33

Había matado por segunda vez en mi vida. Por pura supervivencia, como la vez anterior, pero seguía siendo un asesinato. Y como la vez anterior, tampoco conseguía entender cómo los demás no reconocían lo ensangrentadas que tenía las manos. Me sentía como si lo que acababa de hacer estuviera escrito en mi rostro, como si me hubieran marcado para que todo aquel que se cruzara conmigo pudiera saber de lo que era capaz.

Milagrosamente, ninguno de los agentes que nos escoltaron de regreso a Nápoles pareció notar aquella marca. La noticia de lo que había ocurrido en Villa Angelica cayó como una bomba en la Prefectura de Policía y, de no haber estado tan agotada por las emociones de la mañana, habría disfrutado de lo lindo observando cómo el inspector Derossi perdía completamente los estribos. No tengo ni idea de las horas que pasamos recluidos en su despacho mientras los carabinieri, a los que parecían faltarles brazos para contener a la ruidosa muchedumbre reunida en la calle, iban y venían con noticias del palacio de San Severo y la capilla. «Jesucristo, lo que nos espera», oí mascullar a Derossi después de saber el número exacto de cadáveres que habían hallado en las habitaciones de Allegra. No tardé en comprender hasta qué punto aquello suponía un serio problema para la policía napolitana: esas muchachas no eran sólo las víctimas de la princesa y Luca, sino que cada una de ellas denunciaba una desaparición que el inspector no se había molestado en investigar. Como comentó Arshad mientras esperábamos a que un médico acabara de reconocer a mi madre, más le valdría recurrir a todos sus contactos para poder mantenerse en su puesto cuando aquello saliera a la luz.

Para mi sorpresa, pensar en lo que se le venía encima a Derossi no me animó tanto como debería. Seguía sin poder quitarme de la cabeza la imagen de las manos de Allegra intentando agarrarse al borde de la bañera y, cada vez que oía a algún carabiniere murmurar cosas como «nadie que la conociera podría habérselo imaginado», «parecía la viva imagen de la inocencia» o «uno ya no puede fiarse de nadie», me asaltaba el temor a que pudiera detenerse ante mí antes de anunciar a los demás: «Me parece que tenemos a una tercera delincuente por aquí, y esta sí está viva para que la encerremos».

Mientras una enfermera me curaba con algodón empapado en yodo la herida de la garganta, me acordé de una conversación que había mantenido con mi padre poco después de regresar de la guerra. «¿Qué se siente cuando matas a alguien?», le había preguntado una noche mientras me arropaba, y eso le pilló tan desprevenido que sólo pudo decir: «La primera vez es la peor». Nunca quiso aclararme a cuántos alemanes había tenido que abatir en el Somme, pero sabía perfectamente cómo le hacía sentirse aquello.

«La hermana de tío Oliver dice que matar es un pecado capital —insistí—. ¿Significa eso que los dos vais a ir al infierno, aunque hayáis luchado en el bando de los buenos?».

«Al infierno sólo van los asesinos —se adelantó mi madre antes de que a mi padre se le ocurriera qué responderme—. Es muy distinto acabar con alguien por pura maldad y tener que hacerlo para defender a tu país. Papá hizo lo que se esperaba de él, ni más ni menos; de no haberse marchado al frente con tu tío, habría habido muchas más muertes».

Era la clase de respuesta pragmática que podía esperarse de ella, pero no tuve más que mirar a mi padre a los ojos para saber que no me había dicho toda la verdad. Que la primera vez fuera la peor no significaba que las demás no dolieran; la conmoción que me había causado acabar con Sanjay Khan no hacía que la muerte de Allegra me pareciera un acontecimiento intrascendente. «Ha sido por ella —traté de convencerme cuando mi madre, apoyándose en el brazo del doctor, se acercó a nosotros. Parecía que los efectos de la belladona habían remitido un tanto, aunque sus andares seguían siendo tan inseguros como los de un borracho—. Ha sido para salvar a mamá, y sólo por eso merecía la pena hacerlo. Si existe un bando de los buenos, he estado luchando en él».

—Empezaba a pensar que nos retendrían hasta mañana por la mañana —suspiró mi hermano cuando por fin pudimos regresar a casa en un coche que Crossi había puesto a nuestra disposición. Fiore y él habían llamado al Albergo Salvi una docena de veces, pero no habían logrado contactar con mi padre—. Esto me sigue pareciendo un mal sueño…

—Pues más nos vale acostumbrarnos a la sensación —contestó su madre— ahora que sabemos cómo se las gastan en los periódicos. Esta noticia va a correr como la pólvora.

—Por mí, que hablen de nosotros cuanto se les antoje —respondí mientras el coche se detenía ante la pensión y dos carabinieri ayudaban a bajar a mi madre, aunque parecía bastante más espabilada, para mi consuelo—. Lo que me saca de quicio —murmuré cuando nos dejaron a solas— es que Raza nunca vaya a enterarse de lo que ha ocurrido. No sabéis lo que daría por hacerle saber que su nombre vuelve a estar limpio.

Aunque Arshad no despegó los labios, la herida que seguía latiendo en su mirada me hizo entrelazar los dedos con los suyos sin que nadie se percatara y entramos de la mano en la pensión. Acabábamos de desembocar en el patio cuando el rumor de unos pasos nos hizo levantar la vista hacia la escalera: mi padre había aparecido en el rellano.

—Bueno, no me lo puedo creer —resopló, apoyando las manos en la balaustrada—. ¡Ya empezaba a resignarme a no volver a saber nada más de vosotros hasta el año que viene!

—Mira quién habló —le espetó Fiore sin dejar de sostener a mi madre—. ¿Tienes idea de las veces que hemos tratado de contactar contigo? ¿Dónde diantres te habías metido?

—Para tu información, he estado toda la mañana recorriendo la ciudad, desde que me di cuenta de que habíais desaparecido todos a la vez. Si lo que querías conseguir con esa nota apocalíptica que me dejaste era reírte de mí, te aseguro que lo… —Pero entonces se fijó en mi madre y se le demudó el semblante—. Dora, ¿qué te has hecho en el pelo?

Ella se llevó una mano a la nuca desnuda en un gesto instintivo. La enfermera que había estado curándome nos había prestado un peine, pero no había servido de mucho.

—Deberías saber, cabeza de chorlito, que me quedé corta al escribirte esa nota —dijo Fiore mientras mi padre se apresuraba a bajar—. Y también que tu esposa es la mujer más fuerte que he conocido nunca, con excepción de Helena. Sabe Dios que no te las mereces.

—No puede ser verdad —susurró mi padre. Le cogió la cara a mi madre para mirarla de hito en hito, cada vez más alarmado—. ¿Quién te ha hecho esto? ¿Quién ha sido, Dora?

La cólera que empezaba a asomar a su rostro se convirtió en estupefacción, y unos minutos más tarde en espanto, cuando le explicamos lo que acababa de ocurrir en Villa Angelica. No recordaba haberlo visto nunca tan lívido; parecía otra escultura de mármol.

—Luca —fue lo único que contestó. Miró de nuevo a mi madre, que se había sentado en el brocal del pozo pasándose una mano por la frente—. ¿Luca ha intentado matarla…?

—No te preocupes, no tendrás que ajustar cuentas con él —murmuró Fiore—. Murió hace unas horas, en un accidente en el jardín…, justo antes de que llegáramos nosotros.

—Lo cual, en sus circunstancias, fue más un regalo que un castigo —comentó Arshad.

Todavía seguía agarrando mi mano, pero mi padre estaba demasiado horrorizado para verlo. Se sentó al lado de mi madre en el brocal, acariciándole una mejilla y observando después sus dedos. Aún tenía la piel pegajosa por culpa del mármol líquido.

—De modo que todas las leyendas eran ciertas —dijo al cabo de un instante—. Todo lo que nos contaban de niños sobre el Príncipe de los Prodigios y sus inventos, aunque no pudiéramos imaginar que su heredera fuera tan retorcida. —Cogió las manos de mi madre para estrecharlas en su regazo—. Dora, lo siento mucho, muchísimo. De haberlo sabido…

—No es culpa tuya —contestó ella en voz baja—. Siempre hubo algo en Luca que no acababa de convencerme, pero nunca podría haber sospechado que se tratara de algo así.

—No, no me refiero a eso… Sé que debería haberme fiado de tus advertencias, pero lo que me hace sentir peor es no haberme tomado en serio lo de esta mañana. Tenía que haber hecho caso a la nota que me dejó Fiore, maldita sea. Tenía que haber ido con ellos.

—¿Qué quieres decir? —Mi madre se giró hacia ella—. ¿Qué le escribiste?

Los demás también la miramos, y aquello la hizo parecer extrañamente incómoda.

—Sólo que estábamos preocupados por ti, que no sabíamos dónde te habías metido. No le hagas caso, Dora: cualquier otra persona habría reaccionado igual.

—No me lo creo —murmuró mi madre, poniéndose en pie—. Dime la verdad, Fiore.

—Oh, Dios, está bien. —Tras taparse la cara con las manos, Fiore reconoció—: Le dije que Helena nos había avisado de que te encontrabas en Villa Angelica. Que podía acabar sucediéndote lo mismo que a las demás mujeres asesinadas si no acudíamos en tu auxilio.

Aquello dejó a mi madre sin habla. Se volvió hacia mi padre, que había enrojecido.

—¿Tú sabías que me encontraba en peligro? ¿Por qué no quisiste ir con los demás?

Pero yo ya me había imaginado la respuesta y, aunque recé con todas mis fuerzas para que mi padre le mintiera, sentí que se me caía el alma a los pies al oírle contestar:

—Porque creí que era la princesa la que hablaba a través de tu boca después de haberte convencido de que Luca era el culpable de todo.

—¡Lionel…! —dejó escapar Fiore mientras mi madre abría aún más los ojos. Todas las emociones que antes había sido incapaz de expresar parecieron pasearse por su rostro.

—Tienes que entenderlo —se apresuró a añadir mi padre, más desasosegado a cada momento—. Fui a buscarte la noche anterior al palacio, pero los carabinieri que montaban guardia no me dejaron entrar. No sabía nada de ti, no tenía ni idea de si seguías con la princesa ni de cuándo pensabas regresar… Temía que no quisieras hacerlo nunca, Dora.

—Y en lugar de creer lo que te contaba Fiore, preferiste pensar que sólo estaba tratando de hacerme la víctima —contestó mi madre—. Muy típico de mí, ¿verdad?

—Ha sido un cúmulo de malentendidos —intervine con un nudo en el estómago—. En el fondo, fue culpa mía, mamá. Tendría que haberle dicho personalmente a papá lo que…

—No —me interrumpió mi madre, y apartó las manos con las que mi padre quiso sujetarle la cara—. No trates de quitarte importancia sólo para tratar de salvarle el pellejo. Sería mucho mejor que admitiera de una vez que le da igual lo que me ocurra.

—Pero ¿qué estás diciendo? —exclamó mi padre—. ¿Cómo puedes…? ¡Dora! —Pero ella ya había empezado a subir la escalera y se apresuró a imitarla mientras Fiore, Santino y Arshad los seguían preo-cupados con la mirada—. Espera, Dora, vamos a hablar de esto…

—Lo superarán —les dije cada vez más cansada—. Se han hecho cosas mucho peores.

—Más vale que tengas razón —suspiró mi hermano, frotándose los ojos—. Demasiadas desgracias han ocurrido en estos días para perder el tiempo peleándonos entre nosotros.

—Bueno, tal vez deberíamos quedarnos con las cosas positivas. —Por un momento me pareció que Fiore me miraba de reojo, pero se conformó con decirle a su hijo—: Puede que a Enzo le guste mi bizcocho de almendras. Deberías invitarle a cenar un día de estos.

—¿A Enzo? —Santino se quedó observándola perplejo, y yo sonreí—. ¿Cómo sabes…?

—No me hace falta el don de la adivinación: me basta con mirar esta cara. —Fiore le dio una palmadita en la mejilla—. Que haya sido una madre demasiado protectora no me ha impedido darme cuenta de lo que sentías. Si es lo que te hace feliz, si tan convencido estás de que lo necesitas…, yo sólo puedo decirte «adelante».

—Mamá… —Santino fracasó estrepitosamente en su intento por mantener la calma mientras la envolvía en un abrazo—. No imaginas lo que significa para mí escuchar eso.

—Claro que sí. Lionel, por una vez en su vida, estaba en lo cierto: basta de cadenas.

—¿Has dado con tu Romeo, entonces? —pregunté con una sonrisa aún mayor—. ¿Se trata de la persona con la que vivirás feliz, comerás perdiz y todas esas cosas tan cursis?

—Todavía no lo sé —sonrió mi hermano a su vez—, pero espero poder descubrirlo con el tiempo. Aunque no en Nápoles, desde luego; aquí no tendrían compasión con nosotros.

—Quizá marcharnos sea lo mejor que podamos hacer —coincidió su madre con un profundo suspiro—. Con todo lo que ha ocurrido últimamente, tengo la sensación de que este mundo está infestado de almas en pena. Aún sigo viendo a la pobre Barbara en cada habitación de esta casa, y estoy segura de que con Luca acabará pasándome lo mismo…

—«Es la fiesta de los fantasmas que desconocen la hora de su muerte» —dijo Arshad en voz baja; supuse que sería otro verso de Tagore. Me quedé mirando cómo metía una mano en el bolsillo de su túnica y me la alargaba con el pequeño cuerno de coral—. Esto sigue siendo tuyo. Parece que al final nos ha ayudado, aunque te cueste creer en ello…

—Puedes quedarte con él. —Cogí el cuerno para devolverlo a su bolsillo y coloqué en cambio la palma de la mano encima de la suya—. Este es el único amuleto que necesito.

Fue un alivio verle esbozar una sonrisa, por triste que siguiera siendo, y asentir con la cabeza mientras apretaba mis dedos. Antes de que pudiera contestar, nos interrumpió un repentino alboroto procedente de la escalera en la que acababa de aparecer mi madre.

Aún debía de estar algo mareada, a juzgar por cómo se agarraba a la balaustrada. No obstante, aquello no me alarmó tanto como lo que sostenía en la otra mano: una maleta.

—Dora. —Mi padre bajaba tras ella, más blanco de lo que había estado en la vida—. Haz el favor de escucharme, por lo que más quieras… Sabes que todo esto es un sinsentido.

—Por lo que más quiera —repitió ella, y se detuvo para alzar los ojos hacia él—. Tal vez el problema esté en que hasta ahora no habías podido entender qué era lo que quería.

—¿Qué pasa ahora? —quise saber con una creciente inquietud—. ¿Adónde vas con eso?

—Pregunta mejor adónde vamos —fue su respuesta. Tenía los ojos húmedos, pese a lo furiosa que estaba—. Ve a por tus cosas, Helena; nos marchamos ahora mismo de aquí.

—¿Qué? —dejé escapar. Mi padre parecía haberse quedado paralizado—. Pero ¿es que te has vuelto loca? Ni siquiera deberías estar en pie, ya oíste lo que el médico te…

—No me hagas repetírtelo otra vez: he dicho que subas de inmediato a tu cuarto.

—Dora. —Fiore se acercó al pie de la escalera, tragando saliva—. Si esto tiene que ver con Santino y conmigo, te aseguro que no os causaremos más problemas. Ni siquiera tendrás que volver a vernos cuando regreséis a Inglaterra, si es lo que tanto te molesta…

—Fiore, no digas tonterías —contestó mi madre. Dio un tirón al pañuelo morado que asomaba por la abertura de su maleta; parecía haber arrancado la ropa del armario para meterla dentro de cualquier manera—. Pocas cosas me han alegrado tanto en los últimos meses como haberte conocido. Estoy segura de que, si todo hubiera acabado mal, si Luca me hubiera asfixiado con esa maldita cosa, lo habrías lamentado más que otras personas.

—Pero ¿cómo demonios puedes decir algo así? —exclamó mi padre, más asustado de lo que lo había visto en medio de un tiroteo, probablemente más que en las trincheras del Somme—. ¡Ya te he dicho que he sido un idiota por no creer que estuvieras en peligro, pero eso no cambia lo que siento por ti! Después de todos estos años, de todo lo que tú y yo…

—No voy a ir contigo —le dije a mi madre cuando se giró hacia mí, anudándose el pañuelo alrededor de la cabeza para esconder su pelo—. Esto es una completa estupidez.

—Me lo imaginaba —contestó ella—. No sé cómo pude pensar que por una vez harías el esfuerzo de ponerte en mi piel. Se te da mucho mejor salvarme la vida que quererme.

Aquello se me clavó en el pecho como un cuchillo. Habría podido soportar que mi madre se pusiera hecha una furia, que me riñera o me amenazara con castigarme, pero esa absoluta resignación me hirió más de lo que podría expresar con palabras. Sentí cómo los dedos de Arshad se tensaban alrededor de los míos cuando ella, después de abrirse camino entre Fiore y Santino, cruzó el patio para abrir la puerta de la calle de un tirón.

Las prisas que se dio mi padre para alcanzarla le hicieron tropezar con uno de los geranios de Fiore. La maceta rodó unos peldaños hasta hacerse añicos, llevándose otras dos por delante y haciéndole perder el equilibrio. Santino se apresuró a agarrarle, pero él ni siquiera se dio cuenta; lo único que pudo hacer fue echar a correr detrás de mi madre mientras San Gregorio Armeno, más despierta y despiadada que nunca, como si estuviera disfrutando con lo que ocurría, nos devolvía el eco de sus gritos: «¡Dora, Dora, Dora!».