DIECISIETE

Junto al río, al sur de la ciudad, se levanta Fort William, sede del comando oriental del ejército, y cuartel general de su unidad de inteligencia, la Sección H. Hacia allí iba a gran velocidad en un coche de la policía, junto con Banerjee en el asiento trasero.

—El general Clive lo mandó reconstruir después de la batalla de Plassey —comentó Banerjee, admirado, cuando nos metimos por una avenida bordeada de palmeras que llevaba a la Puerta del Tesoro de la fortaleza—. Al parecer, costó más de dos millones de libras, pero el caso es que nunca ha disparado fuego real.

Nunca había visto una base militar parecida. Para empezar, tenía su propio campo de golf, sin duda uno de los motivos que explicaban su coste tan elevado.

—¿Qué piensan los nativos sobre Benoy Sen? —pregunté.

—Bueno... —titubeó Banerjee—. Desde la muerte de Bagha Jatin se ha convertido en un héroe para el pueblo. Según cuentan, no hay lugar entre Sylhet y los Sundarbans donde no se haya presentado para predicar entre los aldeanos e inculcar el temor de Dios a los funcionarios corruptos. Lo llaman «el Fantasma», mitad Robin Hood, mitad Krishna. Los campesinos lo adoran. Por eso ha podido mantenerse cuatro años como prófugo, pese a la sustanciosa recompensa que se ofrecía por su captura.

—¿Corre algún rumor de que últimamente haya cometido actividades terroristas?

—No me consta, señor, aunque son cosas que la gente no le contaría a un policía.

—¿Y usted, qué impresión tiene de él?

Banerjee pensó un momento antes de responder.

—Yo creo que, muertos Jatin y el resto de los cabecillas, el pueblo ha creado alrededor de Sen una leyenda al servicio de sus propios intereses. Para los que aspiran a una revolución violenta, es el combatiente por la libertad que ha conseguido ser más listo que los británicos y enardecer al pueblo. Es un símbolo de que la lucha sigue. Lo necesitan para no perder su dignidad.

»Para los británicos, en cambio, al menos para el Statesman y sus lectores, es como el hombre del saco, la personificación de todo lo que temen, un comunista sediento de sangre que no se quedará satisfecho hasta que el último de los ingleses sea asesinado o expulsado. Es la justificación con la que cuentan para promover cosas como las leyes Rowlatt. Yo no creo que sea ni lo uno ni lo otro.

Frenamos junto a la garita de la Puerta del Tesoro. Fort William era verdaderamente imponente: una fortaleza de ladrillo y mortero en forma de estrella que cubría unas ochocientas hectáreas, donde, entre tropas y personal, se alojaban miles de personas. Allí también se encontraba el tristemente famoso Agujero Negro de Calcuta, el símbolo de la eterna perfidia de los nativos que todos los escolares ingleses conocían muy bien.

El chófer mostró nuestros papeles a un centinela muy tieso que fingió examinarlos antes de indicarnos que pasáramos entre unos muros rojos de varios metros de anchura. Una vez dentro, dejamos atrás una serie de edificaciones de tres plantas que supuse que serían los cuarteles, y después los bungalós de los oficiales, pulcramente alineados. Los seguían una calle de tiendas, una estafeta de correos y un cine. En el centro estaba la iglesia de Saint Peter, con sus torres y arbotantes. En honor a la verdad, el lugar parecía más un pueblo de Sussex que un puesto militar.

Los servicios de inteligencia me inspiraban una desconfianza sana que, nacida en mi época en la Special Branch, se había ido aguzando en el transcurso de muchos años, incluidos los de la guerra, cuando yo era un engranaje de su maquinaria. No se podía negar que eran inteligentes, gente de recursos, y que creían defender el país y el Imperio, pero por muy noble que pudiera ser la causa, los medios no siempre lo eran, al contrario. Como policía, imbuido del imperio de la ley, sus métodos se me antojaban a menudo repugnantes, inmorales y, lo que era peor, muy poco ingleses. Aun así, era un alivio poder acudir a ellos. Si de veras teníamos en perspectiva frustrar una campaña terrorista a gran escala, sus recursos serían vitales.

Puse a Banerjee al corriente de mi teoría de que el asesinato de MacAuley y el asalto al correo de Darjeeling estaban relacionados, de que detrás de ambos se encontraba Jugantor, y de que para atrapar a Sen deberíamos pedir toda la ayuda posible a la Sección H.

Banerjee puso mala cara.

—¿Le supone eso algún problema, sargento?

El joven se removió nervioso en el asiento.

—¿Puedo hablar con libertad, señor?

Asentí.

—Sí, por favor.

—¿Desea usted sinceramente descubrir la verdad sobre este asesinato?

Me sorprendió la pregunta.

—Nuestro deber siempre es descubrir la verdad, sin entrar en otras consideraciones —contesté—, y eso es exactamente lo que vamos a hacer.

—Perdone —dijo Banerjee—, pero si de veras es ésa su intención, sería crucial interrogar a Sen. ¿Me equivoco, señor?

—Obviamente que no.

—En tal caso, señor, yo le aconsejaría que se mostrara prudente a la hora de dar explicaciones a la Sección H. Son conocidos por su mano dura.

—¿Está insinuando que es mejor que no comparta cierta información con la Sección H?

—Lo que digo, señor, es que si quiere vivo a Sen es esencial que lo encontremos antes que ellos.

Nos detuvimos al lado de un gran edificio de administración, mientras en mis oídos aún resonaban las palabras de Banerjee. En el fondo yo compartía su preocupación, pero lo que me pedía era imposible. No tenía más remedio que explicárselo todo a la Sección H. Había demasiado en juego. Además, ya se lo había contado a lord Taggart, y éste informaría al vicegobernador. Así que lo que no divulgase yo tarde o temprano lo averiguarían ellos por sus medios.

Sin embargo, me quedaba el pequeño quebradero de cabeza de qué hacer con Banerjee. La idea inicial era que me acompañara a la reunión con el coronel Dawson, pero ahora ya no estaba tan seguro, y, además, existía el riesgo de que con un nativo en la sala Dawson fuera más precavido en sus palabras. Al final lo dejé con el chófer y me dirigí a la entrada.

Pasé entre dos centinelas languidecientes, llamé a la primera puerta que vi, y pregunté a un oficial subalterno dónde podía encontrar al coronel. Me remitió a la sala 207, en la segunda planta.

La sala en cuestión resultó ser un despacho enorme de planta abierta donde reinaba una actividad frenética. Había mesas para una docena de oficiales y sus ayudantes. En una pared colgaban varios mapas de gran tamaño de la India, Bengala y una ciudad que supuse que sería Calcuta, todos cubiertos por múltiples banderas, cruces y círculos. Entre el barullo de las voces y el ruido de las máquinas de escribir, mi llegada no llamó mucho la atención. Le pregunté a una secretaria joven y guapa, vestida con uniforme caqui, dónde podía encontrar a Dawson, y me indicó un cubículo con mamparas de cristal esmerilado en un rincón de la sala. Tras darle las gracias, me dirigí hacia allí y llamé con los nudillos.

—Adelante —dijo una voz estentórea.

Entré y me vi envuelto en una neblina de humo de pipa.

—¿Coronel Dawson? —pregunté, mirando a través de la bruma a un oficial fornido y bigotudo que apretaba entre los dientes una pipa.

Calculé que tendría unos cuarenta años. Por la tez curtida, de color cobrizo, y el pelo castaño, ya canoso en las sienes. Levantó la vista del informe mecanografiado que estaba leyendo.

—Ah, capitán Wyndham —dijo mientras se levantaba para darme la mano—. Siéntese, por favor.

Evidentemente sabía quién era. En su tono se percibía una seguridad que parecía indicar que ya nos conocíamos, un hecho que, por otro lado, no tenía por qué sorprender en alguien que trabajaba en inteligencia.

—¿Le apetece tomar algo? —preguntó, levantando un antebrazo grueso y moreno para consultar el reloj—. Lástima que sea temprano para tomarse una copa de verdad. ¿Quiere una taza de té? —Y sin molestarse en esperar la respuesta, tronó—: ¡Señorita Braithwaite!

Por la puerta asomó la cabeza una mujer con cara avinagrada, como de caballo enfadado.

—Dos tés, Marjorie, por favor.

La mujer asintió de malos modos y se fue dando un portazo.

—Bueno, capitán —siguió diciendo Dawson—, tengo entendido que acaba de llegar a Calcuta. ¿Qué le parece nuestra hermosa ciudad?

Supuse que se había informado sobre mí. No podía descartarse que hubiera leído mi expediente de guerra, en cuyo caso estaría al corriente de que había sido herido y después me habían dado de baja, y tal vez conociera algún que otro detalle personal. Probablemente supiese más de mi persona de lo que me apetecía recordar incluso a mí.

—Me parece estupenda —contesté.

—Me alegro, me alegro. —Dio una calada a la pipa—. Me imagino que aún no habrá podido hacer mucho turismo...

—No era consciente de que hubiera muchas cosas que ver.

Dawson sonrió, burlón.

—Depende de cómo se mire. Yo le aconsejaría que visitara el templo de Dakhineshwar. Es un santuario hinduista dedicado a la diosa Kali. La llaman «la Destructora», y es digna de ver: negra como la noche, con los ojos inyectados en sangre, una guirnalda de calaveras en el cuello y la lengua fuera, en un éxtasis de violencia. Los bengalíes la veneran. No hace falta que me extienda más sobre el tipo de gente con la que tratamos. Le hacen sacrificios de sangre; hoy en día, cabras y ovejas, pero no siempre han sido tan civilizados. Hay quien dice que el nombre de la ciudad deriva de ella: Calcuta, «la ciudad de Kali». —Hizo una pausa, sonriendo—. Qué irónico, ¿verdad? Por debajo de nuestra moderna metrópolis sigue latiendo el corazón negro de la diosa pagana de la destrucción.

Por unos instantes, Dawson pareció estar muy lejos.

—En fin —dijo, volviendo a concentrarse—, creo que podría gustarle.

La señorita Braithwaite volvió con una bandeja, que depositó haciendo mucho ruido y derramando parte del contenido de las tazas. Dawson la miró de malos modos. Ella se le encaró y volvió a salir.

—¿Leche y azúcar, capitán?

—No, así está bien —contesté mientras cogía una taza, dejando un anillo líquido en la bandeja.

—Bueno, capitán, tengo entendido que durante la guerra vio algún que otro combate.

Asentí.

—Puse mi grano de arena. Me alisté en el quince, y durante tres años logré mantenerme de una sola pieza hasta que los alemanes tuvieron suerte y uno de sus proyectiles rebotó en mi cabeza.

Dawson asintió en silencio como si me hubiera limitado a confirmar datos que ya sabía.

—¿Y usted, coronel? —le pregunté—. ¿Estuvo en el frente?

Se le agrió la expresión.

—No, capitán, no tuve el honor. Por desgracia, mis deberes me retuvieron aquí, en la India, durante todo el conflicto.

Dio una calada a la pipa y se inclinó.

—Bueno, ¿en qué puedo ayudarlo? —preguntó, a la vez que se echaba en el té un poco de leche de una jarrita de porcelana y lo removía.

—El asesinato de MacAuley. Desearía que me facilitara información actualizada sobre todo lo que encontraron en el lugar del crimen.

—No faltaba más —contestó mientras dejaba la pipa en la mesa y tomaba un sorbo de té—. Por desgracia, no hay mucho que explicar. Mucha sangre, pero aparte de eso no gran cosa. Es una lástima que los perros dieran con el cadáver antes que sus hombres; lo cual, por cierto, me recuerda que encontramos uno de sus dedos. Se lo han mandado a ustedes al depósito, en su correspondiente envoltorio.

—¿Podría darme una copia del informe?

—Por supuesto que sí, capitán. Me ocuparé de que se la envíen a su oficina.

—¿Sus hombres siguen montando guardia en el escenario del crimen? —pregunté.

—Naturalmente; es más, se quedarán allí hasta que el vicegobernador ordene lo contrario. No se preocupe, que no dejarán que nadie toque nada.

—Eso me tranquiliza —dije—. Pero, si no le importa, me gustaría enviar a algunos de mis hombres para que busquen huellas dactilares en el callejón. Quizá encuentren algo que haya pasado desapercibido hasta el momento.

De golpe, Dawson perdió todo su aire bonachón.

—Espero que no crea que mis hombres son tan incompetentes que no pueden buscarlas ellos mismos.

—En absoluto —repuse—, pero es que a veces, al calor del momento, se pasan cosas por alto.

—Mis hombres no —replicó con tono brusco—. De todos modos, dígales a los suyos que se pongan en contacto con Marjorie y ella les concertará el acceso. ¿Desea algo más?

—Sí, hay otra cosa.

—¿Ah, sí? —contestó, recogiendo el informe que estaba leyendo en el momento de mi entrada.

Le hablé de la reunión en casa de Amarnath Dutta, y de la presencia de Benoy Sen en Calcuta. Tenía la esperanza de que la revelación convenciese a Dawson de que no había ningún motivo para que desconfiara de mí, pero no fue así.

Al oír el nombre de Sen, el coronel no delató emoción alguna. Se limitó a asentir y dar caladas a la pipa.

—No acaba ahí la cosa —dije—. El jueves, a primera hora de la mañana, asaltaron el correo de Darjeeling. Al principio se habló de una tentativa de robo por parte de dacoits, pero me temo que fue obra de terroristas, y más en concreto de Sen. Yo creo que buscaban dinero en efectivo para sufragar una adquisición de armas. Supongo que no hace falta que le explique lo que eso significa.

De pronto, Dawson puso la misma cara que si lo hubiera golpeado con un palo de golf. Por primera vez tuve la impresión de haberle contado algo que no sabía, y me gustó.

—Esto es más grave de lo que había supuesto —dijo finalmente—. ¿Qué sabe usted de Sen, capitán?

—No gran cosa —confesé—. El expediente que tenemos sobre él no se prodiga mucho en detalles. Tenía la esperanza de que me permitiera consultar el de ustedes.

Pensó un momento.

—Siento decirle que eso no será posible. Lo que sí puedo compartir con usted es que Benoy Sen es un personaje extremadamente peligroso. Supongo que habrá leído que participó en la Conspiración Alemana. Lo que seguro que no sabe es que una fase clave de la conjura era incitar a los regimientos nativos de la guarnición de Calcuta a rebelarse contra nosotros. Si mal no recuerdo, por aquel entonces era el XIV regimiento Jat. Estaban acantonados aquí mismo, en el fuerte. Si la rebelión hubiera tenido éxito, lo más probable es que les hubieran cortado el pescuezo a todos los blancos. Sen ya se nos escapó una vez, y no estoy dispuesto a que se nos escape una segunda.

—¿Puedo contar con su ayuda para encontrarlo?

—Descuide, está garantizada —dijo Dawson—. Mis hombres pondrán manos a la obra de inmediato.

—¿Y en cuanto sepa algo me informará? —pregunté.

Dawson esbozó una sonrisa.

—Naturalmente que sí, siempre que sea factible, pero no puedo garantizarle que estaremos en situación de esperar a haberlo informado antes de tomar medidas, sobre todo si Sen está tramando una campaña de mayor alcance, como supone usted. Lleva huido cuatro años, y si no le echamos el guante mientras aún esté en Calcuta, podríamos perderlo cuatro más.

—Comprendo —dije, con la angustiosa certidumbre de que la primera notificación que recibiría de Dawson sería que Sen estaba muerto o en alguna cárcel militar.

En uno u otro caso, si caía primero en manos de la Sección H, las posibilidades de que yo pudiera interrogarlo serían ínfimas.

Agradecí al coronel que me hubiera recibido y, tras acabarme el té, me despedí.

Volví sobre mis pasos y salí otra vez al sol. Surrender-not estaba de pie a la sombra de una gran higuera de Bengala, fumando un cigarrillo. Al verme lo apagó enseguida y tiró la colilla a la hierba. Luego me hizo un saludo y se acercó.

—Tenemos un problema, sargento —dije—, y necesito que me ayude a resolverlo.

—No faltaba más, señor —contestó, siguiéndome de regreso al edificio.

Ambos subimos la escalera para entrar otra vez en la sala 207.

—Preste mucha atención —dije—: voy a presentarle a un encanto de mujer. Se llama Marjorie Braithwaite, y la va a engatusar.

—¿Cómo?

—Le va a dar conversación, y mientras habla con ella quiero que se fije todo lo que pueda en su jefe, que está en el despacho del fondo. Asegúrese de que él no lo ve. ¿Se considera capaz?

Banerjee tragó saliva. Parecía nervioso.

—No estoy seguro, señor —dijo, estirándose el cuello de la camisa—. Nunca se me ha dado especialmente bien hablar con las inglesas.

—Venga, hombre —dije—. Tampoco creo que sea tan diferente de hablar con las indias.

—Si quiere que le diga la verdad, señor, con ellas tampoco se me da muy bien hablar. —Parecía un hombre de camino a su propio entierro—. En nuestra cultura, el contacto entre sexos tiene límites muy estrictos. Con las mujeres nunca se me ocurre de qué hablar... como no sea de críquet. —Se animó—. Entonces no tengo problemas.

La señorita Braithwaite no parecía el tipo de mujer que se dejaba seducir por una disertación sobre los diferentes tipos de bateo.

—Pensándolo mejor —añadí—, pídale que le haga los trámites para poder entrar en el lugar del asesinato de MacAuley. ¿Cree que podrá?

Banerjee asintió con expresión medrosa.

—Así me gusta, sargento —dije.

Entramos en la sala 207 y miré hacia el despacho de Dawson. La puerta estaba cerrada, y a través del cristal esmerilado sólo se veía su silueta. Di un pequeño empujón a Banerjee para que se acercase a la señorita Braithwaite, y se la presenté.

—Un placer conocerla —balbuceó él.

Se quedó inmóvil, boquiabierto, alternando la mirada entre mi persona y la puerta cerrada de Dawson, como un pez en un partido de tenis.

—Señorita Braithwaite —dije yo—, se me ha olvidado preguntarle una cosa al coronel Dawson. Si no es demasiada molestia, ¿podría explicarle al sargento qué tiene que hacer para entrar en el lugar donde fue asesinado MacAuley, mientras yo paso un momento a ver al coronel?

No esperé a que respondiera. Me dirigí al despacho de Dawson, llamé a la puerta y la abrí de par en par.

—Perdone que lo moleste, coronel —dije—, pero se me ha olvidado el nombre del templo.

Estaba hablando por teléfono, y no pareció que la interrupción le hiciese demasiada gracia.

—El templo de Kali en Dakhineshwar —contestó, tapando el auricular con la otra mano—. Queda en la carretera de Barrackpore. Seguro que su chófer lo conoce.

Le di las gracias de nuevo y me dispuse a marcharme, pero antes miré a Surrender-not, que al verme asintió con la cabeza. Cerré la puerta de Dawson y volví con el sargento. La señorita Braithwaite escribió algo en un papel y se lo tendió. Surrender-not se lo agradeció con una sonrisa.

—¿Ha podido ver bien al coronel? —le pregunté mientras bajábamos por la escalera.

—Sí, señor.

—Estupendo, sargento. ¿Lo que le ha pasado la señorita Braithwaite era su número personal?

Banerjee se sonrojó.

—No, señor —balbuceó—, es un formulario de ingreso para enseñárselo a los vigilantes del escenario del crimen.

—Bueno —dije—, pues la próxima vez que le encargue engatusar a una mujer, espero que como mínimo consiga su teléfono, si no logra que le dé una cita para cenar.

—Voy a explicarle lo que necesito, sargento —dije cuando nos sentamos en el asiento trasero del coche—. El hombre al que ha visto en el despacho es el coronel Dawson. Está a punto de empezar la búsqueda de nuestro fugitivo, y con los recursos de los que dispone hay muchas posibilidades de que llegue hasta Sen antes que nosotros. Por eso necesito que lo siga y me avise en cuanto crea que puede haberlo encontrado.

Banerjee se me quedó mirando con los ojos muy abiertos.

—¿Quiere que siga a un oficial de la Sección H?

—Exacto —contesté—. Confío en que se le dé mucho mejor que hablar con la señorita Braithwaite.

—¿Quiere que espíe a un espía? ¿No lo han formado justamente para eso? Me verá a la legua.

—No creo. Ahora mismo, el único que le interesa es Sen, y confío en que tendrá demasiado en lo que pensar para fijarse en usted.

—Pero ¿cómo voy a seguirlo si trabaja en el recinto más protegido de toda la India, en el que hay como mínimo cinco salidas?

—Pues tendremos que arriesgarnos —contesté—. Supongamos que Sen aún está en la ciudad. ¿Dónde es más probable que se esconda?

Banerjee pensó un momento.

—Entre indios —dijo—, entre los suyos, cosa que probablemente signifique el norte de Calcuta, o al otro lado del río, en Howrah.

—O sea, que cuando Dawson descubra su paradero damos por hecho que se dirigirá a él con sus hombres por el camino más rápido. Lo más seguro es que usen varios coches, e incluso que los siga un camión de soldados.

Banerjee entendió por dónde iba.

—En ese caso, lo mejor es que me aposte en la puerta de Plassey, que es la que queda más cerca de las carreteras principales hacia el norte. En Plassey Gate Road hay un thana de la policía. Puedo usarlo como base de operaciones. También pondré vigilancia en el puente, por si Sen está en Howrah. Es la única manera de cruzar el río en coche o en camión.

—Muy bien —contesté—. Yo creo que Dawson encabezará personalmente la incursión, pero, aunque no fuera así, hay que estar atentos a varios vehículos que parezcan dirigirse a algún sitio con muchísima prisa.

Sin ser un plan perfecto, era el mejor que teníamos, y con algo de suerte bastaría; por otra parte, confiaba en que la Sección H tardaría como mínimo uno o dos días en localizar a Sen, lo cual quizá nos diera margen para que se nos ocurriese algo mejor. También seguía teniendo la esperanza de que los primeros en dar con Sen fuesen los informadores de Digby, que no en balde llevaban unas cuantas horas de ventaja a sus rivales.

Banerjee mandó entonces al chófer que cruzase la puerta de Chowringhee y se dirigiera al norte, hacia el thana de Plassey Gate Road. Yo le di instrucciones a Surrendernot de que pusiera vigilancia en el puente de Howrah y me tuviese al corriente de cualquier novedad con la mayor premura posible. Tras dejarlo en el thana, ordené al chófer que me llevara de vuelta a Lal Bazar y regresase al thana para esperar las instrucciones del sargento.

Una vez en la central, esperé diez minutos antes de llamar a Digby a mi despacho.

—¿Algún avance en la búsqueda de Sen? —le pregunté.

—De momento no. Hemos tenido noticias de Vikram. Y aunque sus antenas están repartidas por toda la Ciudad Negra, hasta Bara Nagar y Dum Dum, aún es pronto, compañero.

—¿Y sus otros informadores?

—Más de lo mismo, por desgracia. Me he puesto en contacto con los que me ha parecido que podían ser de ayuda, pero no tienen un perfil político, y la verdad es que no se les da bien. Además, tienen una moral propia; retorcida pero propia. Están encantados de ganar dinero chivándose de uno de los suyos, pero delatar a alguien como Sen es otra cosa. Parece que lo consideran una especie de héroe.

Casi parecía que se estuviera disculpando.

—¿Ha tenido suerte con Dawson? —preguntó.

Se lo expliqué a grandes rasgos.

—Bueno —contestó él—, es de agradecer que nos ayuden a localizar a Sen.

—Eso espero —contesté—, aunque tengo mis dudas sobre el grado de cooperación que podemos esperar de nuestros nuevos amigos. En todo caso, tendremos que estar preparados por si encuentran a Sen, y en eso necesito que me ayude usted.

—Dígame en qué, compañero.

—Quiero hacerme una idea de cómo organiza una incursión la Sección H.

Me miró extrañado.

—¿Se refiere a cómo la planean?

—Más bien a cómo organizan la incursión en sí: qué personal usan, dónde concentran sus recursos, qué tipo de protocolos siguen, y esas cosas.

—Ah —dijo Digby—, pues por lo que he visto prefieren usar personal propio. El número exacto de efectivos no lo tengo claro, pero no suelen quedarse cortos. Cuando necesitan refuerzos, recurren antes al ejército que a nosotros.

—¿Y se concentran todos en Fort William?

Asintió con la cabeza.

—Que yo sepa, sí. Tienen un montón de agentes trabajando sobre el terreno, claro, pero los oficiales están todos en el fuerte.

—¿Y por qué vías colaboran con nosotros?

—Depende de si necesitan algo o no. Si quieren algo de nosotros, normalmente se limitan a cogerlo.

—Pero la policía no está subordinada al ejército —dije.

—Esto no es Inglaterra, compañero —contestó—. Aquí, todos los caminos acaban conduciendo al mismo sitio: al virrey, y en Bengala, cualquier contacto con el virrey pasa por el vicegobernador, que es a quien obedece la Sección H. Si quieren algo de nosotros, el vicegobernador le manda una orden al comisario, y los demás la obedecemos. No hay más vuelta de hoja. Un buen ejemplo es lo que ocurrió con el escenario del crimen: ¿cuánto tardaron en quitárnoslo? ¿Un par de horas?

—¿Y eso a Taggart le parece bien?

—No, claro que no, pero ¿qué puede hacer? ¿A quién se va a quejar? ¿Al virrey, que está en Delhi, codeándose con principitos y marajás, y que ni tiene la menor idea de lo que pasa aquí, ni le importa? Qué va. El virrey está encantado con que el vicegobernador haga lo que le salga de las narices siempre y cuando mantenga a raya a los separatistas y los revolucionarios. Total, que al amigo Taggart no le queda más remedio que aceptarlo.

—¿Y si somos nosotros los que necesitamos algo de ellos?

Resopló por la nariz.

—Pues entonces depende de si conoces mucho a alguno de sus oficiales, y de si están dispuestos a hacerte un favor.

—¿Usted ha tenido trato con ellos?

Digby se puso un poco tenso.

—Una vez, y no directamente. Fue hace unos cuantos años, durante la guerra. Por aquel entonces yo estaba destinado en Raiganj y tenía todo el distrito a mi cargo. La Sección H había localizado a un terrorista en un pueblo de la zona. No llegué a enterarme de por qué lo buscaban, pero el caso es que nos mandaron poner controles en todos los accesos y salidas del pueblo hasta que llegaran sus tropas. Me ocupé yo personalmente, como es lógico. Estuvimos casi un día entero al frente de los controles, y vigilando los campos, hasta que justo antes del anochecer llegaron varios camiones de soldados. Tuvieron rodeado el pueblo toda la noche, y al salir el sol pasaron al ataque.

—¿Lo pillaron?

Digby apartó la vista.

—Se podría decir que sí. Murió a tiros cuando se resistía a que lo detuvieran. Y con él, varios del pueblo.

—¿Investigó las muertes?

—El mayor al frente de la operación me comunicó que había sido imposible evitarlas y me confirmó que habían dado cobijo a un sospechoso de terrorismo.

—¿Y al resto del pueblo qué le pareció?

Soltó una risa corta y amarga.

—¿Unos campesinos muertos de miedo que acababan de ver cómo les arrasaban el pueblo? ¿Qué se cree que dijeron, capitán? Nada. Estaban demasiado asustados. —Hizo una pausa antes de terminar—. No tuve ocasión de investigar nada.