25

Recuerdo los días que siguieron a aquello como una confusa nebulosa en la que ninguno de los dos fue capaz de pensar en nada que no tuviera que ver con Raza. Dio igual lo mucho que le supliqué al agente Crossi que nos dejara verle: la única persona a la que permitieron acceder al calabozo fue el señor Palkhivala, el cónsul honorario al que Arshad había conseguido implicar tanto en el asunto que parecía haberse tomado la liberación de Raza como una cuestión personal. Según nos explicó antes de separarnos delante de la Prefectura de Policía, lo había encontrado más sereno de lo que cabría esperar y su herida no presentaba mal aspecto, aunque no pareció que a Arshad le tranquilizara demasiado aquello. No tardé en darme cuenta, mientras regresábamos aquella tarde a la pensión, de que la absoluta confianza de Raza en su señor era lo que más angustiaba a este. Parecía incapaz de soportar la idea de no estar a la altura de la situación o que el anciano pudiera pensar que había decidido desentenderse del asunto tanto como el marajá.

—Si a mí me parecéis tan distintos como la noche y el día, a alguien que os conoce desde que nacisteis ni se le pasaría por la cabeza algo así —le aseguré debajo del enorme paraguas que nos había prestado Santino. Seguía lloviendo tanto que apenas se veía a nadie por la calle, salvo algunos mendigos acurrucados en un portal y unas palomas que picoteaban entre los adoquines de Via Benedetto Croce—. Quién sabe, puede que Devraj se lo haya pensado mejor durante estos días y esté más dispuesto a echaros una mano…

—Devraj sólo haría eso ahora mismo con su amante, y no para ayudarla —replicó Arshad sin apartar los ojos del suelo encharcado—. No te molestes en pensar en él; nos ha dejado claro que Raza le importa menos que uno de sus perros.

—Eso es lo que más me desconcierta. Cuando estabas en coma, pude hablar mucho con él y siempre me pareció tan noble, tan encantador… ¿Cómo puede despreciarle así?

No hizo falta que Arshad me respondiera; mis escasos conocimientos acerca del sistema de castas lo hicieron por él. Tras guardar silencio durante un rato, siguió diciendo:

—He estado acordándome durante los últimos días de algo que me dijo Raza cuando era más joven. Debía de tener tu edad y estaba asistiendo con Devraj, Narendra y una docena de cortesanos del Hawa Mahal a una cacería de tigres de Bengala en las colinas de Aravali, una de esas actividades con las que mi padre quería agasajar a los huéspedes ingleses de turno. Nunca antes había acabado con una de esas bestias yo solo. —Arshad me miró de reojo, como para comprobar si me escandalizaba—. Supongo que el orgullo y la excitación se me habían subido a la cabeza, tanto como para atreverme a seguir las huellas del animal hasta su madriguera. Encontré dos cachorros acurrucados en ella; no debían de tener ni tres meses. Tardé unos segundos en percatarme de que lo que me había hecho detenerme, a punto de hacer con ellos lo mismo que con su madre, era una mano posada en uno de mis hombros. Raza era el único de nuestros sirvientes que me había seguido hasta allí. «Ya habéis demostrado que sois un hombre, mi señor», me dijo en un susurro. «Demostradnos ahora que también podéis ser un hombre compasivo».

—Mi padre suele decir que los mejores maestros no siempre son los que usan una pizarra —contesté, algo conmovida en mi fuero interno—. ¿Qué hiciste con los cachorros?

—Me los llevé al Hawa Mahal para criarlos hasta que crecieran y un año más tarde los devolví a las colinas. Lo cual resultó aún más duro porque para entonces me había encariñado con ellos. —En sus labios apareció la sombra de una sonrisa—. Creo recordar que Devraj se lo pasó en grande hablándole a todo el mundo de «los gatitos de su hermano».

—Es que los tigres somos encantadores, incluso cuando roncamos —le contesté con un rencor que le hizo sonreír más, aunque fuera a regañadientes. Tampoco hizo nada por alejarse cuando me agarré al brazo con el que sujetaba el paraguas para que la lluvia no me mojara el hombro derecho—. Escucha, ¿te apetecería visitar el palacio de San Severo?

—La verdad es que ahora no me siento con ánimos para hacer turismo —se disculpó.

—No, no me refiero a eso. Allegra di Sangro vive justo ahí —señalé el inmueble que acababa de aparecer entre la lluvia, al otro lado de la Piazza Domenico Maggiore—, y con todo lo que ha ocurrido estos días no hemos vuelto a saber de ella. Podríamos pasarnos a saludarla antes de ir a la pensión; ya sabes que no hay mucho de lo que ocuparse allí.

Arshad se limitó a encogerse de hombros, pero estaba tan decidida a distraerle que no me preocupó su escaso entusiasmo. Fuimos esquivando las pequeñas lagunas abiertas en el empedrado antes de doblar la esquina de la callejuela de servicio, en cuya entrada tuvimos que esperar a que saliera un muchacho para poder pasar con el paraguas abierto.

Me sorprendió que presentara mucho mejor aspecto que antes. La policía debía de haber mandado retirar los montones de desperdicios para llevar a cabo su investigación, y lo único que quedaba en el rincón en el que habíamos encontrado a Maria Grazia eran unos cubos de basura y media docena de ramos de flores que empezaban a marchitarse.

—Qué hatajo de buitres —murmuré, señalándoselos a Arshad—. Il Mattino publicó la semana pasada una fotografía de esas mismas flores. No me extrañaría que hubieran sido colocadas ahí por los propios reporteros, para conmover aún más a sus lectores.

—En mi tierra solemos decir que un ciego nunca verá nada aunque le pongan una lámpara en la mano —contestó él—. Algunas personas están tan convencidas de que sus intereses son los correctos que no merece la pena tratar de hacerles cambiar de opinión.

—Supongo que tienes razón, pero aun así… —Me obligué a apartar los ojos de unas azucenas que me recordaron a las que había colocado sobre la lápida de Maria Grazia. Su lápida sospechosamente resquebrajada—. Parece que el mayordomo no ha cerrado con llave —continué, apoyándome en la puerta de servicio—. Vamos, sígueme.

—¿Estás segura de que esto es correcto? —titubeó Arshad mientras volvía a cerrarla detrás de nosotros—. ¿No deberíamos llamar a la puerta principal para no parecer unos intrusos?

—Por eso no te preocupes; Allegra estará encantada de tenernos aquí. Creo que se siente muy sola en una casa tan enorme, incluso ahora que puede contar con mi madre.

Estaba a punto de darme la vuelta cuando me fijé en que Fabrizio había dejado su manojo de llaves colgando de la cerradura. Me extrañó que alguien tan meticuloso como él se olvidara de algo así, pero me las guardé en el bolsillo para poder dárselas más tarde.

—Es el segundo palacio italiano que visitas, ¿verdad? —pregunté cuando Arshad, después de atravesar las habitaciones de servicio, se detuvo para observar los frescos de las Cuatro Estaciones del piano nobile—. No se parece mucho a la decoración de tu mahal.

—Es diferente —admitió él, arrugando el entrecejo—. Lo que no acabo de entender es por qué seguís representando a unas divinidades en las que dejasteis de creer hace siglos.

—Mi tío Oliver te diría que la sombra de Roma es alargada. —La puerta del salón se hallaba entornada y una música conocida salía a darnos la bienvenida—. Tchaikovsky —dije, dirigiéndome hacia allí—. Mi madre también ha venido.

«Pero más me vale convencerla de que regrese con nosotros —pensé, empujando la puerta— o papá acabará presentándose aquí para decirle cuatro cosas a Allegra». La chimenea, como había imaginado, seguía apagada y aquello me hizo ser consciente de lo empapados que estábamos. Mientras apoyaba el chorreante paraguas en la puerta, Arshad se quedó mirando las hileras de cuadros que ascendían hasta el techo.

—No sabía que vuestra amiga tuviera un museo en su casa —comentó. Cuando iba a dar un paso adelante, le detuve poniéndole una mano en el pecho—. ¿Qué ocurre ahora?

—Espera —susurré sin poder apartar los ojos de los divanes colocados delante de la chimenea. Acababa de distinguir algo que me había helado la sangre…, algo demasiado parecido a lo que habíamos encontrado mi madre y yo en aquella callejuela.

Una mano resbalaba sobre el extremo de un diván. Una mano morena que habría reconocido en cualquier parte, en un ángulo extraño para alguien que estuviera sentado.

—¿Mamá…? —Cuando rodeé el diván, la encontré tendida sobre el terciopelo, aunque no parecía dormir—. ¡Mamá! —grité arrodillándome a su lado—. ¿Qué te pasa? ¿Qué has…?

Mi cuerpo había reaccionado antes que mi cerebro; de repente la había rodeado con los brazos y había empezado a sacudirla para hacer que se despertara, aunque lo único que pude arrancarle fue un quejido. Parecía una marioneta abandonada por un titiritero.

—¡Arshad, algo grave está ocurriéndole! —grité—. ¡Nunca la había visto así!

—Hazte a un lado, deprisa. —También él se dejó caer ante el diván, apartándole a mi madre el collar de amatistas para poder inspeccionar su garganta—. Tiene pulso —me dijo tras unos segundos que se me hicieron eternos—. Aunque mucho más débil de lo normal.

—Dios mío —conseguí responder, apoyando un pulgar donde él me indicaba. Estaba en lo cierto, aunque había visto a mariposas aletear con más energía—. ¿Crees que puede estar sufriendo una bajada de tensión? O algo mucho peor…, ¿una parada cardíaca o…?

Ni siquiera me atrevía a reconocer ante mí misma qué era lo que más había temido observar al acercarme a ella: las marcas rojizas de cinco dedos alrededor de su garganta.

—Seguramente se trate de un simple desmayo —me aseguró Arshad, aunque no me pasó inadvertida la inquietud con la que seguía observándola. Las ondas al agua de mi madre, siempre impecablemente peinadas, se encontraban salpicadas de perlas de sudor.

—¿Helena…? —Casi perdí el equilibrio al darme la vuelta, sobresaltada por una voz que no esperaba escuchar. Me quedé estupefacta al encontrar a la princesa en el diván de enfrente; era tan menuda que ni siquiera la habíamos visto—. Cielos, debo de haberme quedado traspuesta —siguió diciendo a media voz—. Ni siquiera te he oído llegar…

—¿Es que usted también ha perdido el conocimiento? —dije cada vez más perpleja.

—¿El conocimiento? ¿De qué estás…? —Pero de pronto reparó en el cuerpo inerte de mi madre y su rostro pareció perder la poca sangre que le quedaba—. ¡Virgen santa…!

—Está volviendo en sí —nos advirtió Arshad. Casi se me escapó un gemido cuando los párpados de ella, tras temblar durante unos segundos, se entreabrieron poco a poco.

—¿Hele…? —creo que trató de decirme, aunque a duras penas podíamos entenderla.

—¿Cómo te sientes, mamá? —pregunté ansiosamente mientras me sentaba a su lado, ayudándola a apoyar la cabeza en mi regazo. Su pulso parecía ahora algo más constante.

—Como si llevara una semana sin pegar ojo, pero no comprendo… —Dejó vagar la mirada a su alrededor, pasando poco a poco de mí a Arshad hasta acabar deteniéndose en la princesa—. Allegra —añadió en un susurro—. No sé qué ha pasado. ¿Me he dormido?

—Más bien han sido otros los que la han obligado a hacerlo —contestó Arshad con los ojos clavados en el suelo, entre los dos divanes—, tanto a usted como a su anfitriona.

Hasta que no seguí la dirección de su mirada no entendí a qué se refería. La taza de mi madre debía de haber resbalado de sus dedos, derramando un charco de café sobre los complicados arabescos de la alfombra. La princesa dejó escapar un pequeño grito antes de observar su propia taza, colocada sobre la mesa baja al lado de una bandeja de pastas.

—¿Qué está…, qué está insinuando? ¿Alguien ha intentado envenenarnos?

—Será mejor que no toque eso —advirtió Arshad cuando la anciana estiró una mano para recuperar su taza—. Me temo que han debido de echarles alguna droga en la bebida.

—Pero eso es imposible, es el mismo café que tomo cada tarde… ¡Fabrizio lo subió directamente de la cocina y yo misma lo preparé antes de que llegara la señora Lennox!

—¿Y no sintieron nada extraño cuando empezaron a beberlo? ¿Mareos, debilidad…?

—No me acuerdo de nada —murmuró mi madre mientras yo seguía controlando su pulso con el pulgar—. Creo que estábamos hablando de la sobrina de Allegra… Me había contado algo que Angelica había hecho cuando era una niña, pero después…, después…

Trató de enderezar la cabeza sobre mi falda, pero aún parecía demasiado débil para cambiar de postura. La angustia que me había invadido comenzó a convertirse en rabia.

—Siento decir que no hay muchas más opciones: esto no ha sido un accidente. —Aquello desasosegó aún más a la anciana, haciéndole mirar a Arshad con repentina inquietud—. Sé que no es el mejor momento para las presentaciones, pero este es el amigo del que le hablé hace unos días, Allegra… el thakur de Jaipur, Arshad Singh.

—Ah… —No fue necesario que añadiera nada más; supe que había entendido lo que aquello significaba—. Me alegro mucho de que hayáis conseguido recuperaros de vuestra postración. ¿No seréis pariente de Devraj Singh, el marajá que según los periódicos…?

—Tengo el dudoso placer de compartir sangre con su alteza —se limitó a contestar él.

Acababa de decirlo cuando observé algo a sus espaldas que me hizo abrir los ojos de par en par. El mayordomo de la princesa se había detenido detrás de Arshad con un candelabro en las manos temblorosas. Debíamos de haberle atraído con nuestras voces y, al encontrar a su señora medio desfallecida ante un extraño, se había temido lo peor.

—Fabrizio, ¿qué cree que está haciendo? —Cuando se giró hacia mí, me di cuenta de que no me había visto—. ¿De verdad pretende plantar cara así al asesino de Spaccanapoli?

—No sabía que usted también estuviera aquí, señorita Lennox. —Los ojos azules del mayordomo oscilaron nerviosamente entre nosotros dos—. Temí que este joven fuera a…

—Ha venido conmigo; me ha acompañado para conocer a la princesa. ¡Pero entre lo que ha ocurrido con los cafés y ese candelabro, no creo que se lleve la mejor impresión!

—Espero, Fabrizio, que no hagas caso a esas majaderías que cuentan los periódicos sobre un asesino indio —se escandalizó Allegra—. ¡Bien sabemos tú y yo de quién se trata!

—No tiene nada que ver con el color de piel de este joven, mi señora —se defendió el anciano, algo abochornado—. He debido de confundirlo con otra persona a la que he visto cruzar el patio desde el segundo piso, aunque no se detuvo cuando le llamé. Era un hombre de edad parecida a la suya, también con el pelo largo y moreno, muy bronceado…

—Un momento… —le interrumpí poniéndome el pie—. ¿Llevaba una camisa oscura?

—Eso creo. —Fabrizio me miró con extrañeza—. Nunca antes lo había visto ni tengo la menor idea de por dónde pudo entrar. Cuando le ordené detenerse, echó a correr y lo perdí de vista y, por mucho que he buscado en todas las habitaciones, no he dado con él.

—Porque puso pies en polvorosa en cuanto lo descubrieron. Arshad y yo nos hemos cruzado ahora mismo en la callejuela con un hombre idéntico al que está describiendo.

A Fabrizio se le abrió la boca, aunque no supo qué decir. Allegra soltó un gemido.

—¿De manera que un extraño se ha colado en mi casa para envenenarme?

—Probablemente lo único que quería era robar —trató de tranquilizarla Arshad. La princesa parecía tan aterrorizada que no me atreví a añadir que había sido un despiste de Fabrizio con las llaves lo que había causado aquel desaguisado—. A menos que cuente con enemigos declarados, dudo que alguien pueda estar tan interesado en acabar con usted.

—Ni que hubiera ofendido a la Camorra —se lamentó la princesa—. ¡Ay, Dios santo…!

Mi madre se había agarrado a mí para enderezarse en el diván, aunque estaba tan abstraída que ni siquiera me di cuenta. Al pensar de nuevo en el hombre de la callejuela, supe que no era la primera vez que lo veía, aunque me llevó un rato asociarlo a un recuerdo más bien difuso: el sol, un acantilado, un regusto a limoncello

—Ese hombre —acabé diciendo— tiene que haber estado siguiéndonos. Se encontraba en casa de Montecarlo cuando nos invitó a comer. Hace más de dos semanas de aquello.

—¿Y qué tengo que ver yo con los Montecarlo? —dijo Allegra cada vez más perpleja.

—Probablemente nada, pero esa tarde había otros invitados en la propiedad —susurró mi madre sin dejar de apoyarse en mí. Parecía estar recuperando el color—. Estaba Luca.

—Mamá, no sigas por ahí —me apresuré a decir; lo último que necesitaba Allegra era oír más insidias sobre nuestro amigo—. Luca debe de estar ahora en Villa Angelica.

—Lo mismo pensábamos cuando Maria Grazia fue estrangulada y los carabinieri lo atraparon antes de que pudiera escapar. Aunque no quieras oír hablar del tema, Helena…

—Pero ¿quién era ese joven, entonces? —preguntó Fabrizio—. ¿Quién lo ha enviado?

Pese a haber dejado el candelabro en la mesita del gramófono, las manos seguían temblándole tanto que no pude evitar sentir una punzada de aprensión por aquellos dos ancianos que sólo se tenían el uno al otro. Allegra nunca nos había hablado de cómo se conocieron Fabrizio y ella ni del tiempo que llevaba a su servicio, pero no necesité más que una mirada para comprender que haría lo que fuera por protegerla.

La persistente música empezaba a sacarme de quicio, de modo que me puse en pie para levantar la aguja del gramófono en medio de uno de los valses de El Cascanueces.

—Lo que tenemos que hacer ahora —me dijo Allegra pasado un instante— es avisar al doctor Lombardi para que venga a reconocer a tu madre. Fabrizio, acércate ahora mismo a su casa. —El aludido asintió antes de abandonar renqueando la estancia—. Es una suerte tener a tu médico de cabecera en la manzana de al lado; enseguida estará con nosotros.

—No merece la pena, de verdad —dijo mi madre—. Sólo necesito descansar un poco.

—Durante un año o dos, a juzgar por lo desorientada que estás. —Me volví hacia la princesa—. ¿Le importaría que mi madre se quedara aquí hasta que se sienta con fuerzas para regresar a la pensión? Si hay algún problema, podemos pedir un coche o…

—He dicho que estoy bien, Helena. Puedo marcharme en cuanto… —Pero al ponerse en pie las piernas le fallaron y, si Arshad no la hubiera sujetado, se habría caído al suelo.

—Theodora, no hay excusas que valgan. —Me pregunté en qué momento Allegra y ella habían empezado a tutearse—. Sabes que puedes quedarte cuanto sea necesario. Haré que Fabrizio te prepare una habitación en cuanto regrese y después le pediré que vaya a avisar a la policía para contar con un par de carabinieri apostados en cada puerta.

Mi madre no hizo amago de protestar, lo cual no era demasiado tranquilizador. A los diez minutos reapareció Fabrizio, aún con el semblante un poco descompuesto, y al oír que mi madre se quedaría con su señora, se puso manos a la obra de inmediato.

—Creo que os vendría bien beber algo —comenté después de que volviera a dejarnos solos—. Iré a la cocina a por unos vasos de agua. Arshad, ¿podrías ayudar a mi madre a…?

—Por supuesto —dijo él antes de levantarla en brazos como había hecho conmigo en el Coliseo. Aquello pareció pillar a mi madre por sorpresa, o quizá fuera simplemente que seguía un poco atontada; lo único que susurró fue un «tienes mejor gusto que yo a tu edad» mientras salíamos al corredor y, después de observar cómo Allegra los conducía hacia el extremo opuesto, me di la vuelta para dirigirme a las habitaciones del servicio.

Sólo cuando hube doblado la esquina me permití derrumbarme. Tuve que apoyar una mano en la pared mientras me obligaba a respirar hondo, sintiendo cómo el miedo que hasta entonces había conseguido esquivar se apoderaba de mí. «Mamá ha estado a punto de morir», era lo único en lo que podía pensar, aunque esta idea no tardó en convertirse en otra aún más aterradora: «Alguien ha intentado acabar con ella».

Me resultaba imposible asumir que aquello estuviera sucediendo; hasta entonces mi madre siempre había sido la que sabía plantar cara a esa clase de situaciones. Pero al verla por primera vez así, tan increíblemente vulnerable en mis brazos, me había sentido como si una columna comenzara a tambalearse ante mí…, como si volviera a estar en la sala del tesoro de Bhangarh y el techo empezara a hacerse pedazos sobre mi cabeza. No tengo claro cuánto tiempo permanecí así, pero finalmente me obligué a apartar aquellos angustiosos pensamientos mientras me ponía de nuevo en camino, abriendo una puerta tras otra hasta que, cuando empezaba a impacientarme, conseguí dar con la de la cocina.

No era muy distinta de la de Silverstone Hall en la que me había colado cientos de veces con Chloë. Un persistente aroma a albahaca flotaba en el aire, mezclándose con el perfume de la cafetera que Fabrizio había dejado en la restregada mesa del centro. Cogí dos vasos de una alacena y me dirigí al fregadero para llenarlos, pero al pasar junto al cubo de basura me pareció distinguir algo en su interior que me hizo detenerme en seco.

Había un envoltorio blanco entre los restos de la comida de aquel día que me resultó extrañamente familiar, aunque tardé unos segundos en comprender por qué. Tras dejar los vasos en la encimera, aparté unas hojas de lechuga para hacerme con lo que demostró ser un cuadrado de papel arrugado, todavía con restos de adhesivo en uno de sus lados.

—El médico ya está reconociendo a tu madre. —Arshad acababa de detenerse en el umbral—. Ha dicho que probablemente se habrá recuperado por completo en unas horas.

—Menos mal —contesté sin dejar de observar aquel envoltorio—. ¿Cómo se encuentra?

—Algo más espabilada, aunque sigue mareándose al ponerse en pie. Insiste en que no le contemos nada de esto a tu padre, pero me parece que sería un error hacerle caso.

—Pienso lo mismo que tú. Es increíble que tengan que estar borrachos o drogados para demostrar cuánto se siguen queriendo, pese a todo. —Me di la vuelta para extender el papel sobre la mesa, procurando no tocar el centro mientras lo alisaba con las manos.

—¿Qué estás haciendo con eso? —dijo Arshad con extrañeza, acercándose más a mí.

—Lo he encontrado ahora mismo en la basura. Al principio no entendía de qué me sonaba, pero he caído en la cuenta… No estabas en la pensión ayer por la noche cuando mi madre le dio a Fiore un Veronal para que consiguiera dormir, ¿verdad?

—Es la primera vez que oigo ese nombre —reconoció él—. ¿Es alguna medicina?

—Un sedante que suele usarse para combatir el dolor, el insomnio y esas cosas. Mi madre solía dárselo a mi padre después de que le hirieran en el Somme; al parecer, era lo único que le permitía descansar durante su convalecencia. —Me acerqué a la basura para sacar otros cuatro envoltorios, colocándolos al lado del primero—. Pero por mucho que puedan dolerle las articulaciones a la princesa, es imposible que alguien de su edad consuma una dosis como esta. Un envoltorio contiene suficientes polvos para hacerte dormir durante horas. ¿Qué pasaría si le suministraran a alguien esta cantidad?

—¿Crees que es lo que han disuelto en el café? —Arshad se quedó mirando también los envoltorios—. Pero ¿quién ha podido hacer algo semejante? ¿El mayordomo, tal vez?

—No podría sospechar de Fabrizio más de lo que lo hago de Raza —le aseguré—. ¿Has visto cómo temblaba al darse cuenta de lo que le había ocurrido a su señora? No, tiene que haber sido cosa de otra persona… Probablemente de ese joven al que vio en el patio.

—En ese caso, la situación es aún más alarmante. Alguien capaz de hacer algo así…

No hizo falta que acabara de hablar; la certeza de que no habían tratado de dormir a mi madre, sino de asesinarla me estrujó de nuevo el estómago. «Podría haberla perdido».

—He estado sospechando desde lo de ayer en el cementerio —conseguí decir— que el asesino podría estar orbitando a nuestro alrededor, acercándose cada vez más a mis padres y a mí… Pero ¿y si su auténtico objetivo está aquí, en el palacio de San Severo? ¿Y si…?

—Helena. —No fui consciente de lo mucho que estaba temblando hasta que Arshad me cogió la cara entre sus manos morenas—. Eso que te aterroriza tanto no va a suceder.

—Supongo que…, que la cosa cambia sabiendo que contaremos con la ayuda de los carabinieri —susurré—. Me consuela pensar que estarán montando guardia toda la noche…

—No me estaba refiriendo a la policía. Ahora que conozco al hombre que está al mando, no puedo confiar menos en su buen hacer. —Y al notar mi extrañeza, añadió soltándome la cara—: El otro día no te hice caso cuando me hablaste de lo que acababas de descubrir en el panteón de los Montecarlo. Puede que en el fondo estés en lo cierto y haya llegado el momento de comprobar si tu amiga sigue allí; sobre todo, si profanar una tumba es el único modo de evitar que haya que cavar otras nuevas.