Entre libros, sólo Platón merece la fanática alabanza que Omar rindió al Korán cuando dijo: "Quemad las bibliotecas, porque su valor está en este libro". Sus máximas contienen la cultura de las naciones, son la piedra angular de las escuelas, el manantial de las literaturas. Hay en ellas lógica, aritmética, gusto, simetría, poesía, lenguaje, retórica, ontología, moral y sabiduría práctica. Nunca hubo especulaciones más amplias. De Platón proceden todas las cosas de que todavía escriben y discuten los pensadores. Produce un gran estrago entre nuestras originalidades. Con él alcanzamos la cumbre de la montaña de que se han desprendido todos esos cantos rodados. Ha sido la Biblia de todos los hombres cultos durante veintidós siglos. Todos los hombres de talento que han dicho sucesivamente cosas bellas a sus generaciones mal dispuestas para oírlas -Boecio, Rabelais, Erasmo, Bruno, Locke, Rousseau, Alfieri, Coleridge-, han sido lectores de Platón que han trasladado a su lengua vernácula, ingeniosamente, las cosas buenas que han aprendido de él. Aun los hombres más grandes sufren cierta disminución por la desgracia (¿puedo llamarla así?) de haber llegado después de ese generalizador que agota todos los temas. San Agustín, Copérnico, Newton, Boehme, Swedenborg, Goethe, son igualmente sus deudores y no hacen otra cosa que glosar lo dicho por él. Pues es justo atribuir al más grande generalizador todas las variaciones que pueden deducirse de su tesis.
Platón es la filosofía y la filosofía es Platón. Es a un mismo tiempo la gloria y la vergüenza de la humanidad, puesto que ni sajones ni romanos han sido capaces de añadir una sola idea a sus categorías. No tenía esposa ni hijos, pero los pensadores de todas las naciones civilizadas son su posteridad y están saturados de él. ¡Cuántos grandes hombres da a luz incesantemente la naturaleza para que sean sus hombres, para que sean platónicos: los alejandrinos, constelación de genios; los isabelinos, no menos geniales; Sir Thomas More, Henry More, John Hales, John Smith, Francis Bacon, Jeremy Taylor, Ralph Cudworth, Sydenham, Thomas Taylor, Marsilio Ficino y Pico de la Mirándola. En su Fedon está el calvinismo, también el cristianismo. El Islam extrae toda la filosofía contenida en el manual de ética Akhlak-y-Yalaly de sus escritos. El misticismo halla en Platón todos sus textos. Ese ciudadano de una ciudad de Grecia no es aldeano ni patriota. Un inglés lee sus obras y dice: "¡Cuán inglés!"; un alemán: "¡Cuán teutónico!"; un italiano: "¡Cuán romano y cuán griego!" Así como se dice de Helena de Argos que poseía una belleza universal con la que todos se sentían vinculados, así Platón parece para un lector de Nueva Inglaterra un genio americano. Su amplia humanidad trasciende toda línea divisoria.
Esta amplitud de Platón nos instruye sobre lo que debemos pensar con respecto a la debatida cuestión de las obras que se le atribuyen. Es singular que siempre que hallamos un hombre que sobresale entre sus contemporáneos entramos seguramente en dudas con respecto a cuáles son sus verdaderas obras. Así acontece con Homero, Platón, Rafael, Shakespeare. Porque esos hombres magnetizan de tal manera a sus contemporáneos, que éstos pueden hacer por ellos lo que no pueden hacer por sí mismos; y el gran hombre vive así en varios cuerpos y escribe, o pinta, o ejecuta por muchas manos, y al cabo de algún tiempo ya no es fácil decir cuál es la obra auténtica del maestro y cuál la de su escuela.
También Platón, como todos los grandes hombres, absorbió toda su época. ¿Qué es un gran hombre sino el que posee grandes afinidades, el que se apodera de todas las artes, las ciencias, todo lo cognoscible, como su propio alimento? Nada puede desperdiciar; puede disponer de todo. Lo que no es bueno para la virtud es bueno para el conocimiento. De aquí que sus contemporáneos le tachen de plagiario. Pero solamente el inventor sabe tomar prestado y la sociedad olvida de buen grado a los innumerables trabajadores que sirvieron a ese arquitecto y reserva para él todo su agradecimiento. Cuando elogiamos a Platón parece que elogiamos textos de Solón, de Sofrón, de Filolao. Puede ser. Todo libro es una cita y toda casa es una cita de todos los bosques y minas y canteras, y todo hombre es una cita de todos sus antepasados. Y este codicioso inventor puso a contribución a todas las naciones.
Platón absorbió todas las doctrinas de su época: las de Filolao, de Timeo, de Heráclito, de Parménides y de otros; luego la de su maestro Sócrates, y como se sentía todavía capaz de una síntesis más amplia -más allá de todos los ejemplos existentes hasta entonces o que han existido luego- viajó por Italia para adquirir lo que Pitágoras le tenía reservado; y más tarde por Egipto, y acaso más al Oriente, para importar en la mente europea el otro elemento que necesitaba Europa. Esta amplitud le capacita para constituirse en el representante de la filosofía. Dice en La República: "El genio que necesita un filósofo rara vez se encuentra, en todas sus partes, en un solo hombre; sus distintas partes surgen generalmente en distintas personas". Todo hombre que quiere hacer algo bien debe acercarse a ello desde una posición más elevada. El filósofo debe ser algo más que filósofo. Platón está revestido de facultades poéticas, ocupa el lugar más alto del poeta y (aunque dudo de que careciese del don decisivo de la expresión lírica) no es principalmente un poeta, porque utilizó sus dotes poéticas con propósitos ulteriores.
Los grandes genios tienen las biografías más cortas. Sus parientes nada pueden decir acerca de ellos. Viven en sus escritos y su vida doméstica y pública es trivial y común. Si queréis conocer sus gustos y su carácter encontraréis que quien más se les parece es el más admirador de sus lectores. Platón, especialmente, carece de biografía externa. Si tuvo amante, esposa o hijos, nada sabemos de ellos, se funden en su obra. Así como una buena chimenea consume su propio humo, así también un filósofo convierte el valor de todos sus bienes en hazañas intelectuales.
Nació en el año 430 antes de Cristo, hacia la época de la muerte de Pericles; estaba vinculado con los patricios de su época y de su ciudad y se dice que en su juventud tenía vocación guerrera; pero a la edad de veinte años, habiendo conocido a Sócrates, renunció pronto a aquel propósito y fue durante diez años su discípulo, hasta la muerte de Sócrates. Luego fue a Megara, aceptó las invitaciones de Dión y de Dionisio a la corte de Sicilia, y aunque fue tratado caprichosamente volvió tres veces. Viajó por Italia; luego por Egipto, donde permaneció largo tiempo: algunos dicen que tres años y otros dicen que trece. Se dice que fue más lejos, hasta Babilonia, pero nada se sabe de cierto. A su regreso a Atenas dio lecciones en la Academia a quienes atraía su fama, y murió, por lo que sabemos, mientras se hallaba escribiendo, a los ochenta y un años.
Pero la biografía de Platón es interna. Debemos explicar la suprema elevación de este hombre en la historia intelectual de nuestra raza; cómo sucede que, en proporción con la cultura de los hombres, estos se convierten en sus discípulos; que, así como la Biblia de los judíos se ha implantado en la conversación y en la vida doméstica de todos los hombres y mujeres de las naciones europeas y americanas, así también los escritos de Platón han preocupado a todas las escuelas, a todos los amantes del pensamiento, a todas las iglesias, a todos los poetas, haciendo imposible pensar con cierta altura sino por medio de ellos. Platón está situado entre la verdad y la inteligencia de cada hombre y casi ha estampado su nombre y su sello en el idioma y en las formas primarias del pensamiento. Al leerlo, me sorprende la extremada modernidad de su estilo y de su espíritu. Aquí está el germen de esa Europa que tan bien conocemos, con su larga historia en las artes y en las armas; aquí están todos sus rasgos, ya discernibles en la inteligencia de Platón, y en ninguna otra antes de él. Desde entonces se ha desparramado en cien historias, pero no ha aportado ningún elemento nuevo. Esta perpetua modernidad es la medida del mérito en toda obra de arte, pues su autor no se ha dejado impresionar por nada efímero o local, sino que se ha inspirado en lo universal y eterno. El problema que tenemos que resolver es cómo llegó Platón a ser Europa y la filosofía y casi la literatura.
Esto no hubiera podido suceder si él no hubiera sido un hombre recto, sincero y universal, capaz de honrar a un mismo tiempo al ideal, o sea a las leyes de la inteligencia, y al destino, o sea el orden de la naturaleza. El primer período de una nación, como el de un individuo, es el período de la fuerza inconsciente. Los niños gritan, lloran y patalean con furia, incapaces de expresar sus deseos. Tan pronto como pueden hablar y manifestar sus necesidades y la razón de las mismas, se apaciguan. En la edad adulta, mientras las percepciones son obtusas, hombres y mujeres hablan con vehemencia y exageración, desatinan y se querellan; sus modales están llenos de desesperación, su lenguaje lleno de juramento. Tan pronto como la cultura les aclara un poco las cosas y ya no las ven en montones y masas, sino distribuidas ordenadamente, renuncian a esa débil vehemencia y exponen su pensamiento con exactitud. Si la lengua no estuviera formada para la articulación de los sonidos, el hombre sería todavía una fiera en la selva. La misma debilidad y la misma necesidad, en un plano superior, se presenta diariamente en la educación de los jóvenes impacientes de ambos sexos. "¡Ah! Usted no me comprende; todavía no he encontrado a nadie que me comprenda". Y suspiran y lloran, escriben versos y se pasean solos, incapaces de expresarse con claridad. En uno o dos meses, gracias a la ayuda de su buena suerte, se encuentran con alguien lo bastante afín para ayudarles en su estado volcánico, y una vez establecida entre ellos esa relación favorable se convierten en adelante en buenos ciudadanos. Así sucede siempre. El progreso va desde la fuerza ciega hacia la exactitud, la destreza, la verdad.
Hay un momento en la historia de todas las naciones en que, al salir éstas de su ruda juventud, las facultades de percepción alcanzan su madurez, sin que todavía sean microscópicas, de modo que el hombre, en ese instante, se extiende a lo largo de toda la escala de la naturaleza, y con sus pies fijos todavía en las fuerzas inmensas de la noche, conversa, por medio de sus ojos y de su cerebro, con el mundo del sol y las estrellas. Ése es el momento de la salud en el adulto, la culminación de su potencia mental.
Tal es la historia de Europa en todos sus aspectos, incluso en el de la filosofía. Sus documentos más primitivos, que casi han desaparecido, se refieren a las inmigraciones procedentes del Asia, que trajeron consigo los sueños de los bárbaros. Era todo ello una confusión de crudas nociones de moral y de filosofía natural que fueron desapareciendo gradualmente gracias a la intuición parcial de maestros individuales.
Antes de Pericles aparecieron los Siete Sabios y con ellos los comienzos de la geometría, de la metafísica y de la ética; luego aparecieron los parcialistas, que creyeron hallar el origen de las cosas en el agua, en el aire, en el fuego o en el pensamiento. Todos agregan a esas causas figuras mitológicas. Finalmente aparece Platón, el distribuidor, quien no necesita de pinturas bárbaras, ni de tatuajes, ni de gritos, pues puede definir. Deja para el Asia lo vasto y lo superlativo; con él llegan la exactitud y la inteligencia. "Será para mí como un dios quien pueda dividir y definir rectamente".
Este definir es la filosofía. La filosofía es la explicación que la mente humana se da a sí misma de la constitución del mundo. En la base de esa explicación hay dos hechos cardinales: la unidad y la dualidad. 1. Unidad o identidad; y 2. Variedad. Unimos todas las cosas mediante la percepción de la ley que las anima, mediante la percepción de las diferencias superficiales y de las semejanzas profundas. Pero todos los actos mentales, esa misma percepción de la identidad o unidad, reconocen la diferencia de las cosas. Unidad y diferencia. Es imposible hablar o pensar sin abarcar a ambas.
La mente se ve impulsada a buscar la causa única de muchos efectos; luego la causa de aquella causa, y otra vez la causa de esta causa, profundizando más cada vez, segura de que llegará a una causa absoluta y suficiente, a una causa que será todas las causas. "En el centro del sol está la luz, en el centro de la luz está la verdad y en el centro de la verdad está el ser imperecedero", dicen los Vedas. Toda filosofía, del Oriente o del Occidente, tiene el mismo carácter centrípeto. Impulsada por una necesidad opuesta, la mente torna de lo uno a lo que no es uno sino otro o muchos; de la causa al efecto, y afirma la existencia necesaria de la variedad, la existencia de ambos por sí mismos, en cuanto el uno está envuelto en el otro. El problema del pensamiento consiste en separar y reconciliar esos elementos rigurosamente mezclados. Su existencia es mutuamente contradictoria y exclusiva, y el uno se convierte en el otro con tanta facilidad y presteza que no podemos decir cuál es el uno y cuál el otro. Proteo es tan ágil y rápido en lo más alto como en lo más bajo, tanto cuando contemplamos la unidad, la verdad, la bondad, como cuando observamos la superficie y los límites de la materia.
En todas las naciones hay inteligencias que se inclinan a vivir en el concepto de la Unidad fundamental. Los arrobamientos de la oración y el éxtasis de la devoción reducen todo ser a un Ser. Esta tendencia halla su más alta expresión en los escritos religiosos del Oriente, y principalmente en las Escrituras de la India, en los Vedas, en el Bhagavad Gita y en el Vishnu Purana. Esos escritos contienen poco más que esa idea y al celebrarla se elevan hasta convertirse en cantos puros y sublimes.
El Mismo es el Mismo: el amigo y el enemigo están hechos de la misma materia; el arador, el arado y el surco son de la misma materia; y esa materia es tal que las variaciones de la forma carecen de importancia. "Eres capaz -dice el supremo Krishna a un sabio- de comprender que no eres distinto de mí. Lo que yo soy eres tú y eso mismo es este mundo, con sus dioses, sus héroes y su humanidad. Los hombres contemplan distinciones porque los hace torpes su ignorancia". "Las palabras Yo y mío constituyen ignorancia. Ahora aprenderás de mí cuál es el gran fin de todo. Es el alma, una en todos los cuerpos, trascendente, uniforme, perfecta, prevaleciente sobre la naturaleza, exenta de nacimiento, de crecimiento y de decadencia, omnipresente, hecha de verdadero conocimiento, independiente, sin relación con lo irreal, con el nombre, la especie y todo lo demás en los tiempos pasados, presentes y venideros. El conocimiento de que este espíritu, que es esencialmente uno, está en uno mismo y en todos los demás cuerpos, es la sabiduría del que conoce la unidad de las cosas. Así como el aire, al pasar a través de los agujeros de una flauta, se convierte en las notas de la escala, así también la naturaleza del Gran Espíritu es única, aunque sus formas sean múltiples, derivadas de las consecuencias de los actos. Cuando se destruye la diferencia de la forma investida, como la de Dios o de cualquier otra cosa, ya no hay distinción". "El mundo entero no es más que una manifestación de Vishnu, que es idéntico a todas las cosas, y el sabio debe considerarlo como no diferente de ellas, como el mismo que ellas. Yo no voy ni vengo; no habito en lugar alguno; tú no eres tú, ni los otros son los otros, ni yo soy yo". Que es como si hubiera dicho: "Todo es para el alma, y el alma es Vishnu, y los animales y las estrellas son pinturas pasajeras, y la luz es un blanqueo, y la duración es engañosa, y la forma es prisión y los mismos cielos un señuelo". Lo que busca el alma es disolverse en el ser, por encima de toda forma, fuera del Tártaro y fuera de los cielos; liberarse de la naturaleza.
Si la especulación propende así a una terrible unidad, en donde quedan absorbidas todas las cosas, la acción tiende directamente a la diversidad. La primera es el curso de gravitación de la mente; la segunda, el poder de la naturaleza. La naturaleza es lo múltiple. La unidad absorbe, funde o reduce. La naturaleza ensancha y crea. Estos dos principios, unidad y multiplicidad, reaparecen en todas las cosas y en todos los pensamientos y los compenetran. El uno es ser; el otro, intelecto; el uno es necesidad, el otro libertad; el uno permanencia, el otro movimiento; el uno poder, el otro distribución; el uno fuerza, el otro placer; el uno conciencia, el otro definición; el uno genio, el otro talento; el uno seriedad, el otro conocimiento; el uno posesión, el otro comercio; el uno casta, el otro cultura; el uno rey, el otro democracia. Y si nos atrevemos a llevar a mayor altura estas generalizaciones y señalar la última tendencia de ambos principios, podemos decir que el fin del uno es escapar de la organización, la ciencia pura, y el fin del otro es la instrumentalidad más elevada, o el uso de los medios, o la deidad ejecutiva.
Todos los estudiosos se adhieren, por temperamento y por hábito, al primero o al segundo de esos dioses de la inteligencia. Por religión tienden a la unidad; por el intelecto o por los sentidos a la diversidad. Una unificación demasiado rápida y una aplicación excesiva a las particularidades son los peligros gemelos de la especulación.
La historia de las naciones corresponde a esos diversos partidos. La región de la unidad, de las instituciones inmutables, el asiento de una filosofía que se complace en las abstracciones, de los hombres que tienen fe doctrinal y prácticamente en la idea de un destino sordo, inexorable, inmenso, es el Asia, que encarna esa fe en la institución social de las castas. Por el otro lado, el genio de Europa es activo y creador, se opone a las castas con la cultura, su filosofía es una disciplina; es la tierra de las artes, de los inventos, del comercio, de la libertad. Si el oriente ama lo infinito, el occidente se complace en los límites.
La civilización europea es el triunfo del talento, la extensión del sistema, la inteligencia aguzada, la capacidad de adaptación, la complacencia en las formas, en las manifestaciones, en los resultados comprensibles. Pericles, Atenas, Grecia, realizaron su obra en este elemento con la alegría del genio no desalentado todavía por la previsión del perjuicio que trae consigo el exceso. No vieron ante sí una economía política siniestra, un Malthus nefasto, un París o un Londres, una lamentable subdivisión de clases, el destino de los hacedores de alfileres, de los tejedores, de los sastres, de los hacedores de medias, de los cardadores, de los hilanderos, de los mineros; no vieron una Irlanda, ni una nueva casta india creada por los esfuerzos de Europa para hacerlas desaparecer. La inteligencia se hallaba en plena salud y en la flor de la vida. El arte gozaba de su espléndida novedad. Tallaban el mármol pentélico como si fuera nieve y sus obras perfectas en arquitectura y en escultura parecían cosas corrientes, no más difíciles que la construcción de un nuevo buque en los astilleros de Medford o de una nueva fábrica en Lowell. Esas cosas son corrientes y pueden darse por sentadas. Y pueden verse en perspectiva la legión romana, la legislación bizantina, el comercio inglés, los salones de Versalles, los cafés de París, las fábricas, los buques de vapor y los trenes, las asambleas cívicas, las urnas electorales, los diarios y la prensa popular.
Mientras tanto, Platón, en sus viajes por Egipto y por el Oriente, se empapaba en la idea de una Deidad en la que se absorben todas las cosas. La unidad del Asia y la diversidad de Europa; la infinitud del alma asiática y la Europa definidora, deductora, constructora de máquinas, superficial y teatral, fueron unificadas por Platón, quien, mediante el contacto, aumentó la energía de ambas. Todo lo mejor de Europa y de Asia está en su cerebro. La metafísica y la filosofía natural expresaban el genio de Europa; él le da como base la religión del Asia.
En suma, había nacido un alma equilibrada, que percibía ambos elementos. Es tan fácil ser grande como pequeño. La razón de que nos cueste trabajo creer en almas admirables es que no las hallamos en nuestra experiencia. En la vida actual son tan raras que parecen increíbles; pero en los tiempos primitivos, no sólo no había prevención contra ellas, sino la más fuerte presunción en favor de su existencia. Pero oyéranse o no voces en el cielo, soñaran o no el padre o la madre que el niño recién nacido era el hijo de Apolo, posárase o no en sus labios un enjambre de abejas, había nacido un hombre que podía ver al mismo tiempo los dos lados de una cosa. La maravillosa síntesis tan familiar en la naturaleza, el anverso y el reverso de la medalla de Júpiter, la unión de las imposibilidades que reaparece en todos los objetos, su poder real y su poder ideal: todo ello había sido transferido por entero a la conciencia de un hombre.
Había aparecido el alma equilibrada. Si bien es cierto que amaba la verdad abstracta, se salvó a sí mismo proponiendo el más popular de todos los principios: el bien absoluto, que gobierna a los gobernantes y juzga a los jueces. Si hizo distinciones trascendentales, se fortificó a sí mismo extrayendo todos sus ejemplos de fuentes desdeñadas por los oradores y conversadores corteses; de yeguas y cachorros, de talleres y alfareros, de cántaros y soperas, de cocineros y pregoneros, de veterinarios, carniceros y pescaderos. Platón no puede perdonarse una parcialidad, pero es cosa resuelta que los dos polos del pensamiento aparecerán en su proposición. Sus temas y sus máximas son auto-equilibrados y esféricos. Aparecen los dos polos, es cierto, pero se convierten en dos manos que asen y se apropian de lo que les pertenece.
Todo gran artista lo ha sido gracias a la síntesis. Nuestra fuerza es transitoria, alternativa, o, podría decir, un hilo de dos cabos. La orilla del mar, que es mar vista desde la orilla y orilla vista desde el mar; el experimento de dos metales puestos en contacto; el aumento de nuestra emotividad con la llegada o la partida de un amigo; la experiencia de la creación poética, que no se encuentra permaneciendo en casa ni saliendo de viaje, sino en las transiciones entre una y otra cosa, y que en consecuencia debe ser utilizada hábilmente para que presente un aspecto todo lo más transitorio posible; ese dominio de los dos elementos debe explicar la fuerza y el encanto de Platón. El arte expresa lo uno o lo mismo por lo diferente. El pensamiento trata de conocer la unidad en la unidad; la poesía trata de expresarla mediante la variedad, es decir, siempre mediante un objeto o un símbolo. Platón conserva los dos vasos, el uno con éter y el otro con pigmento, a su lado, y utiliza ambos invariablemente. Las cosas añadidas a las cosas, como las estadísticas y la historia civil, son inventarios. Las cosas utilizadas como lenguaje son inagotablemente atrayentes. Platón da vueltas incesantemente al anverso y al reverso de la medalla de Júpiter.
Pongamos un ejemplo: cada uno de los filósofos físicos ha bosquejado su teoría del mundo; la teoría de los átomos, del fuego, del movimiento, del espíritu, teorías mecánicas y químicas. Platón, maestro en matemáticas, entregado al estudio de todas las leyes y causas naturales, se da cuenta de que éstas, como segundas causas, no son teorías del mundo, sino simples inventarios y listas. Por consiguiente, antepone al estudio de la naturaleza el siguiente dogma: "Declaremos la causa que llevó al Supremo Ordenador a producir y componer el universo. Era bueno, y el que es bueno carece de envidia. Exento de envidia, deseaba que todas las cosas fuesen, en lo posible, semejantes a él. Quienquiera que instruido por los sabios admita esto como la primera causa del origen y de la fundación del mundo, estará en lo cierto". "Todas las cosas han sido hechas para el bien y ésa es la causa de toda belleza. Este dogma anima y personifica su filosofía."
La síntesis que constituye el carácter de su inteligencia aparece en todos sus talentos. En todo gran ingenio encontramos generalmente excelencias que se combinan fácilmente en el hombre vivo, pero que en la descripción de ellas nos parecen incompatibles. La inteligencia de Platón no puede ser exhibida mediante un catálogo chino, sino que ha de ser aprehendida por una mente original en el ejercicio de sus facultades originales. En él se unen el más libre abandono con la precisión de un geómetra. Su imaginación audaz le ayuda a captar más sólidamente los hechos, así como las aves de vuelo más largo son las que tienen más fuertes las alas. Su cortesía patricia, su elegancia intrínseca, afiladas con una ironía tan sutil que punza y paraliza, adornan la más firme salud y una fuerte constitución física. Según la antigua sentencia, "si Júpiter descendiera a la tierra hablaría en el estilo de Platón".
Juntamente a ese magnífico aspecto hay, en lo que se refiere al objetivo directo de alguna de sus obras y a través del tono de todas ellas, cierta seriedad, que se eleva en La República y en el Fedón hasta la piedad. Se le ha acusado de que se fingió enfermo en el momento de la muerte de Sócrates. Pero las anécdotas de aquella época que han llegado hasta nosotros testimonian su viril intervención ante el pueblo en defensa de su maestro, puesto que también le alcanzó la salvaje gritería de la asamblea; y la indignación que manifiesta en muchas de sus obras contra el gobierno popular pone de relieve una exasperación personal. Poseía una probidad, una veneración innata por la justicia y el honor y una humanidad que le hacen benévolo con las supersticiones populares. Además, cree que la poesía, la profecía y la intuición proceden de una sabiduría de la que no es dueño el hombre; que los dioses nunca filosofan, pero, en virtud de un capricho celestial, esos milagros se realizan. Jinete en esos corceles alados, cruza las regiones oscuras, visita mundos en los que no puede entrar la carne, ve a las almas en pena, oye la sentencia del juez, contempla la metempsicosis penal, observa a las Parcas con su roca y sus tijeras y oye el zumbido embriagador de su huso.
Pero nunca le abandona su circunspección. Diríase que ha leído la inscripción de las puertas de Busirana: "Sé audaz", y en la segunda puerta: "Sé audaz, sé audaz, sé eternamente audaz", pero que luego se ha detenido ante la tercera puerta y ha leído en ella: "No seas demasiado audaz". Su fuerza es como el impulso de un planeta que cae, y su discreción como el retorno a la curva perfecta: tan excelente es su amor griego de los límites y su habilidad en la definición. Cuando leemos logaritmos no estamos más seguros que al seguir a Platón en sus vuelos. Nada más frío que su cabeza cuando los rayos de su imaginación iluminan el cielo. Ha elaborado su pensamiento antes de ofrecérselo al lector y abunda en sorpresas de un maestro de la literatura. Posee esa opulencia que proporciona en cada caso el arma necesaria. Así como el rico no usa más vestidos, no monta más caballos ni se sienta en más habitaciones que el pobre, pero posee el vestido, el equipo o el instrumento apropiados para la hora y la necesidad, así también Platón, en su plenitud, nunca se ve restringido, pues posee la palabra apropiada. No hay ciertamente arma en todo el arsenal del ingenio que él no posea y utilice: la épica, el análisis, la intuición, la música, la sátira, y la ironía, hasta lo común y cortés. Sus ejemplos son poesía y sus burlas, ejemplos. La profesión de Sócrates del arte de la obstetricia es una buena filosofía y el haber hallado las expresiones "pastelería" y "arte de la adulación" para aplicarlas a la retórica, en el Gorgias, nos presta una utilidad sustancial. Ningún orador puede compararse por su eficacia con quien sabe poner buenos apodos.
¡Qué moderación, qué expresión atenuada, qué modo de contener al rayo en medio de la tormenta! Con su tolerancia ha proporcionado al cortesano y al ciudadano todo lo que se puede decir contra las escuelas. "Pues la filosofía es bella cosa si se usa de ella con moderación, mas si se pasa de lo conveniente corrompe al hombre". Bien podía ser generoso quien desde el centro resplandeciente y con el alcance de su visión poseía una fe sin nubes. Según era su percepción, así era su manera de expresarse: juega con la duda y saca de ella el mejor partido, describe y sutiliza y luego pronuncia una sentencia que conmueve a la tierra y al mar. Su admirable seriedad se revela no solamente a intervalos, en el sí y el no perfectos del diálogo, sino en estallidos de luz. "Por lo tanto, Calicles, me han convencido esas razones y considero de qué manera podré presentar mi alma ante el juez en estado de buena salud. Por eso, desdeñando los honores que aprecian la mayoría de los hombres y mirando a la verdad, trataré de vivir lo más virtuosamente que pueda y de morir así cuando me llegue la hora. E invito con todas mis fuerzas a todos los demás hombres, y a vosotros también, a tomar parte en esta discusión que, lo afirmo, supera a todas las discusiones".
Platón es un gran hombre normal. Al pensamiento más elevado une la proporción y la armonía de sus facultades, de tal modo que los hombres ven en él sus propios sueños y vislumbres realizables y estimados en lo que valen. Un gran sentido común es su justificación y su calificación para ser el intérprete del mundo. Tiene razón, como la tienen todos los filósofos y todos los poetas, pero tiene también lo que no tienen ellos: ese fuerte sentido esclarecedor para reconciliar su poesía con las apariencias del mundo y construir un puente que va desde las calles de las ciudades hasta la Atlántida. Nunca omite esa graduación, pero hace descender su pensamiento, por pintorescos que sean los precipicios que bordean el camino, hasta la entrada de la llanura. Nunca escribe en éxtasis ni nos arrastra en arrebatos poéticos.
Platón percibía los hechos cardinales. Podía postrarse en tierra y cubrirse los ojos mientras adoraba lo que no puede ser numerado, ni medido, ni conocido, ni nombrado; aquello de lo cual todo puede afirmarse o negarse, aquello "que es ser y nada". Él lo llamaba superesencial. Hasta estaba dispuesto, como en el Parménides, a demostrar que era así, que ese ser excede los límites de la inteligencia. Ningún hombre reconoció con más plenitud lo Inefable. Habiendo rendido homenaje, en nombre de la raza humana, a lo ilimitable, se mantuvo erguido y en nombre de la raza humana afirmó: "¡No obstante, las cosas son conocibles!" Es decir que primero rindió el homenaje de su inteligencia al Asia, al océano de amor y de fuerza, anterior a la forma, a la voluntad y al conocimiento, a lo Idéntico, a lo Bueno, a lo Uno; y luego, vivificado y fortalecido con esa religión, retorna el instinto de Europa, es decir la cultura, y exclama: "¡No obstante, las cosas son conocibles!" Son conocibles porque procediendo de una se corresponden entre sí. Existe una escala, y la correspondencia del cielo con la tierra, de la materia con la inteligencia, de la parte con el todo, es nuestra guía. Así como hay una ciencia de las estrellas, llamada astronomía; una ciencia de las cantidades, llamada matemáticas; una ciencia de las cualidades, llamada química, así también hay una ciencia de las ciencias -yo la llamo Dialéctica- que es la Inteligencia que discierne lo verdadero y lo falso. Consiste en la observación de la identidad y de la diversidad, pues juzgar es unir a un objeto la noción que le corresponde. Las ciencias, aun las mejores -las matemáticas y la astronomía-, son como cazadores, que atrapan todas las presas que se ofrecen, aunque no sean capaces de hacer uso alguno de ellas. La dialéctica nos debe enseñar a utilizarlos. "Es de tal categoría que ningún hombre intelectual debe entregarse a cualquier estudio por su propia cuenta, sino solamente con el propósito de adelantar en esta ciencia única que las abarca todas".
"La esencia o peculiaridad del hombre consiste en comprender el todo, o aquello que, en la diversidad de las sensaciones, puede quedar comprendido bajo una unidad racional". "El alma que nunca ha percibido la verdad no puede adquirir la forma humana". Yo anuncio el bien que consiste en dejarse penetrar por la mente que hizo la naturaleza; es decir, el privilegio de poder comprender la naturaleza que creó aquella mente. La naturaleza es buena, pero la Inteligencia es mejor, así como el legislador es superior al legislado. Os doy la buena nueva, ¡oh hijos de los hombres!, de que la verdad es completamente saludable, de que podemos tener la esperanza de hallar lo que puede ser la esencia misma de las cosas. La desgracia del hombre consiste en que no le es posible ver la esencia y en verse rodeado de conjeturas. Pero el bien supremo es realidad; la belleza suprema es realidad; y toda virtud y toda felicidad dependen de esa ciencia real. Porque el valor no es más que conocimiento. Lo mejor que puede acontecer a un hombre es que su demonio lo conduzca a aquello que es verdaderamente suyo. Ésta es también la esencia de la justicia: que cada uno consiga lo que le pertenece. Más aun: la noción de la virtud consiste en alcanzarla, pero mediante la contemplación directa de la esencia divina. ¡Valor, pues!, porque "el convencimiento de que podemos alcanzar aquello que no conocemos nos hará mucho mejores, más valientes y más industriosos que si juzgásemos imposible descubrir lo que no conocemos e inútil buscarlo". Su pasión por la realidad asegura a Platón una posición inexpugnable; estima la filosofía únicamente como el placer de conversar con la esencia real.
Así, lleno del genio de Europa, pronunció la palabra Cultura. Estudió las instituciones de Esparta y reconoció, se podría decir que más genialmente que nadie desde entonces, las esperanzas que se pueden poner en la educación. Se deleitaba en toda realización, en toda hazaña bella, útil y auténtica y, sobre todo, en los esplendores del genio y en la perfección intelectual. "Lo mejor de la vida, ¡oh Sócrates! -dijo Glauco- es escuchar discursos como estos". ¡Cuánto estima las proezas del talento, las facultades de Pericles, de Isócrates, de Parménides! ¡Cuánto estima los talentos en sí mismos! Mediante una bella personificación llama dioses a las diversas facultades. ¡Qué valor atribuye al arte de la gimnasia en la educación, a la geometría, a la música, a la astronomía, cuyas virtudes calmantes y medicinales celebra! En el Timeo indica la manera más elevada de emplear los ojos. "Afirmamos que Dios inventó y nos concedió la vista con este propósito: que al observar los círculos de la inteligencia en los cielos, podamos emplear debidamente los de nuestras mentes, los cuales, aunque desordenados en comparación con los otros que son uniformes, están, no obstante, relacionados con sus circulaciones; y que, habiendo aprendido de ese modo y poseyendo naturalmente una facultad apropiada para razonar, podamos, mediante la imitación de las revoluciones uniformes de la divinidad, corregir nuestros errores y extravíos". Y en La República dice: "Cada una de estas disciplinas purifica y reanima cierto órgano del alma, que está cegado y oculto por estudios de otra clase; un órgano más digno de conservarse que diez mil ojos, porque solamente él percibe la verdad".
Pronunció la palabra Cultura, pero primero admitió su principio fundamental y, desmesuradamente, concedió el primer lugar a las ventajas de la naturaleza. Sus gustos patricios hacen hincapié en las distinciones del nacimiento. En la doctrina del carácter y de la índole orgánicos está el origen de la casta. "En la composición de los que eran idóneos para gobernar, la Divinidad creadora mezcló el oro; en los militares, la plata; y en los agricultores y artífices, el hierro y el bronce". El Oriente se confirma en esta fe a través de los tiempos. El Korán es explícito en lo que se refiere a la casta: "Los hombres tienen su metal, ya oro ya plata. Aquellos de vosotros que erais meritorios en el estado de ignorancia seréis también meritorios en el estado de fe, tan pronto como la abracéis". Platón no era menos terminante al respecto: "De los cinco órdenes de cosas, sólo cuatro pueden enseñarse a la generalidad de los hombres". En La República insiste en el temperamento de los jóvenes como lo primero de todo.
Un ejemplo mejor del hincapié que hace en la naturaleza se encuentra en el diálogo con el joven Teages, quien desea recibir lecciones de Sócrates. Sócrates declara que si algunos han llegado a ser sabios gracias a sus relaciones con él, no hay por qué agradecérselo, pues sencillamente, mientras estuvieron en su compañía adquirieron sabiduría, pero no por su causa; pretende no saber cómo sucedió eso. "Cuando mi Demonio se opone, a muchos les es adversa mi compañía, que no puede beneficiarlos; de tal modo que a mí no me es posible vivir con ellos. Sin embargo, no me impide conversar con otros muchos, aunque no se benefician de modo alguno con mi compañía. Tal es, ¡oh Teages!, la asociación conmigo; pues, si así place a Dios, podrás hacer grandes y rápidos progresos, pero no los harás si no le place. Juzga, pues, si no es más seguro ser instruido por alguno de esos que disponen a su voluntad del beneficio que imparten a los hombres, que por mí, que puedo beneficiar o no según las circunstancias". Que es como si hubiera dicho: "Carezco de sistema. No puedo responder por ti. Serás lo que debas ser. Si hay amor entre nosotros, nuestro trato será inconcebiblemente delicioso y provechoso; si no lo hay, perderás el tiempo y no harás más que molestarme. Te pareceré estúpido y pensarás que mi reputación es falsa. Por encima de nosotros, más allá de tu voluntad y de la mía, está la afinidad o la repulsión secreta. Todo el bien que puedo hacer es magnético y educo, no por lecciones, sino dedicándome a los asuntos que me corresponden".
Habló de Cultura; habló de Naturaleza, y no dejó de añadir: "También existe lo divino". No hay pensamiento que no tienda a convertirse rápidamente en una fuerza y no organice una inmensa agencia de recursos. Platón, amante de los límites, amaba lo ilimitado, advirtió la liberación y la nobleza que se derivan de la misma verdad y del mismo bien, e intentó, en nombre del intelecto humano, de una vez por todas, rendirles el debido homenaje, homenaje digno del alma inmensa que lo recibía y de la inteligencia que lo ofrecía. Decía, en consecuencia: "Nuestras facultades se derraman en lo infinito y desde allí vuelven a nosotros. Apenas podemos definirlo, pero es un hecho que no debemos olvidar, porque cerrar los ojos ante él es un suicidio. Todas las cosas están escalonadas y por cualquier parte que comencemos tenemos que ascender y ascender. Todas las cosas son simbólicas, y lo que llamamos resultados no son más que comienzos".
Una clave del método de Platón, tan completo, es su línea dos veces cortada. Después de ilustrar con ejemplos la relación entre el bien y la verdad absolutos y las formas del mundo inteligible, dice: "Supongamos una línea cortada en dos partes desiguales. Cortemos nuevamente cada una de esas dos partes -una de las cuales representa al mundo visible y la otra al inteligible- y tendremos dos nuevas secciones, que representan respectivamente la parte luminosa y la parte oscura de esos mundos; en una de las secciones del mundo visible tendremos imágenes, esto es, sombras y reflejos; y en la otra los objetos de esas imágenes, es decir plantas, animales y las obras del arte y de la naturaleza. Dividamos luego el mundo inteligible de la misma manera: a una de las secciones corresponderán las opiniones y las hipótesis y a la otra sección las verdades". A esas cuatro secciones corresponden cuatro operaciones del alma: la conjetura, la fe, la inteligencia y la razón. Así como cada charco refleja la imagen del sol, así cada pensamiento y cada cosa nos da una imagen y una criatura del Bien supremo. El universo está perforado por un millón de canales por los cuales actúa. Todas las cosas suben y suben.
Todos los pensamientos de Platón se elevan de ese modo. En el Fedro enseña que "la belleza es la más atractiva de todas las cosas, excita la alegría, derrama el deseo y la confianza por todo el universo dondequiera que entra, y entra, en mayor o menor grado, en todas las cosas; pero hay algo mucho más hermoso que la belleza, así como la belleza lo es mucho más que el caos: es la sabiduría, que no puede ser percibida por nuestro maravilloso órgano de la vista, pero que si pudiera verse nos arrebataría con su realidad perfecta". Tiene la misma opinión de ella como la fuente de excelencia en las obras de arte. "Cuando un artífice, en la fabricación de una obra, atiende a lo permanente, y al emplear un modelo de esa clase expresa en su obra la idea y la fuerza del modelo, su obra tendrá que ser necesariamente hermosa. Pero si contempla lo limitado y perecedero, su obra estará muy lejos de la belleza".
Así se expresa siempre. El Banquete es una lección en el mismo sentido que se ha hecho ya familiar en toda la poesía y todos los sermones del mundo: que el amor sexual es lo inicial y simboliza, a la distancia, la pasión del alma por ese inmenso océano de belleza para el cual ha sido creada. Esa fe en la divinidad es en él constante y constituye la limitación de todos sus dogmas. El cuerpo no puede enseñar la sabiduría; solamente puede enseñarla Dios. De la misma manera afirma constantemente que la virtud no puede enseñarse, porque no es una ciencia sino una inspiración, que los bienes más grandes se nos dan por medio de la exaltación y son un don divino.
Esto me lleva a aquella figura central alrededor de la cual estableció su Academia como el órgano mediante el cual se enunciaría toda opinión bien pensada y cuya biografía elaboró con tal esmero, que los hechos históricos se pierden en la luz de la mente de Platón. Sócrates y Platón son una estrella doble que los instrumentos más poderosos no pueden separar por completo. Sócrates, además, por su carácter y su genio, es el mejor ejemplo de esa síntesis que constituye la fuerza extraordinaria de Platón. Sócrates, hombre de ascendencia humilde pero asaz digna, que vivía una vida de las más vulgares, de una fealdad personal tan notable que excitaba el ingenio de sus conciudadanos, tanto más cuanto que su buen natural y su exquisito gusto del chiste provocaban la agudeza, con la seguridad de que tendría su réplica. Los actores lo personificaban en la escena; los alfareros copiaban su feo rostro en sus cántaros de piedra. Tenía sangre fría y a su buen humor añadía un temple perfecto y el conocimiento del hombre, fuera quien fuera, con quien conversaba, lo que dejaba al otro en condiciones de inferioridad en la discusión, y en la discusión se complacía él inmoderadamente. Los jóvenes lo amaban de modo extraordinario y lo invitaban a sus banquetes, a los que acudía para conversar. Podía también beber en abundancia; tenía la cabeza más fuerte de Atenas, y dejando todos los comensales tendidos bajo la mesa se marchaba como si nada hubiese sucedido, para reanudar sus diálogos con alguien que estuviese sereno. En suma, era lo que nuestros campesinos llaman un campechano.
Afectaba tener los gustos de la mayoría de sus conciudadanos, amaba enormemente a Atenas, odiaba los árboles, nunca iba de buen grado más allá de las murallas de la ciudad, conocía los personajes antiguos, estimaba en su valor a los fastidiosos y a los filisteos, creía que en Atenas era todo algo mejor que en cualquier otra parte. Era sencillo como un cuáquero en sus costumbres, y en su conversación empleaba expresiones vulgares y ejemplos tomados de los gallos y las codornices, de las soperas y las cucharas, de los mozos de mulas y los albéitares y de otros oficios humildes, especialmente si conversaba con alguna persona superrefinada. Tenía una sabiduría semejante a la de Franklin. Así, a uno que tenía miedo de ir a pie hasta Olimpia le demostró que no tendría que caminar más que lo que él caminaba diariamente dentro de su casa si esos recorridos se pusieran en línea recta.
De aquel buen anciano con grandes orejas -inmenso conversador- corría el rumor de que, en una o dos ocasiones, en la guerra con Beocia, había mostrado tal valor, que había cubierto la retirada de un ejército; y se refería cierta historia de que, en una ocasión en que había conseguido un puesto en la asamblea de la ciudad, se fingió loco y mostró un gran valor oponiéndose él solo a la voz popular, lo que estuvo a punto de perderlo. Sócrates era muy pobre, pero bravo como soldado y podía vivir con unas pocas aceitunas; se alimentaba generalmente, en el sentido más estricto, de pan y agua, excepto cuando le invitaban sus amigos. Sus gastos indispensables eran excesivamente pequeños y nadie podía vivir como él vivía. No llevaba ropa interior, la exterior era la misma en invierno que en verano y caminaba descalzo, y se dice que para procurarse el placer, de que tanto gustaba, de conversar a sus anchas durante todo el día con los jóvenes más elegantes y cultos, iba de vez en cuando a su taller y esculpía estatuas, buenas o malas, para venderlas. Como quiera que sea, lo cierto es que en nada se complacía tanto como en la conversación y que bajo su hipócrita pretensión de no saber nada atacaba y vencía a todos los buenos conversadores, a todos los mejores filósofos de Atenas, ya fueran ciudadanos o ya extranjeros llegados del Asia Menor y de las islas. Nadie podía negarse a conversar con él, pues era honrado y realmente se mostraba deseoso de adquirir conocimientos; admitía de buena gana que se le rectificase si no había dicho la verdad y él refutaba de buena gana a los demás cuando estimaba que sus argumentos eran falsos, y no se complacía menos en refutar que en ser refutado, pues creía que el mayor mal que puede acontecer a los hombres es que tengan una falsa opinión con respecto a lo justo e injusto. Era un discutidor implacable, que decía ignorarlo todo, pero que poseía una inteligencia conquistadora cuyos límites nunca había descubierto ningún hombre; de un temperamento imperturbable; su terrible lógica era siempre deliberada y juguetona; se mostraba tan descuidado e ignorante, que desarmaba al más astuto y le hundía, de la manera más cortés, en horribles dudas y confusiones. Pero él siempre conocía la solución; la conocía, pero no la decía. No había escapatoria: ponía a todos en terribles dilemas y jugaba con los Hipias y los Gorgias, a pesar de su gran fama, como juegan los chicos con sus pelotas. ¡Oh tirano realista! Menón había discurrido innumerables veces acerca de la virtud ante muchos auditorios, pero en un momento determinado no supo decir en qué consistía esa virtud, de tal modo lo tenía atenazado aquel cangrejo de Sócrates.
Aquel humorista terco, cuyas ideas extrañas, chocarrerías y bonhommie divertían a los jóvenes patricios, mientras el rumor de sus dichos y sutilezas se divulgaba cada día, resultaba tener además una probidad tan invencible como su lógica y ser o bien loco o por lo menos, bajo apariencia de juego, entusiasta en su religión. Acusado ante los jueces de subvertir las creencias populares, afirmó la inmortalidad del alma, el premio y el castigo futuro y como se negara a retractarse fue condenado a muerte y enviado a la prisión por un capricho del gobierno popular. Sócrates entró en la prisión y la despojó de toda ignominia, pues no podía ser una prisión mientras él estuviese en ella. Critón sobornó al carcelero, pero Sócrates no quiso quedar en libertad gracias a la traición. "Suceda lo que suceda, nada es preferible a la justicia. Oigo esas cosas como si fueran pitos y tambores que me dejan sordo para todo lo que me dices". La fama de esa prisión, la fama de los discursos que pronunció en ella, y el acto de beber la cicuta cuentan entre los pasajes más preciosos de la historia del mundo.
La rara coincidencia en un cuerpo tan feo del humorista y del mártir, del agudo discutidor de calles y mercados con el santo más bueno conocido en la época, tenía que impresionar forzosamente a la mente de Platón, tan capacitada para percibir esos contrastes; y la figura de Sócrates, necesariamente, se colocó por sí misma en el primer término de la escena como el más idóneo dispensador de los tesoros intelectuales que tenía que comunicar. Fue una rara fortuna que ese Esopo de la muchedumbre y ese hombre docto se encontrasen para hacerse mutuamente inmortales mediante sus respectivas facultades. La extraña síntesis del carácter de Sócrates alcanza su cima en la síntesis de la mente de Platón. Además, por este medio, Platón podía, directamente y sin envidia, aprovecharse del ingenio y de la autoridad de Sócrates, a quien debía mucho indiscutiblemente. Y Sócrates derivó su principal provecho del arte perfecto de Platón.
Queda por decir que la falta de fuerza en Platón se deriva inevitablemente de sus mismas cualidades. Su propósito es intelectual y, por consiguiente, su expresión es literaria. Remontándose a los cielos, hundiéndose en los abismos, exponiendo las leyes del Estado, la pasión del amor, el remordimiento del crimen, la esperanza del moribundo, es literario y nunca más que literario. Casi el único reparo que puede hacerse al mérito de Platón es que sus escritos -debido, sin duda, al predominio de la inteligencia en su obra- no tienen la autoridad vital de los chillidos de los profetas y de los sermones de los árabes y judíos letrados. Hay un intervalo; pero el contacto es necesario para la cohesión.
No sé qué puede replicarse a esta crítica, sino que hemos llegado a un hecho en la naturaleza de las cosas. Un roble no es un naranjo. Las cualidades del azúcar pertenecen al azúcar, y las de la sal, a la sal.
En segundo lugar, Platón carece de sistema. Sus defensores y discípulos más queridos están perplejos. Intentó una teoría del universo, pero esa teoría no es completa ni evidente por sí misma. Unos piensan que quiso decir esto, y otros que quiso decir aquello; dijo en un lugar una cosa y en otro lugar la contraria. Se le acusa de haber fracasado al no establecer transición de las ideas a la materia. Ahí está el mundo, completo como una nuez, perfecto, sin el más pequeño residuo de caos, sin una costura ni un remate, sin señal de apresuramiento ni de remiendo, ni de cambio de propósito; pero la teoría platónica del mundo es un conjunto de retazos y remiendos.
La ola más grande se pierde rápidamente en el mar. Platón hubiera poseído de buena gana un platonismo, una explicación, conocida y exacta del mundo. Hubiera sido el mundo a través de la mente de Platón, nada menos. Cada átomo hubiera tenido el tinte de Platón: hubierais conocido de nuevo cada átomo y cada relación o cualidad que antes conocíais y los hubierais encontrado en esa teoría, pero ahora de una manera ordenada. Ya no se trataría de la naturaleza, sino del arte. Y hubierais tenido la sensación de que Alejandro, con sus hombres y sus caballos, había invadido ciertamente algunos países del planeta, pero los países y las cosas de que están hechos esos países, los elementos, el planeta mismo, las leyes del planeta y de los hombres, habían pasado a través de ese hombre como el pan a su cuerpo, dejando de ser pan para convertirse en cuerpo. Así también, todos esos gigantescos bocados se habrían convertido en Platón. Él habría adquirido los derechos de autor sobre el mundo. Tal es la ambición del individualismo. Pero el bocado resulta demasiado grande. El boa constrictor tiene buenos deseos de comerlo, pero no lo consigue. Fracasa en el intento, al morder se estrangula; el mundo mordido agarra al mordedor con sus propios dientes. Perece en ello; la naturaleza inconquistada sigue viviendo y lo olvida. Así sucede con todos, y mucho más con Platón. Al lado de la naturaleza eterna, Platón no es más que un autor de ejercicios filosóficos. Argumenta de este modo o del otro. El alemán más agudo, el discípulo que más lo ama, no puede decir en qué consistía el platonismo. En realidad, pueden citarse textos admirables en favor y en contra de cada uno de los grandes problemas que plantea.
Nos vemos obligados a decir estas cosas al considerar el esfuerzo de Platón o de cualquier otro filósofo por dominar a la naturaleza, la cual no puede ser dominada. Ningún genio poderoso ha tenido nunca el menor éxito al explicar la existencia. El perfecto enigma perdura. Pero es una injusticia suponer tal ambición en Platón. Que no parezca que tratamos con petulancia su nombre venerable. Los hombres, en proporción con su inteligencia, han admitido sus pretensiones trascendentes. La manera de conocerlo es compararlo, no con la naturaleza, sino con los otros hombres. ¡Han transcurrido muchos siglos y sigue inaccesible! Para conocer esa obra maestra del ingenio humano, como los templos de Karnak, como las catedrales medievales, como las ruinas de Etruria, hay que poner a contribución todas las facultades humanas. Se la ve tanto mejor cuanto con más respeto se la contemple. Estudiándola, se profundiza su sentido, se multiplican sus méritos. Cuando decimos que hay en ella una hermosa colección de fábulas, o cuando elogiamos su estilo, o su sentido común, o su aritmética, hablamos como niños, y sospecho que no es mejor una buena parte de nuestra crítica impaciente de su dialéctica. La crítica se parece a la impaciencia que nos producen las millas cuando tenemos prisa; pero está bien que la milla conste de mil setecientas sesenta yardas. El vidente Platón proporcionó las luces y las sombras que convienen al genio de nuestra vida.