CINCO

Era la hora.

Tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para levantarme y, medio tropezando, fui a refrescarme la cara, porque la tenía cubierta de sudor. Luego me puse una camisa y unos pantalones de lo más normales y salí sin hacer ruido de la habitación. Me cercioré de cerrar con llave la puerta de la calle. En la esquina de la plaza había varios wallahs de rickshaw enfrascados en una discusión acalorada. Mi llegada fue acogida con miradas recelosas y una pausa repentina en la conversación.

—¿Inglés? —pregunté.

—Yo hablo inglés, sahib —contestó el más joven, un chico enjuto que llevaba una camisa amarillenta y un lunghi de cuadros rojos.

Me fijé en él. Ojos negros y la piel del mismo color que el puro que aguantaba con dos dedos manchados de tabaco. Se lo acercó a los labios para darle una calada larga, y al hundir sus mejillas se acentuó el carácter anguloso de su cara picada por la viruela.

—Tengo que ir a Tangra —dije.

Los otros wallahs se echaron a reír, intercambiando palabras incomprensibles en algún endemoniado idioma suyo. El más joven negó con la cabeza y sonrió como sonríen todos los nativos cuando están a punto de dar una mala noticia.

—Tangra es lejos, sahib, demasiado para rickshaw.

Maldije. Tonto de mí. Debería haber imaginado que los ocho kilómetros que había hasta Tangra no podían hacerse en rickshaw. No pensaba con claridad, obviamente; pero no soy de los que se rinden, y menos cuando hay opio de por medio.

—Pues, entonces, llévame a una parada de tongas.

Asintió y me ayudó a subir al rickshaw. Al cabo de un momento circulábamos con rapidez por los alrededores de Marcus Square.

—¿Por qué quiere ir a Tangra, sahib? —preguntó mientras tiraba del vehículo.

—Quiero ir a Chinatown.

Sólo había un motivo por el que un europeo quería ir a Chinatown en plena noche, pero habría estado fuera de lugar que un nativo lo dijese de manera explícita.

Sahib —contestó—, si quieres llevo a pequeña Chinatown. Está en Tiretta Bazaar, cerca de Coolootolah. En Tiretta Bazaar encuentra lo mismo que en Chinatown: comida china, medicina china...

No era tonto, no.

—Vale, pues llévame allí —contesté.

Sonreí compungido al pensar en lo que habría dicho la señora Tebbit si hubiera conocido el paradero de su huésped estrella, aunque a mi entender ella tenía parte de culpa: si no me hubiera dado una llave, aún estaría en la cama.

Mentira. Mis ansias eran demasiado fuertes. Si no me hubiera dado una llave, habría buscado otra vía de escape, probablemente echando mano de ventanas, sábanas y cañerías. Una de las ventajas prácticas de ir a un internado inglés es que recibes la mejor educación posible acerca de cómo entrar y salir con sigilo de casi cualquier espacio cerrado.

De todos modos, el hipotético desagrado de la señora Tebbit carecía de importancia. Yo no estaba haciendo nada ilegal. En términos estrictos, un inglés puede hacer muy pocas cosas ilegales en la India, y entre ellas no se cuenta ir a un fumadero de opio. En realidad, el opio sólo es ilegal para los trabajadores birmanos. Su posesión está permitida incluso para los indios censados. En cuanto a los chinos... Pues difícilmente podríamos prohibírselo, qué diantre, después de luchar en dos guerras contra sus emperadores por el derecho a venderlo en su país. Y vaya si lo habíamos vendido; tanto que habíamos logrado extender la adicción a una cuarta parte de la población masculina, cosa que, pensándolo bien, probablemente convirtiese a la reina Victoria en la mayor traficante de drogas de la historia.

A esas horas la ciudad estaba tranquila, tan tranquila como puede estarlo Calcuta. Hacia el sur, las calles se volvían más estrechas y las viviendas más destartaladas. Parecía que al margen de las grandes arterias sólo hubiera perros callejeros y marineros igual de callejeros dando tumbos de la cantina al burdel, ansiosos por quitarse de encima las pagas atrasadas que pudieran quedarles antes de zarpar con la siguiente marea.

Nos metimos por uno de tantos callejones, hasta detenernos junto a una entrada en mal estado. No había ventanas ni letreros, sólo una pared con una puerta y uno de esos faroles de papel que tanto les gustan a los chinos. Bajé y pagué. No nos dijimos nada. Yo tenía la mente en otro sitio. Él se limitó a darme las gracias con un gesto de la cabeza y a juntar las manos para hacer el pranaam. Luego se acercó a la puerta, dio unos golpes fuertes y llamó en voz alta. Nos abrió un chino bajo y corpulento, con la camisa sucia y unos pantalones cortos que, dejando a la vista unas rodillas regordetas, le daban el aspecto de un boy scout granadito.

Me miró de arriba abajo, como cuando un granjero examina un caballo cojo para decidir si le pega un tiro, y me hizo señas para que entrase.

—Deprisa, deprisa —dijo, mirando el callejón, como si conversar le resultara una molestia.

Después de una semana de obsequiosidad india, su actitud me produjo un efecto extrañamente refrescante.

Lo seguí por un recibidor con poca luz y una escalera estrecha que daba a un pasillo pequeño. Al fondo había una puerta con una cortina desteñida. Olía mucho a opio, un aroma dulce, a resina y tierra, que despertó algo en mi cerebro. Ya faltaba poco.

El chino abrió una mano. Al no saber cuál era la tarifa, saqué un fajo de billetes sucios, se los di, y él los contó antes de sonreír.

—Espera aquí —dijo, cruzando la cortina.

A medida que pasaban los minutos fui poniéndome nervioso, hasta que al final aparté la tela para echar un vistazo al otro lado. La luz parpadeante de un quinqué iluminaba unas paredes desnudas y unos camastros cortos de madera y cuerdas. No era un fumadero para gente refinada. Nada de lechos de seda, ni de pipas doradas, ni de chicas guapas. Era un sitio para adictos de verdad, hombres de poca monta, con apenas nada por lo que vivir. Lo ideal para mí, en definitiva, aunque no me consideraba un adicto. En mi caso, el consumo era puramente medicinal: necesitaba el opio para dormir, y en ese aspecto era mejor un tugurio de mala muerte en una callejuela perdida que cualquier establecimiento de altos vuelos, aunque pudieran echarse en falta las chicas guapas. La pega de los fumaderos de categoría es la calidad del opio, demasiado alta. El opio puro da energía. Te estimula, y yo no quería estimularme. Lo que quería era olvidar, y eso sólo se consigue con opio barato, la porquería basta, impura, adulterada que dan en esos cuchitriles, mezclada con ceniza y a saber qué más. El resultado final es de euforia, seguida de un estupor que anestesia y adormece. Bendito O... Después de la morfina, es lo mejor del mundo.

De una antesala apareció una oriental joven y de cara redonda, con los labios y las uñas pintados de rojo sangre, y un vestido igual de negro y sedoso que el pelo que le caía por los hombros esbeltos y la espalda. El vestido se abría en un corte hasta el muslo, y me hizo pensar que tal vez me hubiera precipitado a la hora de juzgar aquel sitio.

—Venga conmigo, por favor, sahib —dijo.

Me chocó oír la palabra india en boca de un oriental. Era como si un francés se pusiera a cantar el himno británico. No por ello dejé de seguirla hasta un charpoy, casi al fondo de la sórdida sala.

—Póngase cómodo, por favor —dijo ella, señalando el precario camastro de madera.

Habría sido toda una proeza ponerse «cómodo»... Lo que hice, en cualquier caso, fue tumbarme. Ella desapareció, y al cabo de un momento volvió con una bandeja de madera en la que había una pipa de opio de bambú, sencilla, de caña larga, con una montura de metal conectada a una cazoleta pequeña de cerámica. Al lado había un quemador de alcohol, una aguja larga y, por último, una bolita negra de resina de opio, no mucho mayor que un guisante. Dejó la bandeja en el suelo y procedió a encender el quemador con una vela que había cerca. Luego, con destreza, situó la bola de opio al final de la aguja.

—Opio de Bengala —dijo—. Mucho mejor que el chino. Da más placer al sahib.

Cogió la aguja y la sostuvo encima de la llama. El opio se hizo más grande, pasando del negro a un rojo vivo. Empezó a estirarlo con la habilidad de un maestro vidriero, antes de volver a darle forma de bola. Repitió el proceso varias veces y, cuando vio que el opio estaba bien cocido, lo compactó de nuevo y lo introdujo rápidamente en la cazoleta, antes de pasarme la pipa con la deferencia de un samurái haciendo entrega de una espada. Yo la tomé en mis manos y acerqué la cazoleta al quemador, la acerqué bastante para que una lengua de fuego entrase en contacto con la bola de opio. Una larga calada a la pipa me introdujo en el cuerpo un humo suave, con olor a jarabe. Aspiré hasta que no quedó nada.

Y por fin me dormí.

Me desperté unas horas más tarde y miré el reloj, pero se había parado, como siempre, y marcaba las dos menos cuarto. Siempre se paraba hacia esa hora, y como norma general era poco fiable a partir de las nueve de la noche. Había sido de mi padre, que me lo regaló al cumplir yo los dieciocho años, y era prácticamente mi única herencia familiar. Desde entonces nunca había dejado de ponérmelo, ni siquiera durante mis años en Francia. Empezó a dar problemas en 1916, cuando los alemanes intentaron volarme la cabeza con un proyectil altamente explosivo en el Somme. La explosión me hizo salir volando, y por algún milagro salí indemne, pero el reloj no tuvo tanta suerte. Tenía resquebrajada la esfera y mellada la caja. En el siguiente permiso lo llevé a arreglar, pero desde entonces, como tantos viejos soldados, no había vuelto a ser el mismo. Había un problema con el mecanismo que hacía que a las doce horas de darle cuerda, aproximadamente, empezara a retrasarse, y ya no indicaba la hora exacta. Después de la guerra lo llevé a varios de los mejores relojeros de Hatton Garden, que al término de sus manipulaciones siempre cantaban victoria, pero transcurrida una semana, con la puntualidad de un mecanismo de relojería, volvía a ser el mismo de siempre.

Me incorporé en el charpoy con la camisa empapada de sudor. Las velas se habían consumido y sólo quedaban unos círculos de cera fosilizados en el suelo. La luz del quinqué me permitió distinguir a un par de clientes más, de costado en sus catres, inconscientes. A la chica no la vi por ninguna parte. Me levanté despacio y subí por la escalera, hasta que salí dando tumbos a la calle.

Se había levantado una niebla industrial. El mal olor nocturno me hizo pensar en Londres. Hasta ese momento no me había planteado cómo regresar a la casa de huéspedes. A esas horas, las posibilidades de encontrar transporte eran escasas. En el fondo no había alternativa a caminar, pero, claro, para eso debería haber sabido dónde estaba... Me reproché con dureza no haber tenido la lucidez de pedirle al wallah que me esperase con el rickshaw. De repente me vino una idea a la cabeza: MacAuley había perdido la vida hacía casi exactamente veinticuatro horas, en un barrio igual de asqueroso. Sería irónico que el encargado de investigar su muerte pereciera asesinado en circunstancias similares, con tan poca diferencia temporal; irónico, y no muy agradable.

Eché a caminar con la esperanza de estar yendo hacia el norte, guiándome por una sola luz que la niebla reducía a una mancha naranja. De pronto oí un ruido a mis espaldas, y al volverme de golpe, buscando el revólver, caí en la cuenta de que lo había dejado en el respaldo de la silla de mi habitación. Otra cosa que reprocharme.

—¿Quién anda ahí? —pregunté en voz alta, confiando en que no se me notase el miedo.

Silencio. Una rata enorme salió correteando de la oscuridad y se lanzó a una alcantarilla descubierta. Suspiré de alivio. La ciudad me estaba volviendo aprensivo.

Cuando di media vuelta de nuevo noté algo. Nada tangible, sólo un cambio en el aire y un desplazamiento de las sombras. Escudriñé la oscuridad, y hubo un momento en el que me pareció oír un susurro levísimo. Sentí un escalofrío. A continuación me dije que no era nada, paranoias mías. Después de fumar opio es normal oír cosas. Me arrepentí de no haberme quedado en la casa de huéspedes en vez de perderme por esos andurriales, pero cuando lo único que quieres es conseguir una dosis de opio, no acostumbras a ser muy previsor.

Oí otro ruido, como un roce metálico que se acercaba. Di media vuelta sin pensármelo dos veces y desanduve el camino a toda prisa. Tras girar una esquina choqué con un hombre, que cayó al suelo.

—¿Sahib?

Era el wallah que me había llevado hasta allí con su rickshaw.

Sahib —dijo, recuperando el aliento—, no te he visto salir del local.

Mientras lo ayudaba a levantarse, sonrió y señaló su rickshaw.

—¿A la casa de huéspedes?

Sopesé la posibilidad de volver e investigar los ruidos, pero desistí. Como bien dicen, hombre precavido vale por dos, sobre todo cuando tienes la pistola en una habitación casi a un kilómetro de donde te encuentras.

Tardamos un cuarto de hora en regresar a Marcus Square. Me apeé a la altura del Belvedere y del bolsillo saqué un billete de una rupia para dárselo. Él sacó un monedero de cuero muy gastado y empezó a buscar cambio, pero se lo impedí. Puso cara de perplejidad.

—La carrera sólo son dos annas, sahib.

—El resto es por la espera —dije.

Sonrió y juntó las palmas de las manos.

—Gracias, sahib.

—¿Cómo te llamas? —pregunté.

—Salman.

—¿Eres mahometano?

—Sí, sahib.

—¿Has vivido siempre aquí?

—No, sahib, soy de Noakhali, en el este de Bengala, pero vivo en Calcuta hace muchos años.

—O sea, ¿que conoces bien la ciudad?

—Ni lo dude, señor —contestó, negando con la cabeza a la manera de los indios.

—A mí me hace falta un buen wallah —aseguré—, al que pueda avisar con poca antelación. ¿Te interesa el puesto?

—Yo estoy siempre solo aquí —respondió, señalando la parada de rickshaws de la esquina de la plaza.

—Perfecto —dije, con una mano en el bolsillo, buscando otro billete, esta vez de cinco rupias.

Se lo tendí.

—Considéralo un anticipo.

Entré en la casa de huéspedes y subí en silencio a mi cuarto. Tras desvestirme a oscuras, me senté en la cama, con la espalda apoyada en el cabezal. A mi lado, en el suelo, tenía la botella de whisky y un vaso. Los cogí y me eché un poco, sólo un poco para conciliar el sueño. Le di vueltas despacio, dejándome envolver por su olor antiséptico. Después di un sorbo lento, con una calma que no había sentido en varios días, y pensé en lo que había ocurrido. Aún no llevaba ni dos semanas en Calcuta y ya me estaba ocupando de mi primer asesinato. De alguien importante, para colmo.

Me pregunté por qué lord Taggart me había asignado el caso. Inspectores veteranos no debían de faltar en Calcuta... ¿Para ponerme a prueba? ¿Como bautismo de fuego? Fui sopesando las distintas posibilidades sin sacar nada en claro, así que al final me acabé el whisky, me acosté e intenté pensar en otra cosa. Al final lo logré, y me dormí con el recuerdo de Sarah en el ómnibus de Mile End.