DIECISÉIS

Viernes, 11 de abril de 1919

Salí de la casa de huéspedes y fui corriendo a la parada de rickshaws de la esquina. Salman estaba debajo del suyo, tumbado en una estera. Al oír mis pasos, abrió los ojos y se puso en pie. Después de un ataque de tos seca, escupió al lado de la acera, en la cloaca.

—¿A la oficina, sahib?

Asentí y subí al rickshaw. Accionando con un dedo la pequeña y maltrecha campanilla de hojalata que llevaba atada a la muñeca, la hizo sonar como un juguete, y nos pusimos en marcha.

Pese a ser tan temprano, había mucha gente por la calle. Era una mañana húmeda, sin viento. El cielo ya estaba virando del rosa y el naranja a ese azul brumoso que presagiaba otro día abrasador.

En la mesa me esperaba un mensaje en el que Daniels me imploraba que lo llamase a la mayor brevedad posible para concertar una cita con el comisario. Ningún problema. Ya tenía algo que contarle, así que lo haría encantado.

Llamé por teléfono al despacho de Daniels, pero no contestó. Sólo eran las seis. Seguro que aún estaba en la cama. Me permití el perverso gusto de escribirle una nota en la que le comunicaba en malos términos que había intentado ponerme varias veces en contacto con él, pues me urgía informar al comisario sobre las últimas novedades. A continuación encargué a uno de los peons del pasillo que llevara la nota al despacho del secretario.

Tras asegurarme de que el peon tomaba la dirección correcta, llamé al «foso» y le dicté al agente que estaba de guardia un mensaje para Surrender-not. Dado que el sargento se encontraba ya en su mesa, le pedí que viniera y me trajese todos los expedientes disponibles sobre Benoy Sen y el grupo terrorista Jugantor.

Diez minutos después llamó a la puerta, entró en el despacho con un montón de carpetas de color beis, todas muy llenas, y las dejó en la mesa soltando un suspiro.

—Tenga, señor —dijo—. Las más gruesas son las de Jugantor. Se remontan a diez años. La fina es la de Sen.

—Muy bien, sargento —dije—. ¿Alguna novedad sobre la lista de equipajes desaparecida del correo de Darjeeling?

—Lo siento, señor, pero no. Seguiré insistiendo.

Tras despedir a Banerjee, empecé a leer los expedientes sobre Jugantor. Esbozaban la típica historia de un grupo de inicios inofensivos, pero que había ido convirtiéndose en una amenaza terrorista de primer orden. La documentación más antigua se componía principalmente de informes sobre los lugares de los delitos, con detalles sobre robos y otros actos de poca monta. La más reciente reflejaba el paso a ataques a mano armada y delitos de una sofisticación muy superior. Habían empezado robando taxis y habían acabado asaltando bancos. Los beneficios de esos atracos los usaban para comprar armas de fuego y componentes para fabricar bombas. En cuanto a los asesinatos, se centraban casi siempre en policías, por lo general nativos, salvo unos pocos funcionarios de segunda categoría del gobierno británico. Lo interesante, sin embargo, era ver el número de tentativas de asesinato frustradas que recogía el expediente. Muchas veces, los terroristas no habían logrado ni remotamente cumplir sus objetivos, bien por una ejecución chapucera, bien por usar armas defectuosas, bien porque se habían infiltrado delatores en el grupo.

Junto a los informes de los lugares de los delitos también había unos pocos de inteligencia. En ellos se conjeturaba sobre la jerarquía y la estructura operativa de la organización, así como sobre lo que se sabía de las células regionales que tenía repartidas por toda Bengala, y sus contactos con facciones terroristas en otras partes de la India. El líder del grupo era un bengalí, un tal Jatindranath Mukherjee, a quien los nativos llamaban Bagha Jatin, «el Tigre».

Se apreciaba un incremento significativo de las actividades de Jugantor durante la guerra, hasta el punto de que entre las carpetas más recientes había varias dedicadas en exclusiva al período de 1914 a 1917. Para el Tigre, al parecer, la guerra constituía una oportunidad de oro para intentar expulsar a los británicos de la India, y había varios informes sobre una incursión que había hecho junto con sus hombres en los almacenes de la compañía Rodda & Co., propietaria de uno de los mayores depósitos de armamento de Calcuta. Habían conseguido escapar con diez cajones de munición y armas, entre las que se contaban cincuenta pistolas Mauser y cuarenta y seis mil proyectiles.

Con todo, la mayoría de las carpetas se centraban en lo que denominaban la «Conspiración Alemana», una conjura para comprar armas al káiser, tomar Calcuta y fomentar la insurrección de los regimientos nativos del ejército indio en todo el país. Se describían los vínculos del grupo con varias organizaciones sediciosas indias, en lugares tan remotos como Berlín y San Francisco, y se detallaba la canalización de fondos por parte de estas organizaciones para pagar remesas de armamento. Al final, diversos espías al servicio de la Sección H habían puesto al grupo en jaque, y las insurrecciones en Bengala y el Punyab no habían pasado de su estadio inicial. Mukherjee y cinco de sus compañeros se habían escondido, hasta que, traicionados por gente de la zona, habían sido descubiertos cerca de Balasore. En ese momento entró en acción la Sección H, que hirió de muerte a Mukherjee y dos más. Otros dos fueron apresados. Sólo escapó uno: Benoy Sen.

Abrí la carpeta de Sen. Contenía pocos datos objetivos, y ninguna foto o dibujo de él. Apenas había algo más que conjeturas acerca de su participación en incursiones de la etapa inicial del movimiento. También recogía rumores que afirmaban que había desempeñado un papel en la estrategia y planificación del grupo, pero sin concretar nada. Era muy probable que la Sección H dispusiera de una imagen más completa del personaje, gracias a sus mayores recursos y a los espías que había infiltrado en Jugantor. Solicitaría permiso para consultar sus archivos. Sería interesante comprobar si su compromiso de brindar «toda la ayuda necesaria» llegaba tan lejos. Por algún motivo, lo dudaba.

De pronto, empezó a sonar el teléfono. Descolgué. Era Daniels, jadeante. El comisario me recibiría en su despacho al cabo de diez minutos.

Me senté frente a la silla vacía de lord Taggart mientras el reloj del despacho hacía tictac lentamente. El comisario aún no había llegado y Daniels no me había dado ninguna explicación para su retraso. No me quedaba otra que esperar sentado bajo la mirada sublime del rey emperador Jorge V. Por fin se abrió la puerta y entró lord Taggart con paso decidido; la luz del sol se reflejaba en los botones de plata de su uniforme recién planchado.

—Mis disculpas, Sam —dijo mientras me hacía señas para que me sentara, y él hacía lo propio en su silla de cuero—. Bueno, a ver, ¿qué me traes?

Le hablé del encuentro con el informador de Digby, y le expliqué que teníamos un sospechoso: Benoy Sen.

El nombre despertó su atención.

—Conque al final ha vuelto, el viejo zorro —dijo como si hablara solo—. Buen trabajo, Sam —añadió—. Tienes mi permiso para usar todos los recursos que necesites para localizarlo. Haz lo que haga falta. Llevo mucho tiempo esperando este momento, y no quiero que se nos vuelva a escurrir entre los dedos. Mientras tanto informaré al vicegobernador de tus avances.

—Tal vez sea mejor esperar a que tengamos preso a Sen —propuse.

Taggart negó con la cabeza.

—No. Aunque parezca lo más prudente, Sam, si se diera el caso de que el vicegobernador descubriera que le hemos ocultado información, podría perjudicarnos en nuestras respectivas carreras. Además, cabe la posibilidad de que sus otras fuentes nos ayuden a encontrar a Sen.

—Hay otra cosa —añadí—. Creo que Sen podría estar vinculado con el asalto del correo de Darjeeling.

—Continúa —dijo Taggart con calma, como si lo que acababa de oír fuera lo más normal del mundo.

—Sospecho que los autores del asalto fueron terroristas, no simples dacoits. Es la única explicación lógica. Los asaltantes buscaban algo en concreto, que esperaban encontrar dentro de las cajas fuertes del tren. Por suerte no había nada. Unos dacoits no se habrían marchado con las manos vacías. Al menos habrían despojado a los pasajeros de todos sus objetos de valor. A unos terroristas, en cambio, no les habría interesado el simple pillaje. Por lo que me han dicho, incluso podría haberles ofendido su sensibilidad.

—¿Y qué buscaban, Sam? —preguntó el comisario.

Tuve la sensación de que me estaba orientando hacia una respuesta que él ya sabía.

—Yo diría que dinero en efectivo, en gran cantidad, y que esperaban encontrarlo dentro de las cajas fuertes.

—Entonces ¿por qué no se llevaron las sacas de correo?

—Por una cuestión de tiempo —respondí—. Habrían tardado demasiado en vender los objetos de valor del correo.

—De eso se deduciría que el dinero lo necesitan con urgencia —dijo Taggart—. ¿Y eso qué te sugiere?

La respuesta caía por su propio peso.

—Están intentando cerrar una compra de armamento. Si, de repente, el tal Sen ha vuelto a Calcuta, y es el cerebro del asalto, se podría deducir que el asesinato de MacAuley sólo es el disparo que da inicio a una campaña mucho más amplia y sangrienta.

—Tendrás que compartir tus inquietudes con la Sección H —dijo Taggart—. Si estás en lo cierto, nos enfrentamos a algo mucho más peligroso de lo que pensaba. Manos a la obra, capitán.

Me levanté, pero cuando estaba a medio camino de la puerta me detuve y me volví.

—Usted ya lo sabía, ¿verdad, señor? —pregunté.

Taggart levantó la vista del escritorio.

—¿El qué, Sam?

—Que el asalto al correo de Darjeeling no era un simple robo frustrado perpetrado por un grupo de dacoits.

—Lo sospechaba, pero no lo sabía, Sam. De hecho, sigo sin saberlo.

—¿Y por qué no ha expresado antes sus sospechas?

—Me fío de tu criterio. Además, en cuanto hubiera surgido la menor sospecha de que podía ser obra de unos terroristas, la Sección H se habría hecho cargo del caso. Tú ni siquiera lo habrías olido, y yo, por extensión, tampoco.

Tras agradecerle su franqueza, regresé a mi despacho. La situación era grave, pero a mi modo de ver teníamos algo a nuestro favor: habían hallado las cajas fuertes vacías, señal de que Sen quizá no dispusiera todavía de los fondos necesarios para adquirir las armas. En consecuencia, teníamos una oportunidad. Bastaba con que lo encontrásemos antes de que él diera con el dinero.