22
Había estado tan pendiente de mi conversación con Luca que cuando por fin nos despedimos de él eran más de las once y media. Nos dimos prisa en atravesar el jardín, esquivando las pequeñas lagunas que se habían formado sobre el sendero, y en cerrar tras nosotros la verja antes de empezar a rodear la propiedad para dar con el Alfa Romeo. Lo cierto era que su historia me había partido el corazón y,aunque también comprendía a Allegra di Sangro, no dejaba de parecerme deprimente que dos personas tan buenas se encontraran condenadas a no entenderse por culpa de lo que más amaban.
Aunque Luca no me había prohibido contárselo a Arshad, supuse que no le haría demasiada gracia que fuera divulgando por ahí su historia de amor con Angelica. En vez de eso le expliqué mi teoría de que alguien debía de haber estado en la propiedad poco antes de que llegáramos nosotros y posiblemente había sido culpa suya que Luca hubiera tratado de suicidarse. Arshad no encontró nada que objetar, pero cuando añadí que podría haber sido cosa del exmarido de Allegra, se me quedó mirando con una expresión que casi me hizo sentir de nuevo en la India. Uno de los campesinos que trabajaban en los viñedos cercanos se había apoyado en su azada para observarle con la boca entreabierta.
—¿Estás basando tus sospechas en un cenicero de jade y una colilla apagada en el estudio de Bevilacqua? —preguntó con escepticismo—. Eso es demasiado incluso para ti.
—Puedes reírte cuanto quieras, pero estoy segura de que Scarlatti está involucrado en este asunto. Hoy mismo, después de comer, pienso acercarme al palacio de la princesa.
—Pues más vale que recuerdes lo que le prometiste a tu madre. Nada de mencionar ese cuadro que supuestamente le robó; por lo menos, no antes de que lo haya hecho ella.
Asentí de mala gana mientras desembocábamos en la trasera de la propiedad. Allí se encontraba el coche plateado, bajo el alero del que Arshad me había hablado; parecía que la capota había evitado que se mojara demasiado. Tras secar los asientos con un paño que extrajo de la guantera, me abrió la puerta del copiloto y después se sentó al volante.
—¿Y qué piensas hacer con lo de vuestro amigo? —dijo cuando enfilamos el sendero que comunicaba con la carretera—. ¿Vas a contarle a tu padre cómo lo encontramos ayer?
—No lo he pensado…, pero puede que sea mejor no hacerlo. Sé que Luca se moriría de vergüenza si se presentara en Villa Angelica hecho un manojo de nervios.
—Va a ser un día de lo más taciturno, si tenemos que guardar silencio sobre tantas cosas —comentó Arshad, tamborileando con los dedos sobre el volante—. Aunque, en ese caso, deberíamos llevar preparada una buena excusa para nuestra desaparición de anoche.
—Bueno, cualquiera diría que cometimos un crimen. La verdad es que, salvo por el hecho de que me acostara por primera vez con un hombre, no ocurrió nada reprobable…
«Bravo, Helena Lennox —me soltó la exasperada voz de mi madre—. Esa es justo la clase de comentario que a los indios les encanta escuchar de labios de una mujer». No obstante, para mi extrañeza, Arshad no apartó la mirada de la carretera.
—Supongo que tienes razón. Todo fue absolutamente respetable. —Aunque, al cabo de unos segundos, añadió con una sonrisa maliciosa—: Roncas como un tigre de Bengala.
—Pero ¿cómo te atreves? —me escandalicé—. ¡Eso es una mentira como una catedral!
—Lo que tú digas. Me parece un milagro que la casa no se viniera abajo y aún más que Bevilacqua no se marchara a dormir fuera. Ni siquiera los truenos eran tan ruidosos.
—No sé cómo no se le cae la cara de vergüenza al decirme eso, señor Singh. Puede que haga un poco de ruido, pero, como mucho, sería parecido al ronroneo de un gato.
—Al rugido de un tigre rabioso y hambriento. Pero no me mires de ese modo, porque no es ningún insulto. —Y sonrió aún más—. Me encantan los tigres de Bengala.
—Tú sigue poniéndome a prueba y verás que simétricas consigo dejarte las cejas.
Esto le hizo reírse entre dientes mientras comenzábamos a abrirnos camino por los arrabales de Nápoles, entre las fábricas envueltas en la humareda y las casuchas a punto de derrumbarse. Aunque Arshad conducía mejor que mi padre, las retorcidas callejuelas estaban tan abarrotadas que tardamos casi media hora en desembocar en Spaccanapoli.
—Esto es un auténtico laberinto —me quejé cuando comenzamos a ascender por San Gregorio Armeno, teniendo cuidado de no derribar ningún puesto de belenes—. No me explico cómo consigues orientarte en estas calles sin haberlas pisado más que una vez…
—Prueba a conducir por Jaipur en un día de fiesta —me contestó Arshad. Finalmente detuvo el Alfa Romeo debajo del campanario de la iglesia, en una de cuyas ventanas me pareció distinguir a dos sacerdotes que señalaban el coche con mucho interés—. Creo que será mejor que te deje aquí antes de buscar algún sitio en el que aparcar en condiciones.
El desconcierto del campesino con el que nos cruzamos al salir de la villa no era nada en comparación con el de los napolitanos. Casi todos los vendedores de los puestos dejaron lo que estaban haciendo para prestarnos atención y un niño se quedó mirando la túnica adamascada de Arshad con tanta fascinación que ni siquiera se dio cuenta de que se le había escapado el aro con el que jugaba. Pero no fue aquello lo que más me desconcertó, sino el hecho de que él me cogiera de la muñeca antes de que pudiera bajar.
—Me imagino que en cuanto te reúnas con tus padres estarás demasiado ocupada como para encontrar un momento para mí. Aun así, me gustaría recordarte que tenemos una conversación pendiente. Desde antes de que te marcharas de la India, en realidad.
—Creía que ya habíamos hablado anoche —me sorprendí. Arshad descendió del coche, lo rodeó para abrirme la puerta y me ayudó a bajar tendiéndome una mano—. Cierto que no tocamos los temas más divertidos del mundo, pero el poema de Tagore me pareció…
—Sabes de sobra a qué me refiero, Helena. No trates de hacerte la despistada.
Parecía considerar divertido el rubor que empezaba a extenderse por mi cara. Me di cuenta de la cantidad de curiosos que seguían mirándonos; «un re moro», oí murmurar a dos vecinas atónitas, aunque no pude explicarles que ni era rey ni era moro.
—Puedes venir esta noche a mi habitación, cuando todos se hayan ido a la cama. Es la que está situada al final del pasillo del segundo piso. A menos, por supuesto —añadí con una repentina coquetería—, que tu incorruptible moral encuentre algún impedimento.
—Ninguno en absoluto. Como tú misma has dicho, ya nos hemos acostado, así que…
Regresó al coche y arrancó sin perder su misteriosa sonrisa, y sólo cuando dobló la esquina de San Gregorio Armeno me atreví a gritar «¡sí!» con todas mis fuerzas, alzando ambos puños. Las miradas perplejas de los vecinos me hicieron regresar al mundo real.
—¿Qué pasa con ustedes, no tienen nada mejor de lo que ocuparse? —Como no me contestaron, me puse en camino hacia la pensión de Fiore con la cara doliéndome de tanto sonreír y mi estómago bailando por un motivo que por una vez no era el hambre.
Todavía me costaba creer que pudiera ser cierto…, que fuera a suceder lo que tanto había deseado durante medio año. Estaba tan nerviosa que no podía ver ni dónde ponía los pies, de modo que seguramente no habría reparado en ellos dos si no me hubieran llamado con un «¡Eh, Helena, estamos aquí!» gritado a pleno pulmón.
Me detuve en seco a pocos pasos de la pensión. Sentados a una de las mesas de la terraza de enfrente, mi padre y Santino saludaban alegremente mientras un camarero, apoyado en una fregona en la puerta de la tasca, los observaba con el entrecejo fruncido.
—Siéntate y toma algo con nosotros —bramó mi padre, arrimando ruidosamente un taburete de la mesa contigua para mí—. ¡Has aparecido justo cuando estamos en lo mejor!
—Ya lo veo —contesté sin poder ocultar mi asombro—. Parecéis de lo más animados.
La superficie de la mesa estaba cubierta de cercos pegajosos de cerveza. Había tal cantidad de jarras que no entendía cómo no las tiraban al suelo, ni tampoco cómo les había dado tiempo a beber tanto antes del mediodía. Supuse que era la razón por la que mi padre aún no había empezado a hacer preguntas sobre dónde había pasado la noche.
—Estamos pasándonoslo en grande papá y yo. —Santino sonrió con las mejillas tan rojas como las de una pastorcilla tirolesa—. Estamos recuperando todo el tiempo perdido.
—Si eso implicaba beberos treinta años de cervezas, lo estáis haciendo fenomenal.
—No te dejes engañar por esa cara larga —exclamó mi padre—. Ahí donde la ves, sería capaz de tumbarnos a los dos en una competición si su madre no estuviera mirándonos.
—Es curioso que te acuerdes de ella ahora. —Le quité la jarra que me había tendido para dejarla fuera de su alcance—. ¿No sabes dónde puede haberse metido?
—Se marchó muy temprano. Se fue al palacio de los San Severo, cómo no…, con su adorada mejor amiga, Assengra di Lagro…, Agressa di Grasso…, como quiera que se llame.
Aquello me sorprendió. Había estado tan pendiente de Ar-shad y de mí que no me había parado a pensar en cómo les irían las cosas, aunque no pintaban muy bien.
—Ahora estarán criticando mano a mano a sus estúpidos maridos. Supongo que en el fondo tienen mucho en común. ¿Crees que Scarlatti también habrá dejado hijos por ahí?
—Papá, no empieces. Sabes que todo esto está resultando bastante difícil para ella.
—Siempre supe que no estaba a su altura. —Su mano tembló tanto al coger otra de las jarras que derramó parte de la cerveza—. Que en algún momento se daría cuenta de que había sido un error casarse conmigo. Ella necesita cosas que no sé cómo darle, de esas que os gustan a las mujeres, cosas como ramos de rosas, noches en la ópera, brillantes…
—A mí no me gusta nada de eso. Y la última vez que lo comprobé, era una mujer.
—Sí, bueno, se supone que has salido a mí. Los dos tenemos la…, ¿cómo lo llamó tu madre? ¿La sensibilidad de una piedra para afilar cuchillos? —Se llevó la jarra a la boca y dio un largo trago, inclinando la cabeza—. Si ella lo dice, será verdad, de manera que me quedaré aquí hasta la hora de comer. Así tendrá un buen motivo para no querer saber más de mí.
—Santo Dios, lo que tengo que escuchar. —Con un suspiro de fastidio, lo agarré por debajo de un brazo para incorporarle—. ¡Lo que mamá necesita de verdad eres tú, pero no en este estado! Más vale que arreglemos esto antes de que aparezca. Santino, ayúdame.
—A mí no me parece que sean de mujer —dijo mi hermano, observando las manos que había apoyado en la mesa—. Helena, mira mis manos. ¿Te parece que son de mujer?
—Me parece que nunca había tenido tantas ganas de abofetear a alguien. ¡Ahora haz el maldito favor de agarrar a papá del otro brazo si no quieres que me enfade de verdad!
Esto pareció hacerle entrar en razón, aunque estaba tan borracho que fue más un estorbo que otra cosa. Entre los dos arrastramos a mi padre a la pensión, en cuyo patio encontramos a Fiore barriendo la escalera. Casi se le cayó la escoba al vernos aparecer.
—Pero ¿qué diantres significa esto? ¿No iréis a decirme que estáis…? —Se puso de puntillas para olisquear a su hijo, enrojeciendo de furia—. ¡Borrachos como cubas, los dos!
—Parece que son tal para cual —repuse yo. «¡Quita de ahí!», le soltó Fiore a Santino dándole una colleja, y después se pasó el otro brazo de mi padre sobre los hombros para conducirlo hasta la salita—. Me temo que tus aspirinas no servirán de gran cosa esta vez.
—A estos dos los voy a espabilar a guantazos. Como si no me hubieran hecho pasar bastante vergüenza estos días… ¿Qué queríais, convertirme en el hazmerreír del barrio?
—Fiore, tendría que haberme casado contigo. Me habrías hecho la vida más fácil.
—Si no cierras la boca, Lionel, haré que te tragues esa escoba. No estoy de humor para que me vengas con tomaduras de pelo. ¡Tu esposa debe de ser una auténtica santa!
Cuando llegamos al rellano del primer piso, Fiore empujó la puerta con la cadera y me hizo un gesto para que la siguiera. Santino canturreaba a mis espaldas, ajeno a todo.
—Lo digo en serio —insistió mi padre cuando lo dejamos caer en una de las butacas de la salita—. No nos habría ido mal… Tú nunca has sido una señorita empingorotada y seguro que no me harías comportarme como uno de esos pardillos de pelo engominado…
—Lionel, escúchame con atención, porque no pienso repetírtelo. —Fiore acercó una silla para sentarse a su lado, cogiéndole de la mano—. Sabes que siempre te tendré mucho cariño, pero serías el último hombre del mundo con el que querría tener una aventura.
—¿Qué quieres decir con eso? —se asombró él—. ¿Es que no nos lo pasábamos bien?
—Cuando teníamos quince años, Lionel. Cuando los dos éramos unos críos. Hemos cambiado muchísimo y nos han pasado demasiadas cosas y, aunque esta cabezota tuya esté llena de serrín —le dio una palmada en la frente—, resulta que has podido encontrar a alguien para quien ese serrín es importante. Yo no he tenido ni la mitad de suerte que tú.
Lo dijo de un modo tan franco que incluso yo arqueé las cejas. Mi padre abrió y cerró la boca varias veces, pero no supo qué contestar. Fiore soltó un profundo suspiro.
—Escucha, nadie ha dicho que fuera fácil. No sé nada sobre esa clase de amor, pero sí puedo reconocer cuándo es auténtico… y lo que vosotros tenéis es demasiado valioso para que lo arruine el orgullo. Sé que tu Dora sería capaz de hacer cualquier cosa por ti.
—Me dijo que se pondría delante de un obús para protegerme —dijo mi padre en voz muy baja. Tenía la mirada perdida—. La verdad es que cuando está furiosa…, cuando saca una pistola, te apunta al corazón y te fulmina con la mirada, está preciosa. —Esbozó una sonrisa, primero titubeante y después tierna—. Mortífera y preciosa.
—Bueno, no es exactamente lo que esperaba que dijeras, pero supongo que menos da una piedra. —Con otro suspiro, Fiore se puso en pie—. Será mejor dejar solos a este par de impresentables, cariño. Ya hablaremos cuando se os haya evaporado toda la cerveza.
Salimos de la habitación y Fiore entornó la puerta, sacudiendo la cabeza con hastío.
—Parece que mi pobre hijo ha encontrado la horma de su zapato. Le va a costar lo suyo despedirse de tu padre cuando os marchéis… Por cierto, ahora que me acuerdo —me lanzó una mirada perspicaz—, ayer por la mañana se presentó un amigo tuyo preguntando por ti. Lo que suele llamarse un buen mozo, moreno y con los ojos verdes, altísimo…
—Ya lo sé; fue a buscarme a Roma poco después. Ahora mismo está aparcando el coche. Pero no —tuve que añadir ante su sonrisita—, no es mi novio. Otra igual que Luca.
—¿Luca lo conoce? —Se detuvo en el rellano, sorprendida—. ¿Habéis estado con él?
—Pasamos la noche en Villa Angelica. Fuimos a hacerle una visita y nos pareció que estaba… —Dudé un momento—. Bueno, un poco deprimido por lo que está ocurriendo. Y eso me recuerda que hay algo que quiero contarte antes de que te enteres por casualidad.
—Tú dirás —me respondió Fiore, agachándose para regar los geranios con una jarra.
—Le he pedido que suba esta noche a mi habitación. —Eso le hizo volverse hacia mí con los ojos muy abiertos—. Ya sé que podríamos hacerlo a escondidas, pero siempre has sido muy comprensiva conmigo y no me gustaría que pensaras que nos aprovechamos de tu hospitalidad. Sólo queremos poder hablar con calma, sin que nadie nos interrumpa…
Pero mientras decía esto, mi cerebro había empezado a hacer de las suyas: me vi a mí misma en el dormitorio con Arshad, a él acercándose poco a poco a mí, con aquel brillo en la mirada que siempre me hacía perder los papeles, antes de inclinarse sobre mi boca…
—Por supuesto —me contestó Fiore, muy seria—. Sólo hablar, nada más que eso. Cosa que podríais hacer a la perfección en la salita, conmigo como carabina mientras plancho.
—Ni hablar —me apresuré a responder—. Me ha dicho que tenemos una conversación pendiente y te doy mi palabra de que no ocurrirá nada más. Él es todo un caballero y…
Pero para entonces el Arshad de mi mente me había cogido en brazos para llevarme hasta la cama y me estaba acariciando de una manera que, aun siendo una escéptica, no tardaría en hacerme creer en Shiva, Vishnú, Kali y todos los dioses que él quisiera. Me sentía tan acalorada que tardé unos segundos en oír lo que Fiore estaba diciendo:
—¿… desde la India sin una buena razón? No es que tu padre me haya contado gran cosa sobre lo que sucedió allí, pero no se me ocurren muchos motivos para que alguien como él, miembro de la familia real y todo eso, haya cruzado el Mediterráneo detrás de ti.
—Ah… —Las imágenes del dormitorio se desvanecieron, sustituidas por el resplandor de la Estrella de Bhangarh—. Bueno, ahora que lo dices…, aún hay algunas cuentas pendientes entre nosotros dos, así que no debería hacerme demasiadas ilusiones.
La sensación de estar comportándome como una estúpida me hizo enrojecer; ¿en qué momento me había olvidado de lo que le había conducido hasta allí? «Creo que te llevaste algo importante de la India —me había dicho el día anterior—, algo que me pertenece». Mi decepción debió de resultar tan palpable que Fiore me agarró una mano.
—Escucha, Helena —me dijo en voz más queda—. Aunque no sea tu madre, aunque no tenga ningún derecho a hablarte así…, ve con mucho cuidado esta noche, ¿de acuerdo?
—Ya te he prometido que no haremos nada aparte de hablar —contesté cada vez más ruborizada—. ¿Tan desvergonzada te parezco por querer subir a un hombre a mi cuarto?
—Claro que no, cariño, pero la última vez que yo hice eso, me topé con una sorpresa bastante incómoda en brazos a los nueve meses. —Me acarició con una mano encallecida la mejilla derecha, que a esas alturas ardía como un carbón al rojo vivo—. Y sé lo que se siente cuando te señala un barrio entero con el dedo. No merece la pena que por un instante de abandono, por mucho que ambos lo deseéis, arruines tu vida para siempre.
Y con una última palmadita en la cara, se apartó de mí diciendo algo sobre unos recados que quería encargarle a Barbara y su prodigiosa capacidad para desaparecer cuando sabía que la iba a necesitar. Sus palabras me habían dejado tan confundida que no supe qué contestar, de modo que me quedé en la escalera observando los geranios como una idiota y preguntándome cómo podía dar tantas vueltas lo que tenía en el estómago.
No es que yo supiera gran cosa sobre los besos, y eso era lo que más ansiosa me hacía sentirme. Mis escasas experiencias no habían sido un éxito; cada vez que me acordaba de aquel sobrino de Howard Carter, con sus rizos rubios y su piel del color de la leche, me preguntaba en qué demonios había estado pensando. «No ha estado mal», me había dicho con una sonrisa insegura después de apretar sus labios contra los míos durante tres segundos contados, en los jardines del Shepheard’s de El Cairo. «No —había replicado yo—, ha estado peor», y me había marchado para seguir con la traducción del Libro de los Muertos que tenía entre manos por entonces. Desde luego, aquello me había quitado las ganas de tontear con nadie, pero en ese momento me asaltó el pánico a que si Arshad me besaba, si ocurría lo que tanto deseaba, me sintiera igual.
«Ni hablar, eso es imposible —me obligué a pensar mientras descendía un par de peldaños—. Que no haya funcionado con alguien por quien no sentía nada no quiere decir que sea siempre así. Cada vez que me toca se me eriza la piel. ¿Cómo será estar por fin en sus brazos, como si fuera…? —Pero de nuevo me detuve, esta vez con un nudo muy distinto en el estómago—. Como si fuera Madhari. Como si él pudiera ser mío».
Me pasé una mano por la frente; era increíble que no se me hubiera ocurrido pensar en eso. Arshad no podía habérmelo dejado más claro la noche anterior al hablarme de lo estricto que era el sistema de castas. Si los Singh no podían perdonarle que se hubiera casado con una intocable, ¿en qué situación me dejaría eso si ocurría algo entre nosotros? ¿Qué pasaría a ser yo, una conquista de piel blanca como la de Devraj, un simple trofeo por el que los marajás le darían una palmada de admiración en el hombro?
Tuve que recordarme que aquello no tenía por qué suceder. Arshad había dejado claro que quería establecerse en Occidente, aunque no había mencionado hasta cuándo duraría su estancia. «Deja de hacerte mala sangre por eso —me reñí a mí misma—. ¡Has estado destrozada todo este tiempo pensando que podía haber muerto! ¿Qué más da lo que ocurra a partir de ahora mientras él esté con vida?». Aquello me devolvió algo de la serenidad que había perdido, y me disponía a reunirme con Fiore para echarle una mano con lo que fuera que quisiera encargarle a Barbara cuando vi algo desconcertante.
Había un bulto blanco tendido en el suelo del patio, apenas visible detrás del pozo de piedra. Por un momento, el color de la tela me hizo pensar que podía ser una sábana que Fiore hubiera olvidado recoger de las cuerdas, pero cuando di unos pasos hacia allí me percaté de que se trataba de un anciano.
—¿Raza? —Tras unos segundos de perplejidad, eché a correr hacia él. Ahogué una exclamación al darme cuenta de que se encontraba inconsciente; tenía los ojos cerrados, aunque sus párpados temblaban—. ¡Raza, no! —lo llamé horrorizada—. ¿Qué le ha pasado?
Mi espanto no hizo más que crecer ante la visión de la herida que despuntaba en su frente, una hendidura sangrienta que había manchado de amapolas su túnica. Era la primera vez que lo veía sin su turbante y me sorprendió que estuviera totalmente calvo.
—¡Fiore! —empecé a llamarla a gritos, sujetando al anciano—. ¡Fiore, por favor, ven!
—¿Qué ha ocurrido? —La mujer regresó al patio con la cara descompuesta y unos paños de cocina entre las manos que dejó caer al vernos—. ¡Virgen Santa! ¡Señor Raza…!
—Ha debido de desmayarse —seguí diciendo—. Trae unas vendas o lo que sea que…
Pero no hizo falta que terminara; Fiore ya había echado a correr escaleras arriba y desaparecido en unos segundos. Palpé con la mano el pecho de Raza, pero su corazón parecía latir a un ritmo normal y su respiración tampoco estaba demasiado alterada.
—¿Kya…? —Sus labios se agitaron un momento, y unas oscuras rendijas aparecieron entre sus párpados—. ¿Memsahib? —siguió diciendo, sorprendido—. ¿Es usted?
—Tranquilo, Raza, no pasa nada —le susurré—. Sólo ha sido un accidente, un simple desmayo. Enseguida lo llevaremos arriba y la señorita Salvi hará venir a un médico.
—He encontrado unas gasas y algo de desinfectante en el botiquín. —Fiore se había dado tanta prisa en regresar que parecía haber volado—. No me gusta el aspecto que tiene esa herida, pero por ahora lo único que podemos hacer es intentar detener la hemorragia.
Dio unos toquecitos en la frente de Raza con un algodón empapado, que se tiñó de rojo tan rápido que tuve que alargarle otro. Mientras tanto, el anciano no dejaba de mirar a su alrededor, observando las plantas de la escalera, la ropa tendida y el brocal del pozo.
—¿No recuerda nada de lo que ocurrió? —quise saber, y él negó con la cabeza—. Ha tenido que golpearse con el pozo. Fíjate en eso, Fiore. —Señalé con la cabeza—. Es sangre.
—Tienes razón. —Ambas nos quedamos mirando la mancha que resaltaba sobre el brocal—. Dios mío, puede que no secara bien el suelo. Quizá resbaló en un charco de agua.
—Lo único que importa ahora es que se recupere —contesté—. Arshad debe de estar a punto de llegar. Podemos decirle que vaya a avisar a un médico para que lo examine y…
No llegué a acabar la frase. Me había incorporado mientras Fiore seguía curándole la herida a Raza y, al dejar los algodones sobre el brocal del pozo, había creído distinguir algo pálido en su interior. Me incliné un poco más sobre el borde, entornando los ojos.
—Fiore —volví a decir, esta vez con auténtico miedo en la voz—. ¿Tienes una linterna?
El rato que tardó en regresar se me hizo eterno, pero no sirvió precisamente para tranquilizarme. Tampoco lo hizo la expresión alarmada con la que me miró antes de que apuntara hacia el fondo del pozo con la linterna ni el alarido que dejó escapar cuando el haz de luz, después de girar de un lado a otro, se detuvo sobre la forma que había en el fondo. Barbara flotaba sobre el agua negra como una Ofelia con delantal de cocina, pero sus ojos no nos devolvieron la mirada; tenía el espanto congelado en la cara, los brazos extendidos a ambos lados y en la mano derecha, el extremo del turbante blanco de Raza.