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La carretera que comunicaba Pompeya con Nápoles discurría casi en paralelo a la costa, entre las playas de arena oscura mecidas por el Tirreno, herederas de las antiguas erupciones del volcán, y las estribaciones cubiertas de maleza del Vesubio. La montaña se alzaba como un titán a nuestra derecha, coronada por una caperuza de nieve que no conseguía hacerla parecer inofensiva. Mientras atravesábamos un pueblecito tras otro en el coche que habíamos alquilado en Roma, de un rojo tan encendido que mi padre y yo lo habíamos bautizado como Pomodoro, «tomate» en italiano, mis dedos jugueteaban con el escarabeo que colgaba de mi cuello, atendiendo a medias a la discusión de mis padres.

—Simplemente digo que podríamos resolverlo en unos días —se empecinó mi madre, sujetando su sombrero de campana—. Montecarlo no puede estar más dispuesto a cerrar este trato y, si consigue persuadir al resto de la comisión, ¿qué pintamos nosotros aquí?

—Cómo se nota que aún no sabes cómo hacen las cosas los italianos. —Mi padre sacudió la cabeza para apartarse unos mechones entrecanos alborotados por el viento—. Lo más importante ahora es ganarnos la confianza de los eruditos de Pompeya, y dudo que lo consigamos si no nos quedamos un tiempo trabajando a su lado a pie de excavación.

—No me vengas con excusas baratas: lo único que ocurre es que te mueres de ganas de pasar una temporada en Nápoles. Y entiendo que todo esto te haga sentir nostálgico, pero tenemos muchísimo trabajo pendiente en casa; te recuerdo que todavía no hemos preparado la conferencia del mes que viene en el Louvre y los de la Pall Mall Gazette no nos darán un respiro hasta el verano… Por no hablar —mi madre se agarró a la puerta del coche cuando mi padre tomó una curva a demasiada velocidad— de que me comprometí a dejar rematada la memoria de la excavación en marzo para que la publicaran este otoño.

—Siempre podríamos tomárnoslo como unas vacaciones. Coger nuestro Pomodoro para recorrer la península durante unas semanas, parando en cada ciudad y cada playa…

—Por el amor de Dios, Lionel, es la última vez que os digo que no lo llaméis así…

—En nuestro flamante Isotta Fraschini Tipo 8º, que nos ha costado un riñón pese a tener que devolverlo en unos días —ironizó mi padre—. ¿Eso le complace más a su señoría?

—Sigo pensando que podríamos habernos conformado con el tren —refunfuñé desde el asiento de atrás. Puede que aquel coche fuera elegante, pero el maletero era diminuto y yo apenas podía moverme entre la media docena de bultos que mi madre había encajado a mi alrededor—. ¿De verdad era necesario alquilar el coche italiano más de moda? ¿Y a qué vienen tantos cachivaches? —Agarré una enorme sombrerera de cartón—. ¿Es que te has traído todos tus tocados de plumas por si a alguien se le ocurre invitarnos a un baile?

—No sería la primera vez que os salvo de parecer unos desarrapados en una recepción oficial —repuso ella. Al cabo de unos segundos añadió en un tono más bajo, aunque no lo bastante para que yo no lo oyera—: Parece que vuelve a ser insolente. Eso es buena señal.

—La procesión va por dentro —se limitó a responderle mi padre, pero para entonces habíamos empezado a abrirnos camino por los arrabales que rodeaban Nápoles, entre las densas columnas de humo vomitadas por las fábricas, antes de sumergirnos en la ciudad.

Los años en Egipto nos habían hecho acostumbrarnos a las multitudes ruidosas y agobiantes que apenas permitían ir de un sitio a otro en coche, pero me sorprendió que el panorama de Nápoles fuera tan parecido. Ciertamente, allí no había camellos parados en medio de las calles ni olía tantísimo a especias, pero el barrio por el que nos condujo mi padre estaba tan atestado de puestos callejeros como un bazar oriental. La gente se llamaba a voces de una ventana a otra, en pasajes tan angostos que podrían estrecharse la mano si se estiraban un poco. Muchos balcones estaban atiborrados de geranios, y de las cuerdas de tender la ropa colgaban tantas prendas que daba la sensación de que la ciudad entera se preparaba para una fiesta, engalanándose con banderines de todos los colores.

Me hizo gracia darme cuenta de cómo se le había soltado la lengua a mi padre al regresar al lugar en el que se había criado. No tardó en empezar a gritarles de todo a los demás conductores, pese a que su expresión delatara que estaba pasándoselo en grande.

Ma quanto sei imbecille, rincoglionito del cazzo! —le vociferó a un malencarado repartidor de periódicos que nos hizo frenar en seco para no arrollarle en una bocacalle.

—Eso es, sin lugar a dudas, lo más sentido que te he oído decir en la vida —comentó mi madre, aprovechando para retocarse el carmín—. Incluida tu proposición matrimonial.

—Déjale explayarse: se nota que había echado de menos todo esto. —Sonreí mientras arrancábamos de nuevo y dejábamos atrás una escultura de mármol del río Nilo, colocada en medio de la calle como si esta fuera un museo—. Me contaste que tuviste que marcharte de Italia a los dieciséis años, pero no por qué decidiste hacerlo en la bodega de un barco.

—Bueno, digamos que no tenía muchas más opciones —comentó él—. En 1891 hubo un espantoso brote de cólera en Civitavecchia que acabó con la vida del abuelo mientras excavábamos una necrópolis etrusca. El viejo estaba de deudas hasta el cuello y no me dejó más que unas cuantas liras, de modo que decidí colarme en un vapor como polizón…

—No me extraña que quisieras desaparecer si ya no te quedaba nadie con vida —dije pensativamente—. ¿Y no habías vuelto a pisar Italia desde entonces, en todos estos años?

—Claro que sí, pero sólo para trabajar en alguna otra excavación. —Parecía sorprendido de sus propias palabras—. La verdad es que no entiendo por qué no había vuelto a Nápoles. Esto no es…, bueno, no tiene el esplendor de Roma, de Florencia o de Venecia, pero cuando lo conoces de verdad, te atrapa sin remedio, se hace con tu alma y no te suelta. No sé quién dijo aquello de «ver Nápoles y después morir…».

—Del disgusto, me imagino —replicó mi madre con los ojos clavados en un grupo de mendigos que comían espaguetis a puñados, recostados a los pies de una enorme fuente.

Sólo cuando llevábamos media hora abriéndonos camino por aquellas callejuelas conseguimos desembocar en el paseo marítimo. Fue un alivio observar de nuevo el cielo abierto, que a esas horas empezaba a mancharse de un rosa aterciopelado por encima de las islas de Ischia y Capri, aunque nuestra satisfacción no duró demasiado: cuando por fin nos presentamos en el hotel Excelsior, descubrimos que no podríamos alojarnos allí.

—¿Que no les queda ni una habitación? —preguntó consternada mi madre. Llevaba dos semanas dándonos una lata tremenda con aquel lugar, cosa que entendí en cuanto eché un vistazo a los mármoles, las alfombras y la araña de cristal de la entrada—. Pero ¿cómo es posible que el hotel esté tan lleno si aún faltan meses para la temporada alta?

—La Pavlova —contestó el recepcionista con una sonrisa azorada—. El sábado bailará con su compañía en el Teatro di San Carlo y están llegando visitantes de todas partes…

—Ah, creo que Montecarlo comentó algo al respecto en el Antiquarium —respondió mi padre, y al darse cuenta de que los ojos de ella hacían chiribitas, añadió—: Ni lo sueñes.

—¿De verdad que no pueden prestarnos ni siquiera un trastero? —me quejé, dejando en el suelo las dos bolsas que sujetaba—. Con que nos pongan tres catres en un rincón…

Mi dispiace, signorina, pero me temo que no será posible. Quizá tengan suerte si prueban en el hotel Royal, aunque tengo entendido que su majestad en persona va a alojarse en él con buena parte de su séquito, y puede que también el signor Mussolini…

—Maravilloso —murmuró mi madre mientras regresábamos al Pomodoro, que casi parecía modesto en comparación con los demás coches aparcados ante el hotel—. Tal vez habría sido sensato aceptar la invitación de Montecarlo y quedarnos con su hija y con él.

—De eso ni hablar —dijo mi padre tajantemente—. Aún no sabemos si el acuerdo con el Museo Británico llegará a buen puerto, Dora. ¿Cómo se supone que tendríamos que mirarle durante el desayuno si la negociación finalmente no sale adelante? —Y arrancó el coche para alejarnos del Excelsior—. Lo mejor será buscarnos la vida por nuestra cuenta.

Para desazón de mi madre, el recorrido por los demás hoteles no resultó más fructífero: en el Royal acababan de ocupar la última suite, en el Parker’s hacía tiempo que estaban a rebosar y en el Vesubio nos recibieron con una negativa antes incluso de acercarnos al mostrador. Hasta mi madre, que sentía auténtica pasión por las bailarinas rusas, acabó hastiada de escuchar el nombre de la Pavlova después de cada «mi dispiace».

—Definitivamente, media Italia pretende pasar el fin de semana aquí —comentó mi padre cuando nos sentamos por enésima vez en el Pomodoro—. Siento decirle esto, señora Lennox, pero más vale que se vaya olvidando de darse un baño de espuma esta noche en algún hotel de lujo. Deberíamos darnos por satisfechos con una fonda de mala muerte.

Mi madre soltó un gemido detrás de las sombrereras apoyadas en su regazo. En la torre más cercana comenzaron a repiquetear unas campanas; eran las seis menos cuarto.

—¿Por qué no probamos en la zona que hemos atravesado hace un rato? —Señalé la callejuela que partía del extremo opuesto de aquella plaza, en la que había distinguido de nuevo la escultura del río Nilo—. Parece un barrio mucho más sencillo, pero dudo que a la gente tan empingorotada como ese tal Mussolini se le ocurra buscar alojamiento en él.

—Spaccanapoli —asintió mi padre, y el rostro se le iluminó—. No es la parte más refinada de Nápoles, pero debe de contar con docenas de pensiones baratas.

—Si no hay más remedio —murmuró mi madre, y como ambos sabíamos que era lo más entusiasta que escucharíamos por su parte, nos dirigimos sin añadir nada más hacia allí.

Pronto comprendimos que lo más sensato sería abandonar el coche: las calles eran tan estrechas que nos exponíamos a arañar la carrocería en el momento menos pensado. Lo dejamos aparcado en una plazoleta presidida por un obelisco, a los pies de un palacio que no parecía haber sido repintado desde los tiempos de los Borbones, y agarramos el equipaje para continuar con nuestra búsqueda a pie.

Decididamente, aquella zona sólo podría tildarse de pintoresca; las fachadas rojas, grises y amarillas estaban tan cubiertas de desconchones que recordaban a una serpiente mudando la piel, y las contraventanas medio desvencijadas no presentaban mejor aspecto. Sin embargo, la impresión que producía todo aquello no era de decrepitud, sino más bien de un alegre desaliño. «Me recuerda a alguien», pensé divertida mientras veía cómo mi padre, con una maleta en cada mano, avanzaba unos metros por delante de nosotras, mirándolo todo con una enorme sonrisa.

—Recuerdo esa mercería como si la hubiera visitado ayer —dijo mientras señalaba emocionado un diminuto establecimiento con los escaparates cubiertos de polvo—. Vine muchísimas veces con mi tía Isabella; ella era la que nos remendaba siempre la ropa a mi padre y a mí. Es increíble que no haya cambiado prácticamente nada en treinta años.

—Supongo que la tía moriría antes de que lo hiciera el abuelo, ¿verdad? —pregunté.

—Sí, y también el tío Marco, de neumonía. Tía Isabella era la hermana pequeña de mi madre, pero no sé si se parecerían; a ella la enterraron pocos meses después de que yo naciera. Si los rumores que oí años después en casa eran ciertos, le gustaba demasiado la bebida…, tanto como para acabar en el otro barrio por su culpa.

—Es curioso que nadie haya extraído una lección moral de ello —se burló mi madre mientras trataba de sortear los riachuelos de agua de fregar que recorrían el adoquinado.

—Mis tíos nos acogieron a los dos en su casa cuando ella falleció —siguió diciendo mi padre, sin darse por aludido—. Vivíamos en una de las callejuelas perpendiculares a San Biagio dei Librai, concretamente… —Se detuvo de golpe—. Aquí. Este era el lugar.

«San Gregorio Armeno», leí en una placa incrustada en un muro tan descascarillado como los demás. La calle en cuestión era algo menos angosta, pero resultaba agobiante debido a la cantidad de puestos colocados a ambos lados. En un primer momento pensé que se trataba de pequeñas jugueterías, hasta que al acercarme a uno descubrí que eran…

—¿Belenes? —pregunté sorprendida. Había cientos de figuritas colocadas en mesas sobre caballetes de madera, algunas de medio metro de altura, otras tan pequeñas como una uña. Aunque no estaba muy familiarizada con las imágenes católicas, distinguí a la Virgen, San José y el Niño, a la comitiva de los Reyes Magos, a unos pastores cuidando de sus rebaños…—. Esto es impresionante. ¡Es la primera vez que veo tantas figuras juntas!

—Según tengo entendido, los pesebres napolitanos son famosos en todo el mundo desde hace varios siglos —comentó mi madre, deteniéndose a mi lado—. Aunque parecen tomarse unas cuantas libertades en cuanto a la representación de las escenas sagradas…

—Mira esto, hay hasta pizzeros en miniatura. —Me eché a reír mientras me agachaba para observar mejor las figuras—. ¿Te imaginas a los apóstoles cenando pizza durante…?

—Un momento…, ¿tú eres el chaval de los Lennox? —oímos de repente en italiano.

Mis padres y yo nos volvimos a la vez. Uno de los propietarios de los puestos, que estaba colocando unas casitas de corcho sobre la mesa, observaba a mi padre con los ojos abiertos de par en par. Este dejó escapar una exclamación de sorpresa.

—¿Genaro? ¿Genaro Bianchi? ¡No me lo puedo creer! —Y soltando las maletas a los pies de mi madre, se acercó para palmearle la espalda—. ¡Esto sí que es una coincidencia!

A esto siguió una entusiasta conversación que sólo entendí a medias; los dos hablaban tan rápido que no me sirvió de mucho lo que mi padre me había enseñado de su idioma natal. Otros dos hombres se les unieron al cabo de unos minutos, y cuando quisimos darnos cuenta, nos habíamos convertido en el centro de atención de toda la calle.

—Virgen santa, ¡si es que eres el vivo retrato de Patrick! —aseguró uno de los vecinos.

—¿Para qué has vuelto, chico? —terció otro—. ¿Es que vas a instalarte otra vez aquí?

—En realidad, se trata simplemente de un viaje de negocios —dijo mi padre, a quien parecía divertir de lo lindo que le llamaran «chico» con cuarenta y tantos años—. Ahora vivo en Londres con mi familia y la verdad es que nos encontramos bastante asentados.

—De eso ya nos hemos dado cuenta —replicó el tal Bianchi—. Hace treinta años que no te vemos el pelo por aquí, aunque te las ingeniaste para que no fuera fácil olvidarte…

—Parece que no te ha ido nada mal en este tiempo —dijo otro señalando a mi madre, aparentemente entretenida mirándose las uñas, y sus amatistas—. A juzgar por los tiros largos que gastáis, supongo que os quedaréis en alguno de esos hoteles para ricachones.

—Pues la verdad es que no —dijo mi padre—. No hemos encontrado ninguna habitación.

—Quizá deberías probar en el Albergo Salvi ahora que estás aquí —propuso Bianchi, cruzando sus delgados brazos—. ¿O es que también has olvidado a tus antiguos amigos?

—El Albergo… Un momento, ese era el negocio del abuelo de Fiore, ¿no? —Vi cómo mi padre arrugaba el ceño—. ¿Han conseguido mantenerlo a flote después de tantos años?

—Teniendo en cuenta que prácticamente os criasteis juntos, deberías saber que esa chica tiene madera de superviviente. Me acuerdo de cuando no medías ni esto —Bianchi puso una mano a la altura de su cadera— y te metiste en una pelea con los hijos de Andrea Corradini, el de la pescadería, durante una partida de morra. Ellos te sacaban una cabeza y eran aún más brutos que su padre, y te habrían zurrado de lo lindo de no ser porque apareció Fiore, con un puñado de piedras, y los ahuyentó como a unos perros…

Esto hizo que mi padre rompiera a reír tanto como los demás. Parecía que aquella conversación aún daría mucho de sí, así que me puse a contemplar los puestos de figurillas mientras mi madre cuidaba de las maletas. Fui merodeando sin prisas entre las atiborradas mesas, cada vez más sorprendida por la minuciosidad con la que habían sido representadas las escenas más intrascendentes. Vi un mercado completo en miniatura, un pozo del que dos jóvenes sacaban agua, un río de papel de plata junto al que pescaba un grupo de hombres, unos gitanos que bailaban con un oso…; incluso un comerciante de piel oscura tocado con un turbante hindú que me hizo apartar instintivamente la vista.

«Seguro que estas cosas le habrían parecido de lo más inadecuadas —pensé con una punzada de dolor mientras entraba en la tienda—. Me habría dicho que no entendía por qué los occidentales jugamos a las muñecas con nuestros personajes sagrados. Yo le habría contestado que al menos no tenemos relieves escadalosos en nuestros templos, y eso nos habría hecho discutir hasta que… —Sentí cómo la punzada se volvía cada vez más dolorosa—. Hasta que nos diéramos cuenta de lo mucho que estábamos divirtiéndonos».

Tardé un buen rato en regresar al mundo real y, cuando lo hice, me sorprendió que el interior de aquel local estuviera aún más abarrotado que los puestos. Tuve que avanzar de lado entre las mesas para poder observar las figuras, algunas de las cuales se encontraban ataviadas con ropajes de auténtica tela, y acababa de alzar una mano para tocar el manto bordado de una Virgen cuando me percaté de que alguien estaba mirándome en silencio.

Una mujer de avanzada edad, con la cara medio oculta por una melena desgreñada, se había detenido en el umbral de lo que parecía ser una trastienda. Cuando se apartó el pelo con unos dedos manchados de arcilla, se dejó un surco rojo en la mejilla izquierda.

—No está bien que una jovencita se pasee por ahí como si nada —me dijo en voz baja.

—Supongo que será usted quien ha realizado todas estas figuras —contesté un poco extrañada—. Siento no haberla avisado de que estaba aquí; sólo quería echar un vistazo.

Al dar un paso atrás, tiré una de las figurillas con el bolso, pero por suerte me dio tiempo a agarrarla. La anciana observó cómo la cogía al vuelo sin cambiar de expresión.

—No está bien que las muchachas anden solas —continuó—. No es seguro.

Tenía los ojos anormalmente abiertos, de un gris que recordaba al agua estancada.

—Oiga, le agradezco mucho que se preocupe por mí, pero el mes que viene cumplo dieciocho años —protesté—. Sé cómo cuidar de mí misma, y además mis padres me están…

Antes de que acabara de hablar, la mujer se detuvo ante mí, me agarró una mano y, tras coger algo de un cuenco colocado en una mesa cercana, lo apretó contra mis dedos.

—Nápoles ya no es seguro. —El aliento le olía a cerveza—. No lo será nunca más, y los ángeles ya no velan por nosotros. Se acercan cada vez más, con sus alas como puñales. —Sacudió la cabeza sin dejar de mirarme—. Cuidado, mucho cuidado.

Y regresó a la trastienda tan silenciosamente como había aparecido, dejándome con la boca entreabierta y un centenar de preguntas quemándome en la punta de la lengua.