero ferviente, sería, luchando con vehemencia para manifestarse en palabras. Con una especie de jadeante intensidad pugna por manifestarse; los pensamientos lo abruman; debido a la infinidad de cosas que tiene que manifestar no consigue expresar ninguna. La sustancia de lo que se propone decir no adquiere forma al exponerla, ni método, ilación o coherencia; sus pensamientos son deformes, manifestados en estado caótico inarticulado, tal como pugnan chocando en su imaginación. Hemos dicho que el Korán es estúpido; no obstante, la estupidez natural no es característica del libro de Mahoma, sino incultura natural, porque la incesante inquietud, la continua lucha, no le permitió estudiar el lenguaje ni preocuparse de pulirlo. En su redacción vemos el apresuramiento y vehemencia del hombre que lucha desesperado en el fragor de la batalla, defendiendo su vida y su alma. Siente gran prisa, porque la misma magnitud del sentido no le permite articularlo en palabras; el Korán es sucesión de manifestaciones de un alma en esas circunstancias, coloreadas por las diversas vicisitudes de veintitrés años, bien expresadas unas veces, mal otras.
Porque hay que considerar a Mahoma durante estos veintitrés años como centro de un mundo en pleno conflicto: batallas con los Koras y paganos, querellas entre los suyos, retrocesos de su celoso corazón, todo lo cual lo sumió en un perpetuo vértigo, sin que su espíritu conociera el reposo. El alma ansiosa de aquel hombre, agotada en noches de insomnio por aquellos torbellinos, imploraba una luz que le sirviese de guía, verdadera luz celestial y toda concepción de su mente, sagrada e indispensable para él, parecía inspiración de Gabriel. No, no fue Farsante ni impostor; este grande y fogoso corazón, en que bullían y se agitaban los pensamientos como en un crisol, no era de intrigante. Para él la vida era un Hecho y el Divino Universo Hecho pavoroso y Realidad. Cierto es que padeció errores, como Hijo de la Naturaleza inculto y semibárbaro, que conservaba mucho del beduino. Lo que no podemos es creerle un miserable Simulacro, un hambriento Impostor sin ojos ni corazón, que cometiese tan sacrílega impostura a cambio de un plato de bazofia, falsificando celestes mandatos, reo de alta traición contra su Creador y contra sí mismo.
Para mí el mérito del Korán está en su sinceridad; por eso mereció la veneración de los indómitos hombres árabes. Ése es a la postre el primero y último mérito de un libro, el que origina todos los demás, por ser en el fondo lo único que puede generarlos. A través de esas masas de confusa tradición, vituperio, queja, grito de júbilo, hallamos en el Korán verdadero discernimiento directo, lo que casi pudiéramos llamar poesía. El cuerpo del libro está formado por la tradición, una especie de predicación vehemente, entusiasta, improvisada, repetición de las rancias leyendas de los Profetas tal como se conservaron en la memoria de los árabes, la manera como uno tras otro, Abraham, Hud, Moisés, los cristianos y otros profetas reales o legendarios, llegaron hasta la tribu afeando a los hombres su pecado, siendo acogidos igual que él, cosa que lo consuela. Eso lo repite diez o veinte veces, haciéndose pesado, no cansándose nunca, como pudiera haber hecho el buen Samuel Johnson en su olvidada buhardilla en las Biografías de Autores. Ésa es la gran materia del Korán; de cuando en cuando asoma algún destello del verdadero pensador y vidente. Mahoma vio el mundo con claridad, y con cierta originalidad y áspero vigor trata que penetre en los corazones la que inflamó el suyo. Pasemos por alto las alabanzas de Allah, que muchos elogian; supongo que en su mayor parte las tomó de los hebreos, aunque éstos las superaron. Lo más interesante, en mi concepto, es la perspicacia, que llega hasta el corazón de las cosas, descubriendo su verdad, don que la Gran Naturaleza concede a todos, pero sólo uno entre mil acepta sin rehusarlo con desdén; a eso llamo sinceridad en el discernimiento, que pone a prueba la franqueza.
Mahoma dijo varias veces con impaciencia: No puedo hacer milagros; soy Predicador encargado de difundir esta doctrina entre los hombres. No obstante, el mundo fue siempre para él un gran milagro. Mirad el mundo, decía ¿no es obra maravillosa de Allah, signo para vosotros, de no estar ciegos? La Tierra la creó Dios para vosotros indicándoos el camino; podéis vivir en ella, recorrerla. Las nubes que cubren la seca comarca de Arabia son maravilla para Mahoma, que dijo: ¿De dónde venís, grandes nubes nacidas en el profundo regazo de la Elevada Inmensidad? Planean como grandes monstruos negros, que vierten lluvia que vivifica la mortecina tierra, alimentan los manantiales, las altas palmeras con sus racimos de dátiles. ¿No es eso otro signo? Allah creó también los rebaños, seres mudos y útiles, que truecan la broza en leche; os vestís con la lana de esas criaturas que llegan al caer la noche a vuestra morada, siendo crédito para vosotros. Habla de los navíos, diciendo: Son grandes montañas que se mueven, extendiendo sus alas de lienzo; que saltan sobre las aguas impulsadas por el viento celeste, deteniéndose algunas veces porque Dios lo refrena y quedan inmóviles sin poder avanzar. ¿Milagros? ¿Qué milagros queréis? ¿No sois vosotros un milagro? Dios os hizo, formándoos de un trozo de arcilla. Pequeños fuimos; hace unos años no existíamos; somos bellos, fuertes, inteligentes, nos compadecemos mutuamente. Llega la vejez y las canas; el vigor se trueca en debilidad, desfallecemos y desaparecemos. Nos compadecemos mutuamente. Allah pudiera haberos creado sin que os compadeciereis unos de otros, ¿qué hubiera ocurrido entonces? Esto me sorprende, siendo para mí sagaz pensamiento, mirada que penetra hasta la entraña de las cosas. En este hombre hay rudos vestigios de genio poético, de algo que indica lo mejor y más cierto. Vigoroso intelecto inculto, discernimiento, hombre fuerte e indómito, que pudiere haber tomado forma de Poeta, Rey, Sacerdote, Cualquier clase de Héroe.
Para sus ojos, el mundo era incesante milagro, viendo lo que vieron los escandinavos, lo que contemplaron todos los grandes pensadores, aunque en varios sentidos: que el mundo material, tan sólido, nada es realmente en el fondo, sino Manifestación visual y táctil de la potencia y presencia de Dios, sombra proyectada por Él sobre el seno del vacío Infinito. Las montañas, esos altivos y rocosos montes, desaparecerán como nubes, dice, fundidas en el Azul. Imagina la Tierra a la manera árabe, según Sale, como inmensa Llanura, sirviendo los montes como pesos para fijarla. Al llegar el Último Día desaparecerán como nubes; la Tierra rodará, deshaciéndose, convirtiéndose en polvo y vapor, en Nada. Allah le retirará su protección y cesará de existir. El imperio universal de Allah, la omnipresencia de un inefable Poder, el Esplendor y Terror indecible, como verdadera fuerza, esencia y realidad en todo, era lo que continuamente veía aquel hombre, lo que un moderno indica al decir Fuerzas y Leyes de la Naturaleza, no imaginándolo cosa divina, ni como cosa, sino como serie de ellas, algo que se vende, curioso, apto para impulsar buques de vapor. Nuestras Ciencias y Enciclopedias hacen que olvidemos la divinidad en nuestros laboratorios. ¡No debiéramos olvidarlo! Pues entonces no sé lo que fuere digno de recordación. Sin el sentimiento de lo Divino, la Ciencia es cosa muerta, seca, contradicción, vacío, cardo a últimos de otoño. Sin aquello, la mejor ciencia es rama muerta, no el árbol que crece en el bosque, que produce nuevas ramas, entre otras cosas. El hombre no puede saber, a menos que no adore en algún modo. De no ser así, su conocimiento no pasa de pedantería: es cardo seco.
Mucho se ha escrito sobre la sensualidad de la Religión de Mahoma y más de lo justo. Las indulgencias que permitía, criminales para nosotros, no fueron cosa suya, sino que se practicaban en Arabia desde tiempo inmemorial; lo que hizo fue reducirlas, restringirlas en varios sentidos. Su Religión no es cómoda: rigurosos ayunos, abluciones, estrictas y complejas fórmulas; oraciones cinco veces al día, abstinencia de vino; si se extendió no se debe a su comodidad. ¡Como si una religión o causa religiosa pudiese difundirse de ese modo! Se calumnia al hombre cuando se dice que tiende a los actos heroicos por la facilidad, esperanza de placer, recompensa, postres de cualquier clase, en éste o en el otro mundo. Algo noble hay en el más despreciable de los mortales. El infeliz soldado que jura, admitido para que desafíe a la muerte, tiene su honor de soldado, que difiere del reglamento de sus ejercicios y paga. Lo que anhela confusamente el más humilde de los hijos de Adán no es regalarse con dulces manjares, sino efectuar cosas nobles y sinceras, conducirse bajo la Bóveda Celeste como bueno; si le indicamos el camino, el más torpe galopín se trocará en héroe. Los que dicen que el hombre es seducido por la facilidad lo difaman. Los acicates que obran sobre el corazón humano son la dificultad, el sacrificio, el martirio, la muerte; si enardecemos su vida interna genial obtendremos una llama que consumirá todas las consideraciones inferiores. No es la felicidad, sino algo superior, lo que se observa hasta en los más frívolos, con su pundonor. Las religiones no suman adeptos adulando los apetitos, sino despertando lo Heroico que dormita en todo corazón.
Mahoma no fue sensual, considerando lo que de él se ha dicho, sufriendo error si le creemos voluptuoso vulgar, inclinado a los placeres despreciables, ni a ninguno de ellos. Su hogar se distinguía por la frugalidad; pan de cebada y agua día tras día, pasando meses sin que encendiesen fuego. Recuérdase con orgullo que recomponía sus babuchas y chilaba; era hombre pobre y trabajador, sin preocuparse del fin vulgar del trabajo. No era malo, habiendo en él algo mejor que apetito de cualquier clase, pues, de no haber sido así, los fieros árabes que lucharon y sirvieron a su lado durante veintitrés años en continuo contacto con él, no le hubieran reverenciado. Se trataba de hombres agrestes, entre los que surgía la querella a causa de la ruda sinceridad; sin dignidad y virilidad nadie podía hacerse obedecer de ellos. ¿Decís que lo llamaban Profeta? Vivía con ellos, sin ocultarse misteriosamente, recomponiendo sus babuchas y chilaba, luchando, aconsejando, mandando entre ellos: sabían quién era, llámese como se le llame. Ningún emperador con sus tiaras que fuere obedecido como este hombre con una capa remendada por él, durante aquellos veintitrés años de áspera prueba. Para eso era necesario hubiera en él algo del verdadero Héroe.
Sus últimas palabras fueron una oración, rotas interjecciones de un corazón, que con temblorosa esperanza tiende a su Creador. No podemos decir que su religión le empeorase, sino que le perfeccionó. De él se guardan generosos recuerdos; cuando perdió a su hija expresóse en su dialecto sinceramente, pronunciando algo equivalente a lo que el cristiano manifiesta así: Dios me la dio y Dios me la ha quitado; ¡bendito sea el nombre del Señor! Lo mismo dijo cuando Seid, su esclavo emancipado y estimado, el segundo de sus adeptos, murió en la guerra de Tabuc, primeras luchas contra los griegos: Bien; Seid cumplió su deber sirviendo a su Señor; ahora va a reunirse con Él. No obstante, la hija del esclavo vio que el encanecido Mahoma derramaba lágrimas sobre el cuerpo de su padre y exclamó: ¿Qué veo? Un amigo que llora por el suyo. Dos días antes de morir visitó Mahoma la mezquita, preguntando si alguien tenía queja contra él, pues sus espaldas recibirían el castigo, añadiendo: ¿Hay alguien a quien deba algo? Una voz repitió: Sí; tres dracmas que te presté en tal ocasión, ordenando Mahoma le fueran restituidas diciendo: Preferible es pasar afrenta ahora que el Día del Juicio. Recordad aquel ¡No! ¡Por Allah!, al mentarle a Kadijah. Estos rasgos revelan al hombre sincero, al hermano de todos nosotros, que se nos manifiesta a través de doce siglos, al verdadero hijo de nuestra Madre común.
Admiro a Mahoma porque huía de la doblez, pues el rudo y solitario hijo del desierto no pretendió lo que no era; no fue orgulloso, mas no se humilló, viviendo como pudo, remendando su ropa y calzado, que hablaba claramente sobre los deberes de los reyes de Persia y Emperadores griegos, que se conocía, sabiendo respetar a los demás. En la guerra sin cuartel contra los beduinos no faltaron actos de crueldad, recordándose también casos de noble generosidad natural, de piedad, de misericordia, sin que Mahoma se excusase de aquéllos ni se jactase de éstos, siendo todos dictado de su corazón, de acuerdo con la circunstancia. No era un farsante; en él encontramos cándida ferocidad, de requerirla el caso, sin atenuaciones. De cuando en cuando alude a la guerra de Tabuc, diciendo que una vez muchos de sus hombres se negaron a obedecer, so pretexto del calor, la cosecha y otras cosas. ¿Tu cosecha? Es cosa de un día. ¿Qué es ella comparada con la Eternidad? ¿El calor? Sí, hace calor, pero más hace en el Infierno. A veces emplea el sarcasmo, diciendo a los incrédulos: En el Día del Juicio tendrás tu merecido; verás pesar tus actos sin que te engañen en el peso. Considera las cosas, viendo su entraña; en ocasiones queda mudo su corazón ante su grandeza. Ciertamente, dice, palabra que en el Korán reemplaza a toda una frase.
En Mahoma no hay dilettantismo, siendo todo Reprobación y Salvación, Tiempo y Eternidad, sintiendo gran celo por ello. El peor pecado es el dilettantismo, la hipótesis, la especulación, manera de buscar la Verdad como pasatiempo, jugando y tomándola a broma, raíz de todos los pecados imaginables que se agarra al corazón y al espíritu del hombre que nunca veneró la Verdad, que vive de apariencias, que no sólo dice y origina falsedades, sino que es una falsedad todo él. El principio moral racional, destello de la Divinidad, está en él abatido, es la parálisis de la muerte en vida. Las falsedades de Mahoma son más verdad que las verdades de un hombre así hipócrita, de refinados modales, respetable alguna vez y en algunos medios; inofensivo que nada injurioso dice a nadie, puro, con la pureza del gas carbónico, que es veneno mortal.
No diré que los preceptos morales de Mahoma sean todos insuperables, pero puede afirmarse que tienden siempre al bien, que son los dictados de un corazón que aspira a la justicia y la verdad. El sublime perdón cristiano que dice: Si descargaren la mano sobre tu mejilla derecha, ofrece la otra, no figura en tales preceptos, aconsejando la venganza, pero mesurada, sin que rebase la justicia. De otra parte, el Islam, como toda gran Fe y percepción de la esencia del hombre, es igualitario: el alma de un creyente supera a toda realeza terrena, siendo todos iguales según el Islamismo, insistiendo Mahoma sobre el deber de la limosna, no sobre la conveniencia, indicando mediante la ley lo que debemos dar, respondiendo de no cumplirla. El pobre, los que están en aflicción, los que necesitan socorro, tienen derecho a la décima parte de lo que anualmente disfrute el hombre. Es el Bien, la voz natural de humanidad, piedad e igualdad que animaba el corazón de aquel solitario Hijo de la Naturaleza.
Es cierto que el Paraíso e Infierno de Mahoma son sensuales, habiendo en ellos algo que ofende nuestros sentimientos espirituales; mas tengamos presente que así era ya entre los árabes; que todo lo que hizo Mahoma fue suavizar y pulir. Las peores sensualidades se deben a los doctores, sus adeptos, no a él. En realidad, poco se dice en el Korán sobre los goces paradisíacos, insinuándose más que acentuándolos, no olvidando tampoco que los más intensos son espirituales, siendo el principal la pura Presencia del Altísimo. Mahoma dice: Vuestro saludo será Salam, es decir Paz, cosa que todos los espíritus racionales anhelan, buscándola en vano en este mundo como única bendición. Ocuparemos asientos unos frente a otros; todos los rencores desaparecerán de los corazones, amándonos todos inmensamente, porque nos bastará el Cielo reflejado en los ojos de nuestros hermanos.
En cuanto a la sensualidad de Mahoma y su Paraíso, capítulo penoso entre todos para nosotros, habría mucho que decir, mas no es oportuno, limitándome a dos observaciones; vosotros haréis deducciones. La primera la sugiere Goethe, es notable insinuación casual. En una de sus descripciones en Los viajes de Meister, llega el héroe a una sociedad de extraños usos, uno de los cuales es éste: Es preciso, dice el Jefe, que cada uno de los nuestros se refrene en ciertas cosas, se oponga a su deseo en algo, obligándose a obrar como no quiere, aunque en otras cosas le dejamos en amplia libertad. En esto veo gran justicia. No hay mal en gozar de lo placentero; el mal está en reducir nuestro ser moral esclavizándonos a ello. El hombre debe dominar sus hábitos, desprenderse de ellos a voluntad, de haber causa evidente, siendo esto excelente ley. El Mes de Ramadán para los islámicos (tanto en su religión como en la vida de Mahoma), tiende a eso, si no premeditadamente con claro propósito de perfección moral de su parte, debido a cierto instinto saludable y viril; el fin es idéntico.
Hay que decir que, por toscos y materiales que sean el Cielo y el Infierno de Mahoma, son emblema de sempiterna verdad, que grabó mejor que otros insistiendo sobre su Paraíso burdo y sensual, su horrible y llameante Infierno, el pavoroso Día del Juicio: ¿no es eso imprecisa sombra, en la rústica imaginación del beduino, del gran Hecho espiritual, Principio de los Hechos, que no hay que ignorar ni tomar a broma, de la Infinita Naturaleza del Deber? Que los actos del hombre en este mundo revisten infinita importancia, no borrándose nunca; que la breve vida del hombre lo eleva hasta el Cielo o hunde hasta el Infierno, y que en sus sesenta años de Tiempo hay oculta temible y maravillosamente una Eternidad: eso es lo que quedó grabado con letras de fuego en el indómito espíritu árabe, teniéndolo siempre presente, terrible, indecible, como marcado por la llama y por el relámpago. Eso es lo que se esfuerza en decir con violento celo, fiera y cerril sinceridad, balbuceante, sin poder articularlo, realizándolo en ese Cielo y ese Infierno. Sea cual fuere la forma como se materialice, siempre es la verdad entre las verdades, venerable bajo todos los símbolos. ¿Cuál es el fin principal del hombre en este mundo? Mahoma satisfizo esta pregunta de modo que pudiera avergonzarnos, no obrando como Bentham ni Paley, que consideran el Bien y el Mal, calculan los daños y beneficios, el placer resultante de uno y otro, adicionando, sustrayendo, haciendo el balance, preguntando si el Bien supera considerablemente al mal. No, no es mejor hacer el uno que el otro; uno es al otro lo que la vida es a la muerte, el Cielo al Infierno. El mal no debe hacerse nunca, ni dejar de hacer el bien. No hay que medirlos, son inconmensurables, uno es muerte eterna para el hombre, vida eterna el otro. La Utilidad de Bentham, la consideración de la virtud como Daño o Beneficio, reduce el mundo de Dios a Máquina de Vapor, la infinita Alma celeste del Hombre a una especie de báscula para pesar paja y cardos, placeres y penas. Si me preguntáis qué parte sustenta opinión más baja y falsa sobre el hombre y su Destino en el Universo, declararé que no es Mahoma.
Repetimos que, en general, la religión mahometana es una especie de Cristianismo; contiene genuino elemento de superioridad espiritual que la anima, que no pueden velar sus imperfecciones. El Dios escandinavo Deseo, el dios de todos los hombres rudos, fue convertido en Cielo por Mahoma, Cielo simbólico del sagrado Deber, que hay que ganar por la fe y las buenas obras, mediante la acción valerosa y divina paciencia, todavía más valerosa. Es paganismo escandinavo al que ha sido agregado un elemento verdaderamente divino; no digamos es falso, considerando su falsedad, sino su verdad. Desde hace doce siglos es religión y norma de vida para la quinta parte de la Humanidad, siendo religión en que se cree cordialmente. Los árabes la creen, procurando vivir de conformidad con ella. No hubo cristianos, salvo los primitivos o los Puritanos ingleses de nuestra época, que sintieren tal celo por su Fe como los musulmanes, que creen firmemente en su religión, afrontando el Tiempo y la Eternidad. Esta misma noche, cuando grite el sereno en las calles de El Cairo ¿Quién vive?, escuchará de labios del transeúnte junto con su respuesta: No hay otro Dios que Dios. El Allah akbar, Islam, resuena un día tras otro, hasta la muerte, en el espíritu de esos millones de seres humanos; celosos misioneros, propagan su fe entre los malayos, papúes, salvajes idólatras, siempre desplazando lo malo, nunca lo que es bueno o mejor.
Con ella el pueblo árabe salió de las tinieblas gozando de la luz y vivificándose. Aquella pobre nación de pastores, errando en sus desiertos desde la creación del mundo, tuvo su Héroe-Profeta, portador de mensaje que les inspirase fe; entonces aquellos seres ignorados se dieron a conocer al mundo, trocándose en mundial lo reducido; un siglo después los árabes estaban en Granada, en Occidente, en Delhi, en Oriente, descollando por su valor y esplendor, por los destellos de su genio, brillando durante largo período en gran parte de la Tierra. Grande es la fe, manantial de vida. La historia de un pueblo es fecunda, eleva su espíritu tan pronto como tiene fe. Esos árabes, el hombre Mahoma y aquel siglo fueron como chispa caída sobre un mundo de arena negra y despreciable, arena que estalló como pólvora, iluminando hasta el cielo los espacios entre Delhi y Granada. Ya dije que para mí el Gran Hombre es rayo celeste, que los demás lo esperan como combustible, llameando a su contacto.