DIECIOCHO

Estaba sentado en el despacho de MacAuley; bueno, en realidad no era el despacho de MacAuley, sino una sala de transición: ordenadas en cajas, las pertenencias de Stevens esperaban al pie del escritorio el momento de ser desembaladas, mientras que las de MacAuley habían sido tiradas sin orden ni concierto en unas cajas de madera, a saber con qué destino.

No tenía ni idea de dónde estaba Stevens. La señorita Grant me había dicho que su nuevo jefe llegaría «en breve», pero ya habían pasado diez minutos. Cinco minutos más tarde, cansado de observar la foto de encima del escritorio, donde salía Stevens con su mujer, me puse a mirar por la ventana, un espectáculo mucho más interesante. La vista abarcaba todo Dalhousie Square. Desde arriba, lejos del calor y los olores, se veía más bonita. A menudo, las mejores vistas están reservadas a los poderosos.

—Impresionante, ¿eh?

Al volverme vi que Stevens se acercaba, sonriendo como un niño con zapatos nuevos.

—¿La vista o el despacho? —pregunté.

—La vista, por supuesto. El despacho... Bueno.

No acabó la frase. Aparentaba menos de cuarenta años, pocos para alguien tan bien posicionado, y por la energía nerviosa que emanaba de él y sus movimientos bruscos, noté que no acababa de estar relajado.

—El capitán Wyndham, ¿verdad? —dijo mientras me invitaba a sentarme en una silla.

Él lo hizo al otro lado del escritorio, en un sillón de cuero con el respaldo alto, que elevó unos centímetros.

—Me pilla en un momento un tanto difícil. La semana que viene, el vicegobernador se instalará en Darjeeling, antes de que empiece el verdadero calor, y se llevará consigo a la mitad de Government House, y, claro, se lo organizamos todo desde Writers. La desgracia de MacAuley no podría haber pasado en un momento peor.

—Ya —contesté—, me imagino que su asesinato le habrá creado muchas molestias.

Me miró fijamente, intentando valorar si mi comentario tenía un doble sentido. Me habría gustado saber a qué conclusión llegó, sobre todo porque ni yo mismo estaba seguro.

—¿En qué quiere que le ayude, capitán? —preguntó finalmente—. Lo siento, pero no puedo dedicarle mucho tiempo. Esta tarde tengo una reunión urgente con sir Evelyn Crisp.

El nombre no me dijo nada, pero, bueno, lo mismo daba; aunque hubiera sido mi padrino de boda, habría fingido ignorancia sólo para ver la reacción de Stevens.

—Es el presidente de la Bengal and Burma Banking Corporation —aclaró.

Abrí mucho los ojos para fingirme impresionado. Al parecer, Stevens era de los que presumían de sus contactos. Mejor. Un hombre seguro de sí mismo no habría tenido la necesidad de explicarme con quién se reuniría después de nuestro encuentro.

—Iré al grano —dije—. ¿Cuánto tiempo trabajó usted para MacAuley?

—Demasiado. —Se rió.

Era un comentario de mal gusto, y, al darse cuenta, se puso serio.

—Para ser exactos, estuve a sus órdenes los últimos tres años. Antes estuve destinado en otro sitio.

—¿Dónde?

—En Rangún.

—¿Y su relación con MacAuley? ¿Cómo la definiría?

—Profesional.

—¿No era cordial? Después de tres años trabajando juntos...

Dio unos golpecitos en la mesa con una pluma estilográfica, distraído.

—No era especialmente fácil trabajar con él.

—¿En qué sentido?

—Digamos que era bastante inflexible. Con MacAuley nunca había margen de discusión, tenía que hacerse todo como él quería. Parecía tomarse el ejercicio de la libertad de pensamiento como una afrenta personal.

—¿Y a usted se le hacía difícil trabajar con él?

—Como a todo el mundo.

Miró la pluma que tenía en la mano como si la viera por primera vez, y quizá fuera así. Quizá hubiera pertenecido a MacAuley.

—¿Tuvieron alguna disputa en los últimos tiempos?

Negó con la cabeza.

—Que yo recuerde, no.

Annie me había contado que MacAuley y Stevens habían discutido acerca de los aranceles la semana anterior. Era muy raro que se le hubiera olvidado...

—¿Y con otros? ¿Tenía enemigos?

—Puede ser. Ya le digo que era poco popular, incluso para un escocés.

—¿Últimamente hacía cosas raras?

—Durante el último mes llegó un par de veces borracho, y me extrañó, porque me habían dicho que ya no bebía.

—¿Alguien le llamó la atención?

—Por supuesto que no. MacAuley no era sólo el director financiero, sino que gozaba de las simpatías del vicegobernador; eso lo blindaba ante cualquier ataque.

Una vez más elegía mal las palabras. El supuesto blindaje de MacAuley no había impedido que le clavaran un cuchillo.

—¿Va a asumir usted todas sus competencias?

—Las relacionadas con el aspecto financiero sí, y la verdad es que de momento me basta y me sobra. Nos ha costado horrores mantenerlo todo en marcha estos últimos días.

—Me figuro que MacAuley era imprescindible para la gestión.

—Según cómo se mire. —Se rió—. En términos de trabajo, el departamento funcionaba a la perfección sin él, pero para algunas cosas se necesitaba su autorización, como para hacer los pagos y los movimientos de más de mil rupias, por ejemplo. Los engranajes del gobierno se engrasan con dinero, y sin la firma de MacAuley no se podía mover nada. Con medio gobierno a punto de instalarse en Darjeeling, no puedo decir que me dejara en una posición muy cómoda, la verdad.

—¿Y sus poderes no podían transmitirse a otra persona?

—Claro, ya se han transmitido. El miércoles por la mañana, a las pocas horas del incidente, el vicegobernador me los pasó a mí. El problema es que no encontrábamos muchos de los documentos que estaban pendientes de su autorización. Resultó que se los había llevado a casa.

—¿Los que la señorita Grant tuvo que ir a buscar al apartamento de MacAuley?

—¿Qué? —dijo Stevens, poniéndose nervioso de repente—. Sí, supongo que algunos sí.

—¿Sobre qué eran?

—Lo típico. —Se encogió de hombros—. Autorizaciones de pagos de salarios y de transferencias, más que nada. MacAuley debería haber firmado los papeles el lunes, pero se los llevó a casa y allí se quedaron. No me extrañaría que se hubiese emborrachado y se le hubieran olvidado. Para cuando los recuperamos, ya habíamos empezado a recibir telegramas urgentes desde el norte de parte de funcionarios que querían saber qué narices pasaba con sus sueldos.

—¿Y a nivel político? —pregunté—. Tengo entendido que MacAuley participaba en la reglamentación de la política fiscal. ¿De ese ámbito también se va a encargar usted?

Se le iluminó la cara.

—Eso espero, porque es un terreno donde hay mucho que hacer, pero, bueno, depende del vicegobernador.

—¿Por ejemplo? —pregunté.

Personalmente, la política fiscal me interesaba tan poco como a la mayoría de la gente, pero hay un tipo de burócratas a los que les encanta. MacAuley y Stevens habían discutido por ese motivo, por lo que me sería útil averiguar si la disputa había ido más allá de un simple pique entre contables.

—Muchas cosas —contestó—. ¿Por dónde quiere que empiece? Muchos de nuestros impuestos son regresivos, y nuestros aranceles sobre las importaciones pueden llegar a ser absurdos. Son una rémora para los negocios.

Llamaron a la puerta y entró Annie.

—Sir Evelyn ha llegado, señor.

—Ah, muy bien —dijo Stevens, levantándose—. Dígale que ahora mismo salgo. —Se volvió hacia mí—. Espero que no le moleste, capitán, pero se nos ha acabado el tiempo. Si tiene alguna pregunta más, lo invito a que concierte un nuevo encuentro con la señorita Grant para cuando todo esté un poco más tranquilo.

• • •

Volví caminando a Lal Bazar, medio aturdido. En mi cabeza empezaba a formarse una imagen. Aún era borrosa, como las de los objetivos de las cámaras antes de enfocarlos, pero parecía que se dibujaba algo. Nada más llegar a mi despacho, llamé a Surrender-not al thana de la puerta de Plassey.

—¿Alguna novedad?

—No, señor. De momento ha salido muy poco tráfico del fuerte. Ya tengo vigilado el puente.

—De acuerdo —contesté—. Necesito que haga algo más. Quiero que investigue los intereses comerciales de Stevens, el que hasta ahora era segundo de MacAuley, en especial si tienen alguna relación con Birmania.

—Mandaré a un agente al registro mercantil —dijo Banerjee.

—Infórmeme en cuanto sepa algo.

—Otra cosa, señor: hace diez minutos he recibido un mensaje bastante iracundo del jefe de la estación de Sealdah. Dice que está haciendo todo lo posible por localizar la lista de equipajes, y pregunta por qué hemos solicitado al ejército que confisque todos sus archivos de las últimas dos semanas.

—Pero si no lo hemos ordenado...

—Ya lo sé, señor. No lo he entendido.

—Creo que yo sí: la Sección H. He hablado con Dawson del asalto al correo de Darjeeling. Debe de haber dado la orden de hacerse con los archivos. Sin la lista de equipajes nunca sabremos lo que tenía que haber ido en el tren, si es que tenía que haber ido algo.

—Sí, señor. Lo siento, señor.

Parecía que el sargento se echase la culpa, cuando no podría haber hecho nada para remediarlo. Ése era su problema: siempre encontraba algo que reprocharse.

Suspiré.

—¿A qué vienen tantas disculpas, sargento? Si alguien tiene la culpa soy yo, que le he hablado a Dawson del asalto.

—Ya, pero si la lista se hubiera archivado en el momento indicado, la habríamos recibido antes de que interviniera la Sección H.

Algo se me conectó en el cerebro.

—¿Qué acaba de decir, sargento?

Pareció sorprendido por la pregunta.

—Eso, que si al personal de los ferrocarriles no se le hubiera traspapelado la documentación, la lista de equipajes se habría archivado cuando correspondía y ahora estaría en nuestras manos.

—¡Surrender-not, por Dios, es usted un genio! —dije mientras soltaba el teléfono para coger mi sombrero y salir volando del despacho. Volví corriendo a Dalhousie Square y, por primera vez, subí la escalinata de Writers’ Building sin notar el calor.

Cuando irrumpí en el despacho de Annie Grant llené la alfombra de gotas de sudor.

—Capitán Wyndham —dijo ella, sobresaltada—, ¿se te ha olvidado algo?

Recuperé el aliento.

—Podría decirse que sí.

—Lo siento, pero el señor Stevens está en una reunión, y no sé cuándo podrá recibirte.

—Vengo a verte a ti, Annie —jadeé—. ¿En los documentos que trajiste del apartamento de MacAuley había alguna autorización para realizar una transferencia de dinero?

Me miró con curiosidad.

—Pues la verdad es que sí, una autorización de transferencia a Darjeeling en previsión del traslado del vicegobernador.

—¿Y la transferencia se retrasó porque MacAuley se había llevado los documentos a casa?

—Sí, pero sólo un día.

—A ver si lo adivino: ¿el dinero tenía que salir el miércoles por la noche en el correo de Darjeeling?

Se me quedó mirando como si tuviera delante a un faquir indio con el don de la clarividencia.

—Pues sí... Pero ¿cómo...?

—¿Cuánta gente sabía que el dinero tenía que enviarse el miércoles por la noche?

—Mucha. —Se encogió de hombros—. Prácticamente todo el Departamento Financiero, muchas personas de la oficina del vicegobernador, varios funcionarios del ferrocarril, los militares a cargo de la seguridad... Tampoco es ningún secreto. Se hace todos los años.

Doscientas siete mil rupias. Bastante para proveer de armas y explosivos a Sen y sus secuaces durante mucho tiempo. Y si MacAuley no se hubiera llevado la documentación a su casa, y no hubiera sido asesinado, el dinero ya estaría en manos de los terroristas. Me zumbaba la cabeza. De repente tenía todas las piezas. Sólo me faltaba encontrar a Sen.