El olor de la leña quemándose me recordó a la madre patria. El humo denso y plateado que, en las noches frías de invierno, se eleva por encima de los pueblos y te llena las fosas nasales, te seca la garganta y poco menos que reclama un whisky con el que limpiarte el esófago de hollín. Pero aquí, en el calor de una noche de luna bengalí, el humo no salía de las chimeneas sino de los fuegos de mil cocinas autóctonas.
La Ciudad Negra parecía cobrar vida entonces. Justo cuando se vaciaban las avenidas de la Ciudad Blanca, cuyos pobladores acudían a sus clubes o se refugiaban tras las altas paredes encaladas, los habitantes de la Ciudad Negra salían a la calle para congregarse en los puestos de té o juntarse a fumar y hablar de política en las verandas. Al menos los varones.
Vestidos de civiles, con ropa nativa y sandalias, Digby, Banerjee y yo caminábamos en silencio por una de las calles aledañas a la carretera de Bagbazar.
En Lal Bazar, que había sido nuestro punto de encuentro, Banerjee me había dado más malas noticias. La lista de equipajes del correo de Darjeeling de anoche había desaparecido. Una de las dos copias estaba en el tren, y debían de habérsela llevado los asaltantes. La otra debería haberse archivado en la estación de Sealdah, pero no la encontraban. A Banerjee le habían asegurado que se solía tardar varios días en tramitar y archivar la información, y que el jefe de estación no repararía en medios para localizar el documento.
Digby había conducido desde Lal Bazar hasta Grey Street, a menos de un kilómetro. Al tratarse de una zona de la ciudad en la que no había muchos coches, seguir conduciendo habría llamado la atención, así que el resto del camino lo hicimos a pie internándonos por calles tan pobladas como oscuras. Digby y yo llevábamos capas con capuchas, y debajo de éstas unos turbantes rudimentarios que nos había anudado uno de los policías sijs de Lal Bazar, para gran regocijo de sus compañeros. Me calé bien la mía. Ver pasearse a dos sahibs por Bagbazar a esas horas de la noche habría despertado tanto interés indeseado, o más, que el coche. Por eso nos movíamos con disimulo, aprovechando al máximo la oscuridad; al menos Digby y yo, porque Surrender-not, que no tenía la necesidad de ocultar su aspecto, caminaba tranquilamente unos pasos por delante, a la vista de todos, asegurándose de que el camino estuviera despejado. Yo habría jurado que al sargento le procuraba un cierto goce perverso poder caminar sin trabas por la calle mientras nosotros, los ingleses, nos veíamos obligados a ampararnos en las sombras.
Torcimos por un callejón no muy distinto del pasaje en el que habían encontrado a MacAuley. Nos topamos con una manada de perros callejeros que dormitaban en medio de la calle; uno miró a Banerjee y bostezó perezosamente. El sargento empezó a abrirse paso entre ellos con cuidado. Justo entonces, en la bocacalle, aparecieron dos bicicletas a pocos metros. Banerjee debía de haberse distraído con los perros, y no las había oído. Cuando las advirtió, ya no tuvo tiempo de avisarnos. Al ver acercarse el par de luces, Digby se puso nervioso. Pronto tendríamos encima a los dos hombres.
—¿Estamos cerca? —susurré.
—Demasiado como para arriesgarnos a que nos vean —murmuró él—. Tendremos que abortar.
Era una situación que ya habíamos previsto. El hecho de ser descubiertos y reconocidos como sahibs en las inmediaciones del lugar donde habíamos quedado con el informador comportaba el riesgo de dejar a éste sin tapadera, y Digby no estaba dispuesto a correrlo. Cabía la posibilidad de que los dos ciclistas pasaran sin prestarnos la menor atención, pero Digby había dejado muy claro que en lo referente a los nativos no podía darse nada por supuesto, y que ninguno era de fiar. Con el ambiente tan caldeado como estaba, dos sahibs en el lugar equivocado podían convertirse en un blanco tentador para toda suerte de acciones, desde el robo hasta el linchamiento. Si nos descubrían, tendríamos que volver, al menos un par de horas después. Sin embargo, el informador sólo permanecería una hora en el punto de encuentro, tal como establecía el protocolo. Alargarlo se consideraba un riesgo excesivo. Si abortábamos la operación, tendríamos que esperar veinticuatro horas para poder llevar a cabo una nueva tentativa, y ni en sueños estaba yo dispuesto a sacrificar un día más. Busqué como un loco algún sitio donde resguardarme, pero no encontré ninguno.
Las bicicletas ya estaban casi a la altura de Banerjee, a quien en ese momento pareció ocurrírsele una idea, porque levantó un pie y lo descargó con fuerza sobre la cola de uno de los perros. Lanzando un aullido de dolor, el animal salió corriendo por el callejón como si lo estuvieran electrocutando, y les cortó el paso a los ciclistas. Chocó de lleno con uno, que salió despedido unos tres metros por encima del manillar. El aullido del perro despertó a sus compañeros de manada, que enseguida rodearon a los ciclistas entre ladridos furibundos. Mientras Banerjee acudía en ayuda de los accidentados, Digby y yo aprovechamos el caos subsiguiente para alejarnos deprisa sin llamar la atención. Nos detuvimos no muy lejos y esperamos a que Banerjee se reuniera con nosotros. Digby se agachó como si tuviera que atarse la hebilla de una sandalia, mientras yo me situaba de cara a la pared y fingía aliviarme en la cloaca al aire libre. Por fin llegó Banerjee caminando tranquilamente y sonriendo como un derviche.
—Menudo número ha montado, sargento —susurré.
—Gracias, señor —contestó él—. Aunque diga el refrán que no hay que despertar a los perros que duermen, por lo visto hay excepciones.
Unos minutos más tarde nos detuvimos junto a una casa destartalada y en sombras, y Digby abrió en silencio un candado herrumbroso y soltó la cadena que mantenía cerrada la puerta principal. Tras franquearnos el paso al interior, completamente oscuro, bloqueó la puerta con una viga de madera. Al ver con qué facilidad daba con ella a oscuras, me imaginé que no era la primera vez que estaba allí. Sacó un librillo de cerillas y prendió una, que tras el fogonazo inicial bañó de una luz suave una habitación de aspecto ruinoso, llena de polvo y olor a moho. Sin perder más tiempo, nos llevó hacia el fondo de la casa, donde abrió con llave otra puerta, vieja, gastada y provista de un pasador endeble. Salimos a un patio y lo cruzamos.
—Esperen aquí —susurró cuando llegamos al fondo del patio.
Se alejó y empezó a buscar entre la hierba, que le llegaba hasta la cintura. Poco después volvió con una caja de madera, que Banerjee le ayudó a colocar junto a la pared. Digby se subió a la caja y se aupó a lo más alto, desde donde nos hizo señas de que lo siguiéramos. Detrás había otro jardín tapiado, y al fondo una puerta iluminada por un quinqué que colgaba de un clavo torcido. Digby cruzó el patio en silencio y llamó dando golpes. Se abrió un resquicio, y un ojo nos examinó con desconfianza antes de abrir un poco más la puerta, que rozó el suelo.
En ese momento pude ver a nuestro anfitrión, un nativo de mediana edad, tirando a calvo, con unos ojos negros de mirada dura que en su gruesa cabeza parecían dos manchas en una patata. Fumaba un bidi, una hoja enrollada con tabaco dentro y un cordel en una punta para que no se abriera: el cigarrillo de los pobres.
—Llegan tarde —dijo con voz áspera y nerviosa antes de dar una calada—. Estaba a punto de...
Digby lo enmudeció con la mirada.
—Hemos tenido que tomar algunas precauciones. ¿O quizá preferirías que hubiésemos llegado puntuales con un par de wallahs del Congreso pisándonos los talones?
El hombre levantó las manos en señal de rendición.
—¡No, no, claro que no!
Se pasó una mano por el cuero cabelludo, para atusarse unos mechones negros y grasientos.
—Por aquí.
Nos condujo a una escalera por la que se bajaba a una bodega claustrofóbica, que apestaba a sudor y alcanfor. Tras señalarnos una serie de esterillas de mimbre repartidas en torno a una mesa baja de madera, fue a sacar una botella y unos vasos de un armario tosco que parecía haber vivido mejores épocas.
—¿Qué, subinspector, qué le parece? —dijo, levantando la botella—. ¿Bebemos un poco antes de hablar de negocios?
—Venga —dijo Digby.
Puso los vasos en la mesa y los fue llenando con el líquido entre marrón y dorado.
—¿Qué es? —pregunté.
—Arrak —contestó, sonriendo—. Muy buen licor, no lo dude. Lo hacen sólo en el sur.
Digby asintió y tomó un sorbo. Yo seguí su ejemplo. Era muy fuerte, uno de esos licores que te dejan como nuevo o te abrasan las entrañas.
—Yo no tomo —dijo Banerjee, empujando su vaso.
—¿No compartirá el aguardiente con nosotros? —preguntó el nativo—. Todos los indios deberían beber alcohol. Y comer carne. Carne roja, sobre todo de buey. Los británicos —dijo, señalándonos a Digby y a mí— consumen alcohol y buey, incluso las memsahibs. Por eso son fuertes. Por desgracia, los indios somos demasiado abstemios y vegetarianos. Por eso estamos subyugados.
—Déjate de cháchara —dijo lacónicamente Digby—. ¿Qué sabes, Vikram?
El indio sonrió con malicia.
—El asunto MacAuley... tiene muy disgustados a los británicos. Los periódicos ingleses dicen que es «una calamidad indignante», y exigen que se atrape a los asesinos y se les imponga cuanto antes un castigo ejemplar.
Estaba claro por dónde iba: Vikram tenía información, y sabía que nosotros la queríamos. Con su retórica, trataría de aumentar el valor de la mercancía. Era una mera cuestión de oferta y demanda. Londres, Calcuta... lo mismo daba: un soplón era un soplón, y la economía, algo universal.
—No hay duda de que los sahibs y las memsahibs —siguió diciendo— han entrado en pánico.
—Ve al grano, Vikram —dijo Digby.
—En Cossipore se habla mucho —continuó el indio—. Muchos rumores, y muchas especulaciones. Ya sabe cuánto nos gusta hablar a los indios, subinspector. Los británicos incluso sacan leyes para que dejemos de hacerlo, pero nosotros, dale que dale. Y la gente siempre chismorrea con el paan wallah de su barrio. He oído cosas...
Digby lo interrumpió.
—No me interesan los chismorreos, Vikram. O tienes algo o no tienes nada. No me hagas perder más tiempo. —Hizo ademán de levantarse.
—¡Espere! —exclamó el indio—. Sabe que tengo buenas fuentes. ¡Mis informaciones son de primerísima categoría!
Digby miró al nativo a los ojos y volvió a sentarse lentamente.
—Bueno, pues suelta lo que tienes.
El indio vaciló, señal de que estaba meditando su siguiente paso. Vender información es como vender sexo: tienes que excitar al consumidor, revelarle lo justo para que se le despierte el apetito, pero dejar bastante a la imaginación para que el muy tonto compre la mercancía.
—Hace dos días, la noche del desafortunado deceso del burra sahib, en una casa de Cossipore se celebró una reunión prohibida. Unos canallas se pusieron a soltar todo tipo de barbaridades sediciosas ante un público autóctono, y pronunciaron discursos encendidos y grandes palabras sobre la necesidad de hacer llegar un mensaje a los británicos. Yo tengo todos los datos sobre la reunión y sobre lo que pasó después. Se me ocurre que para usted sería información valiosa, ¿no, subinspector?
—¿Tienes nombres? —preguntó Digby.
—Hay uno, en concreto, que me ha sido mencionado por activa y por pasiva.
Esta vez fue Digby el que se quedó pensativo.
—Vale, te pagaré lo de siempre. Venga, suéltalo.
El soplón contestó con una risa servil.
—Por favor, subinspector, seguro que con mi información pondrá a los malhechores entre rejas; y como es un caso importante, los burra sahibs lo ascenderán. ¡No lo dude!
Se frotó el pulgar con los otros dedos de la mano.
—Creo que eso merece que me pague un «extra», ¿verdad?
A Digby le salió bastante bien fingir indiferencia, pero todos sabíamos que era un farol.
—Vale —dijo finalmente—, veinte más.
—Cincuenta —contraatacó el indio.
Digby resopló por la nariz.
—Treinta, que es más de lo que vales tú. O lo tomas, o lo dejas.
En la cara del chivato apareció una sonrisa empalagosa. En vez de contestar, se limitó a asentir de esa manera tan particular que tienen los indios, como dibujando un ocho, esa sonrisa que siembra en ti la duda de si están de acuerdo, en desacuerdo o limitándose a reservarse la posibilidad de decidir más tarde.
Digby sacó la cartera, contó ochenta rupias en billetes y los puso encima de la mesa. Equivaldrían a un poco más de cinco libras; no era barato, pero la relación calidad precio era buena si la información resultaba ser tan valiosa como aseguraba el chivato.
—Bueno, venga, suéltalo —dijo—. Palabra por palabra.
Vikram se guardó el dinero rápidamente. Antes de seguir levantó la botella, rellenó los vasos y brindó a nuestra salud.
—Bueno, pues la reunión de Cossipore —dijo— tiene lugar en la residencia de un tal Amarnath Dutta, un radical como pocos. Dirige un noticiario en bengalí que se llama New Dawn, hasta que se lo cierran los británicos, pero sigue implicado en la llamada «lucha por la libertad». —Hizo un gesto con la mano—. Tonterías, obviamente, pero, en fin, he oído que participan unos quince hombres, todos de categoría: comerciantes, ingenieros, abogados... Dutta da un discurso, pero en realidad todos han ido a oír a otra persona: Benoy Sen.
—¿Sen? —dijo Digby, animándose de golpe—. ¿Ha vuelto a Calcuta, entonces?
Vikram asintió, con ganas de complacerlo.
—¡Sí, sí, no le quepa duda! Por lo visto, Sen da un discurso sobre la necesidad de responder a la agresión británica con acciones rotundas. Dice que hay que transmitir un mensaje que no puedan ignorar. ¡A todos los oyentes les entusiasman sus palabras exaltadas! Luego el señor Dutta les pide que respondan al llamamiento de Sen y luchen con vigor, tras lo cual la reunión se disuelve.
—¿Y después? —pregunté.
Vikram sonrió.
—¡Eso es lo más intrigante, inspector sahib! Al día siguiente, cuando encuentran el cadáver, la gente dice que tiene que haber sido Sen.
—¿Y por qué no alguno de los otros que estuvieron en la reunión? —pregunté.
El chivato negó con la cabeza.
—Imposible, sahib. Son todos abogados y contables, lo que ustedes los británicos llaman «revolucionarios de salón».
—¿Qué le parece? —le pregunté a Digby.
—Estoy de acuerdo con Vikram —contestó—. Ese tipo de bengalí abunda en Calcuta. Hablan y hablan, pero no hacen nada. Lo que entienden ellos por actuar es escribirle una carta formal al virrey. Serían incapaces de matar una mosca. Tiene que haber sido Sen. —Se volvió hacia Vikram—. ¿Dónde está?
El chivato compuso una mueca de consternación muy estudiada.
—Por desgracia no lo sé, sahib. Puedo intentar averiguarlo, pero ese tipo de información no sale barata. Lo mejor sería que pudiera disponer de un adelanto para cubrir gastos.
Digby arrojó otro billete de diez sobre la mesa. Vikram sonrió y se lo guardó.
• • •
Tras despedirnos del soplón, volvimos a saltar la tapia y a entrar en la casa, desde donde rehicimos el camino hasta Grey Street y el coche.
A pesar de la hora, Digby seguía más despierto que un huno en una fábrica de salchichas. Los tres teníamos la sensación de haber hecho un gran avance, pero era él el que estaba más entusiasmado. En un gesto de bonhomía se brindó a acercarme a la casa de huéspedes, e incluso se ofreció a dejar a Banerjee en una parada de rickshaws.
—Hábleme de Benoy Sen —le pedí cuando el sargento se bajó del coche.
—Es el líder de facto de Jugantor —contestó Digby—, uno de los incontables grupos revolucionarios que aspiran a echarnos de la India. Mala gente. Ya han asesinado a unos cuantos policías. Durante la guerra maquinaron traer de contrabando armamento alemán. Pretendían poner en marcha una insurrección armada y conseguir que los regimientos nativos del ejército se amotinasen. Era un plan bastante sofisticado, que habría provocado un sinnúmero de muertes. Por suerte, la Sección H se enteró, y cuando llegaron las remesas de armas estábamos nosotros. Conseguimos pillar por sorpresa a los cabecillas. Casi toda la cúpula de Jugantor fue arrestada, o murió en el tiroteo cuando huían. El único que escapó con vida fue Sen. Se rumoreó que estaba escondido en las montañas, cerca de Chittagong. Si se ha arriesgado a volver es porque están tramando algo gordo.
Después de que Digby me dejara en la entrada del Belvedere, me dije que tal vez no había sido del todo justo con él. Esa noche, su aplomo ante el chivato me había impresionado. Y, para ser sincero, casi todos los avances que habíamos logrado se debían a él, empezando por el reconocimiento del cadáver, siguiendo por la índole política del crimen y acabando, ahora, con la identificación de uno de los sospechosos principales. Más allá de sus bravatas y sus ínfulas coloniales, era un policía al que había que tener muy en cuenta. Razón de más para extrañarse de que no hubiera pasado de subinspector.
Cuando entré, aún había luz en el salón. Hacía casi dos horas que había terminado la cena, pero al parecer la señora Tebbit y varios de los huéspedes seguían levantados. Supuse que me estaban esperando. Debían de haber visto el titular del Statesman y querrían recibir información de primera mano. Cerré la puerta con el máximo sigilo y recorrí el pasillo de puntillas con la esperanza de llegar a mi cuarto sin que nadie se diera cuenta, como un colegial descarriado que vuelve al internado después del toque de queda. Iba ya por la escalera cuando se abrió la puerta del salón y un chorro de luz recortó la silueta inconfundible de la señora Tebbit. Todo en ella era imponente, incluso su sombra.
—¡Ah, es usted, capitán Wyndham! —exclamó como si saludase la segunda venida del Señor—. Ya me imaginaba que trabajaría hasta tarde, por eso le he guardado algo de cena. Supongo que tendrá mucha hambre.
—Se lo agradezco mucho, señora Tebbit —dije—, pero estoy bien, gracias.
—¡Capitán, tiene que cuidarse! Piense que en estos tiempos azarosos dependemos de usted para protegernos de la perversidad de los nativos.
En ese momento, la señora Tebbit se me antojaba sobradamente capaz de protegerse por sí sola de cualquier nativo, perverso o no; y, dada su corpulencia, era más probable que la protección la precisaran ellos. Sin embargo, como era imposible renunciar a su comida o sortear sus preguntas sin parecer un maleducado, me resigné a lo inevitable. Al menos, gracias a mi profesión me manejaba bien con las preguntas. Sonreí y la seguí al comedor, en el que tomé asiento mientras ella me servía una copa de vino y me traía un pastel de carne frío, acompañado de unas cuantas rebanadas de pan y mantequilla. Una cena sencilla. Con algo de suerte, habría menos posibilidades de que le hubiera salido mal. Justo cuando empezaba a cortar el pastel, Byrne y Peters aparecieron como si tal cosa, con el pretexto de hacerme compañía. La señora Tebbit les sirvió una copa de vino, y para ella, un dedo de jerez.
—Qué espantoso, lo que le ha ocurrido a MacAuley —dijo Peters sin dirigirse a nadie en concreto.
—Un verdadero horror —añadió la señora Tebbit, chasqueando la lengua—. Uno ya no sabe si puede dormir tranquilo.
Me habría gustado señalarle que a MacAuley no lo habían asesinado en su cama, sino a casi diez kilómetros de ella, en un callejón detrás de un burdel, pero sospeché que no era lo que querían oír, así que me concentré en el pastel de carne.
—Una vergüenza, eso es lo que es, señora Tebbit —añadió Peters—, y una desfachatez. A quién se le ocurre matar a sangre fría a un representante del rey emperador en la segunda ciudad del Imperio... No sé cómo pueden tener la cara tan dura estos wogs del demonio.
Siguió unos minutos en la misma línea, sulfurándose cada vez más, mientras la señora Tebbit manifestaba su acuerdo con chasquidos de la lengua. Después, ésta se volvió hacia mí.
—¿No podría usted tranquilizarnos, capitán?
Le solté el rollo de siempre: que estábamos haciendo todo lo posible, que el crimen estaba siendo investigado a fondo sin escatimar esfuerzos, etcétera. En vista de que no parecía bastarle, añadí un colofón.
—No tienen nada que temer.
—Todo eso está muy bien, capitán —contestó ella—, pero ¿y si ese crimen es el principio de una campaña? Como sigamos así, los europeos tendrán miedo de salir a la calle de noche.
—Eso no va a ocurrir —respondí—. Además, señora Tebbit, me sorprende usted. Una inglesa recia, de pura cepa... Si de alguien no me esperaba que se dejara intimidar por los actos de un puñado de nativos descontentos era de usted. ¡No hay que dejarse amilanar, mi buena señora!
Funcionó. Tengo observado que cuando la lógica falla, a menudo se consigue el efecto deseado con una apelación al patriotismo más puro y duro.
—No, no, por supuesto —balbuceó ella—, no lo decía porque...
—Tiene razón el capitán —dijo Byrne—. Tampoco es que sea nada nuevo, señora Tebbit, qué quiere que le diga... Además, para mí el problema no son los violentos, sino los que predican la «no violencia». Ahí está el quid de la cuestión. Aunque lo llamen «resistencia pacífica», en realidad es una guerra económica. Piense en el boicot contra los paños ingleses, en el daño que está haciéndole al comercio... Este último año, yo, sin ir más lejos, he perdido un treinta por ciento de mis ventas, y en algunas zonas un cincuenta. Como la situación se alargue mucho, en verano no tendré trabajo.
»Y no es sólo Bengala, sino todo el país... ¡Por el amor de Dios! Y lo peor es que no se puede hacer nada. Vaya, que no se puede encarcelar a la gente porque no compre tela.
Las palabras de Byrne fueron calando hasta provocar el desánimo. A la señora Tebbit le pareció que se le caía el mundo encima. Peters, por su parte, estaba que echaba chispas. Me inspiraron cierta compasión. A sus ojos, el país lo habían levantado ellos y sus semejantes, y ahora sus logros estaban en peligro. Lo que no les cabía en la cabeza era la desfachatez de los indios. Después de todo lo que habían hecho por su país, ¿cómo tenían el descaro de pretender despacharlos a Gran Bretaña? En el fondo lo que sentían era miedo. Por muy británicos que se considerasen la señora Tebbit y otros como ella, no conocían otra vida que la que tenían en la India, una vida de fiestas al aire libre y cócteles en el club. Eran como flores híbridas trasplantadas a suelo hindú, y tan aclimatadas que, si se las devolvía a Gran Bretaña, probablemente se marchitarían y morirían.
Acabé de comer y la señora Tebbit se llevó el plato.
—Es tarde —señaló Peters—. Será mejor que me acueste.
Se levantó y, tras desearnos buenas noches, se fue; sus pasos cansinos resonaron mientras subía despacio por la escalera. Al darse cuenta de que no iba a conseguir más información, la señora Tebbit también se disculpó y se fue a dormir. Nos quedamos solos Byrne y yo, con media botella de vino tinto. Byrne sacó dos cigarrillos y me ofreció uno, que acepté y encendí.
—¿Participa usted directamente en la investigación del caso MacAuley, capitán? —preguntó.
No mostraba ningún interés en especial. Tuve la impresión de que sólo quería evitar el silencio.
—La verdad es que sí —contesté—, pero no puedo explicarle nada que no les haya dicho a los demás.
—Lo entiendo. —Asintió con la cabeza—. El caso es que, en lo que respecta a la seguridad, parecía que las cosas estaban mejorando, y yo tenía la esperanza de que al terminar la guerra se acabarían todas esas tonterías de la independencia.
—¿No simpatiza con su causa? —pregunté—. Yo había supuesto que muchos de sus compatriotas lo veían de otra manera...
—Como vendedor de telas, le aseguro que no me provocan la menor simpatía. Ahora bien, como irlandés... —Sonrió—. Eso ya es otra historia.
Levantó la copa para brindar.
—Lo que pasa —siguió diciendo— es que, por lo general, los terroristas indios son un poco incompetentes, al menos los bengalíes. Pierden mucho el tiempo peleándose entre ellos, y cuando se cansan de pelearse, que es casi nunca, por suerte, consiguen hacerse saltar por los aires sin herir a nadie más. Si alguna vez se las arreglan para matar a alguien, la víctima no es la que querían, sino algún inocente que pasaba por ahí. Entre una cosa y otra, normalmente acaban en la cárcel, o muriendo en un tiroteo poco tiempo después. Estese tranquilo, capitán, que a este paso pueden pasar otros cien años sin que hagan ni una sola muesca en los cimientos del Raj. Mire, el problema es el siguiente: el típico revolucionario bengalí es un diletante. Sólo hay que verlos. Son todos unos hijos de papá, de la mejor casta y condición social, que se toman la lucha por la independencia como una especie de cruzada noble y romántica. En un aula universitaria estaría muy bien, pero, claro, para acabar con cien años de dominio británico se necesitan hombres duros de verdad, hijos de la clase obrera que hagan las cosas como está mandado, no una pandilla de intelectuales decadentes que no saben ni sostener una Mauser.
—Si son tan incompetentes como dice —pregunté—, ¿por qué está todo el mundo tan asustado con el asesinato de MacAuley?
Byrne se tomó un momento para pensar y beber un sorbo de vino.
—¿Sabe cuántos británicos hay en la India, capitán?
—¿Medio millón? —calculé.
—Ciento cincuenta mil. Sólo. ¿Y sabe cuántos indios hay? Se lo voy a decir: trescientos millones. ¿Cómo cree que controlan ciento cincuenta mil británicos a trescientos millones de indios?
No dije nada.
—Superioridad moral. —Hizo otra pausa para subrayar sus palabras—. Para que unos pocos manden sobre muchos, los gobernantes tienen que proyectar un aura de superioridad sobre los gobernados; no sólo física o militar, ¿entiende?, sino también moral. Lo más importante es que los súbditos, a su vez, se crean inferiores y estén convencidos de que salen ganando si se dejan gobernar.
»Todo lo que hemos hecho desde la batalla de Plassey parece pensado para que los nativos no se muevan de su sitio, para convencerlos de las bondades de dejarse guiar y educar por nosotros. Hay que poner de relieve que su cultura es bárbara, y que su religión se sustenta en falsos dioses. Incluso su arquitectura debe ser inferior a la nuestra; si no, ¿por qué íbamos a construir un mamotreto de mármol blanco como el Victoria Memorial, más grande que el Taj Mahal?
»Prescindimos hasta de los hechos si amenazan con perjudicar la imagen que queremos mantener. Fíjese en cualquier atlas indio de primaria: ponen Gran Bretaña al lado de la India, con una página para cada uno. ¡No les enseñamos ni lo que es una escala, no fuera que los niños morenitos se dieran cuenta de lo minúscula que es Gran Bretaña en comparación con su país!
»El problema, capitán, es que durante los últimos doscientos años hemos acabado por tragarnos nuestra propia propaganda. Creemos que somos superiores a los desgraciados que nos obedecen, y cualquier cosa que ponga en peligro esa ficción supone una amenaza para todo el sistema. Por eso se ha armado tanto revuelo con el asesinato de MacAuley. Es un ataque a dos niveles: por un lado, nos demuestra que como mínimo hay algunos indios que ya no se consideran inferiores, hasta el punto de poder organizar con éxito la muerte de un miembro tan destacado de la clase dominante; por el otro, rompe nuestra propia ficción de superioridad.
Apuró el vino de la copa.
—O sea que usted no cree en la superioridad del hombre blanco, ¿no? —pregunté.
—Llevo más de quince años aquí y aún no he visto nada que la demuestre. Mire, capitán, yo soy irlandés. Sólo por ese hecho en Londres muchos de sus compatriotas me verían como un paleto. Si no acepto esas ideas, ¿qué puede darme derecho a considerarme superior a otra raza? Además, los tiempos cambian. El viejo orden ha empezado a desmoronarse. Uno se da cuenta al mirar el mapa de Europa: Polonia, Checoslovaquia, y tantas otras naciones que acaban de independizarse... Si creemos en su derecho a la autodeterminación, ¿por qué iba a ser distinto el caso de la India?
Encendí un cigarrillo mientras él apuraba su copa.
—Pero, bueno, ya es tarde —dijo—. Será mejor que me vaya a la cama.
Se levantó y me dio las buenas noches.
—Por cierto, deberíamos despedirnos, ¿no? —dije yo—. ¿No sale mañana para Assam, a las plantaciones de té?
—Ah, sí. —Sonrió—. Me temo que ha habido un cambio de planes. Me quedo en la ciudad unos días más.
Le di las buenas noches y me quedé fumando a solas. El argumento de Byrne era interesante, aunque también yo podría haber dicho que mis ideas sobre la superioridad británica, si es que las había tenido alguna vez, habían muerto en Flandes, junto con mis amigos. De todos modos, daba igual. Ni la autodeterminación ni la superioridad moral eran de mi incumbencia. Habían asesinado a un hombre, y mi trabajo era encontrar a los culpables. La política se la dejaba a los demás.