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—¿Dónde te habías metido? —preguntó mi padre cuando me reuní con ellos en San Gregorio Armeno—. Empezábamos a pensar que te habías despistado con tantas callejuelas.
—Lo cual habría sido el colmo, teniendo en cuenta cómo solías orientarte dentro de las pirámides. —Mi madre se quedó mirando el diminuto objeto que sostenía en la palma de la mano, recubierto aún de pegotes de arcilla—. ¿Qué es esa cochinada que tienes ahí?
—Me lo acaba de regalar la dueña de una de esas tiendas. —Al frotarlo con el pulgar, me percaté de que se trataba de un cuerno retorcido de color rojo—. Pero no sé lo que es.
—Un corno portafortuna —me explicó mi padre—. Una especie de amuleto de coral que protege de la mala suerte. La gente de esta región los usa desde la época de los romanos.
—Como si es de diamantes de Cartier —contestó mi madre, alargándome su pañuelo ribeteado de encaje—. Más te vale limpiarlo un poco si no quieres ponerte perdida de barro.
Por un segundo me planteé contarles lo que me había advertido la anciana, pero parecía estar tan chiflada que supuse que no merecía la pena. «¿Qué habrá querido decir con eso de que los ángeles ya no velan por nosotros?». Tras limpiar a conciencia el cuerno y guardármelo en un bolsillo, agarré mis bártulos para seguir a mis padres, entre el rumor de los vecinos que seguían sin quitarnos ojo, hasta el otro extremo de la calle.
La pensión de la que había hablado Genaro Bianchi ocupaba una pequeña manzana situada a la derecha de la iglesia de San Gregorio. Su fachada de color crema estaba tan desgastada como las demás, pero la aldaba con la que mi padre golpeó la puerta, en cuyo centro había una placa que rezaba «Albergo Salvi», relucía como si acabaran de bruñirla.
—¿Estás seguro de que este es el sitio? No parece estar muy concurrido. —En lugar de responderme, mi padre señaló unas muescas de la fachada que, al acercarme un poco más, identifiqué como dos eles mayúsculas—. ¡Menudo gamberro estabas hecho! —me reí.
—Un attimo, prego! —oímos gritar desde dentro de la pensión—. Arrivo subito!
Hubo un correteo sobre nuestras cabezas, unos pasos en la escalera y, al cabo de unos segundos, la dueña nos abrió la puerta. Era una mujer de unos cuarenta y cinco años, pequeña y regordeta pero aún de una considerable belleza. Llevaba un vestido con margaritas cubierto por un delantal y el pelo castaño en una trenza recogida en la nuca.
—Inglesi? —nos preguntó Fiore Salvi con una sonrisa, apoyándose en la cadera una cesta de mimbre repleta de naranjas—. ¡Esto no se ve a menudo por Spaccanapoli, pero sean bienvenidos! ¿Han venido para alquilar unas habitaciones? ¿O tal vez para la cena?
—¿Qué tal un abrazo a un viejo amigo? —contestó mi padre, sonriendo también.
Esto hizo que la mujer se quedara mirándole sin comprender nada hasta que en sus ojos oscuros y redondos acabó brillando una chispa de reconocimiento. La cesta cayó al suelo con un repiqueteo ahogado; las naranjas echaron a rodar en todas las direcciones.
—¿Lionel Lennox? —acertó a decir—. ¿Es posible que seas…, que en serio hayas…?
Durante un instante, tan breve como un parpadeo, me pareció observar cómo una sombra se posaba sobre su rostro, pero esta desapareció en el momento en que mi padre le alargó los brazos. Mi madre enarcó una ceja cuando Fiore Salvi se abalanzó en ellos.
—¡Oh, tengo que estar soñándolo! ¡Nunca pensé que volvería a verte! No he sabido nada de ti en treinta años, no creía siquiera que te acordaras de… ¡Pero mírate! —Se echó hacia atrás para observarle mejor, agarrándole la cara—. ¡Eres clavado a tu padre, idéntico!
—Ya me lo han comentado en San Gregorio Armeno, aunque probablemente fue él quien me copió a mí —ironizó mi padre, haciéndola reír a carcajadas—. Fiore, no sabes cómo me alegro de haber vuelto, aunque sólo sea durante unos días. La ciudad está llena a rebosar esta semana y casualmente me acordé de que tu abuelo regentaba esta pensión…
—Hasta hace dieciséis años, así fue —suspiró ella—, pero ahora soy yo quien lleva las riendas del negocio. Tampoco es que me vaya como para lanzar fuegos artificiales, pero en fin… —Entonces se giró hacia nosotras—. ¿No vas a presentarme a tus acompañantes?
Mi padre nos hizo un gesto para que nos acercáramos. Ante el desconcierto de mi madre, la mujer se puso de puntillas para estrecharla también a ella en un abrazo.
—¡Encantada! Esto en sí es una sorpresa aún mayor, una señora Lennox… ¿Y esta chica tan guapa es vuestra hija? —Me estampó dos besos que me hicieron sonreír; su piel olía a pasta recién hecha y a ropa limpia—. Dios santo, Lionel, no puedo creerlo. Parece que fue ayer cuando nos perseguíamos por esas calles, ¡y mira con lo que apareces ahora!
—Con suerte, tendremos tiempo para ponernos al día —dijo él. Fiore se agachó para recoger las naranjas y yo me apresuré a ayudarla—. ¿Tienes sitio para nosotros, entonces?
—Todavía me quedan algunas habitaciones disponibles en el segundo piso, aunque no están hechas aún. Se supone que de eso se encarga Barbara, la chica que me echa una mano, pero se le va el santo al cielo cada vez que la envío a comprar algo… Por ahora, lo mejor será que soltéis todas esas cosas. —Cuando acabó de colocar las naranjas en la cesta, Fiore nos indicó con la barbilla que la siguiéramos—. Espero que os sintáis a gusto aquí, aunque no se trate de un establecimiento de cinco estrellas…
—Eso no hace falta que lo jure —murmuró mi madre mientras desembocábamos en un patio presidido por un pozo de piedra a punto de desmoronarse. Mi padre le dirigió una mirada recriminatoria antes de empezar a subir detrás de Fiore la escalera adosada a uno de los laterales, en cuyos peldaños descansaba una docena de macetas con geranios.
«Esto debió de ser una antigua casa señorial, puede que incluso un palacio», pensé mientras echaba un vistazo a los recargados balcones que se abrían al patio. Su aspecto era tan destartalado como el de los demás inmuebles, pero Fiore parecía afanarse en mantenerlo impecablemente limpio. Tras dejar atrás dos rellanos adornados también con flores, nos invitó a entrar en lo que parecía ser una salita: había una mesa camilla en el centro, al lado de un brasero encendido, y las paredes estaban cubiertas de estanterías y alacenas.
—Podéis dejar aquí vuestro equipaje hasta que os entregue las llaves. El comedor se encuentra al final del pasillo, al igual que el retrete… Ah, y os recomiendo tener un poco de paciencia con la cisterna. —Fiore dejó la cesta en un aparador—. He perdido la cuenta de las veces que la he hecho reparar; empiezo a pensar que ese trasto tiene vida propia.
—Veo que todo sigue casi igual —dijo mi padre, soltando las maletas junto a un cesto de ropa pendiente de zurcir—. Me acuerdo de que tu abuelo solía pasarse las horas muertas jugando a las cartas con mi padre en esta misma salita. Muchas veces les acompañaban los transportistas que venían a comprar belenes en San Gregorio Armeno…
—Esa sigue siendo nuestra principal clientela, aunque al tener coches más rápidos no suelen pernoctar tanto aquí. ¿Habéis visto la cantidad de gente que hay en Nápoles?
—Según nos han dicho en los demás hoteles, es culpa de la Pavlova y su compañía.
—Ni la menciones —rezongó Fiore, señalando la mesa camilla. Había una colección de fotografías desperdigadas alrededor de un costurero y, al acercarme un poco más, me percaté de que todas eran de la rusa—. Barbara no habla de otra cosa desde que apareció el primer reportaje en el Corriere di Napoli. Ahora su conversación se basa sólo en tutús, medias y zapatillas de ballet… Dime la verdad, ¿yo era así de atolondrada?
—En absoluto —se rio mi padre—. No creo que hubiera una chica más espabilada en Nápoles por entonces. Por si no lo recuerdas, siempre eras la que nos salvaba el cuello…
—Y siempre conseguíais que os volviera a hablar después, pese a que no hicierais más que darme problemas. —Fiore sacudió la cabeza, aunque parecía divertirse—. Un dúo encantador, Lennox y Bevilacqua. Cuando no tenía ganas de estrangularos, os adoraba.
—Luca Bevilacqua… Me parece que me has hablado alguna vez de él. —Mi madre se cruzó pensativamente de brazos—. ¿No dijiste que era tu mejor amigo de la adolescencia?
—Yo era su mejor amiga de la adolescencia —aclaró Fiore, y le arrojó a mi padre una naranja que él cazó al vuelo—, pero ya sabes cómo son los hombres: necesitan contar con un compinche con el que poder llevar a cabo sus travesuras. Y estos dos eran como el fuego y la pólvora: por separado tenían un pase, pero cuando se azuzaban…
—Me pregunto qué habrá sido del bueno de Luca —dijo mi padre mientras se ponía a pelar la naranja—. ¿Aún sigue viviendo en Nápoles, como tú?
¿Eran imaginaciones mías o por el rostro de Fiore había vuelto a pasar esa sombra?
—Bueno…, no está exactamente en la ciudad, pero sí, supongo que sigue aquí. Pasó unos años viajando por Italia después de que tú te marcharas, aunque acabó regresando…
—¿Y dónde se ha instalado? Me encantaría tomarme unas cervezas con él y, ya que vamos a tener que esperar por nuestras habitaciones, podríamos acercarnos ahora mismo.
A juzgar por la expresión de mi madre, lo que más le apetecía en ese momento era quitarse los tacones y tumbarse en un diván hasta la hora de la cena, pero a mi padre le brillaban los ojos de un modo que me hizo adivinar que aquella era una batalla perdida.
—Lo encontrarás en Villa Angelica, una antigua casa de campo situada a las afueras de la ciudad —le explicó Fiore—. Tenéis que tomar la carretera que conduce a Pompeya y avanzar por un camino de tierra una vez que hayáis dejado atrás San Giovanni a Teduccio.
—Es la misma ruta que hemos seguido hace un rato, pero a la inversa. Bueno —mi padre dio un mordisco a la naranja—, espero que le haga tanta ilusión como a ti volver a verme, aunque no sé si voy lo bastante arreglado. ¡Nuestro Luca en una casa de campo!
—No te hagas una idea equivocada de lo que vas a encontrarte, Lionel —le advirtió Fiore en un tono más serio—. La verdad, ni siquiera sé si accederá a abrirte la puerta.
—¿A qué viene eso? —Mi padre se detuvo a medio mordisco—. ¿Le ha ocurrido algo?
—Me gustaría poder decirte que no, pero ni siquiera yo estoy segura de lo que pasa dentro de esa cabeza. Y eso que soy la única persona, según tengo entendido, a la que le permite acercarse de vez en cuando. —Con un nuevo suspiro, Fiore se quitó el delantal y lo dejó en la mesa—. Espero que, cuando volváis para cenar, lo hagáis con buenas noticias.