(Viernes, 22 de mayo de 1840.)
Llegamos a la última forma del Heroísmo: la denominada Realeza. Bien puede reconocerse como el más importante entre los Grandes Hombres aquel a cuya voluntad deben someterse y aceptar legalmente los demás, gozando de bienestar por ello; es resumen de todas las figuras del Heroísmo; en él se encarna el Sacerdote, el Maestro, toda dignidad terrena o espiritual que se supone reside en un mortal para mandar sobre nosotros, enseñarnos continua y prácticamente, indicarnos qué tenemos que hacer cada día, y cada hora. Se le llama Rex (Regulador), Roi, siendo más apropiado su nombre inglés King (Könning), que significa Can-ning, es decir, Hombre Capaz.
Surgen numerosas consideraciones, indicadoras de profundas y discutibles cuestiones, insondables, sobre cuya mayor parte hay que guardar absoluto silencio por ahora. Así como Burke decía que quizás el justo Juicio por Jurados era el Alma del Gobierno, que toda legislación, administración, debates parlamentarios, etc., tenía por objeto reunir doce hombres imparciales en la tribuna del jurado, podemos afirmar con mayor razón que el hallazgo de nuestro Hombre Capaz, revistiéndole de los símbolos de capacidad, dignidad, reverencia, realeza, soberanía, como se le llame, de modo que le permita conducirnos de acuerdo con su facultad para ello, atañe a todo procedimiento social en este mundo, bien o mal operado. Los discursos Electorales, mociones Parlamentarias, Proyectos de Ley, Revoluciones francesas llevan ese significado en su entraña, ése o ninguno. Si logramos hallar en un país cualquiera el hombre más Capaz existente en él y lo elevamos al supremo sitial reverenciándolo lealmente, obtendremos el gobierno perfecto, pues ni las urnas electorales, elocuencia parlamentaria, sufragios, constitución ni otro mecanismo, podrán perfeccionarlo. Más Capaz quiere decir de corazón más sincero, justo y noble; precisamente por eso es lo más prudente y oportuno será lo que nos diga hagamos, cosa que en ningún otro sitio y en manera alguna podríamos saber, debiéndolo hacer con justo y leal agradecimiento, sin vacilar, puesto que nos interesa. Entonces nuestros actos y vida estarán bien regulados, en lo dependiente del gobierno, siendo la constitución ideal.
Por desgracia los Ideales no pueden nunca encarnarse en la práctica, como todos sabemos, quedando bastante distanciados de ella; por eso tenemos que contentarnos con alguna aproximación aceptable. En este mezquino mundo el hombre no debe medir con la escala de la perfección el mediocre producto de la realidad, como dijo Schiller en tono de queja, porque en ese caso no le estimaríamos prudente, sino insensato, descontentadizo, tonto. Sin embargo, de otra parte, no hay que olvidar que existen los Ideales; que si no nos aproximásemos a ellos todo iría a la deriva infaliblemente. No hay albañil que levante un muro perfectamente vertical, porque matemáticamente es imposible, bastando cierto grado de verticalidad. No obstante, si se aparta demasiado de la vertical, si abandona plomada y nivel, colocando ladrillo sobre ladrillo sin cuidado, dando gusto a su mano, obrará mal; mas la Ley de la Gravedad se preocupa obrando sobre él, y el muro se desploma arrastrándolo.
Ésa es la historia de todas las rebeliones, Revoluciones francesas, explosiones sociales en actuales y remotos tiempos: se confían las cosas al hombre Incapaz, innoble, cobarde, fatuo, olvidando las reglas, la necesidad natural de situar al Capaz. El ladrillo debe asentarse sobre el ladrillo como debe y puede. El Simulacro del Poder, la ficción, tiene que acomodarse a la ficción en toda regulación de cosas humanas, que, por lo tanto, continúan sin reglamentación, fermentando y originando inmensos fracasos, indigente miseria; entonces millones de necesitados, corporal y espiritualmente, tienden la mano reclamando su debida ración, que no puede dárseles, actuando la ley de la gravedad, porque las leyes de la Naturaleza no olvidan su actuación. Los millones de miserables forman el ejército de Descamisados, u otra especie de locura, y los ladrillos y albañiles se desploman en funesto caos.
Pesados volúmenes, escritos hace algunos siglos sobre el Derecho divino de los Reyes, se apolillan en nuestras Bibliotecas sin que nadie los lea. Lejos está de mí turbar el lento proceso por el que se esfuma de este mundo sin daño en esas estanterías. Al mismo tiempo, para evitar que desaparezca esa inmensa basura sin que nos deje algo de su espíritu, como es debido, diré que tenía significado, algo de verdad que importa no olvidar. Afirmar que en cualquier hombre elegido (por uno u otro procedimiento), cuya cabeza ciñe un aro de metal, llamándolo Rey, surge ipso facto una divina virtud, trocándose en especie de Dios, inspirado por Divinidad que le infunde facultad y derecho a reinar omnímodamente sobre los hombres, es cosa que bien podemos dejar se pulverice en silencio en las Bibliotecas. Pero diré, también, y esto es lo que pensaban los partidarios del Derecho Divino, que en los Reyes, y en toda Autoridad humana y relaciones que los hombres creados por Dios pueden formar entre sí, hay ciertamente Derecho Divino o Diabólica Sinrazón, una de dos. Es falso del todo que el mundo sea máquina de vapor, como afirmó el pasado Siglo Escéptico. En este mundo hay un Dios; la Divina Sanción o su violación están en todo mandato y obediencia, de todo acto moral humano. No hay acto más moral entre los hombres que el de mandar y obedecer. ¡Ay, del que reclama obediencia cuando no es debida! ¡Ay del que la rehúsa cuando lo es! En eso está la ley de Dios, digan lo que quieran las leyes escritas en pergaminos: existe un Derecho Divino, o una Sinrazón Diabólica en la entraña de toda reclamación que hace un hombre a otro.
Ningún daño causa la reflexión sobre cosa que nos atañe en todas las relaciones de la vida, la Lealtad y Soberanía, que son las supremas. Estimo más despreciable el error que atribuye al egoísmo equilibrio y componendas de ansiosas bellaquerías el motivo de todo y, que en resumen, cree que nada hay de divino en la sociedad de los hombres, cosa natural en un siglo incrédulo, que el error de creer en el derecho divino, en los llamados Reyes. Por eso digo: indicadme al verdadero Könning, Rey o Capaz; ése será el que tiene derecho divino sobre mí. Saber hasta cierto punto la manera de hallarlo, estando todos dispuestos a reconocer su derecho divino al señalárselo, es precisamente la panacea que busca por todas partes el mundo doliente en estos tiempos. El verdadero Rey, como guía en lo práctico, tiene algo del Pontífice, guía espiritual, de la que se desprende toda práctica. Bien se dice que el Rey es cabeza de Iglesia. Dejemos dormir tranquilamente en las estanterías la Polémica de un siglo muerto.
Causa pavor tener que buscar al Hombre Capaz sin saber cómo hemos de proceder. Ése es el triste predicamento del mundo en nuestros días, época revolucionaria, que dura mucho, en que el albañil olvidó el uso de la plomada o ley de la gravedad, derrumbándose todo, arruinándose como vemos. La Revolución Francesa no fue el principio, más bien creemos sea fin. Estaríamos más en lo cierto al afirmar que el comienzo se remonta a tres siglos: a la Reforma de Lutero. La fatal enfermedad está en que lo que continúa llamándose Iglesia Cristiana, trocóse en Ficción, pretendiendo descaradamente perdonar los pecados del hombre a cambio de metal acuñado, y hacer muchas otras cosas que en eterna verdad de la Naturaleza no hizo ni hace ahora. Como el núcleo era falso, todo lo exterior iba cada vez peor. Se desvaneció la Credulidad, reemplazándola la Duda, la Incredulidad. El albañil lanzó lejos de sí la plomada, diciéndose: ¿Qué es la gravedad? ¡Si el ladrillo se sostiene sobre el ladrillo! ¿No suena de modo extraño para muchos el aserto de que hay verdad Divina en los asuntos de los hombres creados por Dios, que no todo es especie de mueca, oportunidad, diplomacia, no se sabe qué?
Encuentro secuencia histórica natural entre la primera afirmación necesaria de Lutero cuando dijo: Tú, que te llamas Papa, no eres nuestro Padre en Dios, eres una Quimera, a la que no sé cómo llamar en lenguaje decente, y el grito que surgió junto a Camilo Desmoulins en el Palacio Real de ¡A las armas!, cuando el pueblo se rebeló contra toda índole de Quimeras. También tuvo importancia aquel grito, terrible, casi infernal. La voz de las naciones despiertas se elevó nuevamente, confusa al comienzo, como surgida de pesadilla, del sueño de la muerte, sintiendo veladamente que la Vida era real, que el mundo de Dios no era oportunidad y diplomacia. Infernal sí, puesto que no quisieron considerarla de otro modo; infernal, por no ser Celestial ni Terrestre. La ficción tiene que cesar, iniciándose la sinceridad de cierta especie, a toda costa; dominio del terror, horrores de Revolución Francesa, lo que sea; hay que volver a la verdad, porque en ello hay Verdad, Verdad revestida de fuego infernal, pues no quisieron admitirla de otro modo.
La teoría corriente, sustentada por muchísimos en Inglaterra y otras partes, era: que la Nación Francesa parecía haber enloquecido por aquellos días; que la Revolución Francesa era acto de locura general; que Francia y grandes sectores del mundo se trocaban temporalmente en manicomio. El acontecimiento surgió intensificándose, pero era locura y tontería, afortunadamente relegada ahora a la región de los Sueños y la Fantasía. Para tan cómodos filósofos los Tres Días de julio de 1830 debieron ser sorprendente fenómeno, pues el Pueblo Francés se rebeló de nuevo luchando sin cuartel, encarnizado para realizar aquella loca Revolución. Parece que los hijos y nietos de aquellos hombres persistieron en consolidarla sin abandonarla, prefiriendo la muerte a su inutilidad. Para los filósofos que basaron su sistema de la vida sobre aquella locura, no pudo haber fenómeno más alarmante; dícese que el pobre Niebhur, Profesor e Historiador prusiano, fue víctima de la congoja, que enfermó y murió a causa de los Tres Días. Su muerte no fue por cierto muy heroica; apenas mejor que la de Racine, de quien se dice falleció porque Luis XIV le dirigió una severa mirada. El mundo ha sufrido algunos golpes rudos; por eso podían abrigar la esperanza de que sobreviviese a los Tres Días y continuase girando sobre su eje. Los Tres Días enseñaron a los mortales que la Vieja Revolución Francesa, por loca que pareciese, no fue efervescencia transitoria de manicomio, sino producto legítimo de la Tierra en que vivimos; que fue verdadera Realidad, y que el mundo en general haría bien en considerarla como tal.
Sin la Revolución Francesa no sabríamos qué hacer de una época como ésta; regocijémonos como los náufragos a la vista de la áspera roca, en mundo que sin ella sería abismal y encrespado mar, verdadera Apocalipsis, aunque terrible, para aquella época falsa, podrida y artificial, que atestiguó una vez más que la Naturaleza es preternatural, si no divina, diabólica; que la Apariencia no es Realidad, que tiene que trocarse en Realidad, pues, de no ser así, el mundo se incendiará, convirtiéndola en lo que es: en Nada. Acabó lo Aparente, la hueca Rutina, muchas cosas más; esto es lo que proclamó ante los hombres aquella especie de Clarín del Juicio Final; los que primero lo comprendan serán los más avisados, teniendo que transcurrir largas y confusas generaciones antes de que se comprenda; la paz será imposible hasta entonces. El juicioso, rodeado como siempre de un mundo de inconsistencias, puede esperar pacientemente, esforzarse para efectuar su obra sin salirse del centro. El Cielo ha decretado la Sentencia de Muerte contra todo eso; también ha sido proclamada en la Tierra, cosa que el sensato puede comprender. Considerando la cuestión por su otro lado, sus enormes dificultades, la premura, la terrible premura, la inexorable solicitud que en todos los países recibe para que apronte solución, bien pudiera dedicarse a otra actividad, dejando de esforzarse en el sector del Sansculotismo a estas horas.
Para mí el Culto de los Héroes en estas circunstancias es un hecho inapreciable, el más consolador que ofrece el mundo hoy. En él hay eterna esperanza en cuanto a la marcha del mundo y, aunque se hubieren hundido todas las tradiciones, disposiciones, credos, sociedades instituidas por el hombre, contaríamos con esto: la certidumbre de que surgen los Héroes; la facultad, la necesidad de reverenciarlos cuando los descubrimos, que brilla como Estrella Polar a través de los nubarrones de humo y polvo, de todo desmoronamiento y conflagración.
El Culto de los Héroes hubiera sonado de extraño modo en los oídos de los factores y luchadores de la Revolución Francesa. Ni los reverenciaban ni esperaban, ni creían ni deseaban que los Grandes Hombres apareciesen de nuevo. Al convertirse en Máquina la Naturaleza quedaba como desgastada, incapaz de producir Grandes Hombres. Entonces podría decírsele: Tú no podrás producir Grandes Hombres, mas nosotros no podemos vivir sin ellos. ¡No es que me queje de la Libertad e Igualdad, de la Creencia que, ante la imposibilidad de los grandes hombres sabios, bastaba con innumerables hombrecitos insensatos todos a un mismo nivel, porque entonces y para aquéllos era natural. "Libertad e Igualdad; ya no precisa Autoridad. El Culto de los Héroes, la reverencia rendida a tales Autoridades, ha resultado falsa, falsedad en sí; ¡abandonémosla! Ya hemos padecido bastantes falsificaciones y no nos fiamos de nada. Como fueron tantas las monedas contrahechas que pasaron por nuestras manos, creemos que las de oro no existen; además, podemos vivir muy bien sin oro." Eso es lo que descubro, entre otras cosas, en ese grito universal de Libertad e Igualdad, y lo encuentro muy natural en aquellas circunstancias.
Y, no obstante, es transición de lo falso a lo cierto. Considerado como entera verdad es falso en absoluto, producto de la completa ceguera escéptica, que lucha por ver. El Culto al Héroe existe eternamente y en todas partes, no sólo la Lealtad, extendiéndose desde la divina adoración hasta los más bajos menesteres prácticos de la vida. Si la inclinación ante el hombre no es mero simulacro, en cuyo caso es preferible no practicarla, es Culto de los Héroes, aceptación de que en la presencia de nuestro hermano hay algo divino; que todo mortal es revelación Encarnada, como afirma Novalis. Fueron los Poetas quienes idearon todas esas graciosas cortesías que ennoblecen la vida, pues la Cortesía no es falsedad ni simulacro, ni precisa serlo. La Lealtad, la misma Adoración religiosa son posibles, inevitables.
¿No podemos decir que, mientras tantos de los últimos Héroes actuaron como revolucionarios, todo Grande Hombre, todo hombre auténtico, es hijo del Orden por su naturaleza y no del Desorden? La actuación del hombre veraz en las revoluciones es trágica: parece anarquista, porque el doloroso elemento de la anarquía le abruma a cada paso, cuando repudia y odia la anarquía con toda su alma. Su misión es el orden, como la de todos los hombres. Viene a regular y encauzar lo desordenado, lo caótico: es el misionero del Orden. ¿No es ordenación toda la actividad del hombre en este mundo? El carpintero halla toscos árboles en el bosque, da a su leño forma cuadrada para utilizarlo. Somos enemigos natos del Desorden, consideramos trágico ayudar a los iconoclastas y demoledores, lo cual para el Grande Hombre, más hombre que nosotros, es doblemente trágico.
Por eso, todo lo humano, el alocado Sansculotismo francés, labora y debe laborar por el Orden. Afirmo que no hay un hombre entre ellos, que en pleno frenesí no sea impelido en todo momento hacia el Orden. Esa significación tiene su propia vida, porque el Desorden es disolución, muerte. No hay caos que no tienda a un centro sobre el que pueda girar. Mientras el hombre sea hombre, precisa algún Cromwell o Napoleón como final del Sansculotismo. Lo curioso es que, en época en que el Culto de los Héroes era lo más increíble para todos, éste surgiera y obrara de modo que todos tienen que admitir. Considerado el derecho divino en sentido general, significa poder. Mientras las viejas Fórmulas falsas se pisotean en todas partes, se revelan inesperadamente nuevas Sustancias reales indestructibles. Durante los períodos de rebelión, cuando la Realeza parecía muerta y abolida, surgieron Cromwell y Napoleón como Reyes. La historia de esos hombres es lo que tenemos que considerar como última fase del Heroísmo. Volvemos a los remotos tiempos; en su historia preséntase de nuevo la manera cómo se hacían los Reyes, cómo surgió la Realeza.
Muchas guerras civiles hubo en Inglaterra: la de las Rosas, Roja y Blanca, las de Simón de Montfort, bastantes guerras, no muy memorables. Pero la guerra de los Puritanos tiene significado distinto de todas las demás. Dejando a vuestro criterio que os sugerirá lo que no tengo tiempo para deciros, la llamaré episodio de aquella guerra universal que constituye la verdadera Historia del Mundo, la guerra de la Fe contra la Incredulidad, lucha de hombres atentos a la esencia real de las cosas, contra los atentos a sus apariencias y formas. Los Puritanos son para muchos meros salvajes Iconoclastas, fieros destructores de Formas; pero sería más justo llamarles detestadores de falsas Formas. Confío que ahora sabremos respetar a Laud y a su Rey tan bien como ellos. Paréceme que el pobre Laud fue débil e infortunado, mas no falso, desdichado Pedante antes que otra cosa peor. Sus Ensueños y supersticiones, de los que hay quien se burla, encierran carácter afectivo y amable. Parecíase al maestro cuyo mundo son las prácticas y reglamentos escolares, que cree que tales cosas son la vida y seguridad de la sociedad. De pronto se ve llamado a regir una Nación, administrar sus complejísimos e importantes intereses; animado por su inalterable y aventurada noción, cree debe atenerse a sus rancios reglamentos, que la salvación está en perfeccionarlos y completarlos y, como el débil, se aplica con vehemencia espasmódica a su propósito, se aferra a él, sin escuchar la voz de la prudencia, los lamentos, empeñándose en que los Colegiales obedezcan al Reglamento del Colegio; ante todo eso, y después nada. Fue un desventurado Pedante, como he dicho. Se empeñó en que el mundo fuese un Colegio de esa naturaleza, cuando no lo era. ¿No se vengaron en él horrorosamente sus errores, fueren los que fueren?
Meritoria es la insistencia sobre las formas; la Religión y todo lo demás se reviste naturalmente con ellas; el único mundo habitable es el formado, en todas partes. Lo que alabo en el Puritanismo no es su desnuda falta de forma; eso es lo que deploro, alabando sólo el espíritu que lo hizo inevitable. Toda sustancia se reviste de formas, pero hay formas adecuadas y verdaderas, y otras inadecuadas y falsas. Pudiere darse esta definición: las Formas que se desarrollan alrededor de una sustancia corresponderán a su naturaleza real y alcance, si la comprendemos bien, siendo verdaderas, buenas; las que se aplican conscientemente a ella serán malas. Reflexionad sobre ello. En todo lo humano se distingue lo cierto de lo falso en la Forma Ceremonial, la grave solemnidad de la vana pompa.
En las formas debe haber veracidad, espontaneidad natural. ¿No se considera ofensivo el discurso convencional en la más vulgar asamblea? Toda cortesía de salón que vemos ficticia, que no anima interior realidad espontánea, nos repugna. Supongamos que se trata de asunto de vital interés, cuestión de trascendencia (como el Culto Divino), sobre el que vuestra alma entera, enmudecida por su exceso de sentimiento, no sabe cómo formar su expresión, prefiriendo el informe silencio a cualquier palabra; ¿cómo juzgaríamos al que se prestase a representarla o expresarla a manera de mojiganga? El que así procediese huiría de nuestra presencia, si se estimaba en algo. ¿Qué diríais si al morir un hijo único, estando bajo el peso del dolor, sin fuerzas para derramar una lágrima, se presentase un inoportuno ofreciéndoos celebrar Juegos Funerarios al modo de los griegos? No sólo dejaríais de aceptar la triste farsa, sino que la consideraríais odiosa, intolerable. Eso es lo que los viejos Profetas llamaron Idolatría, adoración de huecas apariencias que todo hombre juicioso debe rehusar. Podemos comprender parcialmente lo que significaban aquellos pobres Puritanos. Cuando el fatuo Laud dedicó la Iglesia de Santa Catalina a los Creyentes, con sus múltiples y ceremoniosas reverencias, gestos, exclamaciones, vemos en él al riguroso Pedante formal, pegado a sus Reglamentos Escolares, antes que al grave Profeta, fiel a la esencia de la cosa.
El Puritanismo consideró insoportables tales formas y las conculcó, teniendo que dispensarle dijese: "Preferimos carecer de ellas a tener ésas." Predicaba en su púlpito con sólo la Biblia en la mano. ¿No es virtualmente esencia de todas las Iglesias el hombre que predica poniendo en comunicación su alma ferviente con las fervientes de los demás? La realidad desnuda e indómita es preferible a toda apariencia, por digna que fuere. Además se cubre gradualmente con la debida apariencia, de ser real. No hay que temerlo, no hay cuidado por ahora. Siempre hallaremos ropaje para vestir al hombre; él mismo lo hallará; lo que no aceptamos es el traje que pretende ser ropas y hombre. No es posible luchar con los franceses con trescientos mil uniformes rojos; es preciso que dentro de ellos haya hombres. Afirmo que la Apariencia no debe divorciarse de la Realidad: si se divorcia habrá hombres que se revelen contra ella, puesto que se trueca en falsedad. Estos Antagonismos en pugna, en el caso de Laud y los Puritanos, son casi tan antiguos como el mundo; en aquella época, entraron en cruenta batalla en Inglaterra debatiendo su confusa controversia durante bastante tiempo, con múltiples resultados para nosotros.
Era poco probable que, durante el período que sucedió inmediatamente a los Puritanos, se hiciese justicia a ellos o a su causa. Ni Carlos II ni sus Rochester eran personas a quienes confiaríamos juzgasen cuál pudo ser el mérito o significación de tales hombres. Tanto los Rochester como la época en que vivieron habían olvidado que pudiera haber fe o realidad en la vida de un hombre. El Puritanismo quedó bamboleándose en los cadalsos, como los huesos de los principales Puritanos; no obstante, su obra progresaba y operaba de por sí. La obra sincera del hombre debe realizarse y se realiza, aunque se ahorque a su autor. Tenemos nuestro habeas corpus, nuestra libre Representación Popular; reconocimiento universal de que todos los hombres son, deben y quieren ser lo que llamamos hombres libres, cuya vida se basa en la realidad y la justicia, no en la tradición, que se ha trocado en quimera. Eso, y muchas cosas más, fue obra de los Puritanos.
A medida que se manifestaron gradualmente dichas cosas comenzó a comprenderse el carácter de los Puritanos. Su fama fue arrancada de la horca; es más, algunos de ellos puede decirse fueron canonizados. Eliot, Hampden, Pym, Ludlow, Hutchinson, el mismo Vane, se consideran especies de Héroes: Padres Conscriptos políticos, a los que debemos en no pequeña parte lo que hace sea libre Inglaterra; nadie se atrevería hoy a decir que fueron perversos; pocos son los notables de entre ellos que no encontraron apologistas, siendo objeto de cierta reverencia por parte de hombres sinceros. Creo que el único Puritano que ha quedado colgando de la horca sin hallar apologista es nuestro pobre Cromwell; no hay santo ni pecador que no le crea muy perverso. Hombre hábil, de talento infinito, valeroso, y demás, pero traidor a la Causa. Ambicioso, egoísta, falsario, de dos caras, Tartufo fiero, grosero, hipócrita, que trocó aquella lucha por la Libertad constitucional en funesta farsa en beneficio propio: ése el carácter que se atribuye a Cromwell, o peor todavía. Comparado con Washington y otros, surgen contrastes, sobre todo con esos nobles Pym y Hampden, de cuya noble obra se apoderó, anulándola y deformándola.
Esta opinión sobre Cromwell paréceme producto natural de un siglo como el XVIII. Lo que dijimos del Ayuda de Cámara se aplica también al Escéptico: que no conoce al Héroe cuando lo mira; el Criado esperaba mantos de púrpura, áureos cetros, guardias de corps y estridencias de trompetas: el Escéptico del siglo XVIII buscaba respetables Fórmulas reguladas, Principios, o como se los llame; estilo de discurso y conducta que logró parecer respetable, que puede abogar por sí de modo bellamente articulado y obtener los sufragios del esclarecido y escéptico siglo XVIII. En el fondo, tanto él como el ayuda de cámara esperan lo mismo; las galas de evidente realeza, que reconocen en cuanto ven. El Rey que llega hasta ellos sin pompa alguna no puede ser Rey.
Lejos de mí está afirmar o insinuar algo que desdore caracteres como los de Hapdem, Eliot, Pym, a quienes considero justamente dignos y útiles. He leído detenidamente los libros y documentos que he hallado sobre ellos, con el sincero deseo de admirarlos y adorarlos como Héroes, con poquísimo éxito, lo confieso amargamente, por ser imposible en el fondo. Fueron hombres nobilísimos que avanzaban solemnemente, con sus mesurados eufemismos, filosofías, elocuencia parlamentaria, Derecho de Visita, Monarquía del Hombre, muy constitucionalistas, sin tacha, con dignidad, pero el corazón no se emociona ante ellos; sólo la fantasía se esfuerza en reverenciarlos. ¿Qué corazón humano se enardeció en amor fraterno sentido por aquellos hombres? Son hombres espantosamente aburridos. Frecuentemente tropezamos en la constitucional elocuencia del admirable Pym, con su en séptimo y último lugar. Pensamos que quizá sea eso lo más admirable que hay en la tierra, pero que es pesado, de la pesadez del plomo, estéril como arcilla; en una palabra, poco o nada hay en todo eso que nos ataña. El rudo y proscrito Cromwell es el único en que todavía descubrimos fibra de hombre, dejando tranquilos a los demás Nobles en sus hornacinas de honor. El gran impetuoso Berserker Mortaja, incapaz de escribir la eufemística Monarquía del Hombre, de discursear o laborar con voluble regularidad, sin justificación explícita de sus actos, irguiéndose desnudo, sin endosar la encubridora cota de malla, peleando como gigante, frente a frente, pecho contra pecho, con la verdad desnuda de las cosas. Al fin y al cabo ésa es la clase de hombres que vale. Confieso que la creo superior a las demás clases de hombres. Son muchas las bien rasuradas Decencias que hallamos al paso, que sirven para muy poco; no hay mucho que agradecer a quien mantiene limpias las manos porque sólo trabaja con guantes.
En general, esa tolerancia constitucional del siglo XVIII con los demás Puritanos más afortunados que él, no me parece muy importante. Me atrevo a asegurar que se trata de Formulismo y Escepticismo, como en todo lo demás. Nos dicen que es penoso pensar que el Fundamento de nuestras Libertades Inglesas sea la Superstición. Los Puritanos surgieron profesando increíbles Credos Calvinistas, Anti-Laudismos, Confesiones de Westminster, solicitando ante todo gozar de libertad para adorar a su modo. ¡Si hubiesen solicitado libertad para imponerse impuestos! Insistir sobre lo otro equivalía a Superstición, Fanatismo, desdichada ignorancia en Filosofía Constitucional. ¿Libertad para imponerse tributo sin desembolsar su dinero, de no ser debido a justas razones? Opino que sólo un siglo estéril hubiera considerado eso como primer derecho del hombre. Pudiera decir lo contrario: que el hombre justo siempre tiene causa mejor que el dinero en cualquiera de sus formas, para decidir rebelarse contra su Gobierno. El mundo es muy complejo; el hombre bueno vería agradecido que se sostuviese cualquier especie de Gobierno de modo soportable en Inglaterra y actualmente, si no está listo a pagar muchos impuestos por creer insuficiente su justificación, no le irá muy bien, y deberá ensayar otro clima. ¿Eres cobrador de impuestos? ¿Quieres dinero? Toma mis monedas, puesto que puedes y lo deseas; tómalas, dirá, y márchate de mi lado con ellas; dejándome solo con mi trabajo. Aquí me quedo; aún puedo trabajar, tras haberme desprovisto de todo ese dinero. Pero si le dice: Inclínate ante la Falsedad; di que estás adorando a Dios, cuando no es así: no creas en lo que reconoces como cierto, sino en lo que yo supongo o pretendo lo es. Entonces responderá: ¡No, por Dios, no! Toma mi dinero; no quiero aniquilar mi Yo moral. El dinero es del primer salteador que me amenace con su pistola, pero el Yo es mío y de Dios mi Creador, no tuyo; resistiré hasta la muerte, rebelándome contra ti, afrontando todo rigor, acusación y confusión para defenderlo!
Paréceme que ésta es la razón que podría justificar la rebelión, la de los Puritanos. Ésa fue el alma de todas las rebeliones justas entre los hombres. No fue el Hambre únicamente lo que produjo la Revolución Francesa, sino el sentimiento de la insoportable Falsía prevaleciente sobre todo, que se encarnó en el Hambre, en la escasez e Inexistencia material universal, trocándose en indiscutiblemente falsa a los ojos de todo el mundo. Dejemos al siglo XVIII con su libertad para fijarse impuestos. No nos sorprende que la significación de hombres como los Puritanos quedase velada para él. ¿Cómo es posible que hombres que no creían en realidad alguna, pudiesen comprender el alma real humana, la más intensa de todas las realidades, como la Voz del Creador del mundo que hablaba? Lo que no podía reducir a doctrinas constitucionales relativas a los impuestos u otro interés material, grosero, que pudiere palpar, era rechazado por aquel siglo como amorfo montón de escombros. Los Hampden, Pym, y Derechos de Visita serán tema de gran elocuencia constitucional, que se esfuerza por llamear, que lucirá, si no como fuego, al menos como hielo, y, el irreductible Cromwell será como una mera masa caótica de furor, hipocresía, y muchas cosas más.
Hace mucho tiempo que considero increíble esa teoría sobre la falsía de Cromwell. Tampoco puedo admitirla en lo referente a ningún Grande Hombre. Muchos son los Grandes Hombres que figuran en la Historia como falsarios egoístas, pero reflexionando veremos que son sólo figuras para nosotros, sombras incomprensibles; no vemos en ellas hombres verosímiles. Sólo una generación superficial e incrédula, que viera únicamente lo superficial y la apariencia de las cosas, puede tener esa noción de los Grandes Hombres. ¿Puede existir un alma grande sin la conciencia, esencia de toda alma real, grande o pequeña? No; no podemos figurarnos a Cromwell como Falsía o Fatuidad; cuanto más investigo sobre él y su carrera, menos lo creo. ¿Cómo creerlo no habiendo pruebas de ello? ¿No es extraño que, después de todos esos montes de calumnias lanzadas sobre él, tras haberlo presentado como príncipe de los embusteros, que nunca o casi nunca dijo verdad, sino alguna astuta falsificación de ella, no haya llegado a probarse una sola falsedad de las que se le atribuyen? ¡Príncipe de embusteros que nunca dijo mentira! Nadie podría comprenderlo. Ocurre como cuando Pococke preguntó a Grocio: ¿dónde tienes la prueba sobre la Paloma de Mahoma? ¡No la hay! Abandonemos las calumniosas quimeras como merecen, porque no son retratos fieles del hombre, sino vanos fantasmas, híbrido producto del odio y de la tiniebla.
Si miramos la vida de ese hombre valiéndonos únicamente de nuestros ojos, surge hipótesis muy diferente, manifestándosenos el íntegro, afectuoso, sincero, al considerar lo poco que sabemos sobre su infancia, deformado como llegó hasta nosotros. Su temperamento nervioso melancólico indica gravedad excesivamente profunda. Nadie está obligado a creer en los relatos referentes a los Espectros, ni el referente al Blanco rodeado de luz que le predijo sería Rey de Inglaterra, ni el atañente al Negro Diablo personificado, a quien se vendió antes de la Batalla de Worcester a los ojos de un Oficial. Lo que sí sabemos indiscutiblemente es que en su juventud fue taciturno, hipersensible, hipocondríaco. El médico de Huntingdon dijo a Sir Felipe Warwick que había sido llamado varias veces a medianoche, que Cromwell padecía hipocondría; creyendo iba a morir, delira sobre la Cruz del Pueblo. Eso es muy significativo. Tan excitable naturaleza en hombre de fuerza tan tosca y tenaz no es síntoma de doblez.
Decidióse que el joven Oliverio estudiase Leyes; se dice que cayó en la disipación durante corto período; de ser cierto, se arrepintió pronto, puesto que poco después de los veinte años se casó, viviendo grave y reposado. Se afirma devolvió el dinero ganado en el juego, pensando que no le pertenecía. Esta conversión (como se ha llamado) es interesantísima, natural; es despertar de alma que sale del lodazal mundano a descubrir la espantosa verdad de las cosas, que el Tiempo y sus Apariencias se basan en la Eternidad; que este miserable Mundo es el Umbral del Cielo o del Infierno. La vida de sobrio y activo agricultor que llevó Oliverio en St. Ives y Ely es la de un hombre juicioso y devoto; renuncia al mundo y sus rutinas, considerando que su recompensa no puede enriquecerlo; trabaja la tierra, lee la Biblia, reúne diariamente a sus mozos para adorar a Dios; acoge a los eclesiásticos perseguidos, distingue a los predicadores, predica él mismo, exhorta a sus vecinos a que sean buenos, a que aprovechen el tiempo. ¿Qué hipocresía, ambición o falsía hay en todo esto? Creo que su esperanza residía en el Mundo Supraterreno, que su anhelo fue merecerlo, no saliéndose de la humilde senda que se trazara en éste. No apetece la fama, pues, ¿de qué podía servirle la fama? Siempre a la vista de su Amo y Señor.
También es extraño el modo como apareció en público; como nadie quiso oponerse a cierto agravio público tuvo que oponerse él. Me refiero al asunto de los pantanos de Bedford; nadie quiso litigar con la Autoridad; él sí. Una vez fallado el pleito se reintegró a su rincón, a su Biblia y a su arado. ¿Para qué quería la influencia? La que ejercía era de las más legítimas, derivada de sus dotes personales como hombre justo, religioso, razonable y resuelto. Así vivió hasta más de los cuarenta, en el umbral de la vejez a las puertas de la Muerte y la Eternidad; entonces fue cuando sintió ambición, según afirman. Yo no interpreto así su misión Parlamentaria.
Sus éxitos en el Parlamento y en la guerra fueron francos, los propios del valeroso, del más resuelto de corazón, del más claro de entendimiento. Sus ruegos al Altísimo, sus acciones de gracias al Dios de la Victoria, que le preservó la vida, permitiéndole llegar hasta donde había llegado, a través del crujido de un mundo en conflicto, los desesperados apuros pasados en Dunbar, desafiando a la muerte en innumerables batallas, fueron para él mercedes coronadas por la de la Batalla de Worcester; todo ello es digno y legítimo en el Calvinista Cromwell, de recio corazón. Sólo a los envanecidos Caballeros incrédulos, que no adoraban a Dios, sino a sus guedejas, frivolidades y formalismos, que vivían apartados por completo de la contemplación de Dios, sin Dios en este mundo, tenía que parecer hipócrita.
No lo condenaremos tampoco por la participación que tuviera en la muerte del Rey. Grave cosa es matar a un Rey; mas si se está en guerra con él a ello se debe; esto y todo lo demás es consecuencia de la guerra, porque una vez entablada tiene que morir uno de los contendientes, siendo problemática la reconciliación, posible, habiendo más probabilidades de imposibilidad. Hoy son muchos los que admiten que cuando el Parlamento venció a Carlos I no pudo hallar manera de llegar a convenio sólido con él. El gran partido Presbiteriano, recelando a los Independientes, sentía ansias por ello, por su propia existencia, mas no pudo lograrlo. El desdichado Carlos I mostróse fatalmente incapaz de tratar en las negociaciones finales de Hampton-Court, hombre que no podía ni quería comprender, cuyo entendimiento no discernía la realidad de la cuestión y, lo que es peor, cuyas palabras no correspondían a sus pensamientos. Lo decimos sin crueldad, profundamente compadecidos, pero es cierto e indiscutible. Todo lo echó en olvido, excepto la corona, y al ver que lo trataban con el respeto debido a un rey, creyóse capaz de engañar a los partidos y recuperar solapadamente su antiguo poder burlándose de ellos, pero descubrieron su ardid. El hombre cuya palabra no manifiesta lo que piensa o intenta no es digno de fiar en pacto alguno: o le dejamos libre el camino o le arrojamos de él. Desesperados los Presbiterianos quisieron creer en él, a pesar de las sospechas de falsía, imposibilidad de creer en sus palabras, mas Cromwell no quiso fiarse y exclamó: ¿vamos a aceptar un trocito de papel a cambio de todas nuestras luchas?
En todo cuanto intervino mostró Cromwell su vista decisiva y práctica, tendiendo siempre a lo práctico o practicable, viendo la realidad. Afirmo que el falsario no posee tal inteligencia, porque ve siempre la apariencia, lo agradable, lo oportuno, mientras el sincero necesita discernir la verdad práctica. La proclama de Cromwell al Ejército Parlamentario al iniciar las hostilidades, aconsejando no se admitiese en él a los asiduos a la taberna ni a los inconsistentes perturbadores, sino a los fuertes campesinos que luchaban de corazón, demuestra su clarividencia. La Realidad responde a los Hechos si la discernimos. Los férreos soldados de Cromwell fueron producto de su perspicacia: hombres temerosos de Dios y de nada más, no hubo guerreros tan auténticos en Inglaterra ni fuera de ella.
Tampoco censuramos excesivamente las palabras que Cromwell dirigió a sus soldados y que tanto se criticaron: Si el Rey saliese a mi encuentro en la batalla, lo mataría. ¿Por qué no? Eso lo dijo frente a hombres que estaban ante hombre Superior a los Reyes, que arriesgaban algo más que su vida en la lucha. El Parlamento puede llamar en su lenguaje oficial lucha por el Rey; nosotros no podemos comprenderlo, porque para nosotros no se trata de mero pasatiempo, de eufemismo oficial, sino de áspera muerte y de realidad. Están en Guerra, horrible y sanguinaria lucha de hombres que se acometen furiosos; el elemento infernal del hombre decidirá. Hacedlo, puesto que se ha de hacer. Considero naturalísimos los éxitos de Cromwell; al no morir luchando fueron inevitables; no se precisa magia para explicar que aquel hombre, de penetrante vista, indómito corazón, se elevase victoria tras victoria, hasta que el Granjero de Huntingdon se convirtió en el Hombre más Fuerte de Inglaterra, en Rey de Inglaterra virtualmente.
Triste es para un pueblo, como para un hombre, caer en el Escepticismo el dilettantismo, la hipocresía, no reconocer la Sinceridad cuando le sale al paso. ¿Hay peor maldición para este mundo, para todos ellos? Cuando el corazón muere los ojos no ven. El entendimiento que entonces queda es meramente vulpino, sirviendo de poco se le envíe un verdadero Rey, porque no lo reconoce, exclamando burlonamente: ¿Ése es vuestro Rey? Entonces el Héroe desgasta su heroica facultad en inútil contradicción de parte de los indignos, pudiendo hacer poco. Para sí vive una vida heroica, lo cual ya es mucho, es todo, mas para los demás nada hace. La indomable y ruda Sinceridad, originada en la Naturaleza, no es voluble cuando contesta desde la tribuna del jurado; en nuestros pequeños juzgados se desdeña como falsificación. El intelecto vulpino lo olfatea. La respuesta que merecieron Knox y Cromwell por haber sido hombres que valían lo que mil de sus congéneres, ha sido discutir durante dos siglos si fueron o no hombres. El mayor don de Dios a esta Tierra se desdeña y desecha. El milagroso talismán es la mezquina moneda dorada imposible de pasar en la tienda por corriente onza. Esto es lamentable. Digo que debe remediarse. Hasta que no se remedie hasta cierto punto, nada tendrá remedio. Lo que debe hacerse es desenmascarar a los falsarios, pero, ¡por el Cielo!, al mismo tiempo hay que conocer a los dignos de confianza. ¿De qué nos sirve el conocimiento hasta que logremos saber eso? ¿Cómo conseguiremos descubrirlo? Porque la astucia zorruna, que se considera conocimiento, que descubre de ese modo, se equivoca en mucho. Muchos son los engañados, pero entre todos nadie en tan fatal situación como el que vive en el indebido terror de ser engañado. Existe el mundo; hay realidad en él, de lo contrario no existiría. Ante todo hay que reconocer lo que es cierto; luego discerniremos lo falso, hasta entonces nunca.
¡Conocer los hombres dignos de confianza!, por desgracia estamos aún lejos de ello. Sólo el sincero puede reconocer la sinceridad. Lo que precisamos no es únicamente el héroe, sino un mundo apropiado para él, mundo no poblado de Ayudas de Cámara, porque entonces el Héroe surgirá en vano. Sí, está lejos de nosotros, pero debe llegar; a Dios gracias se le ve avanzar. ¿Con qué contamos hasta que llegue? Con Urnas electorales, votos, Revoluciones francesas; pero, para ser Ayudas de Cámara, que no reconocen al Héroe cuando lo ven, ¿de qué nos sirve todo eso? Surge el heroico Cromwell; pasa siglo y medio sin que le concedamos un solo voto. El mundo hipócrita e incrédulo es propiedad natural de la Superchería, del Padre de los charlatanes y las ficciones. Lo único posible es la miseria, la confusión, la mentira. Las urnas electorales alteran la figura del charlatán, mas su sustancia es la misma. El Mundo de estúpidos Lacayos tiene que ser gobernado por el Héroe Fingido, por el Rey que sólo tiene de rey sus galas. Ése es su mundo; él es su rey. En resumen, o aprendemos a conocer al Héroe, al verdadero Gobernante y Caudillo cuando le tenemos ante los ojos, o continuarán gobernándonos los que nada tienen de héroes, aunque pongamos urnas electorales en cada esquina, porque nada remedian.
¡Pobre Cromwell, gran Cromwell! ¡Profeta mudo que no pudo hablar! Rudo, confuso, luchando por expresarse con su salvaje profundidad, su invencible sinceridad, extraño entre los elegantes eufemismos, delicados Falkland, didácticos Chillingworth, diplomáticos Clarendon. Fijémonos en él. Era cáscara de caótica confusión, visiones del Diablo, nerviosas pesadillas, casi vesánico; no obstante, en el interior de todo eso anidaba la energía clara y determinada del hombre. Era hombre caótico, como rayo de pura luz astral y fuego que lucha con el elemento de ilimitada hipocondría, informe negrura de las tinieblas. Sin embargo, esta hipocondría constituía la misma grandeza de aquel ser. La profundidad y ternura de sus indómitos afectos, la inmensa simpatía que sentía por las cosas, la perspicacia con que se adentraba en sus entrañas, la maestría con que las dominaba: eso era su hipocondría. Su desventura era producto de su grandeza, como la de todos los demás. También Johnson pertenecía a esta especie. Atemorizado por la amargura, semi atarantado, envuelto por el amplio elemento del triste negror, tan vasto como la Tierra. Es el carácter del hombre profético, ser cuya alma entera veía, y luchaba por ver.
En eso me baso para explicarme que fuera reputado Cromwell confuso en su expresión: el significado íntimo era para él tan claro como la luz del sol, no hallando materia para arroparlo; por eso vivió en silencio, envuelto continuamente por el inmenso e innominado mar del Pensamiento; su índole de vida no le incitó a intentar el modo de denominarlo ni expresarlo. Es indudable que con su penetrante visión, resuelto poder de acción, podía haber aprendido a escribir Libros, a expresarse con fluidez, pues lo que hizo fue mucho más difícil que escribir libros, siendo hombre de aquellos que pueden efectuar virilmente cuanto se les confía. No consiste el intelecto en perorar y formar silogismos, sino en discernir y cerciorarse. La Virtud, Vir-tus, virilidad, heroísmo, no es regularidad inmaculada bien expuesta; ante todo es lo que los alemanes llaman con acierto Tugend, Valor y Facultad para obrar. Ésta era la base existente en Cromwell.
No obstante, se comprende por qué pudo predicar rapsódicamente, aunque no podía expresarse en el Parlamento; sobre todo por qué pudo ser grande en la oración improvisada; porque esas palabras son la libre exteriorización de lo que siente el corazón, sin que requieran método, sino ardor, profundidad y sinceridad. El hábito de orar era uno de sus notables aspectos; todas sus grandes empresas iban precedidas de oración y, cuando se veía en grande apuro, reunía a sus Oficiales orando todos alternativamente, durante horas, días enteros, hasta que alguno de ellos daba con una solución definida, abriendo una puerta a la esperanza, como acostumbraban a decir. Considerémoslo. Lloraban, oraban con fervor, implorando al gran Dios se compadeciese de ellos, para que Su luz brillase y les guiase. Se consideraban Soldados de Cristo, pequeño ejército de Hermanos Cristianos, que desenvainaban su espada contra un mundo funesto devorador y no Cristiano, sino Mamónico, Endiablado: imploraban a Dios en sus aprietos, en su extremada necesidad, para que no olvidase su Causa, que era la Suya. ¿Cómo podía, por qué medios podía alcanzar el alma humana luz más viva que la que entonces surgía en ellos? El propósito que formaban era probablemente el mejor, el más prudente, el que había que lograr sin vacilaciones, siendo para ellos como destello del Esplendor Celeste que rasgaba las tenebrosidades en que se perdían los lamentos: la Pira que les servía de guía en la noche de su quebrado y peligroso camino. ¿No era así? ¿Hay otro método que pueda servir de guía al alma humana que lucha, de no ser éste intrínsecamente: postrarse con devoción y fervor ante el Altísimo, el Manantial de toda Luz, ya en súplica verbal, ya silente? No, no hay otro método. ¿Es eso Hipocresía? Ya nos cansamos de oírlo; los que así lo llaman no tienen derecho a discurrir sobre ello, porque nunca formaron propósito digno de este nombre; lo que hicieron fue calcular las oportunidades, los éxitos aparentes, reunir sufragios, consejos, sin afrontar nunca la verdad de la cosa. Las plegarias de Cromwell tenían que ser elocuentes, mucho más que elocuentes, porque su corazón era de hombre que sabía orar.
Entiendo que sus Discursos fueron algo más elocuente y congruente de lo que parece; observamos fue lo que todos los oradores tienden a ser, eficaces, aun en el Parlamento, pesando cuanto manifestaba. Su ruda y apasionada voz decía siempre algo, algo que los hombres querían saber. No se preocupó de ser elocuente, despreciando y disgustándole la oratoria, hablando siempre sin premeditar sus palabras.
Parece también que los noticieros eran bastante imparciales en aquellos días y entregaban a los cajistas las notas tomadas sin darles forma. ¡Extraña prueba en que basan la pretendida y estudiada hipocresía presentándole como farandulero! Nunca se preocupó de sus Discursos y si no estudiaba las palabras antes de pronunciarlas, fue porque su sinceridad era su mejor defensa.
En cuanto a la doblez de Cromwell opinamos se debió a que todos los partidos comprendieron, y hasta creyeron oír, tal cosa, dándose luego cuenta que quiso decir otra. Por eso afirman fue el príncipe de los embusteros. ¿No es esto, intrínsecamente, y en tales circunstancias, el inevitable destino del hombre superior, mas no del impostor? Esos personajes deben tener reticencias. De llevar el corazón en la mano para que las cornejas pudieran picotearlo, no hubiera hecho mucho camino. De nada sirve al hombre vivir en una casa de cristal. Él es quien tiene que juzgar hasta dónde debe dejar ver sus propósitos, aun tratándose de los que tienen que acompañarle en sus empresas, porque hay preguntas impertinentes y en este caso, hay que dejar perplejo al indiscreto, sin engañarlo, mas sin aclarar el asunto. ¡Si pudiéramos dar con la frase precisa para responder! Ésa es la que el prudente sincero procuraría dar en tal caso.
Indudablemente Cromwell se expresó a menudo en el habla propia de dos pequeños partidos secundarios, exteriorizando parte de su pensamiento, creyendo que eran de los suyos. De ahí su ira al darse cuenta de que no era así, sino independiente. ¿Merecía censura por ello? Durante los varios períodos de su historia debió sentir que, si exponía hasta la raíz sus pensamientos se habrían estremecido horrorizados, y, de creerle, se hubiere derrumbado por completo la minúscula y compacta hipótesis concebida, sin poder contribuir en nada para ayudarle, incapacitados quizá para laborar en su propio sector. Ésa es la posición inevitable del grande hombre entre los pequeños. En todas partes hay hombrecillos, activísimos, útiles, cuya actividad depende de alguna convicción que comprendemos es limitada, imperfecta, lo que llamamos error; pero ¿sería siempre amabilidad o es siempre o a menudo deber estorbarles en ello? Muchos son los que llevan a cabo algo de modo que llama la atención, basado sólo en algún débil tradicionalismo, convencionalismo, indudable para ellos, increíble para nosotros; si lo refutamos se hunde en un abismo. Fontenelle dice: Si tuviera la verdad en un puño, sólo abriría el meñique.
Si así acontece en el terreno doctrinal, ¿cuánto más no ocurrirá en el práctico? El incapaz de guardar su pensamiento, nada de consideración puede poner en práctica. ¿Llamaremos a eso disimulo? ¿Qué diríamos del que llamase encubridor al general de un ejército por no manifestar sus propósitos a todos los cabos y soldados que le preguntan sobre ellos? Puedo decir que Cromwell trataba todo eso de manera admirable por su perfección. Durante su carrera viose asediado constantemente por interminable vórtice de impertinentes cabos que giraban confusamente a su alrededor, a quienes respondía. El que así obró tenía que ser gran clarividente, no habiendo nadie que le demostrase su impostura. ¿Cuál es el hombre que habiéndose internado en tan complicado laberinto de cosas puede merecer tal calificativo?
Hay dos errores, dominantes, que pervierten en su misma base los juicios formados sobre hombres como Cromwell, sobre su ambición, impostura, y cosas parecidas. El primero es lo que podría llamarse sustitución de la meta de su carrera por su curso y punto de partida. El Historiador vulgar de Cromwell supone que había resuelto ser Protector de Inglaterra, cuando estaba aún labrando la tierra cenagosa de Cambridgeshire, sospechando que su carrera estaba esbozada, que tenía programa del completo drama que desarrolló paso a paso trágicamente, con astucia, dramaturgia engañadora a medida que avanzaba, siendo falso, intrigante, ὑποχριτής o Comediante. Ésta es una radical perversión; casi universal en tales casos. Consideremos cuán diferente es el hecho. ¿Quién puede predecir su vida futura? Más allá del presente todo está velado para nosotros, como intacta madeja de posibilidades, recelos, intenciones, vagas esperanzas. No estaba la completa vida de Cromwell en aquella especie de Programa, que había de conocer por entonces, con su insondable astucia, con el único objeto de desarrollarla dramáticamente, escena tras escena; aunque así parezca no fue así para él. ¡Cuántos absurdos se desvanecerían si la historia considerase francamente este hecho innegable! Dirán los historiadores que no lo pierden de vista, pero veamos si es así. La Historia vulgar lo omite por completo, como ocurre en el caso de Cromwell y aun la de mejor calidad lo recuerda sólo de cuando en cuando. Para recordarlo debidamente con rigurosa perfección, tal como figuró en el hecho, requiérese raro talento, quizá imposible, el que tenía Shakespeare, o superior al suyo, capaz de actualizar la biografía del hombre hermano, ver con ojos de congénere en todos los momentos de la vida que él viera; en resumen, conocer sus pasos y personalidad, cosa que pocos Historiadores tienen probabilidad de saber. Mas la mitad de las perversiones atribuidas a Cromwell se desvanecerían si procurásemos representárnoslas honradamente de ese modo, es decir, tal como fueron y no a bulto, como se nos presentan.
El segundo error, que creo se comete en general, se refiere a esta misma ambición. Exageramos la ambición de los Grandes Hombres, equivocándonos en cuanto a su naturaleza. Los Grandes Hombres no son ambiciosos en ese sentido; el ambicioso es el mezquino. Consideremos al hombre que no es feliz porque no brilla sobre los demás, que se mete por los ojos, que anhela, ansía ostentar sus dones y pretensiones, luchando por forzar a todos, como si lo pidiera de limosna, a que lo reconozcan como grande hombre y lo encumbre sobre los otros. Un ser así es uno de los más lastimosos espectáculos bajo el sol. No es grande hombre, sino pobre enfermo ávido, más digno de ocupar una cama de hospital que un trono entre los hombres. Apartáos de su camino, porque tal criatura no gusta de sendas solitarias, no puede vivir sin el elogio, sin causar maravilla, sin el encomio de ditirámbicos artículos. Mas eso no es grandeza, sino vaciedad, puesto que nada contiene, es hambre y sed de alabanza. En verdad creo que no hubo grande hombre, ni siquiera cuerdo que llevase algo dentro, poco o mucho, que se preocupase de todo eso.
¿Qué pudo importar a Cromwell el aplauso de ruidosa muchedumbre? Dios, su Creador, sabía muy bien qué era; en nada aumentaba ni disminuía el aplauso su quididad. Hasta que aparecieron las primeras canas, hasta que estando en la pendiente de la Vida vio que todo tenía límite, y fin, la manera como iban las cosas contentóse con labrar la tierra y leer la Biblia; que no pudiera soportarlo en su vejez, sin entregarse a la Superchería, con el fin de ir en dorada carroza a Whitehall, atender a los secretarios que le presentaban montones de papeles rogándole: Resuelva esto, despache aquello, es cosa que nadie puede afirmar sin reservas ni remordimiento. ¿Qué atracción podían tener para Cromwell las doradas carrozas? La vida encerraba significado para él desde hacía tiempo, terror y esplendor como el mismo Cielo. Su vida como hombre era superior a la necesidad de las galas. La Muerte, el Juicio, la Eternidad, eso era la base de cuanto pensó e hizo; su existencia fue una isla rodeada de mar de indecibles Pensamientos, inexpresable para el hombre. Lo importante para él fue el Evangelio, tal como lo leyeron los profetas Puritanos de su época, sin importarle todo lo demás. Paréceme despreciable solecismo llamar ambicioso a tal hombre, y figurárnoslo como ávido infatuado. Un hombre así diría: Guardaos vuestras doradas carrozas y entusiásticas muchedumbres, los engalanados funcionarios, las influencias, los asuntos que creéis importantes y dejadme solo, hay demasiada vida en mí. El viejo Samuel Johnson, el alma más grande de Inglaterra en su época, no era ambicioso. Boswell lucía en las ceremonias cintas llamativas en el sombrero, mientras el gran Johnson quedaba en casa: su alma mundial estaba sumida en sus pensamientos y preocupaciones; ¿de qué podían servirle la ostentación, las cintas en el sombrero?
Lo repetiré: complace reflexionar sobre el gran Imperio del Silencio, sobre el grande hombre silencioso que contempla la ruidosa vaciedad del mundo, palabras huecas de sentido, actos de escasa valía. Los hombres nobles y tácitos, encerrados en su habitación, diseminados, que piensan y laboran en el silencio, sobre los que nada dice el periódico, son la sal de la Tierra; mal va la nación que carece de ellos o en que escasean; es bosque sin raíces, en el que todo son hojas y ramaje, que se mustiarán pronto. ¡Infelices de nosotros si sólo tuviésemos palabras y ostentaciones! Lo único grande es el Silencio, el gran Imperio del Silencio, que descuella sobre las estrellas, que llega a mayor profundidad que los Reinos de la Muerte; todo lo demás es mezquino. Confío que los ingleses conservarán por mucho tiempo el gran talento del silencio. Dejad que los imposibilitados de vivir sin encaramarse a los barriles para sobresalir, para que los vean en el mercado, cultiven exclusivamente la Oratoria, convirtiéndose en frondoso bosque sin raíces. Salomón dijo: Oportuno es hablar, siéndolo también el silencio. Alguien pudiera interrogar a los silenciosos Samueles, no forzados a escribir por falta de dinero y no otra cosa: ¿Por qué no te levantas y hablas, promulgando tu doctrina y fundando tu secta? Hasta hoy he podido contener mi pensamiento; por fortuna tuve habilidad para retenerlo, sin que ninguna fuerza me obligase a expresarlo. Mi doctrina no tiene por objeto la divulgación, sino servir de norma a mi vida. Ése es el gran valor que para mí tiene. ¿Y el honor? Sí; digamos lo que dijo Catón sobre la estatua: No sería preferible que, al contemplar las muchas estatuas de vuestro Foro, preguntase alguien: ¿Dónde está la de Catón?
Ahora, como compensación de este Silencio, permitidme decir que hay dos clases de ambición: una censurable por completo, laudable e inevitable la otra. La Naturaleza dispuso que el gran tácito Samuel no guardase silencio mucho tiempo. Consideremos mezquina y miserable la suposición de querer brillar sobre los demás. No buscas grandes cosas; no las busques. No obstante, digo hay irrepresible tendencia en todo hombre a desarrollarse de conformidad con la magnitud que le concedió la Naturaleza, a exteriorizar de palabra y obra lo que en él infundió. Esto es propio, adecuado, inevitable, siendo también deber, compendio de los deberes del hombre. Pudiéramos decir que el significado de la vida en la tierra es éste: Desarrollarnos, laborar en aquello para lo que tengamos facultades. Es necesidad del ser humano, ley primordial de nuestra existencia. Observa bellamente Coleridge que el niño aprende a hablar debido a esa necesidad. Por eso afirmaremos: para decidir si la ambición es justa o no tendremos presentes dos cosas: no sólo el apetito de la función, sino la capacidad para desempeñarla, pues de esto se trata. Quizá fuera suyo el puesto, tal vez tenía derecho natural y hasta obligación de alcanzarlo. ¿Censuraremos la ambición de Mirabeau de presidir el Consejo, cuando era el único francés capaz de desempeñar el cargo con provecho? De haber concebido más esperanzas puede que no hubiera sentido con tal claridad el bien que podía hacer. Pero un pobre Necker, que ninguna utilidad podía reportar, que estaba sabedor de ello, quedó abismado al verse rechazado; bien pudo Gibbon llorarle. Dije que la Naturaleza dispone que el grande hombre silencioso se esfuerce en hablar.
Supongamos, v. g., que hubiésemos revelado a Johnson, que en su solitaria existencia, era capaz de efectuar labor divina inapreciable para su país y para el mundo entero: que la perfecta Ley Celeste podía convertirse en ley de este mundo; que la oración que diariamente decía: Venga a nos el tu reino, podía realizarse al fin. De haberle evidenciado la posibilidad, la realización; que él, el taciturno Samuel, estaba llamado a participar en ello, hubiérasele inflamado el alma brillando con divina claridad, hablando noblemente, determinado a obrar, descartando todo pesar y recelo, menospreciando toda aflicción y contrariedad, iluminándose el tenebroso elemento de su existencia y destellando vivísima luz. Su ambición sería justa. Consideremos el caso de Cromwell. Tiempo hacía pesaba sobre su corazón el sufrimiento de la Iglesia de Dios, afligiéndole ver encerrados en calabozos a los celosos y sinceros propagadores de la verdad, azotados, en la picota, cortadas las orejas; viendo cómo los indignos pisoteaban el Evangelio, tras largos años de silencio y oración, sin hallar remedio en la Tierra; confiando vendría la Celeste bondad, considerando todo aquello como superchería que no podía eternizarse. Contemplemos ahora la aurora. Tras doce años de silenciosa espera estremecióse Inglaterra; habrá nuevamente Parlamento en que se dejará oír la voz de la Razón, renaciendo la inexpresable y bien cimentada esperanza en la Tierra. ¿No era digno pertenecer a tal Parlamento? Cromwell dejó el arado y acudió a la asamblea. Habló -ásperos estallidos de franqueza- de una verdad vista por él, laboró, luchando denodadamente como vigoroso gigante a través del tumulto del cañón, sin desmayar hasta que triunfó la Causa, hasta que barrió a sus formidables enemigos, hasta que el alba de esperanza trocóse en clara luz de victoria y de certidumbre. Se irguió como el alma más fuerte de Inglaterra, como el indiscutido Héroe de toda Inglaterra, haciendo que la ley del Evangelio de Cristo se estableciera en el Mundo. La Teocracia que Knox pudo soñar en el púlpito como fantasía de devoto, atrevióse a considerarla realizable este hombre práctico, aleccionado en el borrascoso caos de la más dura experiencia. Los que ocupaban los más altos puestos en la Iglesia de Cristo, los más devotos y prudentes, tenían que gobernar el país; así podía y debía ser, hasta cierto punto. ¿No era ésta la verdad, la verdad de Dios? Y, de ser cierto, ¿no era esto lo que había que hacer? La inteligencia práctica más vigorosa en Inglaterra atrevióse a responder ¡Sí! Opino fue noble y sincero propósito. ¿No es ésa la más noble decisión que pudo animar el corazón del estadista o del hombre? El paso dado por Knox al proponérselo fue de importancia, pero que lo abrazara un Cromwell, hombre de extraordinaria sensatez y experiencia de lo que era el mundo, la Historia, creo, no registra nada igual. Opino que ése es el punto culminante del Protestantismo, la fase más heroica que tenía que presentar en la Tierra la Fe en la Biblia. Suponed que se manifestase a uno de nosotros cómo podía lograrse que la Razón alcanzara decisiva victoria sobre el Error, que todo cuanto habíamos anhelado e implorado como bien supremo para Inglaterra y el resto del mundo era realizable.
Debo decir que el intelecto vulpino, con su habilidad, astucia y pericia para desenmascarar hipócritas, paréceme cosa bastante mezquina. En Inglaterra sólo tuvimos un estadista de ese temple, uno en cuyo corazón arraigase aquel propósito; no puedo dar con otro. Un solo hombre en quince siglos; ésta fue la acogida que le dispensaron. Hizo decenas, centenares de prosélitos, pero sus adversarios eran millones. De haberlo seguido la nación en masa, Inglaterra sería un país cristiano. Tal como está, la habilidad vulpina continúa siendo su desesperado problema: Dado un mundo de pícaros, conseguir Probidad de su acción conjunta; engorroso problema con que tropezamos en las Chancillerías de las Audiencias, y en otros sitios. Finalmente, por justa ira celeste, y también por su inmensa gracia, se inicia el estancamiento de la cuestión, viendo todos que el problema es palpablemente insoluble.
Respecto de Cromwell y sus propósitos, Hume y muchos de sus prosélitos, admiten fue sincero en un principio, sincero Fanático, que poco a poco trocóse en Hipócrita, a medida que se sucedían los acontecimientos. Ésa es su teoría que desde entonces se aplicó a Mahoma y otros muchos. Si reflexionamos hallaremos algo de ello, no mucho, no todo, muy lejos de la totalidad. Los sinceros corazones de los héroes no se malean de ese modo miserable. El sol se desprende de impurezas, presenta algunas feas manchas, pero no se apaga anudándose como Sol trocándose en oscura masa. Me aventuro a creer que eso nunca ocurrió al profundo Cromwell, al Hijo de la Naturaleza de corazón de león, que como Anteo, debía su fuerza al contacto con la Tierra, su Madre; que, si la separábamos de ella, creyéndole hipócrita vacuo, perdía su fuerza. No afirmamos que fuera inmaculado, que no padeció errores, insinceridades. No se erigió en maestro honorario de perfecciones, intachables conductas; fue rudo Orson que se abría penoso camino con su esfuerzo sincero, cayendo alguna que otra vez. Se equivocaba y sufría errores muchas veces al día, a todas horas, cosa que sabían Dios y él. Muchas veces se nubló el Sol, mas nunca quedó oscurecido para siempre. Sus últimas palabras en el lecho de muerte revelan al hombre heroico cristiano: entrecortadas súplicas al Señor rogándole juzgase a él y a su Causa puesto que el hombre no podía juzgarlo con justicia, se encomendaba a su misericordia. Conmovedoras palabras. Así entregó al Creador su impetuosa y grande alma, cesando en sus esfuerzos y errores.
No soy de los que le suponen Hipócrita, de los que creen vivió enmascarado, en el simulacro, como vano y estéril impostor ávido de los vítores de las muchedumbres. Vivió muy a gusto en la sombra hasta encanecer; luego lo vemos convertido virtualmente en Rey de Inglaterra, reconocido como hombre sin tacha. ¿No puede vivir el hombre sin el manto y carrozas reales? ¿Creéis placentero verse rodeado de secretarios que importunan con sus fajos de documentos con la cinta roja? El sencillo Diocleciano prefiere plantar coles; Jorge Washington, mensurable hasta cierto punto, hace lo mismo. Casi me atrevo a decir que eso es precisamente lo que todo hombre sincero haría: retirarse una vez cumplida su misión como Rey.
Permitidme observar lo indispensable que es un Rey en todas partes, en todo movimiento humano, cosa que demuestra esa misma Guerra, lo que hacen los hombres cuando no pueden encontrar Jefe, hallándolo el enemigo. La nación escocesa abrazó unánime el Puritanismo; todos sintieron celo, pensando al unísono, cosa que nunca se había visto en aquel extremo de la Isla inglesa. Mas no contaban con un gran Cromwell, sino mezquinos, vacilantes, apocados, diplomáticos Argyles y personajes por el estilo, sin corazón capaz de albergar la verdad, o de entregarse a ella por entero. No tuvieron jefe, mientras el diseminado partido Caballeresco del país lo tuvo en Montrose, el más noble entre los Caballeros, hombre espléndido, valiente de una pieza, lo que pudiéramos llamar Héroe-Caballero. Reflexionemos: de una parte súbditos sin Rey, de otra, Rey sin súbditos; los primeros nada podían hacer; algo pudo el último. Montrose, con un puñado de bravíos irlandeses o montañeses, disponiendo de pocos fusiles, se lanzó contra los disciplinados ejércitos puritanos como una tromba, arrollándolos cinco veces, obligándoles a abandonar el campo, quedando dueño de Escocia, aunque por poco tiempo. Se trataba de un hombre solo contra un millón de enemigos sin un solo hombre, impotentes contra él. Quizás entre todos los Puritanos el único indispensable fuera Cromwell, que veía, se atrevía, decidía, único punto de apoyo en el cenagal de la incertidumbre, Rey, ya le llamaren así o de otro modo.
No obstante, en esto precisamente tropezó Cromwell. Todos sus demás actos hallaron defensores que los justificasen, pero la disolución de lo que quedaba del Parlamento, erigiéndose en Protector, es cosa que nadie le perdona. Nacido para reinar en Inglaterra, Jefe del partido victorioso, parece apeteció el Manto Real, vendiéndose a la perdición para lograrlo. Veamos cómo fue.
Una vez subyugadas Inglaterra, Escocia e Irlanda al Parlamento Puritano, surgió la cuestión práctica: ¿Qué hay que hacer? ¿Cómo gobernarás a esas Naciones que puso en tus manos la Providencia de modo tan asombroso? Es evidente que los cien miembros supervivientes del Largo Parlamento que en él se sientan como suprema autoridad no pueden continuar allí. ¿Cómo hay que obrar? Era aquella cosa cuya solución puede ser fácil para los teóricos factores de constituciones; mas para Cromwell, que buscaba sus hechos prácticos, reales, era complicadísima. Consultó al Parlamento su decisión, pues él era el llamado a exponerla. Pero los soldados, aunque contrarios al Formulismo, que alcanzaron la victoria a cambio de su sangre, estimaron debían ser oídos, exclamando: No aceptamos un trozo de papel a cambio de nuestras luchas; entendemos que la Ley del Evangelio de Dios, al que concedió la victoria por nosotros, debe establecerse, intentar su establecimiento en este país.
Estas palabras resonaron en los oídos de los parlamentarios durante tres años, dice Cromwell, sin que pudieran dar con la solución discurseando, discutiendo. Quizá se deba eso a la naturaleza de los parlamentarios; tal vez no haya Parlamento capaz de resolverlo, charlando sin descanso. Pero la cuestión tenía que decidirse. Los sesenta miembros se hacían odiosos a la nación, despreciables, llegando a llamarle Rump Parliament, no pudiendo continuar así; ¿Quién iba a sucederle? El Parlamento Libre, el derecho al Sufragio, las Fórmulas Constitucionales de una u otra especie; era la Realidad iracunda que avanzaba hacia nosotros, que nos devoraría de no resolverla. Y, ¿quién sois vosotros que habláis de Fórmulas Constitucionales, derechos del Parlamento, vosotros, que tuvisteis que matar a vuestro Rey, para humillar al Orgullo, para alejar y desterrar por la ley del más fuerte al que se opusiere a la prosperidad de vuestra Causa? Sois cincuenta o sesenta que continuáis el debate. Decidnos qué hacemos, no como Fórmula, sino como Hecho real.
Nunca se supo la respuesta. El diligente Godwin declara no pudo dar con ella, siendo lo probable que aquel mezquino Parlamento ni quiso ni pudo disolverse y dispersarse, que aplazó la disolución diez o veinte veces, perdiendo Cromwell la paciencia. Aceptamos la hipótesis más favorable para el Parlamento, la más favorable, aunque no la creo cierta, pero harto favorable.
Según esta versión, al llegar a la crisis, cuando Cromwell y sus Oficiales se reunieron de una parte y los cincuenta o sesenta Miembros de la otra, fue informado Cromwell, súbitamente, de que el Parlamento, desesperado, dio una singular respuesta; que en su rencorosa y codiciosa desesperación, para alejar al Ejército, trataba de aprobar rápidamente en la Cámara una Ley de Reforma: un Parlamento elegido por toda Inglaterra, dividida en distritos electorales iguales, libertad de sufragio y todo lo demás, cosa muy discutible, pero indiscutible para ellos. ¿Proyecto de Reforma? ¿Elección libre? Los realistas permanecían callados, mas existían; tal vez excedían en número, cuando la mayoría en Inglaterra fue siempre indiferente ante su Causa, que miraba sometiéndose a ella. La mayoría estaba en el peso y la fuerza, no en el número de electores. Además, con aquellas Fórmulas y Leyes Reformatorias la cuestión azarosamente resuelta por la espada quedaba de nuevo a merced del oleaje, trocándose en mera esperanza y probabilidad, pequeña aun como probabilidad, sin ser probabilidad, sino certidumbre que lograron por la fuerza de Dios y sus brazos, evidente certidumbre. Cromwell se presentó ante aquellos Parlamentarios testarudos, interrumpió la rápida aprobación de la Ley Reformatoria, ordenándoles que se fueran y que no hablaran más. ¿Podemos perdonarlo? ¿No podemos comprenderlo? Juan Milton, que vio las cosas desde cerca, lo aplaudió. La Realidad barrió las Fórmulas. Opino que la mayor parte de los ingleses francos lo habría creído necesario.
El hombre fuerte y osado se atrajo la oposición de toda clase de Formulismos y superficialidades lógicas, atreviéndose a apelar a la realidad legítima de Inglaterra, interrogándola: ¿Estás conmigo o contra mí? Es curioso observar su esfuerzo para gobernarla constitucionalmente, buscando Parlamento que le ayudase, sin conseguirlo. Su primer Parlamento, al que llamaron Parlamento de Barebone, fue Convocatoria de los más Notables, acudiendo a él de todas partes de Inglaterra, seleccionados por los principales Sacerdotes y Funcionarios Puritanos, las personas más distinguidas por su reputación religiosa, influencia y afecto por la Causa, reuniéndose para esbozar un plan. Sancionaron lo pasado, preparando el futuro como pudieron. A sus componentes se les llamó sarcásticamente Parlamento de Barebone, aunque parece que su nombre fue Barbone, hombre muy apreciable. Su labor no fue broma, sino grave realidad, intento de aquellos Puritanos Notables de convertir la Ley de Cristo en Ley de Inglaterra dentro de lo posible. Entre ellos hubo hombres de buen sentido; otros de calidad, en cuanto a piedad supongo casi todos eran piadosos. Parece que fracasaron, cayendo al esforzarse en reformar el Tribunal Supremo, disolviéndose y declarándose incompetentes, entregando el poder en manos del Generalísimo Cromwell, para que hiciese lo que quisiera y pudiera.
¿Qué haría con él? El Generalísimo Cromwell, Comandante en Jefe de todas las Fuerzas llamadas a las armas o que pudieran llamarse, encontróse ante un singular trance; como era la sola Autoridad existente en Inglaterra fue lo único que la aislaba de la Anarquía. Ésa es la innegable Realidad en cuanto a su posición y la del País por entonces. ¿Qué haría con él? Después de deliberar, decidió aceptarlo, exclamando gravemente, en pública solemnidad ante Dios y los hombres: Sí, ésa es la Realidad; haré lo mejor que pueda de ella. Protectorado, Instrumento de Gobierno; éstas son las formas externas de la cosa, elaboradas y sancionadas como permitieron las circunstancias, por los Jueces, por los principales Funcionarios, Consejo de Funcionarios y Personas de calidad de la Nación; en cuanto a la cosa en sí, era innegable que para lo pasado y lo presente sólo había una alternativa: esto o la Anarquía. La puritana Inglaterra podía aceptarlo o no, mas con ello evitaba ciertamente su suicidio. Opino que los Puritanos aceptaron tácitamente, algo contrariados, el acto anómalo de Cromwell, aunque en general mostráronse francamente agradecidos; al menos le ayudaron a afianzarlo, no abandonándolo; luego surgieron dificultades en el Parlamento, sin que supieran cómo habían de juzgarlo.
El segundo Parlamento de Oliverio, el primero regular en realidad, elegido según lo establecido por el Instrumento de Gobierno, se reunió y laboró, abismándose más tarde en la discusión del derecho del Protector, la usurpación y cuestiones parecidas, disolviéndose al llegar a su término legal. El irrebatible discurso de Oliverio, dirigido a sus componentes, es ciertamente notable, lo mismo que el pronunciado en su Tercer Parlamento, al que reprochó su pedantería y obstinación; rudas y caóticas oraciones, mas francas, propias del sincero, desmañado, no acostumbrado a formular sus grandes ideas, sino a ponerlas en práctica. El sentido que encerraban sus pensamientos estallaba al no hallar palabras apropiadas, mentando repetidamente los designios de la Providencia, afirmando que aquellos cambios, tantas victorias y acontecimientos, no se debieron a plan premeditado, no eran comedia suya ni de los demás; que los que así lo consideraban blasfemaban ciegamente, insistiendo sobre su afirmación con iracundia, énfasis y energía. ¡Como si Cromwell hubiese previsto aquellos turbulentos y tremendos trances a que se vio sometido en un mundo sumido en el caos; como si continuase tirando de los hilos de los muñecos de trapo! Y afirma: Nadie pudo prever tales cosas; nadie era capaz de decir lo que ocurriría al día siguiente, porque todo se debió a los designios de la Providencia; siguiendo el camino indicado por Dios llegamos finalmente al pináculo de la victoria, triunfando la Causa de Dios en estas Naciones, reuniéndose el Parlamento para indicar el modo cómo podía organizarse todo ello, reducirlo a realidad racional entre los hombres; vosotros sois los que tenéis que ayudarnos con vuestros prudentes consejos para realizarlo, por haber disfrutado de la oportunidad que ningún Parlamento gozó hasta ahora en Inglaterra. La Ley de Cristo, la Razón y la Verdad pudieron establecerse hasta cierto punto como Ley en este país; mas vosotros os entregasteis a la pedantería, constitucionalismos, cavilosidades y especulaciones sobre las leyes escritas, discutiendo mi presencia en este sitio, exponiéndoos a que vuelva el Caos; y todo porque no puedo exhibir Acta Notarial que me faculte para presidiros, porque lo único que puedo alegar es la voz de Dios, que resonó en el fragor de la batalla. Perdisteis la oportunidad, ignorando cuando volverá a presentarse; os aferrasteis a la Lógica constitucional, por eso domina en el país la Ley de Mammón, no la de Cristo. ¡Sea Dios quien os juzgue a vosotros y a mí! Éstas fueron sus últimas palabras: que presentasen sus fórmulas constitucionales, que él iría acompañado de sus luchas informales, propósitos, realidades y actos; que Dios sería el juez de su respectiva conducta.
Dijimos que los Discursos impresos de Cromwell son informes, caóticos, y muchos afirman que son intencionadamente ambiguos, enrevesados, propios del hipócrita que se escuda en confusa jerga jesuítica; para mí no lo son. Diré más bien que me proporcionaron los primeros atisbos de la realidad de Cromwell, de su posibilidad. Si procuráis creer encierran algo, buscando con cariño en su fondo, observaréis hay en ellos discurso sincero expresado en su ruda y tortuosa manera de decir, que su gran corazón no estaba hueco. Comenzaréis a ver claro que era un hombre, no enigmática quimera incomprensible, increíble. Las Historias y Biografías escritas sobre Cromwell por generaciones superficiales y escépticas, que no pudieron concebir ni descubrir al hombre profundamente creyente, son más oscuras todavía que sus Discursos. A su través sólo se ve la infinita vaguedad de las Tinieblas y la Nada. Lord Clarendon dice: Vehemencias y Recelos; sí, meros caprichos avinagrados, teorías y extravagancias. No es posible creer que ello indujese al sereno y sobrio inglés a dejar su arado y su trabajo, lanzándose en furiosa guerra contra el más calificado de los Reyes. Grandes dotes debe reunir el Escepticismo para escribir sobre la Creencia, mas la cuestión es realmente ultra vires: es la Ceguera que formula las Leyes de la Óptica.
El Tercer Parlamento de Oliverio chocó contra el mismo escollo que el segundo: las Fórmulas constitucionales, inquiriendo: ¿A qué debes ese sitial? ¿En virtud de qué Documento Notarial lo ocupas? ¡Pedantes, miopes! Entonces Cromwell replicó: Al mismo poder que os convirtió a vosotros en Parlamento; eso, y algo más, es lo que me hizo Protector; si nada es mi Protectorado, ¿qué sois vosotros, miembros del Parlamento, sino reflejo y consecuencia de aquél?
Al fracasar el Parlamento quedó el Despotismo como única solución. Dictadores Militares a la cabeza de cada distrito, para refrenar a los Realistas y otros contradictores, para gobernarles por la espada ya que no por ley parlamentaria. Mientras la Realidad subsista no hay Fórmulas. Continuaré protegiendo a los protestantes oprimidos en el extranjero; nombrando jueces justos, prudentes directores en el país; estimando a los verdaderos sacerdotes Evangelistas, haciendo cuanto pueda para que Inglaterra sea cristiana, más grande que la vieja Roma, Reina de la Cristiandad Protestante; eso haré mientras Dios me conceda vida, puesto que me negáis vuestra ayuda; así se expresó Cromwell. ¿Por qué no lo abandonó todo, retirándose en la sombra de nuevo, al ver que la Ley no quiso reconocerlo? Eso es lo que preguntan muchos y en eso se equivocan, porque no podía renunciar. Pitt, Pombal, Choiseul, otros Presidentes de Consejo gobernaron las naciones; su palabra fue ley mientras prevalecieron, mas este Presidente no era de los que ceden fácilmente. Carlos Estuardo y los Caballeros le acecharon para matarle, a él y a la Causa; una vez muerto no podía volver. El único retiro para este Presidente era el sepulcro.
¡Con qué tristeza rememoramos la vejez de Cromwell! Quejábase incesantemente de la pesada carga que la Providencia echó sobre sus espaldas, que tenía que sobrellevar hasta la muerte. La esposa del coronel Hutchinson, su antiguo compañero de lucha, refiere que una vez viose obligado su marido a visitar a Oliverio a causa de cierto asunto, haciéndolo contra su voluntad; que Cromwell le acompañó hasta la puerta, hablándole fraternalmente, diciéndole deseaba reconciliarse con él, su hermano de armas; afirmando le dolía no lo comprendieran, lo abandonasen los verdaderos soldados, a los que estimaba mucho; el inflexible coronel, encastillado en su fórmula republicana, marchóse petulante, quedando solo el hombre encanecido, débil de fuerzas por su largo trabajo. También veo a su pobre madre, muy anciana, que vivía en su Palacio; buena mujer que moraba en aquella mansión honrada con el temor de Dios, que cuando oía un disparo creía habían asesinado a su hijo; por eso tenía que presentarse ante ella una vez al día, para que viera que vivía todavía. ¡Pobre anciana madre! ¿En qué se benefició aquel hombre? Su vida fue triste lucha, penalidades, hasta su último día. ¿Fama, ambición, un puesto en la Historia? Su cuerpo inerte colgaba de unas cadenas; su lugar en la Historia fue de ignominia, acusación, sombrío y de infortunio. ¡Quién sabe si es temerario decidirme a figurar entre los primeros que se aventuran a afirmar no fue truhán e impostor, sino honrado y sincero! ¡Descanse en paz! A pesar de todo, mucho fue lo que hizo por nosotros. Reflexionemos en silencio sobre su atormentada vida, heroica y grande; no hollemos la tierra que recubre su cuerpo, porque nada nos obliga a pasar sobre ella. ¡Dejemos al Héroe en reposo! Nunca apeló Cromwell al juicio de los hombres; ni éstos lo han juzgado muy bien.
Un siglo y un año después de 1668, ya silenciado y decorosamente olvidado el Puritanismo, estalló una explosión mucho más violenta, mucho más difícil de silenciar, conocida de todos los mortales, y cuyo recuerdo perdurará mucho tiempo: la Revolución Francesa. Es el tercero y último acto del Protestantismo, el explosivo regreso de los Hombres a la Realidad, cuando estaban a punto de aniquilarlos la Apariencia y el Simulacro. Decimos que el Puritanismo Inglés fue el segundo acto, al afirmar: La Biblia es verdadera, atengámonos a la Biblia. En la Iglesia, dijo Lutero; en la Iglesia y en el Estado, dijo Cromwell, atengámonos a la verdad de Dios. Los hombres tienen que volver a la realidad; no pueden vivir de apariencias. Su tercer acto, la Revolución Francesa, puede llamarse el último, pero es imposible que el hombre llegue a más bajo nivel que en aquel salvaje Sansculotismo. Se basan en el Hecho más desesperado y desnudo, innegable en todo tiempo y circunstancias, y ahí vuelven a empezar a construir. La explosión francesa tuvo su Rey, como la inglesa, sin Documento Notarial que lo acreditare. Miremos unos instantes a Napoleón, nuestro segundo Rey moderno.
Opino que no fue tan grande como Cromwell. Sus victorias enormes, que abarcaron a toda Europa, mientras Cromwell se limitó a nuestra pequeña Inglaterra, son elevados zancos que lo destacan sin alterar su verdadera estatura. En él no hallo la sinceridad de Cromwell; es algo inferior. No permaneció en la oscuridad muchos años ante el Indecible Pavor del Universo, caminando con Dios, como decía Cromwell, dependiendo su fuerza de su fe solamente, contentándose con que sus ideas y valor continuaran latentes, estallando más tarde como inflamadas por celeste centella. Vivió Napoleón en época que no creía en Dios, que estimaba el significado de todo Silencio y Latencia como Inanidad; por eso tuvo que partir de las mezquinas Enciclopedias Escépticas, no de la Biblia de los Puritanos. Ésa fue la extensión que el hombre pudo dar a su obra; grande fue el mérito de llegar tan lejos como llegó. Su carácter sólido, pronto, expresivo es quizás inferior al de nuestro gran caótico e inarticulado Cromwell. En vez del mudo Profeta que se esfuerza por hablar, descubrimos en él sorprendente matiz de Embaucador. La noción de Hume referente al Hipócrita-Fanático, con la verdad que encierra, se aplicaría mucho mejor a Napoleón que a Cromwell, Mahoma o sus semejantes, donde poco tiene de cierto. En este hombre se manifiesta desde un principio el elemento de censurable ambición, que se apodera de él y arrastra al hombre y su obra en su ruina.
En tiempos de Napoleón fue proverbial decir: Falso como un parte de guerra, excusándose de ello lo mejor que pudo, alegando que era necesario despistar al enemigo, sostener el ánimo de sus soldados, y otras cosas por el estilo, que no son excusas, porque el hombre no debe mentir nunca; más le hubiese valido decir siempre la verdad. Si alguien da por hecho algo que no ha conseguido, pero que espera lograr mañana ¿de qué sirve el embuste? Se descubre el engaño y el castigo es terrible, pues nadie cree al mentiroso aunque diga la verdad, cuando tiene importancia se le crea. Recordad lo de ¡Que viene el lobo! La Mentira es Nada y ¿qué puede hacerse con Nada? Además, perdemos el esfuerzo de hacerla creíble.
Sin embargo, Napoleón fue sincero, pues hay que distinguir entre lo superficial y fundamental en la sinceridad; a pesar de sus maniobras y falsedades, que fueron muchas y muy censurables, descubrimos en él cierto sentimiento de la realidad, instintivo, arraigado, que se basaba en los hechos, cuando podía basarse en ellos. Su instinto sobre la Naturaleza superaba a su cultura. Cuenta Bourrienne que una noche, durante su viaje a Egipto, argüían sus sabios contra la existencia de Dios, queriéndolo convencer con artificios lógicos. Napoleón miró las estrellas y dijo: Muy ingenioso, señores; pero ¿quién hizo todo eso? La lógica atea se escurre como agua, el gran Hecho lo mira a la cara: ¿quién hizo todo eso? Otro tanto ocurría con la Práctica, pues él, como todo el que puede ser grande o alcanzar la victoria en este mundo, veía el corazón de las cosas a través de todas las marañas y a él se dirigía sin vacilar. Cuando el mayordomo de su Palacio de las Tullerías le mostró la nueva tapicería, alabando su esplendor y su baratura, pidió Napoleón unas tijeras, cortó unas de las borlas de oro que pendían de una cortina, la guardó en el bolsillo y se marchó. Unos días después, la sacó, ante el horror de su mayordomo: era de oropel, no de oro. En Santa Elena insistió sobre lo práctico y real hasta sus últimos días. ¿Qué adelantáis con charlar y quejaros? ¿De qué os sirve discutir de ese modo? Nada resolvéis con ello puesto que nada podéis hacer. Cuando no se puede hacer nada, mejor es no hablar de ello. Así se expresaba a menudo ante los desventurados y descontentos que lo acompañaban, siendo ejemplo de tácita fuerza entre sus vanas querellas.
¿No puede decirse que tenían fe en él, legítima en cierto modo? Esta nueva Democracia enorme, afirmada por la Revolución Francesa, es una insuprimible Realidad, que el mundo entero con sus antiguas fuerzas e instituciones no podía derribar; eso lo intuyó con verdad, despertando su conciencia y entusiasmo, la fe, interpretando su velado alcance perfectamente. La carrière ouverte aux talents equivale a decir: Los instrumentos a quien sepa manejarlos, y era la verdad, la completa verdad, simbolizando el significado de la Revolución Francesa, el de cualquier Revolución. Napoleón fue sincero Demócrata en su primer período. Además, por naturaleza, aleccionado por su profesión militar, sabía que la Democracia no podía ser Anarquía, si era veraz: Napoleón odiaba la Anarquía. El 20 de junio de 1792, estaba con Bourrienne en un café; al ver la muchedumbre que pasaba expresó su profundo desprecio por las autoridades que no refrenaban aquella chusma. El 10 de agosto se extrañaba de que no hubiera un hombre que dirigiera aquellos pobres suizos, que vencerían de tener jefe. Tal fe en la Democracia, su odio a la Anarquía, fue lo que guió a Napoleón en su gigantesca empresa. Considerando sus brillantes campañas en Italia, hasta la Paz de Leoben, diríase que su motivo fue: Triunfe la Revolución Francesa sobre esos Simulacros austríacos que la llaman un Simulacro. Sin embargo, sintió y tuvo derecho a sentir cuán necesaria es la Autoridad enérgica, pues la Revolución no podía prosperar ni durar sin ella. Refrenar la devoradora Revolución, domarla de manera que su intrínseco propósito pudiere afianzarse, organizarla para que pudiere vivir entre los otros organismos y cosas formadas no siendo sólo derrumbamiento y destrucción; a eso tendió en parte Napoleón, ésa fue la verdadera empresa de su vida. ¿No fue precisamente eso lo que procuró realizar? Sucediéronse sus triunfos: los Wagrams, los Austerlitz... Su penetrante vista veía claro; su alma osada no perdía actividad, elevándose naturalmente y mereciendo ser Rey. Todos comprendieron que lo era. Los soldados decían durante las marchas: Esos parlanchines abogados de París charlan y no hacen nada. No nos extrañemos que vaya todo mal. Lo que debíamos hacer es ir allá e imponer a nuestro Petit Caporal. Y, en efecto, fueron y lo impusieron; ellos y Francia. Fue Cónsul, Emperador, vencedor de Europa, hasta que el humilde teniente de La Fére pudo creer sin esfuerzo que era el más grande de todos los hombres conocidos durante muchas generaciones.
Opino que fue entonces cuando le dominó el fatal elemento de la charlatanería. Renegó de su vieja fe en la Realidad, creyendo en las Apariencias, esforzándose por vincularse a las Dinastías de Austria, al Papado, a los rancios falsos Señores Feudales, de los que en otro tiempo vio claramente sus ficciones, considerando que iba a fundar su Dinastía y otras cosas más: que la enorme Revolución Francesa sólo tuvo ese significado. Entregóse a la fuerte ilusión para poder creer en el engaño, caso terrible, pero así fue. En aquel estado no era capaz de discernir la verdad de la falsedad: el peor castigo para el hombre que deja de ser sincero. El egoísmo y la vana ambición fueron entonces su dios, pues cuando uno se engaña a sí mismo es burlado por todos los artificios. ¡Con qué despreciables trapillos de ropería, percalinas, oropeles y disfraces envolvió aquel hombre su gran realidad creyéndose más real por ello! Y su pomposo Concordato con pretensiones de restablecimiento del Catolicismo (que creyó método para extirparlo), la vaccine de la religión, sus ceremoniosas Coronaciones, las consagraciones en Notre-Dame por la vieja Quimera Italiana, sin que faltase nada para completar esa pompa, como dijo Augereau, sino el medio millón de hombres que habían muerto para concluir con esas cosas. La Consagración de Cromwell fue por la Espada y por la Biblia; una concepción verdadera. La Espada y la Biblia, fueron llevadas delante de él, sin quimera alguna. ¿No eran acaso los verdaderos emblemas del Puritanismo, sus galas y sus insignias? El Puritanismo las había usado de una manera muy real, y ahora no las abandonaba. Pero el pobre Napoleón se equivocó: creía demasiado en la Engañabilidad de los hombres, no viendo en ellos "la realidad más profunda que el Hambre". Ocurrióle como al que edificase sobre una nube; se desplomó la casa y su ocupante en confusa ruina, desapareciendo del mundo.
El elemento embaucador existe en todos nosotros por desgracia, pudiendo desarrollarse cuando la tentación tiene suficiente fuerza. ¡No nos dejes caer en la tentación! Pero cabe decir que se desarrolla fatalmente. Aquello en que entra como ingrediente conocible se convierte en transitorio y, por muy grande que pudiere parecer es minúsculo en sí. Napoleón obró de conformidad con él y, ¿qué fue con todo el estruendo que produjo? Simple fogonazo de pólvora que se inflama, llamarada de paja seca. Parecía que el Universo ardía envuelto por el humo y las llamas, pero sólo por una hora. Luego se apagaron las llamas: el Universo con sus viejas montañas y ríos, sus astros superiores y su bondadosa tierra inferior sigue en su lugar.
El Duque de Weimar decía a sus amigos que no se desanimasen; que el Napoleonismo era injusto; que no duraría mucho. Sana doctrina. Cuanto más maltratase al mundo imponiéndole su tiranía, más grande sería el ímpetu con que se lanzase contra él en su día, porque la injusticia está condenada a satisfacer enormes intereses acumulados. Menos fatal hubiere sido para él perder su mejor parque de artillería, ver perecer a su mejor regimiento entre las aguas, que haber fusilado al pobre Palm, el librero alemán: fue injusto asesinato, tiranía palpable que nadie podría calificar de otro modo, por mucha que fuere su habilidad para ello. El fusilamiento y otros hechos inflamaron la ira en los corazones, brillando los ojos como ascua al recordarlo en espera de su día, día que llegó, rebelándose Alemania contra Napoleón. En el fondo, lo hecho por Bonaparte queda reducido a lo que hizo justamente; eso es lo que sancionarán las leyes de la Naturaleza: la realidad que en él hubo y nada más, pues el resto no pasó de polvo y humareda. La carrière ouverte aux talents, grande y sincero Mensaje, que tiene que articular y llevar a la práctica en todas partes, puesto que lo dejó sin organizar. Napoleón fue un gran esbozo, impreciso dibujo sin acabar; mas, ¿no lo fueron todos los grandes hombres?, fue una figura apenas desbastada.
Trágico es considerar las nociones que sobre el mundo tenía, tal como las expresaba en Santa Elena. Parece le sorprendía mucho y francamente ver la manera como se desarrollaron los acontecimientos; darse cuenta que había sido derribado de su pedestal, reducido a confinamiento; que el Mundo continuase girando sobre su eje. Francia es grande, muy grande; en el fondo yo soy Francia, porque Inglaterra, por Naturaleza, no pasa de ser dependencia de Francia; especie de Isla de Oleron perteneciente a Francia. Así era por Naturaleza, por Naturaleza Napoleónica, y terminaba exclamando; y, no obstante, AQUÍ ESTOY. Lo que no podía comprender, lo que no pudo concebir, fue que la realidad no correspondiera a su programa; que Francia no fuera omnipotente, que él no fuera Francia. ¡Extraña ilusión creer que la cosa es lo que no es! La naturaleza italiana, fuerte, clarividente, decisiva, firme y genuina que en un tiempo tuvo, envolvióse, disolviéndose casi, en turbia atmósfera de fanfarronada francesa. El mundo no estaba dispuesto a dejarse pisotear, a servir de argamasa para construir con ella y a su capricho un pedestal para Francia y para él; sus propósitos eran muy otros. El asombro de Napoleón fue extremado, pero, tuvo que resignarse. Él siguió su camino y la Naturaleza el suyo; al abandonar la Realidad cayó desesperado en el Vacío, sin remedio, teniendo que conformarse, minado por la tristeza como no lo fue nadie, destrozándosele el corazón y sucumbiendo. Este Napoleón, gran instrumento estropeado antes de tiempo, inutilizado, es nuestro último Grande Hombre.
Ése es nuestro último Grande Hombre en doble sentido: porque aquí tienen fin nuestras andanzas a través de tantos lugares y épocas, en busca de los Héroes. Siento manifestar que en ello encontré placer mezclado con inmenso dolor. El tema es importante, grave y, para quitarle gravedad, lo titulé Culto a los Héroes. Creo penetra profundamente el secreto de la conducta de la Humanidad y vitalísimos intereses del mundo, por lo que es digno de explicar actualmente. Mejor lo hubiere tratado en seis meses que en los seis días empleados. Prometí desbrozar el camino; ignoro si lo he logrado. He tenido que tratar el asunto precipitadamente, con el fin de daros una idea sobre él, poniendo a prueba vuestra tolerancia y paciencia con mis bruscos conceptos sintéticos, sin extenderme. Grande ha sido vuestra tolerancia, vuestra paciente buena fe, vuestra esperanzada generosidad. Mis rudas palabras han sido escuchadas con atención por la elegancia, la distinción, la belleza y la inteligencia, lo mejor que hay en Inglaterra; os doy cordialmente las gracias emocionado y os digo: ¡Dios sea con vosotros!
Fin de "De los héroes"