Hicieron falta unas cuantas llamadas para averiguar el nombre del secretario de MacAuley, que resultó ser una secretaria, la señorita Grant. Me sorprendió que alguien del rango de MacAuley tuviera como ayudante a una mujer, pero, en fin, los tiempos cambian... También en Inglaterra se veía a muchas más mujeres realizando los trabajos de los hombres que habían sido enviados a las trincheras. Ahora que se había acabado la guerra, no parecía que tuvieran mucha prisa por volver a la cocina. Por mi parte, ningún inconveniente. Cualquier hombre que haya estado en un hospital de campaña al cuidado de enfermeras apoyaría con toda su alma una mayor presencia femenina en el mundo laboral.
Quedé con la señorita Grant en Writers’ Building, a las cuatro. Al distar sólo cinco minutos a pie de Lal Bazar, cometí el error de ir caminando. En mis hombros, sentía el calor como si fuera plomo, aunque la tarde se acercara a su fin, y llegué a Dalhousie Square sudando como un pollo. Si Calcuta tiene corazón, está en Dalhousie. Es una plaza demasiado grande para ser elegante, como Trafalgar Square en Londres. Ningún espacio público debería ser tan gigantesco. En el centro había un estanque rectangular enorme, con un agua del color de las hojas del banano. Digby me había comentado que tiempo atrás los nativos la usaban como lavadero y piscina, y para celebrar actos religiosos, hasta el motín de 1857. Desde entonces ya no se toleraban cosas de ese tipo. Ahora en el estanque no había nadie, y sus aguas verde botella brillaban bajo el sol de la tarde. Ahora los nativos —al menos los que gozaban de nuestro beneplácito— lo rodeaban con prisas, la cabeza gacha, de camino a sus citas y reuniones, vestidos con traje y botas, levitas y cuellos bien abotonados, mantenidos a una distancia prudencial del agua por unas barandas de hierro y unos letreros en inglés y bengalí que anunciaban las estrictas multas a las que se exponían si caían en la tentación de ceder de nuevo a sus bajos instintos y darse un chapuzón.
La plaza estaba rodeada por los principales edificios de la administración británica: las centrales de correos y teléfonos, sin olvidar, naturalmente, la enorme y pétrea mole del Writers’ Building. Teniendo en cuenta que era donde se administraba la vida de más de cien millones de indios, desde Bihar hasta la frontera birmana, tenía lógica que figurase, con toda probabilidad, entre los edificios más grandes del Imperio, aunque el adjetivo «grande» no le hacía justicia. La palabra que mejor lo describía era «impresionante», conforme a su función, que era impresionar a quien lo viese, pero sobre todo a los nativos. Imponer imponía, eso seguro: cuatro plantas y casi doscientos metros de fachada, con unos basamentos enormes y unas columnas ingentes rematadas por estatuas de los dioses. No de los dioses indios, por supuesto, sino de los griegos, o tal vez fueran romanos; nunca he sabido diferenciarlos.
Calcuta es lo que tiene. Todas nuestras edificaciones eran de estilo clásico, y más grandes de lo necesario. Todas las oficinas, las mansiones y los monumentos que habíamos construido proclamaban: «¡Mirad lo que hemos hecho! Que nadie dude de que somos los herederos de Roma.»
Era la arquitectura del dominio, con cierto toque absurdo. Los edificios palladianos, con las columnas y los frontones, las estatuas togadas de ingleses fallecidos tiempo atrás, las inscripciones en latín por doquier, desde palacios hasta urinarios públicos... A un extranjero que lo viera se le podría perdonar que no atribuyese la colonización de Calcuta a los ingleses, sino a los italianos.
La plaza era un hervidero. Los tranvías y coches descargaban un reguero incesante de funcionarios blancos y nativos con traje y corbata, a pesar del calor, sumados a las multitudes de otros funcionarios que entraban y salían del enorme pórtico del edificio.
Pregunté por la señorita Grant en el mostrador de la entrada. Tras consultar un directorio, el encargado hizo sonar una campana de latón que descansaba en el mármol de la recepción. Apareció un lacayo con turbante, con quien empleó el tono brusco que suelen usar los funcionarios de poca monta con sus subordinados. El lacayo sonrió obsequiosamente y me hizo un gesto para que lo siguiera. Nos dirigimos al fondo del vestíbulo, a un ascensor en el que ponía RESERVADO. El lacayo abrió la reja y me hizo pasar. No había botones. Se sacó una llave del bolsillo, la introdujo en una ranura de latón y la giró. El ascensor dio una sacudida y empezó a subir sin sobresaltos. El lacayo sonrió.
—¡Ascensor exprés, sahib!
La cabina se detuvo de golpe en la cuarta planta. El lacayo me condujo por un pasillo con paneles de madera de roble y una moqueta azul tan mullida que habría podido ahogar a un perro de tamaño pequeño. Finalmente se detuvo ante una de las puertas, todas idénticas y sin numeración, y sonrió. Al otro lado, alguien escribía a máquina. Le di las gracias. Él juntó las palmas, haciendo el gesto indio de pranaam, y se alejó.
Llamé y entré. Detrás de una mesa demasiado pequeña para todo lo que soportaba —una máquina de escribir enorme, un teléfono y varios montones de papeles— había una mujer joven, muy absorta en teclear.
—¿Señorita Grant?
Levantó la vista, aturdida y con los ojos rojos.
—Soy el capitán Wyndham.
—Adelante, por favor, capitán —dijo, mientras se apartaba de la cara un mechón de pelo castaño y se levantaba de la silla.
Al hacerlo, golpeó un fajo de papeles, que se desparramaron por el suelo.
—Lo siento —se disculpó, y se agachó enseguida a recogerlos.
Yo hice el esfuerzo de no mirarle las piernas, aunque me costó, porque las tenía muy bonitas, y yo a esas cosas soy sensible. Sin embargo me pilló, así que para disimular mi vergüenza me puse de rodillas, recogí unas cuantas hojas sueltas que habían aterrizado a mis pies y se las di. Nuestros dedos se rozaron. Olí su perfume: más toques de tierra que de flores. Ella me lo agradeció con una sonrisa, muy agradable, por cierto; lo más agradable que había visto desde que había llegado a Calcuta, en todo caso. Llevaba desabrochados los primeros botones del cuello de la blusa, dejando a la vista una piel tersa y morena, demasiado morena para ser inglesa, aunque no lo bastante para ser india.
Supuse que era de sangre mestiza, lo que llamaban «angloíndia»: alguno de sus ascendientes familiares tenía que ser nativo. Bastaba eso para condenarlos, a ella y a los de su misma condición, a un extraño limbo: ni indios, ni británicos.
—Siéntese, por favor —dijo, conduciéndome hasta una silla—. ¿Le apetece algo de beber? ¿Un té?
Pedí agua.
—¿Está seguro, capitán? Ya sabe lo que dicen aquí del agua... ¿No prefiere un gin-tonic? Es menos peligroso.
La idea de tomarme un gin-tonic con ella, aunque fuera encerrados en un despacho y a punto de hablar sobre un asesinato, no sonaba nada mal, pero yo estaba de servicio.
—No, gracias, un poco de agua me va bien.
En un aparador había una licorera y unas cuantas botellas. Llenó dos vasos con agua y me tendió uno.
—Me he enterado esta mañana —dijo, antes de dar un sorbo—. Una amiga que trabaja en la oficina del vicegobernador me ha llamado para decirme que han encontrado muerto al señor MacAuley. ¿Es verdad?
—Me temo que sí.
Se le empañaron los ojos. Yo no quería que llorase, porque cuando las mujeres se emocionan nunca sé qué decir. Al final, como siempre en esas situaciones, le ofrecí un cigarrillo, y ella lo aceptó. Después cogí uno para mí y los encendí los dos.
La señorita Grant dio una larga calada y se recompuso.
—¿En qué puedo ayudarlo?
—Me gustaría hacerle algunas preguntas, señorita Grant.
Asintió con la cabeza.
—Llámeme Annie, por favor.
Le quedaba bien el nombre.
—Podría empezar hablándome un poco del señor MacAuley: desde cuándo se conocían, cuáles eran sus funciones, quiénes eran sus amigos... Cosas así.
Pensó un poco, mientras daba otra calada. Observé cómo la punta del cigarrillo se ponía roja. Luego se lo apartó de los labios y exhaló, nerviosa.
—El señor MacAuley era el jefe del Departamento Financiero del ics en Bengala, pero sus funciones iban más allá. Formaba parte del círculo de confianza del vicegobernador, lo asesoraba en todo tipo de cuestiones políticas. Sus tareas cotidianas eran muy diversas, desde negociar el salario de los empleados de correos hasta velar por la puntualidad de los trenes. —Lo dijo como si se lo hubiera aprendido de memoria—. Yo llevaba unos tres años trabajando para él, desde finales de mil novecientos dieciséis, cuando su anterior secretario decidió servir a su rey y su país. Lo mataron cerca de Bagdad, en el desierto.
Dio otra calada.
—En cuanto al señor MacAuley, dicen que llevaba como mínimo un cuarto de siglo en Calcuta, y que era muy asiduo del Bengal Club, que iba casi cada noche.
Miró detrás de mí, como si hablara con la pared.
—Amigos casi no tenía. No era de muchas amistades.
En eso coincidíamos. A mí me quedaban poquísimos amigos vivos.
—¿Pues de qué era?
—Veía a los demás en términos de utilidad. Si eras rico, derrochaba encanto para conquistarte; si no, no te daba ni los buenos días. —Se rió un poco—. Y debía de funcionarle, porque era íntimo de algunas personalidades muy influyentes.
—¿Por ejemplo...?
—El vicegobernador, para empezar, aunque eso era por trabajo, claro, no por amistad. El vicegobernador de Bengala, segundo del virrey de toda la India, nunca alternaría con personas como MacAuley, por muy útiles que pudieran serle.
—¿Útiles en qué sentido?
Me miró como si le pareciera tonta la pregunta, o tonto yo.
—MacAuley era una especie de factótum para el vicegobernador, capitán. Era de familia obrera, un rufián que conseguía las cosas de manera rápida y discreta, sin que le importase mucho que alguien saliera mal parado. A un político como el vicegobernador le puede venir muy bien alguien de ese perfil.
Me quedé callado con la esperanza de que entrase en más detalles. Hay mucha gente que habla sólo para evitar el silencio, pero ella no era de ese tipo, y dejó que el nuestro se prolongara.
—¿De quién más era íntimo?
—De James Buchan —contestó, como si aquel nombre tuviera que decirme algo, y sonrió al ver mi expresión—. Deduzco que lleva poco tiempo en Calcuta, capitán. El señor Buchan es uno de nuestros amados príncipes del comercio, uno de los hombres más ricos de la ciudad, un magnate del yute, escocés, como MacAuley. Su familia se dedica desde hace más de un siglo a comerciar con yute y caucho, desde la época de la Compañía de las Indias Orientales. Antes tenían varias fábricas en la madre patria. Si baja por el río, es muy probable que vea barcazas con el nombre BUCHAN WORKS-DUNDEE. Traían el yute en bruto del este de Bengala, y luego, tras pasarlo por Calcuta, lo mandaban a Escocia para fabricar todo tipo de cosas, de sogas a lonas para trenes. Hasta que Buchan tuvo la gran idea de trasladar las fábricas desde Dundee y empezar aquí la producción. Ahora, todo lo que fabricaba en Escocia lo elabora aquí a unos costes muy inferiores. Dicen que ha triplicado de golpe sus beneficios. Es multimillonario. Tiene fábricas a unos quince kilómetros río arriba, en un sitio que se llama Serampore, y una mansión del tamaño del palacio de un marajá.
—¿Usted ha estado?
Asintió con la cabeza.
—Él es quien gobierna la ciudad a efectos prácticos.
—¿Y cómo lo consigue?
—El dinero manda, capitán. Tiene en el bolsillo a casi todos los funcionarios locales, y seguro que a la policía también. No sé cómo van las cosas en Inglaterra, pero aquí, pagando las rupias que hagan falta, se puede comprar a cualquiera. De alguna manera, casi todo el mundo le debe el puesto a Buchan. Incluso se trajo a varios cientos de escoceses para que dirigieran las fábricas del río. Ahora lo llaman «la Dundee del Hugli». Le aconsejo que un domingo por la tarde se pasee por Chowringhee, capitán. De cada dos personas que vea, seguro que una trabaja para Buchan y ha venido desde Serampore a pasar el día a la gran ciudad. En su país eran obreros, pero aquí tienen hasta servicio y van por ahí dándose aires de lores.
—¿Chowringhee? ¿La calle del otro lado del parque?
—Pero bueno, capitán, ¿cuándo ha llegado? —se burló ella—. Chowringhee es nuestro Piccadilly. Es donde sale a exhibirse la flor y nata. —Hizo una pausa—. Estaré encantada de enseñárselo algún día.
Me sonó bien. Lo que me sonaba bien, concretamente, era la idea de ir los dos juntos a algún sitio. Sin embargo, me arrepentí enseguida, y me reproché haberlo pensado. Estaba de luto. Aunque tengo que decir, de todos modos, que en Inglaterra nunca había conocido a chicas tan directas. Claro que la señorita Grant no era inglesa...
Hice un esfuerzo para concentrarme.
—¿Qué relación tenía Buchan con MacAuley?
—El señor MacAuley siempre decía que era el único hombre del que se fiaba Buchan, porque procedían de la misma ciudad, o algo así. Buchan nunca tenía problemas en salir con él. Se emborrachaban a menudo, y acababan como cubas. Más de una vez, MacAuley llegó a la oficina a las diez o las once, después de trasnochar con Buchan, que de fiestas sabe un rato.
—¿Eran muy amigos?
Reflexionó un momento.
—No sé qué decirle, capitán. Más íntimo de Buchan que del vicegobernador sí que era, eso seguro, pero tampoco es que Buchan lo tratase como a un igual. A mí me daba la impresión de que MacAuley era el chico para todo de Buchan. Le hacía gestiones: tramitar un permiso, cambiar una ordenanza... Me imagino que Buchan, a cambio, también le haría sus buenos favores, aunque claro, no tengo pruebas.
—¿Alguien más a quien considerase amigo suyo?
—Ahora mismo no se me ocurre nadie. Ya le digo que no era un hombre popular... Bueno, sí, el sacerdote; Dunne, o Gunn, creo que se llama, o algo parecido. MacAuley nunca fue de frecuentar la iglesia, pero hace unos seis meses conoció a un predicador que me parece que llevaba poco tiempo en Calcuta. Hay muchos de ese tipo: en cuanto desembarcan deciden contribuir al plan divino salvando a almas morenas de los fuegos del infierno. Unos fanáticos —dijo la señorita Grant con desagrado—. Bueno, el caso es que creo que dirige un orfanato.
Apagó el cigarrillo en un cenicero de latón que había en la mesa.
—De vez en cuando, MacAuley iba a ayudarlo, hecho que le resultó chocante a más de uno, y me incluyo entre ellos. Hace dos meses empezó a ir a la iglesia, y a hablar cada vez más sobre el pecado y la redención. Yo creo que algo cambió en su interior. Parecía otra persona. Es curioso. —Sus labios dibujaron una vaga sonrisa—. Que un hombre como MacAuley se pueda pasar toda la vida siendo un cerdo, y luego, justo antes de morir, encuentre a Dios... Borrón y cuenta nueva. Todos los pecados perdonados. ¿Le parece justo, capitán?
Podría haberle contestado que algo de justicia había en que lo hubiesen encontrado apuñalado en una cloaca, pero me pareció mejor seguir con mis preguntas.
—¿Tenía algún enemigo? —pregunté—. ¿Alguien que pudiera beneficiarse con su muerte?
Se rió un poco.
—La mitad de la gente que trabaja en este edificio lo odiaba, pero no me imagino a nadie matándolo. Por otra parte, seguro que hay un montón de personas a las que arruinó para ayudar a sus protectores, pero no sabría decirle quiénes son.
—¿Y entre los indios? ¿Tenía algún enemigo?
—Yo diría que sí. Los servicios que MacAuley prestaba a Buchan han dejado en la quiebra a bastantes terratenientes y agentes del yute nativos, por no hablar de los afectados por la división de Bengala que llevó a cabo lord Curzon: aunque la orden la firmase Curzon, quien redactó el informe y las recomendaciones fue MacAuley. De eso hace quince años, pero muchos bengalíes aún no lo han olvidado. Ni perdonado.
¿Podía ser ése el móvil? En su momento, yo mismo me había enterado por la prensa de las protestas que habían tenido lugar en Calcuta ante el anuncio de la división. El virrey de entonces, lord Curzon, había decidido dividir en dos la presidencia de Bengala. Lo justificaba con el argumento de que Bengala era demasiado grande para poder ser gobernada de manera eficaz, y algo de razón tenía: era una provincia mayor que toda Francia, y contaba casi con el doble de población, pero los nativos lo entendieron como la típica estrategia de «divide y vencerás», y reaccionaron con ira. Pero ¿qué sentido tenía aguardar quince años para vengarse? Dicen que nuestros parientes orientales tienen mucha memoria, y es verdad, pero puestos a retrasar tanto la venganza, habría sido de esperar algo más refinado que una puñalada en un callejón...
Estaba divagando. Ya había aprendido a reconocer las señales. Al cabo de pocas horas empezarían los sudores fríos. Debía concentrarme.
—¿Tenía alguna amiga? —pregunté—. ¿Una compañera?
—Que yo sepa no —contestó la señorita Grant—. No era muy atractivo.
Cierto, sobre todo con las cuencas vacías.
—Tenía fama de soltero empedernido —añadió—. A mí, en todo caso, nunca me habló de nadie. Le he llevado la agenda tres años, y no recuerdo que me haya pedido nunca que reservara una mesa para cenar o que comprara flores.
Saqué la foto que había encontrado en la cartera de MacAuley y se la enseñé.
—¿Y esta mujer? ¿La reconoce?
Negó con la cabeza.
—La verdad es que no. ¿Es importante?
—No estoy seguro —señalé—. Podría serlo. ¿Ayer MacAuley tenía alguna cita?
De un cajón de la mesa sacó una agenda grande con los cantos dorados y la hojeó.
—A las diez con el vicegobernador. Últimamente se veían mucho. Cada año, en esta época, pasa lo mismo. Hay tanto que organizar antes de que el vicegobernador y su séquito salgan para Darjeeling... Luego almorzó con sir Godfrey Soames, de la Asociación de Terratenientes. Comieron en el Great Eastern. Volvió hacia las cuatro, no en muy buen estado, y tardó poco en irse. Supongo que a casa, para dormir la mona. —Siguió leyendo—. A las nueve de la noche tenía un acto en el Bengal Club, creo que una de las cenas del señor Buchan.
—¿Monta fiestas a menudo, Buchan?
—¡Desde luego!
Volvió a recoger el lápiz de encima de la mesa.
—Normalmente, una o dos al mes. Yo creo que tiene bastante que ver con el clima y el carácter escocés: en cuanto el termómetro roza los treinta, se vuelven todos medio locos, empiezan a beber y montan la de Dios.
No me pareció mala vida, en absoluto. Que la noche anterior MacAuley hubiera ido a una de las fiestas de Buchan también explicaba la ropa con la que lo habían encontrado, aunque no su presencia en la Ciudad Negra, a varios kilómetros del Bengal Club.
—¿Tiene idea de qué hacía por la noche en Cossipore?
Negó con la cabeza.
—No, lo siento, aunque si entró en un barrio de nativos es que tenía una razón de peso. Lo único que visitaba tan arriba era el orfanato del predicador del que le he hablado antes, pero está en Dum Dum, no en Cossipore.
—¿Dum Dum?
El nombre me sonaba de algo.
—Es una barriada que hay cerca del aeródromo nuevo, a unos quince kilómetros de aquí, allí está la fábrica de munición donde hacen balas dum-dum. Supongo que le suena.
—Por supuesto —dije.
Al instante me acordé de que en el campo de tiro de Scotland Yard había visto una demostración con ese tipo de bala, que era especialmente repulsiva.
La dum-dum era una de las primeras balas de punta blanda del mundo. Estaba diseñada para expandirse en el momento del impacto con un torso humano, a fin de causar el mayor daño posible. En ese sentido, más que dar en el blanco, lo que hacía era destruirlo. Antes de la guerra les habíamos tomado especial afición para sofocar revueltas tribales en África. Más tarde una convención internacional las había prohibido, cosa que a unos cuantos de nuestros generales se les antojó bastante inoportuna.
—En todo caso —continuó la señorita Grant—, esa noche no tenía motivos para visitar el orfanato.
«Y aun en caso de tenerlos, no habría ido con corbata negra», pensé.
—¿Cuál era su agenda para hoy?
—A las nueve tenía una reunión con el vicegobernador para hablar sobre los presupuestos del próximo ejercicio, y luego una comida con el director de uno de los bancos de aquí. Aparte de eso, nada.
—¿Ha llamado alguien de la oficina del vicegobernador preguntando por MacAuley, al ver que no se presentaba a la reunión de las nueve?
La señorita Grant hizo memoria y luego negó con la cabeza.
—No. Llevo aquí desde las ocho, y de la oficina del vicegobernador han llamado hacia las once, cuando me ha telefoneado mi amiga para contarme lo sucedido.
—¿Y la inteligencia militar? —pregunté—. ¿Tenía algún trato con ellos?
Abrió mucho los ojos.
—Que yo sepa no, capitán, a menos que disimulara muy bien.
Se me habían acabado las preguntas útiles. Me planteé hacer algunas inútiles, pero no conviene abusar de la paciencia de una mujer guapa: cuanto más tiempo te quedas, mayor riesgo corres de que adivine tus intenciones. Le di las gracias por atenderme y me levanté. Ella también, y me acompañó hasta la puerta.
—Ah, capitán —dijo—, si puedo serle de alguna ayuda más, no deje de decírmelo.
Le di las gracias y, tras una última mirada de soslayo a sus piernas tersas y bronceadas, me oí contestar:
—Si sigue en pie la oferta de enseñarme Chowringhee, es posible que le tome la palabra.
Ella sonrió.
—No faltaba más, capitán. Será un placer.
Fuera, en la escalinata, contemplé el horizonte mientras encendía otro cigarrillo. Del sol apenas quedaba un disco rojo a poniente, y la temperatura descendía a gran velocidad, lo cual no quería decir que fuera agradable, pero sí que hacía menos calor. El anochecer era considerado de común acuerdo como el mejor momento del día para salir, aunque duraba poco. En los trópicos, la noche cae como una piedra: se pasa de la plena luz a la oscuridad cerrada en menos de una hora.
Me quedé mirando una bandada de pájaros que, tras sobrevolarme, se posó en el estanque del centro de la plaza. Al llegar al otro lado de la calle, me apoyé en la baranda baja y, contemplando el agua, medité sobre la información que me había proporcionado la bella señorita Grant. Alexander MacAuley, un escocés de la zona de Dundee, veinticinco años en la India, pocos amigos y ningún pariente. Mediador para los poderosos, lo cual le había granjeado muchos enemigos. Una buena pieza, considerado un cerdo por su propia secretaria. Hace pocos meses encuentra a Dios y se convierte en otra persona.
Aun así, seguía ignorando quién podía desear su muerte. Tiré al agua la colilla, que aterrizó en la superficie con un siseo. No había adelantado mucho, la verdad, más allá de descubrir el vínculo entre MacAuley y Buchan, y la razón de que lo hubieran encontrado con traje de pingüino. Y de conocer a la señorita Grant, por supuesto, que en cierto modo parecía mi mayor avance desde que me había marchado de Londres.
Estaban alumbrando las farolas, que pasaban del naranja a un blanco intenso. Los departamentos del gobierno y las casas mercantiles cerraban sus puertas hasta el día siguiente. Los regueros de burócratas y boxwallahs que salían de los edificios de oficinas confluían en la luz menguante, mientras yo me dirigía a Lal Bazar por aceras en penumbra repletas de asalariados que se disputaban el espacio en los tranvías para regresar a sus hogares.
En Lal Bazar seguían las luces encendidas, y por las persianas se filtraban unas franjas amarillas. Sobre mi mesa había un mensaje de Surrender-not. Llamé al «foso» y pedí al sargento que estaba de guardia que me lo enviase. A los pocos minutos oí que llamaban a la puerta. Era él, que entró, me hizo un saludo y se cuadró como un soldado de plomo gigante.
—Esto no es una plaza de armas, Surrender-not —dije.
—¿Señor?
—Que descanse, sargento. No hace falta que salude cada vez que entra en el despacho.
El pobre muchacho frunció el ceño.
—No, señor. Perdón, señor. Quería ponerlo al corriente de las novedades. He dado orden de que pongan un vigilante en el depósito de cadáveres, como me ha mandado. El acceso al cadáver ha quedado restringido al personal autorizado.
—Muy bien —dije—. ¿Y la autopsia?
—Está programada para mañana por la tarde, señor. Sólo hay un patólogo, y dice que se le han acumulado los cadáveres de las últimas semanas, pero le he recalcado la urgencia y la delicadeza de este caso, y me he mostrado muy firme al pedirle que le dé prioridad. No puede decirse que haya quedado encantado con mi solicitud, pero al final ha accedido a hacer una excepción y ha encontrado un hueco para mañana.
—Debe de haber estado muy convincente.
—Es posible que haya sacado un par de veces a colación el nombre del comisario, y que haya surtido cierto efecto.
—Claro —dije, favorablemente impresionado—. No me acordaba de que usted y él se tratan por el nombre de pila. ¿Algo más?
—El subinspector Digby ha estado preguntando por usted, señor. Le he informado de que había ido a Writers’ Building, a interrogar a la secretaria de MacAuley, y él ha dicho que podía esperar hasta mañana.
—¿Sabe qué quería?
—Me parece que tiene una pista.
La noticia me impactó. Cuando alguno de mis compañeros hallaba una pista solía sentir una mezcla de entusiasmo extraña y agridulce ante la posibilidad de avanzar y cierto rencor porque mis esfuerzos pudieran verse eclipsados por los de otro. Yo lo atribuía a mi competitividad innata, y a cierta inseguridad.
—Si se trata de eso, de una pista, Digby debería haberse esperado y habérmelo dicho esta noche, o haberme dejado un mensaje, como mínimo. ¿Dónde está?
El sargento se encogió de hombros.
—No lo sé, señor.
—De acuerdo. Hablaré con él cuanto antes —dije—. Ah, Surrender-not: mañana tenemos que avanzar en varios frentes a la vez. Quiero hablar con el señor James Buchan. Trate de localizarlo y concertar un encuentro. También quiero hablar con personas que conocieran a MacAuley, sus criados y colegas. Consígame nombres y direcciones. Y otra cosa: necesito que busque a un ministro cristiano que se apellida Gunn, o Dunne, o algo parecido. Dirige un orfanato en Dum-Dum.
Banerjee se sacó del bolsillo superior un cuaderno pequeño y un lápiz, con los que procedió a anotar con gran velocidad mis instrucciones.
—Sí, señor —dijo—. Pondré manos a la obra cuanto antes.
De nuevo, una tarde de bochorno, tan húmeda que incluso el aire parecía mojado, cosa que no me disuadió de ir caminando, en vez de en rickshaw, a mi alojamiento, que quedaba a unos dos kilómetros. No es que tuviera nada en contra de los rickshaws, aunque en Calcuta sólo hubiera de los que van tirados por un hombre a pie. Sin gustarme especialmente, tampoco les tenía excesiva ojeriza. Llevar un rickshaw no es ninguna deshonra. Es un trabajo, y todos los trabajos dignifican al hombre y le dan de comer. Si opté por caminar fue porque la única manera de conocer a fondo una ciudad, como podrá confirmar cualquier policía que haga sus patrullas, es pateándosela hasta el último centímetro.
Volví dando un rodeo: primero por Bow Bazaar, luego a la izquierda, por College Street, una avenida con un montón de librerías más laberínticas que conejeras, después por los soportales encalados del hospital universitario y, finalmente, por Machua Bazaar Street. Era el barrio de la Universidad de Calcuta. FUNDADA EN 1857, proclamaba un letrero en su exterior. LA UNIVERSIDAD MÁS ANTIGUA DE ASIA. Supuse que era verdad, siempre y cuando no se tuviesen en cuenta las instituciones autóctonas, cosa que probablemente fuese preferible, ya que algunas cargaban con un par de milenios más a sus espaldas.
La casa de huéspedes Royal Belvedere estaba en Marcus Square. Su ambiente parecía el de un hospedaje de la costa inglesa: las costumbres de Bournemouth exportadas al calor bengalí. Lo cierto es que, a pesar del nombre, no era el tipo de sitio que frecuentaba la realeza, pero estaba bastante limpio, quedaba cerca del trabajo y, sobre todo, era barato. Uno de los subalternos de lord Taggart me había reservado una habitación para un mes, tiempo suficiente, si todo iba bien, para encontrar un alojamiento más permanente.
Lo llevaba la señora Tebbit, una mujer de armas tomar que estaba casada con un coronel (retirado) del ejército de la India, que la ayudaba a gestionar el hospedaje con mano de hierro. El desayuno se servía entre las seis y media y las siete y media, y la cena entre las siete y las ocho y media. En comparación con lo que daban, el rancho del ejército parecía una cena en el Savoy Grill. Te quedabas con la sensación de haber tragado un saco de piedras. A las diez en punto de la noche se cerraba la puerta de la calle, aunque a mí me habían concedido el singular honor de disponer de llave propia, por mi historial de guerra y mi actual pertenencia a la Policía Imperial.
Subí directamente a mi habitación, pequeña y espartana como la celda de un monje, pero sin su proximidad a Dios: cama, armario, lavamanos en el rincón, mesa y silla. En la pared había un grabado de la campiña inglesa, y por la ventana se veía la casa de al lado. Mis escasas pertenencias no robaban mucho más espacio. Cabían sin problemas en el espléndido baúl que me había comprado Sarah en Harrods antes de irme a Francia. Era enorme, con compartimentos para todo lo que pudiera necesitar un hombre que se había embarcado en la aventura de cambiar de continente, y tan recio que aunque le hubiera caído encima un proyectil alemán no se habría arrugado ni la ropa.
Me quité el cinturón y la funda de la pistola, y los dejé en el respaldo de la silla. Luego fui al lavamanos, abrí el grifo y me remojé la cara con agua tibia.
Después de quitarme el resto del uniforme, me acosté en la cama boca arriba. Me temblaban las manos. Mis ansias crecían por momentos. Me dije que la espera no sería muy larga. Faltaban pocas horas. Me volví y, con las manos debajo de la almohada, me puse a pensar, no por primera vez, qué estaba haciendo allí.
Con la posible excepción de la guerra, no hay nada que pueda preparar del todo a una persona para su llegada a Calcuta: ni los horrores que cuentan quienes vuelven de la India entre el humo de los salones de Pall Mall, ni los textos escritos por periodistas y novelistas. Ni siquiera un viaje por mar de ocho mil kilómetros con escalas en Alejandría y Adén. Una vez en Calcuta, sus dimensiones chocan tanto que ningún inglés podría imaginarse nada tan ajeno. Robert Clive la describió como «el lugar más malvado del universo», y su visión era de las más positivas.
Más allá del calor o la horrible humedad, tenía algo especial. Yo empezaba a sospechar que estaba relacionado con la gente. En los ingleses de Calcuta se observa una arrogancia muy particular que no se da en muchos otros bastiones del Imperio, y que podría ser fruto de la familiaridad; a fin de cuentas, los ingleses llevaban ciento cincuenta años mandando en Bengala, y daban muestras de considerar bastante despreciables a los nativos, sobre todo a los bengalíes. La noche anterior, mientras cenábamos, el coronel Tebbit había disertado al respecto: «De todas las razas del Imperio, la peor es la bengalí. Es que no tienen lealtad. Nada que ver con los guerreros del Punyab, que si se lo manda un sahib se arrojan a la muerte sin pensárselo. El bengalí es de una calaña muy distinta. Se pasa de listo. Siempre está tramando algo, conspirando... y hablando. ¿Por qué vas a usar una palabra si puedes soltar todo un párrafo? Así funcionan los bengalíes.»
En lo de los punyabíes tenía razón: si se lo ordenaban, es verdad que se arrojaban a la muerte. Yo había sido testigo de ello. Aun así, no podía imaginar nada más deprimente que un hombre dispuesto a sacrificarse por el capricho de sus superiores, con independencia del color de piel que tuviera, y a mí me parecía perfecto que los bengalíes no se prestasen a ello. De hecho, como policía me gustaba bastante la idea de que alguien prefiriese hablar a pelearse.
Ahora bien, a decir del coronel, eran más peligrosos para el Raj diez bengalíes con una imprenta que una docena de regimientos armados de sijs y pastunes. No es que yo subestimase la capacidad de la palabra escrita para azuzar las pasiones; demasiada propaganda había visto para caer en ese error, pero el hecho de que en ese mismo instante, en Gran Bretaña, los censores se afanasen en prohibir libros fenianos y mutilar periódicos a escala industrial no me hacía ni pizca de gracia. Claro que la India no era Irlanda, y quizá en la India tuviésemos que ser más duros... A fin de cuentas, el mensaje en la boca de MacAuley era una metáfora no muy sutil del poder de las palabras.
Me sacó de mis cavilaciones el aroma a pescado frito que subía desde el comedor. Según mi reloj, eran las ocho y veinte. Me planteé saltarme la cena y sustituirla por un par de vasos de whisky; al lado de la cama aún tenía una botella casi llena de Talisker, pero el whisky me ponía sensiblero, y no podía contar con que me conformase con dos vasos.
Al final me levanté, me puse una camisa y, haciendo de tripas corazón, bajé a cenar. Aún quedaban unos cuantos huéspedes distribuidos por la larga mesa, que presidía en un extremo el coronel. Me disculpé.
—No se preocupe, capitán Wyndham —dijo la señora Tebbit, levantándose para servirme—. Ya sabemos que está muy ocupado. Además, hay de sobra.
Le gustaba prodigarme toda clase de atenciones. La mayoría de las casas de huéspedes no podían jactarse de tener a un policía entre sus clientes. Éstos respondían al típico perfil de viajante o vendedor que recorría el país. Me puso en el plato una ración de pescado gris y otra de verduras aún más grises. Yo le di las gracias y pensé en la mejor manera de atacar la comida.
Tenía delante a un irlandés muy pelirrojo, un tal Byrne, a quien había conocido la otra noche durante la cena. Era viajante para una empresa textil de Mánchester, e iba de un lado a otro del país para vender su mercancía a los minoristas. Al parecer, sus dos semanas en Calcuta eran lo mejor del año. A mi derecha se sentaba Peters, un abogado irritable de Patna que estaba en la ciudad por un juicio que se celebraba en el Tribunal Supremo. Tras saludarme los dos con un gesto de la cabeza, reanudaron su conversación.
—Tendría que ir a verlos, de verdad —dijo Byrne con vehemencia—: kilómetros y kilómetros de plantaciones de té, hasta donde alcanza la vista. —Se volvió hacia mí—. Capitán Wyndham, le estaba diciendo aquí al amigo Peters que este viernes iré a las plantaciones de Assam, que no se parecen en nada a las de Darjeeling. Las de Assam no están en las colinas, sino abajo, a orillas del Brahmaputra.
Volvió a mirar a Peters, que justo entonces estaba ocupado en esconder un trozo de pescado debajo de la verdura.
—Ah, y otra cosa que le sorprenderá. —Sonrió, enseñando los dientes—. ¡La hora!
Miró teatralmente su reloj.
—Ahora mismo, aquí en Calcuta son las ocho y media, igual que en Bombay, Karachi y Delhi. De hecho, como en todas las ciudades de Assam, pero en las plantaciones de té no. ¡Qué va! ¿Sabe qué hora es allí?
Peters no parecía muy interesado.
—¡Las nueve y media! —exclamó triunfalmente Byrne—. Sí, señor. ¡Una hora más que en el resto del país! Lo llaman «la hora de la plantación de té».
—¿Y eso por qué, señor Byrne? —preguntó la señora Tebbit mientras se levantaba para servirle a Peters otro trozo de pescado.
Se tenía por toda una anfitriona, comparable a las mejores de Londres, y consideraba su deber estimular conversaciones de buen tono entre sus huéspedes de pago.
—Pues mire, señora Tebbit —contestó Byrne—, por la luz del día. Ya sabe que los recolectores de té se pasan la jornada en las plantaciones, desde que sale el sol hasta que se pone, pero Assam queda tan al este que amanece a las cuatro de la madrugada, cuando en Calcuta todavía es de noche, y se pone sobre las cuatro y media de la tarde. Eso a los dueños de las plantaciones no les va nada bien. No quieren que sus peones se levanten en plena noche, y por eso adelantan una hora el reloj.
La señora Tebbit me miró.
—¿Qué le parece, capitán?
Francamente, me importaba un bledo la «hora de la plantación de té», pero según las convenciones sociales era de mala educación dar una respuesta tan sincera, así que me la callé y la cambié por otra, confiando en que sentara mejor (no como el pescado de la señora Tebbit).
—Supongo que es una solución sensata.
—¡Tonterías! —bufó el coronel, en la otra punta de la mesa—. De sensata, mi querido amigo, no tiene nada. ¡Blanda es lo que es! En mi época, si nos hubieran mandado levantarnos a las tres de la madrugada lo habríamos hecho sin rechistar. Es lo malo de hoy en día, que no hay disciplina. ¡El país se está yendo al garete!
Se hizo un silencio general. Byrne y Peters asentían, aunque cabía dudar de si lo hacían porque estaban de acuerdo o para que el carcamal de su casero se callase. En todo caso, ésa sí que parecía una estrategia sensata.
Después de cenar, los Tebbit se retiraron a sus habitaciones, y Byrne y Peters me invitaron a fumar en el salón. Yo me disculpé. La verdad es que desde la guerra no valgo gran cosa en sociedad, y menos cuando lo único en lo que pienso es en conseguir una dosis. En lugar de eso, subí a mi cuarto, cerré con llave y encendí el ventilador del techo. Luego me quité los zapatos y me tumbé en la cama con las manos detrás de la cabeza a contemplar las lánguidas vueltas que daban las aspas. En lo último en lo que pensaba era en dormir. Hacía una noche agobiante, y yo estaba al límite. Miré el reloj con la sensación de haberlo hecho cien veces. Faltaba al menos media hora para que estuvieran todos acostados.
El tiempo se me hacía eterno. Me moría por una buena dosis. El cuerpo y el cerebro me la pedían a gritos. En su defecto, dormía mal, perseguido siempre por la misma pesadilla: nuestra trinchera bajo una lluvia incesante de artillería enemiga. Los gritos de los heridos. Un proyectil que cae prácticamente sobre mí, haciendo que salga despedido. De repente estoy de espaldas en el fondo de la trinchera, ahogándome en un agua espesa y negra. Intento subir a la superficie y ponerme de pie, pero es inútil: el barro me tiene aprisionado y me arrastra a sus profundidades, mientras manoteo en busca de algo de lo que sujetarme, cualquier apoyo sólido, pero sólo encuentro fango pútrido y resbaladizo. Me empiezan a fallar las fuerzas. Los pulmones me están a punto de explotar. Noto que la muerte me constriñe la garganta. Voy a morir ahogado en el lodo horrible y apestoso que supura la trinchera. Veo borroso. Empieza a ponerse todo negro. Ya no ofrezco resistencia. Me resigno. Bueno, más que resignarme lo acepto. La muerte será una liberación. Ya no puedo seguir aguantando la respiración. Abriré los pulmones, y que se acabe todo. En el último momento varias manos me agarran con fuerza y me hacen subir. Salgo a la superficie, asfixiado pero vivo. Siguen lloviendo proyectiles. Me dejan caer sin ceremonias contra la pared de la trinchera. No veo las caras de mis salvadores. Recupero el aliento. A mi lado hay un cuerpo con la cara cubierta de tierra. De repente tengo mucho miedo. Me arrastro hacia él y empiezo a limpiarle la cara como un loco, apartando la tierra con desesperación. Es Sarah, que me mira con unos ojos fríos y sin vida.