10
Era casi medianoche cuando los Montecarlo, que habían acudido al ballet en su propio coche, nos dejaron al comienzo de San Gregorio Armeno. Recuerdo vagamente que nos habían invitado a tomar algo en una cafetería situada enfrente del teatro y que, tras despedirnos de ellos, mis padres se habían puesto a discutir por culpa de la princesa.
—Esa vieja amargada te ha azuzado contra Luca, eso es lo que ha hecho —se sulfuró mi padre mientras subíamos hacia la pensión—. Aún ahora, dos décadas después, sigue negándose a asumir que su querida sobrina la dejó por un hombre, por eso no lo soporta.
—Es curioso que el propio Luca admitiera en vuestra encantadora borrachera que no es bien recibido en su círculo —repuso mi madre—. Tal vez sea por una buena razón, ¿no?
—Sí, haberse casado con una muchacha a la que probablemente la Di Sangro quería tener bien sujeta durante el resto de sus días. Me suena a un egoísmo tremendo, Dora…
—Dudo que lo único que quisiera fuera su compañía —dije yo—. Cuando nos habló de Angelica, parecía muy apenada por su pérdida. Como si hubiera muerto hace días.
—Bueno, pues Luca también lo está, y lo último que se merece es que una persona tan influyente como esa anciana vaya propagando rumores sobre él. —Habíamos llegado a la puerta de la pensión y mi padre hizo sonar la aldaba con demasiada energía—. ¿Qué será lo siguiente que os diga cuando vayáis a visitarla? ¿Que en realidad es un asesino?
—¿Cuando vayamos? —se sorprendió mi madre—. ¿Es que no piensas acompañarnos?
—Ni en sueños. Con lo de esta noche ya he tenido suficientes chisteras, meñiques levantados y «oh, querida», «francamente delicioso» y «¡un verdadero placer!» para un año.
No pude contener una risita acallada por el chirrido de unas contraventanas. Fiore acababa de asomarse a un balcón, con una toquilla encima del camisón y cara de sueño.
—Ah, sois vosotros… He perdido la noción del tiempo. ¿Os importa abrir la puerta?
Estiró el brazo para lanzar un manojo de llaves que mi padre consiguió atrapar. La cerradura se hizo de rogar durante un buen rato; parecía casi tan antigua como Pompeya.
—Desde luego, los ladrones no lo tendrán fácil para entrar sin hacer ruido —comenté.
—Si contrataran a Maria Grazia, no tendrían el menor problema —dijo mi padre—. Me apuesto una mano a que también es una experta en el noble arte de descerrajar puertas.
—Eso, tú encima ríele las gracias —le reprochó mi madre mientras entrábamos entre carcajadas en el sombrío patio de la pensión—. Eres aún más sinvergüenza que ella.
—A mí papá puede reírme todas las Maria Grazias que quiera —le aseguré, y eso nos hizo desternillarnos tanto que Fiore, que acababa de bajar la escalera, se detuvo extrañada.
—Vaya, sí que estáis animados. —El cabello castaño le caía en una gruesa trenza sobre uno de los hombros, haciéndola parecer mucho más joven—. No tenía ni idea de que el ballet fuera tan entretenido como una de esas películas de persecuciones.
—Ha sido de lo más emocionante —contestó mi padre—. He disfrutado especialmente del segundo sueño que he echado. Creo que dirigía una mina de estaño en Cornualles…
—Lionel, no se puede ser más idiota que tú —dijo Fiore mientras empujaba la puerta y le alargaba una mano para recuperar las llaves—. Siento recibiros así, pero me quedé remendando unos vestidos y se me fue el santo al cielo. ¿Os apetece probar un bocado?
—Realmente creo que nos vendría mucho mejor hablar un rato contigo —dijo mi madre antes de que yo pudiera abrir la boca—. Durante la representación nos dio tiempo a hacer nuevas amistades, pero no nos ponemos de acuerdo en nuestra opinión sobre ellas.
—Pues no sé en qué podría echaros una mano yo —contestó Fiore, aún más perpleja.
—Es bien sencillo —intervino mi padre—. Mi esposa aquí presente se sintió de lo más halagada cuando la princesa de San Severo la invitó a su palco. Estuvieron hablando de lo divino y lo humano y uno de los temas que trataron, nunca lo adivinarías, fue Luca.
Esto hizo que Fiore se detuviera en seco, a punto de girar la llave en la cerradura.
—¿Habéis hablado con Allegra di Sangro sobre Luca? —acabó preguntando. Todo su sueño parecía haberla abandonado de repente; casi daba la impresión de estar asustada.
—¿Tanto te preocupa su opinión acerca de él? —inquirió mi madre—. ¿Quizá porque puede darnos a conocer cosas sobre vuestro amigo que Lionel y tú preferís pasar por alto?
—Se les ha metido entre ceja y ceja que Luca está involucrado en algo turbio —dijo mi padre, poniendo los ojos en blanco—. Lo cual no deja de tener su gracia, considerando lo poco que le escandalizan a la señora Lennox nuestros propios tejemanejes. —Pero en ese momento reparó en la expresión de Fiore y sólo pudo añadir—: Oh, no. Dime que no.
Ella no respondió de inmediato. Sacó silenciosamente la llave para guardársela entre los pliegues de la toquilla, haciendo que la trenza resbalara a lo largo de su espalda.
—Supongo que era cuestión de tiempo que os enterarais. De hecho, habéis tardado más de lo que esperaba, teniendo en cuenta cómo circulan las habladurías por el barrio…
—Sabía que esa pobre mujer no podía estar inventándoselo —dijo mi madre con tanta satisfacción que mi padre frunció el ceño. Fiore nos hizo un gesto para que la siguiéramos escaleras arriba, procurando no derribar ninguno de los maceteros en la penumbra—. ¿De qué se supone que lo acusaron, de agredir a alguna clienta que se presentó en su estudio?
—No era una clienta, de eso estoy segura —contestó Fiore, haciendo que la sonrisa irónica se borrara del rostro de mi madre y que a mí me diera un vuelco el corazón—. Fue hace unas semanas, a mediados de enero… Una chica se esfumó de Nápoles y apareció asesinada al cabo de unos días, y Luca se vio involucrado en aquel asunto simplemente por encontrarse cerca cuando dieron con el cuerpo. Desde entonces apenas se habla de otra cosa, aunque no han conseguido encontrar más pruebas contra él. —Entonces reparó en nuestro desconcierto y nos preguntó—: ¿De verdad que no habíais oído nada sobre ello?
—¿Cómo esperas que lo hagamos en los tiempos que corren? —contestó mi madre—. Lo único que nos llega últimamente sobre vosotros es toda esa propaganda fascistoide.
—Yo sí estoy al corriente —dije, lo que provocó que los tres me miraran—. Leí la noticia hace unos días en un ejemplar atrasado del Corriere di Napoli que Luca tenía en su estudio.
Fiore pareció extrañarse al oír esto, y más tarde, entristecerse.
—¿Eso ha hecho? Pobrecillo, era de esperar. —Sacudió la cabeza mientras entrábamos en la salita, inundada por el resplandor ambarino de la chimenea. Las brasas estaban a punto de agonizar y Fiore se agachó para avivarlas—. Supongo que necesita más tiempo para poder pasar página. Fue traumático para él verse envuelto en una investigación así.
—Un momento —exclamó mi padre—, ¿estás diciendo que no se trató sólo de un rumor malintencionado? ¿Llegaron a detenerlo como posible autor de ese crimen?
—Fue un asunto bastante feo, y la policía estaba deseando acabar con ello cuanto antes. No sabéis cómo es ese inspector Derossi; usaría a su propia madre como cabeza de turco si con eso pudiera demostrar que sus hombres saben hacer su trabajo. Y Luca sólo tuvo la mala suerte de encontrarse en el lugar más ina-decuado en el peor momento.
Como si volviera a tener el periódico desplegado ante mí, las palabras estampadas en ese recuadro desfilaron ante mis ojos. Me acordé de que el nombre de la chica muerta era Eugenia, de que su familia siempre había vivido en Spaccanapoli…
—Según el Corriere di Napoli, se trataba de una novicia —seguí diciendo—. Llevaba varios días desaparecida cuando dieron con su cuerpo en «una propiedad de las afueras».
—Fue Renata Mancini quien la encontró en el jardín de Villa Angelica —dijo Fiore con un suspiro—. Es la dueña de una de las tiendas de belenes de esta calle. La conozco desde que era niña y, como aquel día me encontraba algo mareada, le pedí que fuera en mi lugar a casa de Luca para llevarle algo de mi parte, un pastel que le había preparado por su cumpleaños. Sabía que Renata pensaba pasar aquel fin de semana en el pueblo de al lado y supuse que no le importaría hacerme ese favor. ¡Si me lo hubiera imaginado…!
—Pero no tiene ningún sentido —dijo mi padre cada vez más confundido—. ¿Por qué iba a acercarse aquella chica a casa de Luca? ¿Desde cuándo tiene relación con el clero?
—No se conocían de nada, Lionel —respondió Fiore—. Les aseguró a los carabinieri que nunca había hablado con ella y los padres de la muchacha tampoco sabían nada de él.
—Bueno, esto parece una de esas noveluchas del tres al cuarto que publican en las revistas. La única explicación que se me ocurre para que quisiera colarse en su jardín es que se hubiera citado allí con alguien, quizás un amante con el que pretendiese escapar…
—Por mucho que te cueste creerlo, hay personas que no toman sus decisiones con la entrepierna —replicó mi madre antes de volverse hacia Fiore—. ¿Cómo acabaron con ella?
—El periódico hablaba de un estrangulamiento —dije yo mientras la mujer asentía.
—Ese fue el dictamen del forense, aunque no pudieron descubrir si se encontraba muerta antes de que la condujeran a Villa Angelica. Renata tampoco recordaba haber visto nada raro en el sendero, ninguna marca sobre la gravilla o algo por el estilo. Claro que, teniendo en cuenta lo mucho que aquello la afectó, no me extrañaría que hubiera tratado de olvidar los detalles más perturbadores. —Fiore meneó la cabeza—. No ha vuelto a ser la misma desde entonces. Sigue teniendo pesadillas con la hermana Eugenia, con su cuerpo tendido entre la maleza «mientras los ángeles la observan como en el juicio final…».
—Me parece que conozco a la mujer de la que estás hablando —dije de repente—. ¿Es una anciana con el pelo desgreñado, con aspecto de…, bueno, de no estar del todo bien?
—Yo diría que la has descrito a la perfección —contestó Fiore con tristeza—. Supongo que te habrás cruzado con ella en San Gregorio Armeno mientras colocaba sus figurillas.
Preferí no darles explicaciones sobre cómo nos habíamos conocido en realidad ni sobre el cuerno rojo que había dejado en mi cuarto. De modo que eso era lo que la había hecho prevenirme contra un mal del que aún no sabía nada: «Nápoles ya no es seguro…».
—Pero entonces, si la policía acabó admitiendo que no había sido Luca —continuó mi padre—, ¿por qué demonios insiste la Di Sangro en que él mató a la novicia?
—Tengo entendido que las dos se conocían desde hacía tiempo —dijo Fiore—. Cuando trabajaba en su palacio, la vi donar mucho dinero a conventos de la ciudad. Me imagino que haría lo mismo con el de Santa Chiara, en el que al parecer profesaba la muchacha.
—¿Y sólo porque su sobrina la abandonó por Luca da por hecho que está implicado en un asesinato? —se sulfuró mi padre—. ¿Cómo puede ser tan ruin esa condenada mujer?
—Allegra di Sangro es buena persona, Lionel, por mucho que te cueste creerlo —le advirtió su amiga, pero él no hizo más que resoplar—. Es cierto que nunca hablé mucho con ella, pero estoy convencida de que no haría daño a nadie a propósito. Simplemente, hay ocasiones en las que el dolor…, bueno, nos hace dar por ciertas cosas que no lo son.
Parecía que mi padre aún tenía mucho que decir sobre la princesa, pero no le dio tiempo a añadir nada más. Un repentino estruendo procedente del piso de abajo, como el producido por un ariete al impactar contra una puerta, nos hizo regresar al mundo real.
—¿Qué ha sido ese ruido? —dijo mi madre—. Parecía como si alguien acabara de entrar.
—Sí, y no tiene ningún sentido —se sorprendió Fiore, palpándose la toquilla—. Cada noche me aseguro de cerrar con dos vueltas de llave, de modo que es imposible… —Pero entonces cayó en algo que le hizo abrir mucho los ojos—. Creo que no me he acordado de hacerlo cuando entrasteis. Estaba tan distraída que me guardé la llave sin hacerla girar.
Si se trataba de un ladrón, debía de ser el más torpe del mundo: el ruido que hacía al subir la escalera a todo correr podría despertar a un muerto. Mi padre y yo nos dirigimos a su encuentro, pero la exclamación que dejó escapar Fiore al asomarse con nosotros al rellano, iluminado por el resplandor de la luna, nos hizo detenernos en seco.
—¡Dios mío, Santino…! —Me sorprendió que se hubiera puesto tan blanca como si estuviera viendo a un fantasma, porque el desconocido que subía hacia nosotros no podía ser más sólido. Debía de medir más que el propio Arshad, a cuyo lado siempre me había sentido diminuta, y su silueta era tan robusta que en la penumbra recordaba a la de un oso.
—He venido en cuanto me lo han contado —contestó el joven con la respiración algo entrecortada. Tenía la amplia frente cubierta de sudor—. Me encontré en una tasca con el nieto de Genaro Bianchi, y cuando supe lo que estaba ocurriendo… ¿Por eso enviaste a Barbara con el cuento de que estabas enferma? ¿Para que no se me ocurriera acercarme?
Fiore soltó un quejido, hundiendo la cara entre las manos. Fue entonces, al desviar la mirada de uno a otro, cuando reparé en las similitudes entre ambos: el mismo rostro redondo, que en el caso de Santino lo hacía parecer casi un niño, el mismo pelo rizado…
—Un momento —exclamé de repente, sin podérmelo creer—. Fiore, no irás a decirnos que este hombre… ¿Cómo es posible que no nos mencionaras nunca que tenías un hijo?
—Lo siento muchísimo —gimió Fiore—. Sé que debería haberlo hecho, pero temía…
—No puede ser verdad. —A mi padre se le iluminó la cara mientras daba unos pasos hacia el recién llegado, media cabeza más alto que él—. ¡Y yo que pensaba que lo de Luca iba a ser la única revelación de la noche! ¡No teníamos ni idea de que estuvieras casada!
—No lo estoy, Lionel —dijo ella en el mismo tono entrecortado—. Nunca lo he estado.
—Ah… —La sonrisa de mi padre se apagó un poco—. Bueno, espero por lo menos que el padre de la criatura fuera un tipo decente. Como me digas que se aprovechó de ti, que te dejó plantada o algo por el estilo, no me importará hacerle una visita para que sepa…
Pero entonces reparó en cómo le miraba Fiore, y las palabras parecieron perderse en algún recoveco de su garganta. «Santo Dios», oí murmurar a mi madre antes de que Santino, que parecía estar a punto de echarse a llorar, se precipitara sobre mi padre y lo envolviera en un abrazo que lo hizo tambalearse. También a mí me dio la sensación de que el suelo se movía, tanto que tuve que apoyarme en el marco de la puerta.
Aquel espantoso silencio aún se prolongó unos segundos, hasta que Santino dijo:
—Me he pasado la vida pensando en lo que podría hacer para… En cómo podría dar contigo para que supieras… —Sacudió la cabeza contra el hombro de mi padre, que seguía sin reaccionar—. Te dije que acabaría sucediendo, mamá, tanto si te gustaba como si no.
—Pues parece que tenías razón —contestó Fiore a media voz—. Aunque me temo que el destino no ha tenido tanto que ver aquí como Bianchi y el resto de nuestros vecinos.
—Helena, sube a tu habitación —me ordenó mi madre y, cuando abrí la boca para quejarme, añadió—: No te molestes en protestar, porque no te servirá de nada.
—¡Pero si no he dicho una palabra! —exclamé yo—. ¡No entiendo por qué me echas!
—Puedes considerarme la mayor censora del mundo si eso te hace sentir mejor. —Y agarrándome de un codo, me condujo hacia el siguiente tramo de la escalera y se quedó esperando de brazos cruzados hasta que me arrastré hacia mi dormitorio, hecha una furia.
Mi indignación, sin embargo, no tardó en convertirse en estupor cuando cerré la puerta a mis espaldas y me quedé observando la oscura habitación. Aún seguía estando perpleja por lo que acababa de ocurrir, aunque, cuanto más pensaba en ello, cuantos más detalles recordaba de nuestra llegada a Spaccanapoli, más me costaba entender cómo no nos lo habíamos imaginado. Fiore había sido encantadora durante todos aquellos días, pero al reconocer a mi padre se le había demudado la cara. «¿Cuántos años ha estado guardando este secreto? ¿Treinta, desde que papá se marchó de Nápoles con el abuelo?».
La idea de que de pronto hubiese otra persona que pudiera llamarlo así me resultaba horriblemente perturbadora. No me había dado cuenta hasta ese momento de lo asumido que tenía mi papel como la sucesora natural de mi padre… Todos los que nos conocían se maravillaban de lo mucho que nos parecíamos. «Nada en absoluto —solía responder mi madre, resignada, cuando alguien le preguntaba en broma qué había aportado ella a la ecuación—. No creo que exista un hombre más seguro de su paternidad que mi marido».
Tardé un buen rato en comprender que estaba siendo injusta y que aquel chico no tenía la culpa de que mi mundo se hubiera vuelto del revés. Él no había pedido competir conmigo por el cariño de nuestro padre, pero, de haber sido así, ¿no tendría el mismo derecho que yo a considerarlo como tal? Los únicos años que habíamos pasado separados fueron los de la guerra y su ausencia había sido lo más doloroso que recordaba haber sentido, aunque todavía fuese demasiado pequeña para comprender lo que estaba ocurriendo en el Somme. Pero sólo habían sido eso, unos años, mientras que Santino había pasado toda su vida sin saber nada de él. Simplemente porque Fiore no se había creído con derecho a reclamar nada por no tener en el dedo un anillo como el de mi madre.
Aquello consiguió que mi rechazo se convirtiera poco a poco en compasión. Tras encender la luz de la mesilla, me acerqué a la ventana mientras ellos seguían hablando en el patio, demasiado lejos para que pudiera captar nada más que un murmullo. Había una furgoneta aparcada delante de la pensión que no estaba allí cuando regresamos del ballet, y eso me hizo suponer que aquel chico (¿mi hermano?, ¿mi hermanastro?, ¿cómo tenía que pensar en él?) debía de trabajar como transportista, como la mayor parte de los clientes de Fiore. Ella misma, si mal no recordaba, se había referido a aquel vehículo al pedirle a Barbara que le mantuviera alejado de allí hasta que nos hubiésemos marchado.
Los siguientes minutos se me hicieron eternos, pero al cabo de media hora de dar vueltas sin parar percibí unos pasos que me hicieron apresurarme hacia la puerta. Apreté las manos contra ella tratando de afinar el oído; mis padres se acercaban por el corredor.
—… porque alguien nunca ha sabido mantener abrochada la hebilla del cinturón. Es increíble que tengas la poca vergüenza de preguntar por qué demonios estoy enfadada.
—Sigo sin comprenderlo. —Mi padre parecía estar más sobrepasado por la situación que indignado—. ¡Esto no es como si te hubiera engañado, Dora, maldita sea! No tenía ni idea de que Fiore estuviera embarazada cuando me marché, ella nunca me dijo nada.
—Más vale que sea así. Te aseguro que no pienso compartir cama con un cobarde.
—¿Cómo querías que descubriera todo esto? ¿Qué se supone que tendría que hacer, escribirle una carta a cada una de las mujeres con las que he estado para salir de dudas?
La puerta de la habitación se cerró tras ellos. Me di prisa en apartarme de la mía para sentarme en el suelo, apoyando una oreja contra la pared hasta que conseguí escuchar:
—¿… de ahora en adelante? Porque espero que no seas tan ruin como para dejar que Fiore siga haciéndose cargo del asunto completamente sola, como ha hecho hasta ahora.
—Bueno, ni que siguiera siendo un crío de pecho. Es capaz de cuidar de sí mismo…
—Eso no te hace menos responsable de él. ¿Eres consciente de que si no hubieras decidido traernos a Spaccanapoli ni siquiera sabrías que ese muchacho existe? ¿De que Fiore ha estado guardando silencio durante toda la semana sólo para evitarte problemas?
—Pues es una suerte que sólo tardara cinco días en decírmelo —espetó mi padre, cada vez más impaciente—. ¡Otras tardaron años, así que no eres quién para llamarme cobarde!
A esto siguió un silencio tan prolongado que me di cuenta de que mi padre había empeorado aún más la situación, aunque no acabara de entender por qué. Al final le oí susurrar «vamos, ven aquí» y a mi madre replicar «ni se te ocurra tocarme» mientras rodeaba airadamente la cama. Tras otros diez segundos de silencio, mi padre se acercó a la puerta, la abrió sin pronunciar palabra y se dirigió al piso de abajo, y yo me quedé en el suelo preguntándome quién de todos nosotros estaría más angustiado aquella noche.