13
Aquella interrupción fue tan inesperada que la princesa y yo casi dimos un salto.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó ella, alarmada—. ¿No era la voz de la señora Lennox?
—Debe de seguir en el cuarto de baño, pero no entiendo… —Me dirigí deprisa a la puerta del salón, secándome la cara—. Mamá, ¿dónde te has metido? ¿Ha ocurrido algo?
Con otro gemido de dolor, la anciana se incorporó trabajosamente para seguirme hasta el corredor, cuyas puertas había empezado a golpear una a una sin recibir respuesta.
—Es esta de aquí. —Señaló una de las situadas en la pared de la izquierda, adornada con un aparatoso picaporte de bronce—. Pero no creo que debamos entrar así como así.
—¿Estás ahí, mamá? —dije en voz alta, golpeándola con los nudillos—. ¿Estás bien?
—No es por mí por quien os tenéis que preocupar —la oímos contestar en un tono que me resultó aún más alarmante que su grito—. Podéis pasar; no he echado el cerrojo.
Cuando hice girar el picaporte, me quedé sin palabras: no recordaba haber estado en un cuarto de baño más impresionante. Todo un lateral estaba ocupado por una bañera tan enorme que podría contener a cuatro personas, sobre la que tintineaba otra araña a juego con los recargados espejos. Encontramos a mi madre asomada a la ventana, la cual daba a una calle tan estrecha que casi se podría entrar de un salto en la casa de enfrente.
—Mamá, ¿qué estás haciendo? —titubeé al verla forcejear con los cierres para abrir los cristales de par en par—. Nos has dado un susto de muerte. ¿A qué venía ese chillido?
—Acabo de ver a alguien en esa callejuela —dijo sin dejar de pelearse con la ventana.
—¿Y qué más te da eso? ¿No deberías estar ya acostumbrada a los vecinos cotillas?
—¡Me refiero a que hay alguien ahí fuera, tumbado en el suelo! Al principio pensé que no sería más que un borracho, hasta que me di cuenta de la clase de ropa que llevaba…
También Fabrizio había acudido atraído por las voces. Su señora, que parecía más desconcertada a cada momento, le pidió que ayudara a mi madre con los cierres y, una vez que abrimos la ventana, me encaramé a un toallero para poder echar también un vistazo.
—Lo único que puedo distinguir desde aquí son cubos de basura —dije pasados unos segundos. Me imaginé que la puerta de servicio del palacio daba a aquella callejuela, ya que no parecía que se esmerasen en su limpieza. Un par de gatos que deambulaban por allí alzaron la cabeza para mirarnos, uno de ellos con algo demasiado parecido a una rata entre los dientes—. Un momento —seguí diciendo—. Eso que asoma tras uno de los cubos…
El corazón se me subió a la garganta al reconocer el contorno de una blusa y, unos instantes después, un estampado de rosas diminutas que parecía pertenecer a una falda.
—¿Es…, es una mujer? —oí decir a Allegra. Se había puesto tan pálida a pesar de sus quemaduras que Fabrizio se apresuró a acudir a su lado para que pudiera apoyarse en él.
—Una muchacha —contestó mi madre—. Helena, acompáñame. Tenemos que bajar.
La princesa asintió ansiosamente mientras abandonábamos el cuarto de baño. «Es por aquí», nos indicó el mayordomo, precediéndonos por una escalera más estrecha que la principal y haciéndonos atravesar una serie de habitaciones que debían de pertenecer a los criados, si es que había alguno más en el palacio. Finalmente, nos detuvimos ante una puerta que el anciano abrió con sus llaves para que pudiéramos acceder a la callejuela.
Su aspecto resultaba aún más destartalado al entrar en ella. Los gatos se dispersaron en cuanto nos vieron acercarnos, soltando la rata sobre un charco de agua sucia que tuvimos cuidado de esquivar. El olor era tan nauseabundo que mi madre se cubrió la nariz mientras nos abríamos camino a través de aquella barricada construida con montones de porquería.
—Parece que a los vecinos de la princesa no se les ha contagiado su clase —comenté, mirando de reojo un sillón apolillado en el que los animales se habían afilado las uñas a conciencia—. Es increíble que hayan convertido este callejón en un auténtico vertedero.
—Probablemente pensaron que no se le ocurriría echar un vistazo aquí, ni a ella ni a nadie —me contestó mi madre, deteniéndose de golpe—. Lo cual también explicaría esto.
Noté cómo se me revolvía el estómago, y no sólo por el olor a orina. La chica a la que habíamos distinguido desde el cuarto de baño acababa de aparecer ante nosotras, o más bien la mitad de su cuerpo; había demasiados trastos para poder reconocer algo más que su falda floreada. «Ayúdame con esto», me dijo mi madre, y entre las dos apartamos un cubo de basura para poder acercarnos más a ella. Apareció entonces un brazo blanco, adornado con una pulsera de dijes de plata que me resultó extrañamente familiar. Más tarde reconocí el contorno de un hombro, medio cubierto por unos cabellos castaños…
—¿Maria Grazia? —conseguí decir cuando por fin la miramos a la cara. Aquello no tenía sentido—. ¿Qué significa esto? —Miré a mi madre—. ¿Qué se le ha perdido por aquí?
—Mucho más de lo que yo temía —fue lo único que pudo contestar ella. Ambas nos quedamos observando cómo las nubes se reflejaban en sus ojos, tan abiertos como si se acabara de encontrar ante algo desconcertante, y fue justo esa extraña calma la que me hizo comprender algo que mi madre había adivinado antes que yo. «Helena», le oí susurrar como si me hablara desde muy lejos, pero no pude impedir que mis pies me condujeran hasta ella. También tenía los labios entreabiertos, y recuerdo que el blanco de sus dientes me hizo pensar que eran lo único limpio de aquel lugar.
Pero entonces observé algo de color rojo que asomaba entre su pelo, y mis piernas se detuvieron a la vez que mi corazón. «¡Helena, no!», oí decir de nuevo a mi madre, pero antes de que pudiera impedírmelo, me había puesto de rodillas para apartarle la melena.
Retiré la mano de inmediato. Parte de la garganta de Maria Grazia estaba casi en carne viva; la piel que asomaba entre sus mechones castaños recordaba a una estola roja.
—La han estrangulado —fue todo lo que conseguí decir. Tuve que apoyar una mano en los adoquines al sentir que se me nublaba la vista—. Igual que a la hermana Eugenia…
—Te he dicho que no la toques —soltó mi madre mientras me hacía incorporarme con manos temblorosas—. ¡Que venga alguien, por favor! —gritó a la callejuela—. ¡Dense prisa!
Unos segundos después, dos muchachos doblaron extrañados la esquina y, cuando se percataron de lo que había ocurrido, se pusieron a llamar rápidamente en italiano a los que venían tras ellos. A estos siguió otro pequeño grupo con el que se desató el mayor de los escándalos, y en un minuto la callejuela se había inundado de gritos de perplejidad.
—No podemos dejarla así, mamá —dije en voz baja, incapaz de apartar los ojos de la silueta tumbada en medio del círculo de curiosos—. Es…, es completamente inhumano.
—Si me hubieras hecho caso cuando te recomendé leer a Agatha Christie, sabrías que lo peor que podemos hacer es alterar el escenario del crimen —contestó ella sin dejar de apretarme contra sí—. Ha de ser la policía la que se ocupe del levantamiento del cadáver.
Me resultaba escalofriante que estuviéramos refiriéndonos así a Maria Grazia. Qué palabra más terrible era aquella, más impersonal. «Sólo un cadáver. Nada más que eso».
—He salido a la plaza de San Domenico Maggiore para hacer que alguien avisara a los carabinieri. —Era Fabrizio, que acababa de regresar con la cara cenicienta—. Sé que habría sido más rápido mediante el teléfono, pero su alteza nunca ha querido tener uno…
Alcé los ojos hacia las ventanas del palacio. Vi a Allegra asomada entre las cortinas del baño, demasiado conmocionada para preocuparse de que la miraran.
Por suerte, no tuvimos que permanecer mucho más de brazos cruzados. Hubo un revuelo entre la multitud cuando una ambulancia se adentró en la calle, seguida por un segundo coche del que bajaron a toda prisa tres policías. Todavía sigo sin tener del todo claro lo que ocurrió a partir de entonces, porque me sentía tan sobrecogida que tuvo que ser mi madre quien hablara con los agentes para explicarles lo que había sucedido. Me invadió un súbito alivio, acompañado por una espantosa sensación de culpa, cuando el médico, después de tomarle el pulso a Maria Grazia, ordenó que la colocaran sobre una camilla y la cubrieran con una sábana. Pasaría mucho tiempo antes de que consiguiera olvidar aquella mirada tan aterradora por estar tan vacía.
Pero entonces ocurrió algo que me arrancó de mi estupor: dos chicos se pusieron a gritar de nuevo momentos antes de que un tercer hombre, que había echado a correr por la callejuela, cayera de bruces sobre los adoquines, derribado por los que lo perseguían.
—¿Qué está pasando ahí? —bramó el agente que acababa de tomarle declaración a mi madre. Se apartó a grandes zancadas de nosotras para tratar de abrirse camino entre la alborotada muchedumbre—. ¡Deténganse! —siguió gritando—. ¡Deténganse ahora mismo!
—¡Estaba a punto de escapar cuando Marco y yo lo hemos reconocido! —vociferó a su vez uno de los chicos, levantado bruscamente por otro carabiniere—. El muy canalla…
—Quien ya ha bebido, volverá a beber —soltó su amigo. Aquello debía de ser un refrán italiano con el que no estaba familiarizada, aunque supe a qué se refería en cuanto incorporaron al tercer hombre y, con un gemido de aprensión, me di cuenta de quién era.
Nunca había visto tan pálido a Luca, ni siquiera cuando mi madre le había apuntado entre las cejas con su pistola. Pude observar a pesar de la distancia que estaba temblando como una hoja, tanto que no pudo resistirse mientras le doblaban los brazos a la espalda.
—Santa Madre de Dios. —¿Eran cosas mías o en la voz del agente que se encontraba al mando acababa de resonar una nota de triunfo?—. Esto sí que es una auténtica sorpresa.
—No he sido…, no he sido yo —fue lo único que pudo decir Luca—. Se lo juro, no he…
—No, por supuesto; habría que tener poca fe en la humanidad para pensar algo así. El problema es que uno acaba desconfiando de los perros que han demostrado ser capaces de morder, incluso cuando se las ingenian para que no les sorprendan mientras lo hacen.
—¡Sólo he pasado por aquí por casualidad! —exclamó Luca por encima de las voces cada vez más exaltadas—. ¡No tenía ni idea de lo que había ocurrido hasta que pude ver a la muchacha! Sólo he estado una vez con ella, ¿por qué iba a querer hacerle esto?
—Tampoco había estado nunca con Eugenia da Sarinalta y apareció estrangulada en su propiedad. —Apretando las mandíbulas, el agente les hizo un gesto a sus subordinados y estos le colocaron las esposas a nuestro amigo antes de empujarlo hacia el coche—. Estoy deseando saber qué nueva excusa piensa darle al inspector Derossi.
—Pero ¿qué creen que están haciendo? ¡Esto no tiene ni pies ni cabeza! —Me solté de mi madre para correr hacia ellos—. ¡Es sencillamente imposible que lo haya hecho Luca!
—¿Y qué la hace estar tan convencida, si se puede saber? —me preguntó el agente.
—Si lo único que pueden echarle en cara es haberse dejado caer por el escenario del crimen, todos los que estamos ahora en él seríamos sospechosos. ¡Incluso nosotras dos!
No me pasaron inadvertidas las miradas de desconfianza que de repente me dirigían todos los vecinos. Traté de forcejear con el agente para acercarme al coche, pero lo único que pude hacer fue contemplar cómo Luca, tras ser introducido a la fuerza en el vehículo, desaparecía tras los cristales y la muchedumbre se apartaba para que pudieran arrancar.
—Helena, cállate de una vez —me ordenó mi madre, arrancándome de los brazos del agente antes de dedicarle una sonrisa de disculpa—. No se lo tengan en cuenta a mi hija, por favor. Me temo que está sobrepasada por la situación. La chica muerta era su amiga…
—¡Luca también lo es, y sé que no ha tenido nada que ver en esto! ¡No ha sido él!
—Sea como esa, me temo que ustedes dos también tendrán que acompañarnos a la Prefectura —respondió el hombre, alisándose las arrugas del uniforme—. Necesitaremos que presten declaración ante el inspector Derossi para explicarle cómo dieron con el cuerpo.
—¿Helena? ¿Dora? —oímos de repente detrás de nosotras—. ¿Qué estáis haciendo aquí?
Al girarnos vimos que mi padre y Santino, que debían de haber salido a dar una vuelta por el barrio, habían acudido alertados por la algarabía. A Santino se le abrieron los ojos de par en par al reparar en la ambulancia que se alejaba detrás del coche con Luca.
—Papá, tienes que ayudarme. —Me solté de mi madre para correr hacia él—. ¡Acaban de llevárselo a la comisaría como la vez anterior! ¡Creen que ha matado a Maria Grazia!
—Pero ¿qué estás diciendo? —contestó mi padre sin entender nada—. ¿Cómo que…?
—¡Alguien acaba de estrangularla hace unos minutos, igual que le ocurrió el mes pasado a la hermana Eugenia, y estos señores —me volví furiosa hacia los agentes— se han empeñado en que ha sido Luca simplemente por encontrarse cerca cuando lo hicieron!
—Un momento —dejó escapar Santino—. ¿Esa Maria Grazia no será la misma que…?
—La que acaba de estar con nosotros en la pensión —consiguió decir mi padre, y ante nuestra perplejidad añadió—: Llamó a la puerta poco después de que os marcharais. Dijo algo sobre un recital de piano al que quería invitaros. Santino y yo le contestamos que habíais acordado desayunar con Allegra di Sangro, y eso la hizo marcharse a toda prisa.
—Debió de dirigirse al palacio para reunirse con vosotras dos —murmuró Santino, a quien se le había demudado la cara—. Santo Dios, si hubiéramos sabido lo que sucedería…
Sentí un vuelco en el corazón al comprender que era cierto: había sido su afán por conocer a la princesa lo que había hecho que los pasos de Maria Grazia se cruzaran con los del miserable que acabó con ella. Me di cuenta entonces de que un segundo coche se había adentrado en la callejuela, probablemente en el que nos conducirían a comisaría.
—Esto es un absoluto despropósito —exclamó mi padre—. ¡La última persona a la que podría imaginar haciendo algo semejante es Luca! ¡Si es lo más inofensivo del mundo!
—Me parece que convendría que revisaras tu concepto de «inofensivo» —contestó mi madre, aunque lo bastante quedo como para que los carabinieri no pudieran oírla.
—Es imposible que haya sido él, señora Lennox —le aseguró Santino, a quien parecía costarle un esfuerzo tremendo sostenerle la mirada a mi madre—. Conozco a Luca desde que nací, casi es como si fuera mi tío. Sé que sería incapaz de hacer daño a sabiendas.
Pero mi madre, sin prestarle la menor atención, se encaró de nuevo con mi padre:
—¿Se te ha olvidado acaso cómo me atacó hace unos días? ¿Tan cegado estás por esa condenada camaradería vuestra para no querer admitir que podría haberme matado?
—¡Porque nosotros entramos en su casa sin avisar! ¡No teníamos ningún derecho!
—Lionel, ese hombre está desequilibrado, no es como…, como tú o como yo. Ya sé que no le das ningún crédito a Allegra di Sangro, pero si escucharas cómo habla de él…
—Deja de ser tan retorcida: sé que Luca es la menor de tus preocupaciones —la cortó mi padre, cada vez más encendido—. Sólo quieres tomarte la revancha por lo de anoche.
Aquello hizo que Santino se pusiera rojo como un pimiento y que yo me quedara mirándoles con la boca entreabierta, incapaz de creer que estuvieran hablando en serio.
—¿Qué tendrá que ver lo de anoche con esto? —exclamó mi madre, perpleja—. La hija de un colega nuestro ha muerto, Helena y yo hemos tenido que verlo, ¿cómo puedes…?
—Sabes perfectamente a qué me refiero. Desde que hemos llegado a Nápoles, estás haciendo lo imposible por cortar todos los lazos que me unen a mi pasado. Luca es uno de esos lazos y por eso siempre lo has considerado una amenaza. Santino también lo es, aunque de manera distinta. Puede que te cueste aceptarlo, pero tuve una vida antes de ti.
—Creo que será mejor que me vaya… —dijo Santino, pero mi madre le interrumpió:
—Ya comprendo lo que ocurre. Para eso te está sirviendo este viaje. ¡Para darte cuenta de que preferías esa vida porque yo no formaba parte de ella!
—¡Pues en cierto modo, sí! ¡Ya no tendría a nadie atosigándome, exigiéndome ni…!
Se quedó callado al advertir cómo cambiaba su expresión. Aquello parecía haber golpeado a mi madre con la misma furia con la que un rayo parte un tronco por la mitad.
—No quería…, no quería decir eso, Dora. —Ahora era él quien se había puesto rojo.
—No —le respondió ella con los ojos húmedos—, ya sé que no es del todo cierto. Habría sido mejor decir que aún sigues maldiciendo el día en que nos conocimos.
—¿Queréis hacer el puñetero favor de callaros de una vez? —exclamé de pronto. Mi estallido fue tan inesperado que ambos se sobresaltaron—. ¿De verdad sois incapaces de daros cuenta de que lo estáis arruinando todo? ¿De lo egoístas que estáis siendo los dos?
Ni siquiera me preocupó atraer la atención de toda la calle; no recordaba haberme sentido tan furiosa nunca. Un policía que se acercaba a nosotros se detuvo confundido.
—¡Maria Grazia acaba de ser asesinada y lo único que parece importaros es quién de los dos acabará teniendo la última palabra! ¡Esto no es una condenada partida de ajedrez!
—Bueno, puede que… —Mi padre miró de reojo a mi madre, que seguía sin apartar sus ojos negros de mí—. Puede que nos estemos dejando llevar demasiado por el rencor…
—¿De verdad lo llamáis rencor? ¿A esta imbecilidad la llamáis rencor? —Estaba a punto de romper a llorar de pura frustración—. ¡El único hombre del que me he enamorado puede estar muerto ahora mismo y vosotros no hacéis más que desperdiciar la oportunidad que os han dado para ser felices! ¡No tenéis ningún derecho a comportaros así! ¡Y sí —le grité al agente, que había hecho amago de decir algo—, ya subo yo sola, muchas gracias!
Sin dirigirles ni una mirada más, me dirigí hecha un basilisco al coche de policía y me dejé caer en el asiento trasero, sintiendo cómo me temblaban las manos de rabia. Mi único consuelo fue el silencio que había descendido sobre la callejuela, absolutamente abochornado por parte de mis padres, y la certeza de saber por fin lo que tenía que hacer: por mucho dolor que pudiera causarme la verdad, había llegado el momento de conocerla.