A las cuatro de la tarde sonó el teléfono.
Lal Bazar era un horno, pero seguía siendo mejor estar allí que salir a la calle. Yo estaba en mi despacho, leyendo el informe de la autopsia que me había enviado el doctor Lamb. Lo dejé y descolgué el auricular. Era Banerjee. Respiraba con dificultad.
—¡Señor —dijo—, se han puesto en marcha!
—¿La Sección H?
—Sí, señor, dos coches y un camión. Los han visto hace cosa de unos cinco minutos acercándose al puente de Howrah.
—¿Sus hombres pueden alcanzarlos?
—Creo que sí, señor. Cerca del puente siempre se forma un atasco. A estas horas, lo más seguro es que tarden unos treinta minutos en cruzarlo y salir del atasco del otro lado. Deberíamos poder darles alcance en bicicleta.
—Muy bien —dije—. Mande a sus hombres que no los pierdan de vista, y que lo mantengan informado en Lal Bazar. En cuanto les haya dado las órdenes, vuelva aquí.
La Sección H había conseguido localizar a Sen mucho más rápido de lo que me esperaba. Debían de tener informadores en todas partes, lo que, como mínimo, decía mucho de su presupuesto. Me extrañó que no hubieran conseguido dar con su rastro en los últimos cuatro años, pero, en fin, no era el momento de pensar en eso.
Los siguientes minutos pasaron volando. Llamé a Digby para transmitirle la información que acababa de darme Banerjee y pedirle que estuviese listo para salir al cabo de cinco minutos. Acto seguido le escribí una nota a lord Taggart. Como mi plan era demasiado complicado para explicárselo a un peon sin un esquema y varios diccionarios, corrí yo mismo al despacho del comisario, subí los escalones de dos en dos, y cuando irrumpí en la antesala le pegué el segundo susto a Daniels en tres días. Se estaba convirtiendo en una costumbre. Tras ponerle la nota en las narices, le ordené que esperase diez minutos antes de entregársela a su jefe, para darme tiempo de salir del edificio. A partir de entonces, aunque Taggart quisiera pararme los pies, ya no estaría a tiempo.
Corrí de vuelta a mi despacho y verifiqué el estado de mi Webley: limpia y cargada. Mientras la guardaba en la funda, llegó Banerjee, medio ahogado.
—¿Alguna novedad, sargento?
—Todavía no, señor.
—Bueno —dije—, pues avise por teléfono al thana de Howrah y dígales a sus hombres que lo informen allí. Así podremos recoger el mensaje cuando crucemos el río.
—Sí, señor.
—¿Tiene pistola?
—No, señor, pero me enseñaron a disparar con rifle.
—Entonces vaya a buscar una Lee Enfield y reúnase conmigo en el coche.
En cuestión de minutos, Digby, Banerjee y yo íbamos lanzados por Strand Road hacia el puente de Howrah. El puente en sí era poco más que una carretera de grava entre una docena de pontones flotantes, cuyas partes centrales se abrían para que pasasen los barcos río arriba y río abajo. Tal como había supuesto Banerjee, los accesos estaban colapsados con todo tipo de vehículos.
—Deberíamos bajar y cruzar a pie —dijo—. He mandado que un coche nos espere al otro lado del thana de Howrah.
Nos apeamos de un salto y corrimos hacia el puente. Delante teníamos el Hugli, un afluente del Ganges, aunque los nativos no distinguían entre ambos. Viniendo de un país pequeño, me costaba ser consciente de la magnitud del Hugli, que incluso en ese punto, a unos ciento treinta kilómetros del mar, seguía siendo diez veces más ancho que el Támesis en Londres. Se extendía hasta el horizonte como un gran tajo amarronado en el paisaje. Mientras lo cruzábamos a toda prisa bajo el ardiente sol bengalí, parecía imposible llegar al otro lado. Al acercarnos a la parte central descubrimos el motivo del atasco: estaban abriendo el puente para dejar pasar un barco de vapor. Me acerqué corriendo al agente que parecía estar al mando y le ordené que suspendiera la operación. Era un angloíndio en cuya gorra de visera llevaba la insignia de la autoridad portuaria de Calcuta. Si en algún momento tuvo ganas de protestar, desistió cuando abrí la funda del arma. Como un loco, empezó a gritarles a varios culis nativos que cerrasen el puente. Ellos se lo quedaron mirando con cara de perplejidad, hasta que tras una sarta de invectivas pasaron a la acción.
Diez minutos más tarde habíamos cruzado; ante nosotros, sudorosos y jadeantes, se erguía la maciza estructura de la estación de Howrah. Banerjee señaló un coche de la policía que circulaba a toda velocidad por la carretera y frenó con un chirrido al llegar a nuestra altura. Nos apretujamos en la parte trasera, exhaustos, mientras el vehículo salía hacia el thana de Howrah con la sirena encendida.
Si Calcuta era la beldad de Bengala, Howrah era la hermana fea. Ciudad de cobertizos y depósitos, parecía una playa de maniobras gigantesca. Tras dejar atrás un sinfín de almacenes, frenamos derrapando ante una pequeña comisaría. Banerjee se bajó y corrió hacia el thana, del que regresó poco después con un papel en la mano.
—Se han detenido —dijo sin aliento.
—¿Dónde?
—En Kona, a unos ocho kilómetros de aquí por la carretera de Benarés.
—Vamos.
Se subió al coche y le gritó unas indicaciones al chófer, que cambió enseguida de sentido y aceleró. Tras dejar Howrah, y atravesar como una exhalación los pueblos de las afueras, salimos a campo abierto. Deberíamos haber avanzado deprisa, pero al rato la carretera quedó reducida a poco más que a una pista de tierra, con baches en los que habrían cabido uno o dos elefantes. El conductor, sin embargo, no se dio por aludido y continuó como un poseso, hasta que, bien por la divina providencia, bien por un sexto sentido nativo, logró que llegáramos a Kona sanos y salvos.
Cuando entramos en la aldea ya era de noche. Ningún letrero nos confirmó que estábamos en el lugar indicado, pero tampoco nos hizo falta. En medio de la carretera había muchos aldeanos. Se oían gritos de hombres, y un rumor de motores. Nos dirigimos hacia el ruido, dispersando a los habitantes. Los faros iluminaban unas nubes de polvo recién levantadas. Tras una esquina se veía un brillo de luz artificial. Le dije al chófer que avanzara hacia allí. Las luces de los faros de un camión militar iluminaban a una multitud enardecida. Un coro de voces lanzaba gritos de rabia a los cipayos impasibles que, bayoneta en ristre, les impedían seguir adelante. Nuestro coche se acercó al cordón. Los cipayos abrieron un hueco y nos hicieron señas de que pasáramos. A oscuras no necesitaron ninguna otra identificación que ver a dos sahibs con uniforme.
Frenamos junto a dos vehículos estacionados. El coronel Dawson estaba a pocos metros, conversando con un grupo de oficiales. Con la pipa en la mano, señaló un edificio a lo lejos. Me volví hacia Banerjee.
—Busque el edificio con línea telefónica que nos quede más cerca y mándele un mensaje a lord Taggart —le ordené—. Infórmelo de la situación y explíquele dónde estamos.
Tras llevarse una mano a la frente, Banerjee se alejó con rapidez hacia unos postes telefónicos, mientras Digby y yo nos acercábamos a Dawson. De pronto, una botella salió disparada de la oscuridad y se rompió a los pies de uno de los soldados. El hombre soltó un grito de dolor al clavársele unas cuantas esquirlas en la pierna y se volvió hacia su oficial, un subedar de bigote blanco retorcido que dio un paso al frente y fulminó con la mirada a la multitud. Sin embargo, cualquier esperanza de intimidarlos demostró estar infundada de inmediato, cuando salió volando una piedra, y luego un ladrillo, y al final toda una lluvia de objetos. El subedar se arredró, mientras sus cipayos retrocedían varios pasos. Al final se volvió hacia el coronel Dawson, que hizo un breve gesto de afirmación, sujetando la pipa con fuerza entre las mandíbulas. El subedar procedió inmediatamente a dar una serie de órdenes a voz en grito, dirigidas por igual a la multitud y a sus hombres, aunque dudé que se le hubiera oído en medio del barullo. En cambio, lo que se oyó después fue inconfundible: el chasquido rítmico de varios rifles preparándose para disparar. Otra orden a voz en cuello. Los cipayos levantaron las armas y apuntaron a la multitud. Se hizo un silencio brusco, y después, un gemido colectivo similar al de una fiera herida atronó cuando la gente se dio cuenta de lo que pasaba. Los que estaban en primera fila se volvieron e intentaron poner pies en polvorosa.
—¡Fuego! —bramó el subedar.
Una ráfaga atronadora de rifles, y después, alaridos de pánico. Los aldeanos, hombres y mujeres, se pisoteaban al tratar de huir. Unos minutos más tarde no quedaba casi nadie en la calle, sobre la que flotaba un silencio fantasmal. Me esperé ver una docena de muertos o heridos, pero no parecía haber ninguna víctima más allá de unos cuantos aldeanos que estaban poniéndose de pie. Los cipayos debían de haber levantado el rifle en el último momento para disparar al aire.
El olor punzante de la cordita en el ambiente y el estruendo de la artillería en los tímpanos me retrotrajo de golpe a 1915. Apreté mucho los ojos para protegerlos de la avalancha de barro y tierra que caería sobre mí en cualquier momento, pero lo único que percibí fue el olor a tabaco de pipa.
—Me alegro de que haya venido, capitán.
Al abrir los ojos vi al coronel Dawson, que se estaba acercando. Si le sorprendió vernos, lo disimuló muy bien.
—Reunión ilegal —dijo—. Estábamos en nuestro derecho a abrir fuego, pero tenemos cosas más importantes entre manos.
Intenté recuperar la calma.
—¿Sen?
Dawson asintió.
—Lo hemos encontrado.
Me alegré de que lo hubieran «encontrado». Significaba que aún no lo habían arrestado. Era mejor que «capturado», y mucho mejor que «disparado».
—¿Dónde?
—Se ha atrincherado ahí arriba —contestó Dawson, señalando con la pipa un edificio.
A la luz de la luna distinguí una casa de una sola planta y techo plano, rodeada en tres lados por un muro bajo. El cuarto lado parecía dar directamente a un canal. Estaba a oscuras, con la puerta y las ventanas cerradas a cal y canto.
—¿Está seguro de que está ahí dentro?
—Casi. Nuestros hombres lo han visto entrar, y no les consta que haya salido nadie. Siempre cabe la posibilidad de que se haya escapado por otro camino antes de que llegáramos con todas nuestras fuerzas, pero es poco probable. Tenemos la casa rodeada.
Señaló varios puntos en los que se habían apostado sus soldados.
—Hemos cubierto todas las salidas.
—¿Hay alguien con él?
—Creemos que dos o tres cómplices.
—¿Armados?
—Sin duda.
—¿Sus hombres ya han tomado posiciones?
Dawson volvió a usar la pipa para señalar.
—Los últimos son ésos. Cuando han llegado ustedes, estábamos a punto de darles un ultimátum.
—¿Dentro hay algún civil?
—¿Qué entiende por «civil», capitán? En lo que a mí respecta, todos los ocupantes de la casa son cómplices de un terrorista.
—¿Y mujeres y niños? —pregunté—. Si Sen decide ignorar su ultimátum, deberíamos ofrecer un salvoconducto a los que quieran irse. Además, así podrían darnos información sobre la distribución del edificio... y sobre si es verdad que Sen está dentro.
Dawson se me quedó mirando inexpresivamente, aunque se notaba que estaba sopesando las opciones.
—Está bien —dijo al final—, lo haremos a su manera.
Llamó a un cipayo que estaba agazapado con un gran megáfono en la parte delantera de la casa, detrás de una pared. El soldado se agachó y se nos acercó corriendo. Dawson le dijo algo en su idioma. El cipayo hizo un saludo y regresó a su posición.
—Allá va —dijo Dawson.
Con la voz ahuecada por el megáfono, el cipayo llamó a los ocupantes de la casa, pero no se oyó movimiento. Repitió el mensaje al cabo de un minuto, y esta vez se oyó un disparo. La bala se incrustó en la pared, bastante cerca del cipayo, provocando una lluvia de polvo y trozos de ladrillo.
—Ahí tiene la respuesta —dijo Dawson.
Llamó al subedar y le dio la orden de abrir fuego. Al instante, de los soldados que había apostados en torno al edificio brotó una descarga. Por toda la fachada de la casa saltaron trozos de yeso y de madera. Los fugitivos de dentro respondieron al ataque, haciendo rebotar sus balas en muros y vehículos.
En respuesta a una señal de la cabeza de Dawson, los cipayos trataron de asaltar el edificio. Cualquier veterano de las trincheras podría haberles dicho que se equivocaban, y que antes de proceder a un ataque frontal era necesario desgastar al enemigo, pero Dawson no era un veterano, y sus hombres eran unos gallitos. En cuestión de segundos, dos cipayos cayeron heridos. Uno se quedó en el suelo, gritando. El otro tuvo la suerte de morir. Los demás se acogieron de nuevo a la seguridad relativa que proporcionaban los muros que rodeaban la casa.
—Esto sólo se acabará cuando no quede nadie vivo dentro —dijo Dawson, suspirando.
—Confiemos en que antes se queden sin munición —contesté.
Se rió con frialdad.
—Se guardarán las últimas balas para dispararse a sí mismos.
Banerjee, que había ido a llamar por teléfono a lord Taggart, volvió y se puso en cuclillas a mi lado. El tiroteo se espació. Los terroristas dosificaban sus recursos, y solamente devolvían los disparos si veían movimiento de nuestro lado. Los gritos del cipayo herido se convirtieron en lamentos. Yo no entendía su idioma, pero tampoco me hizo falta. Un hombre herido de muerte sólo llama a gritos a su dios o a su madre. Sus compañeros trataban de llegar hasta él, pero se lo impedían los disparos procedentes de la casa. Al final enmudeció. Yo ya sabía que a partir de ese momento no habría marcha atrás. Sus compañeros querrían vengarse y entrarían a degüello. Si quería capturar con vida a Sen no me quedaba otra que tomar la iniciativa.
Abandoné la posición de Dawson para reconocer el perímetro en compañía de Digby y Banerjee. El coronel tenía repartidos a sus soldados por el muro que rodeaba la casa, cubriendo la fachada y los laterales. En la parte trasera, la que daba al canal, había sólo dos ventanas, ambas con los postigos cerrados. De ellas no había salido ningún disparo, y Dawson sólo había apostado unos cuantos efectivos en la orilla opuesta para evitar cualquier huida por ese lado. Distribuidos por la hierba, apuntaban con las armas hacia los postigos.
Me tumbé boca abajo y me arrastré lentamente hacia la orilla del canal. Digby y Banerjee me siguieron. El agua desprendía un olor terrible. Al vernos, uno de los soldados levantó el rifle desde la otra orilla, pero se dio cuenta a tiempo de que estaba apuntando a oficiales sahib y se apresuró a bajarlo. Nos metimos en el agua, caliente y estancada, y nadamos hasta la otra orilla. Cuando salimos indiqué por señas a mis compañeros que se quedasen con los soldados que cubrían las ventanas. Luego le pedí la bayoneta a Banerjee y regresé al canal para cruzarlo de nuevo hasta quedar justo debajo de una de las dos ventanas.
En la orilla había un saliente estrecho que me permitía apoyar los pies y mantener la cabeza fuera del agua. Allí permanecí esperando. Parecía que todo estaba más tranquilo. Supuse que Dawson volvía a estudiar la situación. Sin embargo, a los pocos minutos, unos disparos sonaron en la parte delantera de la casa. Al parecer, los cipayos estaban preparándose para un nuevo asalto. Levanté la vista. Tenía la ventana a unos dos metros y medio. Dentro se oían retazos de conversación en un idioma extranjero que fueron interrumpidos por un grito sordo y unas voces frenéticas, entrecortadas. El corazón me latía muy deprisa. Era ahora o nunca.
Clavé la bayoneta de Banerjee en la pared, justo por encima de mi cabeza. La cuchilla, resistente y afilada, se hundió sin problemas en el yeso, hasta quedar firmemente clavada en los ladrillos de debajo. Me aferré a ella con una mano y, tras encontrar dónde agarrarme con la otra, subí a pulso. Acto seguido saqué la bayoneta y la clavé algo más arriba. Al ver que estaba segura me aupé hacia el marco de la ventana. Justo entonces se abrió uno de los postigos y una superficie de metal reflejó la luz de la luna: era el cañón de un rifle. Me pegué a la pared. Apareció una mujer, que miró hacia abajo, y nada más verme inclinó el rifle. Cerré los ojos. Poco más podía hacer. Se oyó un disparo...
Dicen que cuando estás a punto de morir ves desfilar tu vida en una sucesión de fogonazos, como si pasaran por tu mente tus recuerdos más queridos. En mi caso no hubo nada, ni un solo destello; ni tan siquiera el rostro de Sarah. Me encogí esperando el final, que en parte agradecía, pero no lo hubo. Oí gemir a la mujer y vi cómo se desplomaba; a continuación, una mano sin vida quedó colgando encima del alféizar.
Al acercarme me di cuenta de que en la ventana había unos barrotes de hierro. Con los postigos cerrados no se veían. La mujer se había desplomado contra ellos. Me reproché mi estupidez. Había dado por supuesto que detrás de los postigos no había otra cosa que el hueco de la ventana. Apoyado en el saliente y todavía chorreando, sopesé qué hacer a continuación. Sólo tenía una opción: seguir subiendo. Me incorporé. Por encima de la ventana había otra repisa de cemento, menos gruesa que en la que apoyaba los pies. Supuse que servía como protección contra las lluvias monzónicas. Agarrándola con las manos subí a pulso hasta la segunda repisa. Apenas dos metros me separaban del tejado. Seguí subiendo con la bayoneta, usando de asidero cualquier grieta en el enyesado medio deshecho, y al final logré encaramarme al borde del tejado plano.
Recuperé la bayoneta e invertí un minuto en recobrar el aliento y orientarme. Los disparos parecían intensificarse. Delante tenía la silueta de una puerta, que debía de llevar a la escalera de la casa. Detrás había un cuerpo desplomado contra la pared del fondo.
Saqué mi Webley y corrí hacia allí. Empujé la puerta con suavidad y me aparté, pero no hubo disparos. Me asomé a la escalera, que estaba a oscuras. Bajé lentamente por los escalones de piedra hasta llegar a un rellano. A un lado había un pasillo que conducía a la parte trasera de la casa, y al otro dos puertas, ambas abiertas, que daban a las habitaciones de la fachada. Distinguí en la penumbra dos siluetas, una de ellas en el suelo, casi inmóvil, probablemente herida, y la otra más cerca de la ventana, disparando con un rifle. Los disparos de fuera se oían con más fuerza. Parecía que los hombres de Dawson se estaban preparando para entrar a matar.
Irrumpí en la habitación con la pistola lista para disparar y le grité a la silueta de la ventana que tirase el arma al suelo. Se volvió. Podía ser Sen. Me era imposible saberlo, y no había llegado tan lejos para matar a mi principal sospechoso. Le apunté a la pierna y apreté el gatillo. Mi pistola se atascó. El mecanismo de disparo debía de haberse mojado al cruzar el canal. Después de un titubeo, el terrorista disparó. Me arrojé al suelo, sintiendo un dolor tremendo en el brazo izquierdo.
El hombre empezó a recargar el arma como un poseso. Pareció que el tiempo se ralentizaba. Oí que derribaban la puerta principal. Ruido de botas en el pasillo. No llegarían a tiempo. El hombre acabó de recargar el rifle y lo levantó. Sólo me quedaba una oportunidad. Con la mano izquierda arrojé la bayoneta de Banerjee a mi atacante, que al verla la desvió con el cañón del arma. Adiós a mi salvación in extremis. Sólo había logrado ganar unos segundos. Sin embargo, fueron suficientes. Justo entonces entró un soldado y disparó. El hombre se cayó hacia atrás con un boquete en el pecho. El soldado se volvió y apuntó al otro cuerpo, el que estaba boca abajo en el suelo.
—¡Un momento! —grité.
Dio media vuelta con el rifle amartillado.
—Ese hombre está detenido —dije, señalando al fugitivo herido.
El cipayo siguió apuntándome, hasta que de repente la habitación pareció llenarse de soldados. Los acompañaba Digby.
—¿Está bien, compañero? —preguntó, arrodillándose a mi lado.
—¿Es Sen? —pregunté yo, señalando al hombre que se había desplomado en el suelo.
—¡Traed luz! —gritó él.
Enseguida llegó un cipayo con un quinqué. Digby se agachó para ver mejor al hombre, que sudaba y hacía muecas de dolor, cerrando los ojos con fuerza detrás de unas gafas con montura de metal.
—Podría ser. Encaja con la descripción.
Saqué unas esposas y me esposé al indio herido. Después de tantas peripecias, por nada del mundo iba a permitir que se lo llevase la Sección H.
Aparecieron varios camilleros, que empezaron a atenderlo. Su respiración era débil, y yacía en un charco de sangre. Otro camillero me vendó el brazo y me dijo que había tenido suerte, y que sólo tenía un simple arañazo. Aun así me dolía una barbaridad. En Francia había sobrevivido tres años sin recibir un solo tiro. En Calcuta no había durado ni tres semanas.
Pusieron al herido, que seguía esposado a mí, en una camilla. Fuera de la casa iba llegando más y más personal militar. Había como cien personas. Al lado de Dawson estaba lord Taggart. Verlo fue un alivio. Si pretendía quedarme con mi prisionero, su apoyo era vital.
Los dos me vieron al mismo tiempo y se acercaron.
—Comisario —empecé a explicar—, este hombre ha sido detenido en relación con el asesinato de Alexander MacAuley y el asalto al correo de Darjeeling, y pienso interrogarlo en cuanto le hayan curado las heridas.
Taggart miró al coronel Dawson.
—¿Es Sen?
Dawson se agachó para verlo mejor y después asintió con la cabeza.
—¡Menos mal! —dijo Taggart—. Enhorabuena, capitán. Parece que le ha echado el guante por sus propios medios a...
—Con permiso, lord Taggart —lo interrumpió Dawson—. Sintiéndolo mucho, voy a ocuparme yo de la custodia del prisionero. Nos vemos en la necesidad de interrogarlo acerca de diversos ataques.
Taggart permaneció en silencio antes de responder.
—Coronel —dijo—, el prisionero ha sido detenido legalmente por uno de mis hombres, debido a su vinculación con un asunto al que el vicegobernador ha asignado la máxima prioridad, de modo que, a menos que esté usted en situación de aportar órdenes escritas en sentido contrario, permanecerá bajo nuestra custodia. Como es natural, mis hombres y yo le agradecemos la ayuda que usted y sus hombres nos han brindado para capturar al sospechoso, y no dejaremos de notificarle cualquier información que obtengamos de él durante el interrogatorio.
El coronel le lanzó una mirada hostil y, tras un movimiento seco de la cabeza, se volvió y se marchó de malos modos. Taggart se dirigió a mí.
—Gracias, Sam. Hace mucho tiempo que me apetecía hacer algo así. Más vale que te lleves a Sen al hospital y lo pongas bajo vigilancia. Interrógalo y formaliza las acusaciones cuanto antes, porque no sé hasta cuándo podré mantener a raya a Dawson y sus superiores.
—Sí, señor —dije mientras los sanitarios levantaban la camilla de Sen.
Sentí una punzada en el brazo herido e hice una mueca de dolor.
—Y Sam —dijo Taggart, señalando mi herida con un gesto de la cabeza—, que te lo miren bien.
Se volvió para regresar al coche que lo estaba esperando. El chófer se cuadró y abrió la puerta trasera.
Llegaron Digby y Banerjee, empapados.
—¡Somos los héroes del momento! —dijo Digby con una gran sonrisa.
—Como los malditos tres mosqueteros —repliqué.
Se rió.
—Me gusta. Atos, Portos y Banerjee. Suena bien, ¿verdad, sargento?
Surrender-not no dijo nada.