28
Creo que no nos habríamos quedado más perplejos si el rey Victor Manuel III se hubiera acercado a nosotros preguntando qué había para comer. Nuestro silencio arrancó una avergonzada sonrisa al anciano, que nos saludó inclinando la cabeza y juntando las manos en un namaste. Estaba más delgado de lo que recordaba, pensé sin poder salir aún de mi sorpresa, pero la herida de su frente parecía haber mejorado en esos días.
—Raza —fue todo lo que conseguí decir, bajando despacio los peldaños. Arshad ni siquiera habló; la estupefacción le había dejado aún más mudo que a mí—. Pero ¿cómo…?
—Me alegro de verla, memsahib —contestó él. Aunque daba la impresión de estar agotado, su voz era tan dulce como siempre—. Lamento haberla asustado el otro día.
—¡Eso es lo de menos! ¡Dios, Raza, qué alegría! —Antes de pararme a pensar en lo que hacía, me había arrojado en sus brazos con tanto ímpetu que casi se tambaleó—. ¡No sabe cómo me alegro de tenerlo aquí! ¡Pensaba que no sabríamos más de usted hasta el juicio!
Aquello le hizo tensarse de manera instintiva, hasta que acabó levantando un brazo para darme unas palmaditas en el hombro. No era la primera vez que me percataba de lo incómodos que parecían los indios con las muestras públicas de afecto, lo cual me hizo pensar que las cosas que Arshad solía hacer conmigo, como sentarme en su regazo o acariciarme una mejilla, posiblemente significaban para él aún más que para mí.
—Santino, por favor, sube a la habitación de Barbara con los demás —le susurré—. ¡No podemos dejar que coincidan con él!
—No entiendo nada de lo que ocurre —declaró Arshad—. ¿Qué haces aquí?
—Me parece que esto os lo explicará mejor que yo, mi señor —contestó su criado y, tras rebuscar unos segundos dentro de su túnica, le alargó un papel doblado por la mitad.
—Es imposible que el inspector Derossi te haya soltado por su propia voluntad —le respondió Arshad, desplegando el papel—. A menos que el asesino acabe de entregarse…
Pero entonces pareció reconocer la firma estampada al pie de la cuartilla, y todo lo que estaba a punto de decir murió en su garganta. Al observarla al trasluz, me di cuenta de que debía de ser una carta, aunque aquellos caracteres no me decían nada en absoluto.
—Dos de los sirvientes de vuestro hermano mayor se presentaron en el calabozo —le dijo Raza en un tono más quedo—. Los vi hablar con los guardas antes de entregarles lo que parecía ser un sobre. Yo no quería acompañarles fuera, mi señor; sabía que esto os parecería deshonroso, pero os aseguro que no me dejaron más opciones…
—No te preocupes —dijo Arshad, y se guardó la carta—. Me temo que hace tiempo que el honor ha dejado de formar parte de esto, si es que en algún momento lo ha hecho.
No necesité leer el mensaje para adivinar lo que pensaba; me bastó con la mirada que me dirigió mientras Raza agachaba la cabeza. Puede que Devraj nos hubiera ayudado sobornando a los carabinieri, pero no lo había hecho gratuitamente. Desde ahora, Arshad estaría en deuda con él y cualquier día le exigiría una compensación.
—Raza, no puede quedarse aquí —dije cuando se oyeron de nuevo los pasos de los policías en el primer piso, acompañados por la voz de Fiore—. El agente Crossi ha venido a interrogarnos a Arshad y a mí y, si lo encuentra en la pensión, lo encerrará.
—Pero tampoco puede salir a la calle así como así —contestó Arshad—. Los periódicos han dejado claro que se trata de un anciano indio, y en cuanto un vecino reparara en él…
Estaba en lo cierto: si algo nos había demostrado Spaccanapoli era que contaba con demasiados ojos para poder hacer algo a escondidas. Cada vez más nerviosa por los ruidos de los carabinieri, me puse a pensar en dónde podríamos esconderlo hasta que aquel endiablado asunto se hubiera resuelto y su nombre estuviera limpio. No tenía sentido pensar en ningún hotel; nos harían demasiadas preguntas. Tampoco podíamos implicar al señor Palkhivala, el embajador indio, si no queríamos provocar un conflicto aún mayor. Quizás en la campiña pasaría más desapercibido, o en un pueblo de la costa…
Pero entonces la respuesta acudió a mi mente como un chispazo. Conocía el sitio perfecto, aunque nunca hubiera estado en él. Un lugar en el que no lo encontraría nadie, ni siquiera su propietaria; uno cerrado a cal y canto desde hacía tiempo.
—Creo que se me ha ocurrido algo, pero primero tendremos que asegurarnos de que nadie lo reconoce. —Eché a correr siguiendo los pasos de Santino—. ¡Dadme un minuto!
Cuando desemboqué en el rellano del primer piso, me percaté de que Crossi y sus hombres se encontraban en la salita. Fiore debía de estar explicándoles algo relacionado con Barbara, porque ni siquiera reparó en mi presencia; Santino, en cambio, me dirigió una mirada ansiosa a la que respondí quitándole la boina de la cabeza. «Te compraré otra mañana mismo», le susurré mientras regresaba a la escalera para dirigirme a la habitación de Arshad, de cuyo armario saqué su abrigo negro antes de regresar de puntillas al patio.
—Póngase esto, rápido —le susurré al anciano al reunirme con los dos—. Ya sé que no es el conjunto más elegante del mundo, pero nadie le reconocerá estando tan embozado.
—Sigo sin entender qué es lo que pretendes —dijo Arshad mientras Raza metía los brazos en las mangas del abrigo, tan largo que lo arrastraba por el suelo—. Helena, lo que necesitamos es encontrar un lugar en el que esconderle hasta que esos hombres se hayan marchado. Puede que Santino y su madre accedieran a echarnos una mano, pero…
—No, no podemos involucrarlos después de lo de Barbara. Tenemos que ayudarle a desaparecer del mapa, pero la única manera de conseguirlo es recurrir a otros contactos.
—Espero que no estés pensando siquiera en Villa Angelica. —Tras asegurarme de que no había nadie merodeando por la calle, le hice un gesto a Raza para que me siguiera y Arshad cerró la puerta—. ¿Quién dice que la policía no volverá a interrogar a Bevilacqua?
—Eso es lo peor que podríamos hacerle a Luca ahora mismo. En realidad, cuando me refería a otros contactos, no hablaba de pedirle ayuda a nadie. —Saqué del bolsillo de mi vestido las llaves de Allegra—. Cuantas menos preguntas hagamos, mejor.
Arshad pareció aún más extrañado al oír esto, pero se limitó a rodear con un brazo los hombros de Raza mientras nos apresurábamos por San Gregorio Armeno. Por suerte, los curiosos habían regresado a sus quehaceres y las pocas personas con las que nos cruzamos parecían demasiado adormiladas para prestarnos atención. Tras doblar a la derecha en la primera intersección y dejar atrás el Alfa Romeo, distinguí al final de la calle lo que estaba buscando: una fachada amarillenta coronada por una inscripción en latín. La presencia de otros dos carabinieri ante el palacio de enfrente hizo que Raza se encogiera entre nosotros, pero parecían estar demasiado distraídos charlando.
—Ahora, rápido —susurré, sacando las llaves. Los dedos me temblaban al probarlas una a una en la cerradura, y empezaba a pensar que me había equivocado, que Fabrizio no había incluido entre ellas la que estaba buscando, cuando capté un chirrido que me aceleró el corazón—. Entrad aquí —les dije a Arshad y a Raza—. No nos han visto.
Antes de seguirles al interior, miré de reojo la ventana en la que había distinguido a Allegra por primera vez, pero no parecía haber movimiento dentro del palacio. «Mejor pedir perdón que permiso», me dije mientras cerraba la polvorienta puerta a mis espaldas.
—Esta es la capilla familiar de los Di Sangro —les expliqué mientras hacía girar la llave—. Podemos usarla para escondernos hasta que la policía se haya marchado.
—¿Nadie se dará cuenta de que estamos aquí? —preguntó Raza, quitándose la boina.
—Lo dudo mucho; la princesa de San Severo me dijo que actualmente está cerrada por obras, y no me la imagino viniendo a rezar a un edificio tan desangelado como este.
Sólo entonces nos dimos la vuelta para contemplar nuestro entorno, y la sorpresa nos dejó paralizados a los tres. La capilla era mucho más pequeña de lo que había imaginado, pero tan adornada que hacía pensar en una especie de joyero construido en mármol y habitado por docenas de esculturas que parecían rebullirse en sus pedestales, algunas de ellas cubiertas mediante andamios y lonas protectoras. También la bóveda estaba repleta de cuerpos semidesnudos, suspendidos en un océano de nubes que hacía complicado saber desde aquella distancia dónde acababa lo real y empezaba lo pintado.
—Es la primera vez que estoy en un sitio como este. —Aunque Raza apenas alzó la voz, el eco pareció propagarse por todas partes—. ¿Para qué sirve este edificio, memsahib?
—Según la inscripción que hay sobre la puerta, se trata del lugar de enterramiento de los miembros de la dinastía Di Sangro —expliqué, y di unos pasos hacia el altar—. Lo mandó construir un antepasado de la princesa de San Severo hace unos trescientos años.
—Entonces no pueden estar todos aquí. —Arshad recorrió con los ojos las esculturas adosadas a los pilares—. No hay suficientes sepulturas para tantas generaciones.
Hasta que él lo mencionó no me di cuenta de que había una inscripción funeraria a los pies de cada escultura. Los restos de los Di Sangro debían de reposar bajo los monumentos, protegidos noche y día por aquellos guardianes de mármol que parecían haberse girado a la vez para detenernos con sus ojos carentes de pupila. Tuve que reprimir un escalofrío mientras me acercaba a una estatua que, al estar colocada en el centro de la capilla, me imaginé que pertenecería a Raimondo di Sangro, el Príncipe de los Prodigios.
Pero no había ningún epitafio que la acompañara. Sobre un catafalco construido en mármol negro descansaba un hombre cubierto por entero con un sudario. La corona de espinas situada a sus pies me hizo saber que se trataba de Cristo, aunque lo que me dejó sin palabras fue el preciosismo con el que había sido esculpida la sábana. Los pliegues resultaban tan realistas que la tela casi parecía transparente, subrayando cada uno de los músculos del cadáver, sus rasgos convulsionados por la agonía y hasta las heridas de la crucifixión. Raza debía de estar tan asombrado como yo, porque dijo tras unos segundos:
—¿Esto lo creó un artista de la nada? —Se había detenido a los pies de otra de las esculturas, una hermosa mujer apoyada en una lápida funeraria cuya inscripción, en grandes caracteres negros, revelaba que se trataba de la madre del príncipe. También se hallaba cubierta por un velo cuyos pliegues se adherían a sus curvas de un modo tan explícito que Raza se sonrojó—. ¿Un hombre como nosotros, con unas manos mortales?
—Me cuesta creer que esto sea de piedra —comentó Arshad, estirando una mano para tocar la red de la que trataba de zafarse otra de las estatuas, tan real como las que uno encontraría en un puerto—. ¡Nadie es capaz de trabajar el mármol de este modo!
—Cuando todo esto haya acabado, te contaré un par de cosas de Bernini —contesté.
Pero incluso yo tuve que admitir que había algo extraño en aquella perfección. No era la primera vez que tenía una escultura tan cerca, pero cuando lo había hecho siempre me habían llamado la atención las diminutas estrías dejadas por el cincel. Sin embargo, en las de la capilla no había rastro de esas marcas; ni un solo error, ni un paso en falso.
—Hace poco, en la Galería Umberto I —continué pasado un instante—, compré un libro acerca de Raimondo di Sangro y sus descubrimientos alquímicos. Recuerdo que el autor mencionaba un carbón que no se consumía, unas piedras preciosas artificiales…
—¿Estás hablando en serio? —dijo Arshad—. ¿Desde cuándo te interesa la alquimia?
—Puede que no me creas, pero fue el…, el miedo a que no despertaras del coma lo que me hizo investigar al príncipe. Según Luca, había conseguido dar con un compuesto natural capaz de despertar a aquellos sumidos en un sueño comatoso, y se me ocurrió que tal vez… Bueno, seguro que era una tontería, pero estaba desesperada.
Clavé los ojos en el Cristo yacente, un poco azorada por la forma en que Arshad estaba mirándome. Deslicé un dedo por uno de los sedosos pliegues del sudario.
—El libro también hablaba de otros compuestos extraños, y uno tenía que ver con el mármol. —Fruncí un poco el ceño, intentando recordar—. Puede que me equivoque, pero creo que era una solución líquida que Di Sangro aplicaba sobre los tejidos para darles una apariencia pétrea. Quizás esa sea la explicación: este sudario, el velo y la red de las otras estatuas podrían ser reales, cubiertos por esa especie de mármol alquímico…
—¿Has estado investigando la obra de un alquimista para tratar de salvarme? —Él se acercó más a mí, deteniéndose al otro lado del Cristo. Me extrañó que pareciera tan conmovido—. ¿Ni siquiera te preocupaba lo oscura que puede ser esa clase de magia?
—Técnicamente no se trata de magia, sino de ciencia —tuve que matizar, pero como Arshad seguía mirándome del mismo modo, añadí en voz más baja—: Creí que tú sabrías mejor que nadie lo que uno es capaz de hacer para salvar a quien más le importa. De no haberte echado sobre mí en Bhangarh, habría muerto aplastada por una de las columnas.
A esto siguió un prolongado silencio en el que lo único que se oyó fueron los pasos de Raza, que recorría el perímetro de la capilla con la boca entreabierta. Arshad lo observó unos segundos antes de volverse hacia mí, apoyando las manos en la escultura.
—Si queremos asegurarnos de que sale sano y salvo de esta, lo mejor que podemos hacer es alejarlo cuanto antes de aquí —acabó diciéndome—. No me quedará más remedio que regresar con él a la India, pero es imposible que no nos detengan si nos embarcamos en un vapor de la P&O. Necesitaremos un navío propio, gente que no haga preguntas…
—Lo sé —contesté de inmediato, aunque se me encogió el estómago—. Lo entiendo.
—Puede que esto se prolongue durante demasiado tiempo. Pasarán meses hasta que regrese a Occidente y lo más probable es que, para entonces, yo también sea un prófugo.
—No pienses siquiera en volver a Italia —le insté mientras rodeaba la escultura—. El inspector Derossi dará la voz de alarma en cuanto descubra que has desaparecido. Si se te ocurre volver a poner un pie en esta ciudad, acabarás en el mismo calabozo que Raza.
—Espérame en Inglaterra, entonces. Regresa con tus padres lo antes que puedas y no te muevas de allí. Si fui capaz de dar contigo una vez, lo haré cuantas sean necesarias.
Me costó un enorme esfuerzo asentir; tenía la garganta atenazada. Arshad debió de comprender cómo me sentía, porque me cogió de las manos sin dejar de observarme.
—Empiezo a pensar —tuve que tragar saliva— que ambos estamos condenados desde lo de Bhangarh. Que nunca seremos capaces de tener esa…, esa conversación pendiente.
—Puede que no sea necesario tenerla. —Sus dedos me acariciaron muy despacio las palmas de las manos—. Lo que no se expresa en voz alta posee un valor aún mayor.
Esto hizo que se me saltaran las lágrimas, pero asentí sin apartar los ojos de su túnica. Sus manos abandonaron las mías para sujetar mis sienes, haciéndome mirarle una vez más a la cara. Por un momento me sentí como una criatura de cristal, tan transparente que él podría leer cada uno de mis pensamientos y tan quebradiza que me rompería en pedazos en cuanto se apartara de mi lado. Nuestras frentes se apoyaron la una en la otra, pero, antes de que ninguno pudiera romper el silencio, me pareció percibir un movimiento con el rabillo del ojo que consiguió que se me helara la sangre.
La puerta situada a un lado del altar se había abierto en silencio y una silueta nos contemplaba desde las sombras. Una silueta que levantaba una pistola.
—¡Arshad…! —grité mientras él se daba la vuelta. Antes de poder procesar lo que estaba haciendo, le había empujado para que se agachara a mi lado detrás de la estatua.
Un segundo más y no habríamos podido contarlo: la bala se hundió con un estrépito en el lecho de piedra convertido en un improvisado parapeto. Toda la estructura pareció temblar por el impacto, y ambos nos apretamos aún más contra el suelo cuando oímos el eco de unos pasos que se acercaban a nosotros. No necesité mirarle de nuevo para darme cuenta de quién era: lo habría reconocido entre cien personas. Se trataba del mismo joven moreno al que había visto de lejos en casa de Montecarlo, el que se había colado la tarde anterior en el palacio de San Severo, el que había estado a punto de acabar con mi madre.
Hubo otro disparo que a punto estuvo de acertarme: el proyectil atravesó mis cabellos esparcidos por el suelo. Solté un alarido mientras Arshad, mascullando algo en su propia lengua, me empujaba para colocarse ante mí. Sólo entonces pudimos alzar la vista hacia aquel hombre, que acababa de rodear la estatua para detenerse ante nosotros.
—Debí suponer que os encontraría juntos. —Era lo primero que le oíamos decir y me sorprendió que su voz, además de conservar aquel deje napolitano que mi padre estaba recuperando poco a poco, siguiera pareciendo la de un muchacho. ¿Cuántos años podría sacarme, dos o tres como mucho?—. No es exactamente lo que me mandaron hacer, pero…
—¿Eres tú quien se encuentra detrás de todo esto? —conseguí decir—. ¿Quien asesinó a la hermana Eugenia, a Maria Grazia y a Barbara?
Podía sentir el cuerpo de él completamente en tensión, y aquello me hizo recordar con un vuelco en el corazón que no llevaba sus kukris: los había dejado en casa de Fiore.
—Unos golpes de película, según me dijeron —contestó el muchacho con una sonrisa burlona—, aunque las pistolas se me den mucho mejor que la soga. Será una auténtica pena que los periódicos no os dediquen tanto espacio; nunca sabrán siquiera dónde os hemos…
No llegó a acabar la frase: sus últimas palabras se convirtieron en un grito cuando alguien le rodeó el cuello con los brazos. Ninguno habíamos oído acercarse a Raza, pero, antes de que pudiéramos incorporarnos, el desconocido le dio un empujón que lo envió al otro extremo de la capilla, golpeándose la espalda contra el pedestal de una escultura.
—¡Raza, no! —proferí mientras Arshad se ponía en pie—. ¡Apártate antes de que te…!
El tercer disparo me acalló tanto como una mano apretada contra mi boca. A Raza sólo le había dado tiempo a apoyarse en una rodilla cuando el impacto le hizo perder el equilibrio. Por un momento creí (o me obligué a creer más bien) que la bala no había dado en el blanco, que se había hundido en algún otro sitio, pero la expresión con la que el anciano agachó la cabeza me hizo comprender que estaba equivocada. La sangre empezó a brotar del abrigo negro de Arshad, salpicando el pedestal situado a sus espaldas.
Apenas fui consciente de cómo su señor se precipitaba con un «Kutte ka awlat!» sobre el desconocido, haciéndole soltar la pistola antes de derribarle de un puñetazo; el horror me había dejado tan paralizada que no era capaz de moverme. Cuando por fin lo hice, eché a correr hacia el anciano, que levantó con esfuerzo sus oscuros ojos hacia mí.
—Raza, por favor, no… —No pude contener un gemido al reparar en la cantidad de sangre que estaba perdiendo; un charco rojo empezaba a extenderse a su alrededor—. Por lo que más quiera, trate de aguantar… ¡Llamaremos a un médico ahora mismo y…, y…!
—No pasa nada, memsahib. —Se me llenaron los ojos de lágrimas cuando el anciano me sonrió, aunque no entendía de dónde sacaba las fuerzas—. Sé que todo va a salir bien.
¿Cómo podía decirme algo así, con semejante herida entre las costillas? Hice un desesperado intento por recordar lo que mi madre me había contado de sus tiempos de enfermera en el frente: lo primero era sacar la bala, después detener la hemorragia… La impotencia me hizo echarme a llorar, pero Raza alargó una mano para agarrarme la mía.
—Ahora tiene que ser usted quien cuide de él, memsahib. —Su voz se había vuelto casi imperceptible, como la más ligera brisa—. La necesita más de lo que pueda imaginar.
Pareció querer añadir algo, pero no consiguió hacerlo; sus dedos se aflojaron alrededor de mi muñeca y un momento después se había quedado quieto, con los ojos perdidos en las pinturas de un cielo que no podía ser más distinto del de su religión.
No sabría decir cuánto tiempo estuve acunándole en mis brazos, pero el estruendo que no hacía más que sonar a mis espaldas me hizo reaccionar. Al darme la vuelta vi cómo Arshad, que había agarrado al joven del cuello, estampaba su cabeza contra la estatua de Cristo con todas sus fuerzas, con su rostro convertido en una máscara de odio.
—¡Arshad! —Me supuso un esfuerzo atroz soltar a Raza—. Arshad, ¡para!
—¿Vas a decirme ahora que esta escoria merece mejor trato? —bramó él antes de asestarle otro golpe. En la escultura había aún más sangre que alrededor de Raza, pero el desconocido ni siquiera gemía—. No trates de detenerme, Helena. Ni lo intentes.
—¿Y de qué te servirá acabar con él? ¿Crees que te sentirás orgulloso de cargar con su muerte toda la vida? —Sabía que no podía hablarle de lo que le había hecho a Sanjay, de modo que me conformé con tirar de sus brazos para que le soltara. El muchacho cayó sobre el enlosado, tan desmadejado como un pelele—. No te dejes llevar por otro de tus arrebatos, no por Raza —le susurré—. Él no querría que hicieras algo así.
—Ya nunca sabré lo que él querría —fue su desgarradora respuesta. Sus ojos estaban tan inundados como los míos, pero lo que observé entonces no me permitió consolarle.
Al derrumbarse al lado de la escultura, el joven había girado sobre sí mismo y, a pesar de seguir teniendo el rostro cubierto de sangre, descubrí que una profunda cicatriz le atravesaba la cara: un tajo que conectaba su oreja derecha con el labio superior.
—Es…, es un antiguo miembro de la Camorra. —Casi me costó encontrar mi propia voz—. Santino me habló de la práctica del sfregio, de los cortes que solían hacerse en la cara con cristales y cuchillas de afeitar. Me imagino que este chico pertenecería a una de las bandas y, al ser abolidas hace un par de años, tuvo que dedicarse a otras actividades.
«Por eso el inspector parecía tan temeroso cuando conoció a Arshad —entendí de repente—, porque su cicatriz le hizo pensar que tendría que enfrentarse a otro mafioso».
—Si me hubieras dejado seguir, no sería más que polvo ahora mismo —respondió él mientras se acercaba a Raza. No pude ver su expresión al agacharse junto a su cadáver, aunque me la imaginé—. Mujhe maaph kar do, Raza. Perdóname, por favor…
—No ha sido culpa tuya —dije con una punzada en el estómago—. Si no se me hubiera ocurrido la idea de escondernos aquí, no nos habríamos encontrado con este miserable.
Tuve que pisarle una mano para que se estuviera quieto, lo cual le arrancó otro quejido de dolor. Obligándome a aparcar mi congoja, me acerqué a uno de los andamios para recoger una cuerda con la que me encargué de atarle las muñecas.
—Tenemos que avisar a la policía cuanto antes. —Con el otro extremo de la soga le inmovilicé también los pies, haciendo dos grandes nudos en torno a sus tobillos—. Es posible que Crossi esté todavía en la pensión, así que será mejor hablar con los carabinieri que siguen vigilando el palacio para que vengan a ocuparse de este tipo.
Pero entonces comprendí, y fue como si la tierra se abriera bajo mis pies, que tal vez la pesadilla no había hecho más que comenzar. Me giré para observar la puerta por la que había entrado en la capilla; debía de tratarse de un acceso privado por el que los Di Sangro solían acudir a misa. «Si ha venido directamente del palacio de San Severo…».
—Mamá —fue lo único que pude decir, casi sin aliento—. ¡Arshad, ella aún sigue allí!
—¿De qué estás hablando? —Él me miró sin comprender nada, aunque mi espanto le debió de dar una pista—. ¿Crees que este canalla puede haber…? No, eso no tiene sentido.
—¡Claro que podría haberlo hecho! Está desquiciado, Arshad; acabó con tres chicas como quien aplasta unos insectos, sólo Dios sabe por qué, y ahora ha estado a punto de hacernos lo mismo. Fuiste tú quien trató de silenciarme en el Coliseo, ¿verdad? —No me respondió, aunque tampoco era necesario—. Tengo que dirigirme lo antes posible al palacio —dije atropelladamente—. Mi madre puede estar en peligro y la princesa también.
—Iré contigo —se ofreció Arshad de inmediato. Se le había manchado la cara de sangre, y negué con la cabeza mientras se la limpiaba con los dedos.
—No, tienes que hacer lo que te he dicho. Ve a hablar con los policías, cuéntales lo que ha ocurrido y tráelos a la capilla; nos reuniremos aquí mismo en unos minutos.
La pistola del camorrista había rodado hasta una de las esculturas y me puse en cuclillas para recogerla. Solté un juramento al echar un vistazo a la recámara: el muy idiota había malgastado todas las balas que le quedaban. Aun así, me la guardé en el bolsillo del vestido y le hice un gesto a Arshad para que me acompañara hasta la puerta.
—No te preocupes por él: puede pelearse con los nudos todo cuanto quiera —le dije mientras hacía girar la llave en la cerradura. La calle, para mi sorpresa, estaba desierta—. Maldita sea —no pude evitar mascullar—. ¡Los carabinieri acaban de marcharse!
—Iré a la Prefectura, entonces —contestó él—. Por si acaso, vuelve a cerrar y quédate con las llaves; supongo que los hombres de Derossi sabrán derribar una puerta.
Asentí, más nerviosa a cada instante, y me aparté a un lado para dejarle salir. Sin embargo, acababa de echar a correr cuando me apresuré tras él, agarrándole de un brazo.
—¡Espera, Arshad! —Mientras me miraba confundido, rebusqué en el bolsillo de mi vestido para sacar algo que coloqué en su mano—. Llévate esto… Puede que nos sea útil.
—¿Qué es? —me preguntó, clavando los ojos en el diminuto cuerno de coral.
—Un amuleto que me regalaron hace unas semanas. Me aseguraron que protege de la mala suerte, el mal de ojo… Ya sé que es una tontería, no hace falta que me lo digas.
—Pero si tú nunca has creído en esas cosas, Helena —contestó Arshad, sorprendido.
—No —susurré—, pero tú sí. —Y tras agarrarle impulsivamente la cara para darle un beso en la mejilla, me quedé observando cómo desaparecía en dirección a la Prefectura y cerré la puerta cubierta de polvo. Para entonces, el camorrista había dejado de luchar con las ataduras y ni siquiera abrió los ojos cuando pasé corriendo junto a él. Una luz parpadeaba detrás de la puerta del altar, iluminando tenuemente lo que parecía ser el comienzo de una escalera, pero, antes de dirigirme hacia allí, me detuve al lado de Raza.
Pese a estar hecha un manojo de nervios, fui incapaz de resistirme al impulso de cerrarle los ojos. Era la primera vez que hacía algo así y recuerdo que me sorprendió que la piel de sus párpados siguiera siendo tan suave, a pesar de las arrugas que surcaban su rostro y lo curtidas que me había parecido siempre que tenía las manos. Aquello hizo regresar a mi garganta el nudo que tanto me había costado tragar, pero me obligué a pensar en mi madre antes de echar a correr hacia la puerta, dejando que fueran los guardianes de piedra de los Di Sangro quienes lo velaran en nuestra ausencia.