20
Fue providencial que mi madre no pasara del estudio durante nuestra primera visita a Villa Angelica. El panorama que encontré al asomarme al vestíbulo era devastador: la casa presentaba un aspecto aún más ruinoso por dentro que por fuera. Saltaba a la vista que Luca había renunciado hacía demasiado tiempo a detener su deterioro y la estructura casi parecía mantenerse en pie por medio de algún encantamiento. La escalera que subía a la buhardilla estaba cubierta por una capa de polvo tan gruesa que podría haber pasado por una alfombra. La humedad había destrozado las pinturas renacentistas de las paredes y ablandado las molduras de estuco con guirnaldas, que empezaban a deshacerse como los adornos de azúcar de una tarta. Algunas ventanas habían sido cubiertas con planchas de madera, pero las enredaderas se las habían ingeniado para colarse por las junturas y enroscarse alrededor de los muebles caídos. En lo que parecía haber sido una pequeña capilla, un busto de terracota esmaltada de la Virgen María observaba con resignación la hojarasca amontonada sobre las baldosas, probablemente desde que alguna tormenta había destrozado el tiro de la chimenea. Era como para llevarse las manos a la cabeza.
En la cocina de la planta baja, que no parecía haber sido ordenada desde antes de la guerra, encontré unos emparedados de jamón con los que pude improvisar una cena, junto con los restos casi petrificados de un bizcocho de limón que parecía llevar la seña de identidad de Fiore. Los acompañé con unas cervezas y lo llevé todo al estudio, donde despejamos un pequeño espacio entre los trastos de Luca para poder sentarnos.
—Siento no haberos contado lo de Santino cuando nos conocimos —me dijo con expresión arrepentida, mordisqueando un emparedado—. Me di cuenta enseguida de que Fiore todavía no os había dicho nada, pero no creía que me correspondiera a mí hacerlo.
—No te preocupes —contesté arrellanada en una de las butacas—. Ha sido mejor así.
—Fue muy duro para ella sacar adelante a ese niño. Su abuelo se puso hecho una furia cuando se enteró. Creo que estuvo buscando a Lionel por todas partes para obligarle a casarse con Fiore, pero por aquel entonces ya se había embarcado rumbo a Inglaterra…
—Escondido en la bodega de un barco, con un puñado de liras en el bolsillo. No sé cuántas veces habré oído a mi madre reprocharle que me dé tan mal ejemplo.
Luca esbozó una sonrisa, bebió un trago de cerveza y se secó después la boca con una manga. Parecía más animado; había sido buena idea quedarnos con él.
—Me consta que Fiore no hizo nada por localizarle cuando se quedó sola, pese a los problemas a los que tuvo que plantar cara en Spaccanapoli. Consiguió sacar adelante la pensión después de la muerte de su abuelo, sin más dinero que su modesta herencia y lo que había ganado como criada en el palacio de San Severo. Yo no hacía más que decirle que Lionel le echaría una mano si supiera la verdad, pero ella no quería causarle ningún problema. «Tal vez ha conseguido el trabajo de arqueólogo con el que siempre soñó —me dijo en una ocasión, y unos años después—: Quizás ha sentado la cabeza y se ha casado».
—Creo que fue eso lo que le hizo guardar silencio cuando la conocimos. —Me quedé mirando los árboles que se cimbreaban detrás de la cristalera, apenas perceptibles contra el cielo amoratado—. Tenía miedo de que mi madre montara en cólera cuando lo supiera.
—Sí, bueno, tengo entendido que es lo que ha ocurrido. —Luca me observó de un modo que me hizo preguntarme si me parecería más a ella de lo que yo pensaba—. Y también que las vecinas de San Gregorio Armeno han tenido parte de culpa. Tendrías que haber oído las cosas que les gritó Fiore al saberlo; las dejó más tiesas que un candelabro.
—No se diferencia mucho de las intrigas de un harén —comentó Arshad, sentado en la alfombra con la espalda contra mi butaca—. Multiplicad esas habladurías por cien y os haréis una idea de la paz que reinaba en las habitaciones de las concubinas de mi padre.
Luca soltó una carcajada y yo sonreí justo antes de que un relámpago iluminara el estudio como el fogonazo de una cámara fotográfica. Habíamos estado tan abstraídos en nuestra charla que no nos habíamos fijado en que teníamos a la tormenta sobre nosotros. Los primeros truenos no tardaron en sacudir los cristales, y Arshad regresó al exterior para dejar desplegada la capota del Alfa Romeo antes de que pudiera inundarse.
—Si me hubierais avisado de que os quedaríais esta noche, me habría asegurado de pasar un trapo a todo esto —siguió Luca, un poco avergonzado, mientras iba con él al piso de arriba—. Estoy tan acostumbrado a pasarme el día en el estudio que casi no me dejo caer por las demás habitaciones. Fíjate en cómo está todo… —Rozó con una zapatilla un fragmento de estuco desprendido—. Se ha convertido en una casa fantasma.
—¿Y no te parece que ha llegado el momento de hacer algo al respecto? —dejé caer.
—Si te refieres a restaurar el edificio, dudo que ahora mismo pudiera hacer frente a esos gastos. Quizá con lo que me pague el Museo Británico, pero aun así… Habría que llamar a un arquitecto para que redactara un informe, cambiar las cañerías, los suelos…
—No estoy hablando de rehabilitarlo, Luca. Sé que no quieres pensar en ello, pero hace tiempo que esto dejó de ser una vivienda habitable. —Me detuve en el rellano de la buhardilla y me giré hacia él—. Puede que sea hora de que te instales en algún otro lugar.
Esto le dejó tan sorprendido que no supo qué contestarme. Vi cómo se humedecía los labios, repentinamente nervioso, y comprendí que había dado en el clavo: aquella era la razón de ser de todos sus males. «Para él, esto no es sólo Villa Angelica. Es Angelica».
Preferí seguirle hasta la buhardilla en lugar de echar más leña al fuego. La estancia era aún mayor que el estudio de la planta baja, pero resultaba un tanto agobiante debido a la cantidad de objetos inservibles amontonados por todas partes. Varias generaciones de muebles habían sido relegadas allí arriba; había percheros de los que colgaban abrigos apolillados, baúles recubiertos de etiquetas de viaje y docenas de cajas de cartón de las que asomaban miembros de escayola, como en el taller de un imitador de Frankenstein.
—Recuerdo que subí un brasero hace unos años. Debe de estar por aquí… —Luca se agachó para rebuscar entre unas maletas, al lado de un recargado espejo al que se le había empezado a caer el pan de oro—. Ah, estamos de suerte: también hay una bolsa de cisco.
Mientras encendía las brasas y las removía con una badila, me acerqué a la única ventana de la habitación. La lluvia había empezado a arreciar y apenas se veía nada más allá de los cristales, pero aun así me pareció distinguir un travesaño debajo del alféizar.
—Es el enrejado del jardín —dijo Luca, siguiendo mi mirada—. Ahora está infestado por la hiedra, pero en su momento presentaba un aspecto espléndido gracias a las rosas.
—Ya me fijé en él durante nuestra primera visita. —Cuando encendió una lámpara de queroseno y la posó sobre un baúl, el exterior desapareció y lo único que pude observar en el cristal fue mi reflejo—. Muchas gracias por todo, Luca. Estás siendo demasiado amable.
—Es lo mínimo que puedo hacer. Al fin y al cabo, de no haber sido por vosotros, no podría contarlo —contestó, rascándose pensativamente la cabeza—. Aunque me sabe mal por ese muchacho, un príncipe nada menos… ¡Y mira qué clase de alojamiento le ofrezco yo!
—No te preocupes por eso —dije con una sonrisa—. Si le hubieras oído hablar de los huérfanos a los que acogió en su palacio, sabrías que le traen sin cuidado los lujos.
—Pues debe de ser único en su especie. En fin, creo que bajaré para preguntarle si necesita ayuda con el coche. —Tras un segundo de vacilación, me dio unas palmaditas en la cabeza que estuvieron a punto de hacerme reír—. Que duermas bien, niña Lennox.
Había un colchón arrinconado contra la pared de la ventana y, cuando Luca se fue, cogí unas sábanas y una manta para hacer la cama. Encontré también una almohada de lana y la coloqué en la cabecera, y después me quité ante el espejo la blusa, la falda y las medias, junto con mis zapatos de trabilla, y deslicé por mi cabeza un camisón colgado de uno de los percheros. Estaba tan pasado de moda que me daba aspecto de heroína de novela gótica, de esas acosadas por espíritus en una ruinosa mansión heredada de su tío.
«Sólo nos faltaba un fantasma». Mientras me desataba el lazo del pelo y me peinaba los rizos con los dedos, reparé en que había más cajas al pie del espejo, llenas de lo que parecían ser álbumes de fotografías. Divertida ante la idea de encontrar retratos de adolescencia de mi padre y sus amigos, me recogí el camisón y me senté junto al brasero para echarles un vistazo, con el aguacero repiqueteando contra los cristales.
Pero no parecía que aquellas fotografías tuvieran nada que ver con ellos. Los rostros que encontré al abrir el primero de los álbumes pertenecían a una época muy anterior, en la que las mujeres aún llevaban unas faldas tan enormes que apenas podían pasar por las puertas y los caballeros se ocultaban detrás de unas espesas barbas. Fui pasando las páginas poco a poco, algo intimidada ante aquel desfile de completos desconocidos; nadie sonreía, nadie hacía el menor esfuerzo por parecer humano. Los hombres sujetaban las manos de sus esposas como si sólo las hubieran rozado por accidente. Hasta los niños se parecían a autómatas, y la gravedad de sus expresiones los hacía resultar casi siniestros.
Me removí para que el brasero me calentara el otro hombro, devolviendo el álbum a la caja y cogiendo el siguiente. No encontré muchas diferencias con respecto al anterior, pero cuando empezaba a aburrirme me percaté, y sentí un pequeño vuelco en el corazón, de que acababa de tropezarme con un rostro que sí me resultaba familiar. La fotografía debía de tener más de cincuenta años y la tinta sepia se había desteñido en las esquinas, pero aun así pude reconocer los rasgos de una jovencísima Allegra di Sangro.
Sólo que habían desaparecido las quemaduras que ahora los ocultaban. Se la veía tan sonriente y dulce, tan plena en su hermosura de veinteañera, que pude imaginar a la perfección cómo había sido su aspecto cuando mi madre la conoció de niña. Llevaba una estola de piel alrededor del cuello, en el que relucía una sarta de perlas, y el cabello (era claro, puede que incluso rubio) recogido en la nuca en un sedoso amasijo de tirabuzones.
«Estas fotografías no pertenecen a Luca —pensé mientras pasaba la página y me encontraba con un retrato de Scarlatti, cuya sonrisa resultaba aún más desasosegante a los treinta años—. Tuvo que ser su esposa quien las trajo. Puede que… —Observé las prendas colgadas de los percheros, casi todas de mujer, y mi propio camisón—. ¿Y si esta casa pertenecía a Angelica? ¿Será ese el motivo por el que se niega a abandonarla?».
Mis dudas se desvanecieron ante una nueva fotografía de Allegra di Sangro, unos treinta años mayor, aunque con su belleza aún intacta; sostenía en su amplia falda a una niña pálida con trenzas morenas. Aquella imagen me hizo quedarme quieta de repente.
—De modo que esta eras tú, Angelica di Sangro —susurré un segundo antes de que otro trueno retumbara en el exterior, haciéndome dar un salto. En la página de al lado, la fotografía de una Angelica de aproximadamente mi edad me sostuvo la mirada con una seriedad estremecedora. Parecía más pálida, más demacrada, aunque igual de hermosa.
¿Qué había dicho Luca cuando me habló de ella por primera vez? «Siempre fue de naturaleza enfermiza, tan delicada como una flor. Estaba condenado a perderla antes incluso de que nos conociéramos…». Por alguna razón, los ojos de la joven, tan claros que sus pupilas parecían flotar en medio del vacío, acabaron causándome una cierta desazón. Cerré pensativamente el álbum y lo devolví con los demás, pero al rozar las paredes de la caja con las puntas de los dedos descubrí que estaba repleta de pedazos de papel.
Intrigada, saqué uno al azar y vi que tenía algo escrito. No era más que una tira con un puñado de palabras en italiano; «dinero que no significa nada ni para usted ni para mí», traduje en voz baja. Al coger otro de los fragmentos, no encontré más que una frase incompleta: «Soy la persona menos adecuada para aconsejarle, pero». Aun sabiendo que podían ser escritos intrascendentes, seguí rebuscando entre ellos por puro aburrimiento hasta que encontré un fragmento mayor que los anteriores.
devolverme a mi pequeña. No pienso consentirlo, y se lo advierto, Bevilacqua: todavía no sabe lo que soy capaz de hacer para proteger a quienes me importan. No va a arrebatarme lo único que me queda.
Allegra
Aquello me sorprendió tanto que tardé en darme cuenta de que la puerta se había vuelto a abrir. Ni siquiera había reparado en la corriente que me revolvía el pelo.
—Tal vez debería regresar abajo, con Bevilacqua —oí decir. Al volverme vi que Arshad se había detenido en el umbral y me estaba mirando (¿desde hacía cuánto tiempo, unos minutos, un segundo?) de una manera que me hizo ser consciente de lo translúcida que era mi ropa—. Siento haberte interrumpido —siguió diciendo—. Si quieres…
—En absoluto —dije, guardando el trozo de papel en la caja—. ¿Cómo está el coche?
—Calado como un submarino. He tenido que dejarlo bajo una especie de alero, en la trasera de la propiedad; la maleza está demasiado crecida para entrar con él en el jardín.
Dio unos pasos por la buhardilla, contemplando la acumulación de trastos con una gravedad que casi me hizo reír. El thakur de Jaipur, el tigre del Congreso, cohibido ante una extranjera descocada. Era una oportunidad demasiado buena para desaprovecharla.
—Estás tan empapado como si acabaras de salir del mar. —Me incorporé procurando no pisarme el borde del camisón—. Será mejor que te quites eso si no quieres resfriarte.
La expresión de desconcierto con la que él me miró me hizo chasquear la lengua.
—De verdad, señor Singh, a veces es más inglés que el budín de ron con pasas. Le recuerdo que la primera vez que nos vimos no llevaba puestos más que unos pantalones.
—Supongo que tienes razón —contestó Arshad, alzando los brazos a regañadientes para quitarse la túnica—. Aunque me parece que la situación actual es bastante distinta…
—¿Porque ahora nos encontramos en Occidente, cuna de perversión y desenfreno?
—Porque yo estoy medio desnudo, tú llevas algo que no sé cómo se llama, pero deja muy poco a la imaginación —me recoloqué el camisón, ruborizada— y sólo hay una cama. Y no te molestes en sacar el tema: tengo muy claro quién va a dormir en ella.
—No esperaba otra cosa de ti —dije con una sonrisa exasperada antes de sentarme en el colchón—. Pero al menos deja que te seque un poco; eso no escandalizará a ningún dios.
Cogí una toalla y, después de que tomara asiento a mi lado, comencé a frotarle el pelo negro, que chorreaba sobre sus hombros. No me pasó inadvertido que estaba algo más delgado que cuando le conocí, aunque su pecho seguía siendo tan escultural que me alegré de que la penumbra enmascarara mi sonrojo. El contraste entre su piel morena y la mía me pareció una obra de arte, lo más hermoso que había contemplado en la vida.
—¿Qué estabas haciendo antes de que llegara? —preguntó pasados unos segundos.
—Cotillear, no voy a mentirte. —Él soltó un resoplido que bien podría ser una risa mientras le secaba la frente—. Sí, soy peor que las vecinas de Fiore, pero la culpa es de Luca por dejar todos sus álbumes fotográficos por ahí. Con algo tenía que entretenerme.
—¿Álbumes? —Arshad miró la caja situada ante el espejo—. ¿No eran unos papeles?
—También había pedazos de cartas que Luca debió de romper hace tiempo, y creo que me imagino el motivo. Me parece haber deducido que alguien estaba amenazándole.
—Supongo que sería esa anciana aristócrata de la que estuvisteis hablando antes. La que se empeña en decir que tu amigo es responsable de la muerte de aquellas muchachas.
Asentí con la cabeza antes de lanzar la toalla lejos del colchón. Aterrizó sobre un globo terráqueo tan desvencijado que la humedad no empeoraría mucho más su estado.
—Eso es lo que me desconcierta, que Allegra di Sangro es una persona encantadora, una de las mujeres más generosas que he conocido. Por mucho rencor que le guarde a Luca por haberse casado con su sobrina, me resulta imposible imaginármela haciéndole daño a alguien a propósito. —Me eché hacia atrás el pelo, que había empezado a cobrar vida propia nada más desatarme el lazo—. Entiendo que le partiera el corazón no poder estar junto a Angelica cuando murió, pero ya han pasado, ¿cuántos, veinte años desde entonces? Es tiempo más que suficiente para asumir la pérdida de un ser querido.
—Depende de cómo haya sido esa pérdida y de si de verdad era querido. Algunas personas son tan retorcidas que haría falta mucho más que eso para conseguir olvidarlas.
Su tono se había vuelto tan sombrío que no me costó adivinar a quién se estaba refiriendo. Cuando estiró un brazo para apagar la lámpara, nos quedamos sumidos en una penumbra purpúrea, quebrada cada pocos segundos por los relámpagos. Me rodeé las rodillas con los brazos mientras él apoyaba la espalda en la pared, sin perder aquella expresión que me hizo pensar que tal vez había llegado el momento de hablar del tema.
—¿Encontrasteis…, encontrasteis su cuerpo? —pregunté en voz baja—. ¿El de Madhari?
Él tardó tanto en responderme que me pregunté si me habría escuchado.
—No. Narendra hizo que la buscaran por todas partes mientras estaba inconsciente, pero no había rastro de ella en Bhangarh. Me consta que no dejaron ni una piedra sin remover; sin embargo, ninguno de los cadáveres que encontraron era el suyo.
—Tuvo que huir de la ciudad antes del derrumbe, entonces —susurré. Me la imaginé arrastrándose por uno de los corredores, con su precioso sari de color salmón convertido en un sudario sangriento—. ¿No sabéis dónde puede estar? ¿La está buscando la policía?
—Mi sospecha es que ha regresado a Benarés, pero las pesquisas no están siendo tan fáciles de llevar como imaginas. Aparte de Narendra, de Raza y de mí, nadie sabe quién es esa mujer ni lo que estuvo haciendo con el Administrador General de Jaipur. Todo el mundo cree que mi esposa murió en Bhangarh y lo único que queda de ella son cenizas.
Mi rostro debió de mostrar tanto desconcierto que Arshad dejó escapar un suspiro.
—Una de las primeras cosas que hice al despertar del coma fue encargar a Raza que buscara a la auténtica Damayanti a las afueras de Delhi —siguió diciendo—. Mis hombres dieron con sus restos cerca de la carretera, junto con los miembros de la comitiva nupcial que la acompañaba a Jaipur. Hice creer a nuestros súbditos que los habíamos traído de Bhangarh y me aseguré de que fuera incinerada como correspondía, como una princesa.
—Según esa versión, de cara a los demás, eres viudo —dije en voz queda, y él asintió apáticamente—. ¿Por qué no quisiste hacer pública la versión oficial? Sabes que no existe nada deshonroso en tu comportamiento; no podías saber que Madhari era una farsante…
—Pero eso no cambia el hecho de que me haya casado con alguien perteneciente a una casta inferior. Peor aún: con una intocable. No sabes lo que supondría algo así para los Singh. —Arshad sacudió la cabeza—. Mi familia nunca se recuperaría de la vergüenza.
—¿Ese es según vuestra mentalidad el peor pecado que ha cometido Madhari? —dije sin podérmelo creer—. ¿Su crueldad no es nada comparada con la vulgaridad de su sangre?
—Helena, ya sé que esto resulta difícil de entender para alguien que no ha nacido en la India. No estoy tan cegado por el amor a mi tierra como para pretender que todo aquello en lo que creemos sea justo, pero la cuestión es que, para el hinduismo, existen pocas cosas más impuras que lo que yo hice. Si se supiera que el hermano del marajá…
—El hermano del marajá siempre será cien veces mejor que él, por muchos errores que cometa —no pude evitar replicar. Tuve que morderme la lengua para no añadir algo que seguramente le heriría: que muy en el fondo, aun sabiendo la clase de monstruo que era Madhari, podía llegar a entender por qué había hecho todo aquello. Por qué el odio la había cegado tanto como para querer vengarse de los que siempre la habían despreciado.
En lugar de responderme, Arshad apartó la manta para que me metiera en la cama y yo me deslicé entre las sábanas sin dejar de observarle. No era la primera vez que me preguntaba si habría llegado a sentir algo por ella; sabía que no habían pasado más que una noche juntos y también que Madhari era una actriz tan rematadamente buena que Arshad nunca podría haber sospechado lo que escondían sus sonrisas. Era además una belleza, por lo menos antes de que yo le destrozara un ojo… ¿Habría conseguido en esas breves horas que él la deseara tanto como para detestarla aún más por no poder tenerla?
—Volverá —dijo Arshad pasado un minuto. Enderecé la cabeza sobre la almohada de lana demasiado mullida—. Sé que lo hará. Cuando menos lo espere…
—Pero no podrá llegar hasta ti —le contesté—. No ahora que sabes de lo que es capaz.
—Ese es el problema, que sólo hemos atisbado el relámpago. Puede que el trueno sea aún peor de lo que esperamos. —Señaló con el mentón los cristales sacudidos por la tormenta—. Aun así, cuando llegue el momento, le plantaremos cara. Y la venceremos.
Estuve tentada de preguntar a quiénes se refería con ese «nosotros», pero no quería dar la impresión de que sólo me preocupaba por mí misma. Mis dedos se juntaron con los suyos sobre la manta y él me los apretó en silencio sin dejar de observar el cielo.
—«Las nubes vienen flotando a mi vida, pero no para traerme la lluvia y la tormenta, sino para añadir colores a mis atardeceres» —recitó de improviso en un tono más tranquilo.
—Bueno, parece que nos estamos poniendo sentimentales. ¿Eso es de algún poeta?
—Rabindranath Tagore. Un autor bengalí que conocí gracias a mi gurú. —Me miró con una leve sonrisa—. Hasta los guerreros necesitan alguna vez el consuelo de la poesía.
—Suena interesante. —Me acurruqué mejor en la cama, sintiendo que los párpados empezaban a pesarme como si fueran de plomo. Las emociones de aquel día parecían estar pasándome factura—. ¿Podrías recitarme algo más mientras me duermo?
Él se quedó mirando durante unos segundos las vigas del techo antes de susurrar:
Me parece haberte amado de innumerables formas, innumerables veces, de vida en vida, de época en época, por siempre.
Mi corazón hechizado ha hecho una y otra vez un collar de canciones que tomas como un regalo y llevas en torno a tu cuello en tus muchas formas, de vida en vida, de época en época, por siempre…
—No —le interrumpí, haciéndole mirarme—. No me interesa una versión inglesa de Tagore ni tampoco de ti. Quiero conoceros tal como sois. A los dos.
Pese a seguir en la penumbra, me di perfecta cuenta de cómo cambiaba su expresión. Había distinguido matices muy distintos en los ojos de Arshad desde que nos conocimos en su tierra; algunos verdes habían sido retadores, otros más irónicos, unos cuantos (aunque me costara creerlo) parecían hablar de un deseo mudo. Pero nunca me había contemplado de ese modo, con un destello de auténtico cariño en las pupilas.
Cuando empezó a hablarme en su propia lengua, las palabras me envolvieron con una cadencia semejante a la de un arrullo. Pude reconocer unas cuantas (estrella, tiempo, manantial), pero a cada segundo que pasaba el cansancio se apoderaba más de mí, hasta que no quedó a mi alrededor nada más que su voz. Lo último que recuerdo fue el contacto de unas manos que me arropaban en silencio y la caricia de unos dedos recolocándome el cabello antes de que la oscuridad me abrazara, llevándome muy lejos de Villa Angelica.