DIEZ

Cuando volví a Lal Bazar, encontré encima de mi mesa otro mensaje de Daniels. Seguro que lord Taggart quería que lo pusiera al día del caso. Pero de momento no tenía mucho que contarle, y no me apetecía que Daniels viniera a buscarme. Los años me habían enseñado que en esas situaciones era preferible hacerse el sordo y salir a comer. El problema era que no sabía adónde ir. No estaba en Londres. En el trópico, donde cualquier inglés se exponía a la disentería sólo con mirar mal un bocadillo, elegir un establecimiento en el que almorzar podía ser una cuestión de vida o muerte.

Seguí mi impulso, descolgué el teléfono y pedí que me pasasen con Annie Grant, en Writers’ Building. Contestó al tercer tono.

—¿Señorita Grant?

—¿Capitán Wyndham? ¿En qué puedo ayudarlo?

Parecía ocupada.

—¿Le apetece que comamos juntos? Si no tiene ningún otro compromiso, por supuesto.

Me dije que usaría la comida de pretexto para hacerle más preguntas, pero se trataba sólo de una verdad a medias. Noté un hormigueo en la boca del estómago. Qué ridiculez. ¿Cómo puede un hombre sobrevivir a tres años de bombardeos, fuego de artillería y ráfagas de ametralladora y seguir temblando de nervios cuando le pide a una mujer que coma con él? Se produjo un momento de silencio. Contuve la respiración, furioso conmigo mismo.

—Supongo que podría hacerle un hueco, capitán, pero no creo que tenga mucho más que aportar sobre el señor MacAuley aparte de lo que le dije ayer.

—Perdone, señorita Grant, creo que no me he explicado bien. Me ha parecido que sería agradable que comiéramos juntos... Aquí conozco pocos sitios, y había pensado que podría enseñarme alguno... Si está libre, claro... Invito yo.

¿Por qué tuve que hacer un esfuerzo para no seguir hablando?

—En ese caso, capitán, lo acompañaré con mucho gusto —respondió en un tono más animado—. Quedamos en la escalera de entrada de las oficinas dentro de un cuarto de hora.

Un cuarto de hora después estaba en la escalinata de Writers’ Building, mirando la plaza mientras esperaba. La señorita Grant apareció detrás de mí y me dio un golpecito en el hombro.

—Capitán Wyndham.

Sonrió.

—Llámame Sam, por favor.

—De acuerdo, Sam —dijo mientras me daba el brazo para bajar juntos hasta la acera—; ¿empezamos con tu iniciación a los placeres culinarios de Calcuta?

La propuesta me gustó. También la palabra «iniciación», porque insinuaba que otras ocasiones estaban por venir.

—¿Y si vamos al sitio que han abierto en Park Street, el Red Elephant? —dijo—. Ahora mismo es lo más. Estaba esperando a que me llevase alguien.

No me sonaba de nada, pero, en fin, daba igual; cualquier sitio me habría parecido bien, incluso una comida de tres platos en la casa de huéspedes de la señora Tebbit.

—Vamos —respondí, con tantas ganas que ella se rió como una colegiala en un día de pícnic, y a mí me asaltó un orgullo irracional.

Sospeché que se reía de mí, pero no me importó. Me cogió de la mano y nos dirigimos a parar un tonga. Yo no dejaba de pensar en lo raro que se me hacía ir de la mano de otra mujer.

El wallah tiró de las riendas y frenó el vehículo junto a la acera. Era delgado, puro músculo, tendones y piel ennegrecida por el sol bengalí. Tras ayudar a Annie a subir a la banqueta, hice lo propio.

—Park Street chalo —dijo ella.

El wallah se unió al tráfico con otro tirón de las riendas. Fuimos hacia la Esplanade, alejándonos de las inmediaciones, siempre abarrotadas, de Dalhousie Square. Al poco rato bajábamos por Mayo Road en dirección a la refinada Park Street.

El Red Elephant era un local pequeño y discreto que ocupaba la planta baja de un gran edificio de cuatro pisos. Desde fuera sólo se veían ventanas de cristal ahumado y una puerta de madera maciza con un portero sij no menos macizo delante. A veces parecía que uno de cada dos sijs de Calcuta fuera portero, y era comprensible: superaban tanto en corpulencia a los bengalíes... Mientras hubiera puertas en Calcuta, a un sij jamás le faltaría trabajo. Tras mover un poco la cabeza a guisa de saludo, nos hizo pasar.

El interior era oscuro y reluciente como una funeraria de categoría: suelos de mármol oscuro, paredes con espejos ahumados, mesas de ébano y una barra adosada a una pared, con unos taburetes negros y un barman del mismo color.

—Cuántos colorines —dije.

Annie se rió.

—Cuando conozcas Calcuta, Sam, te darás cuenta de que cuanto más oscuro es un restaurante más exclusivo es.

Pensé que en ese caso pocos podían ser tan exclusivos como el Red Elephant.

El primer problema lo tuvimos con el maître, un europeo diminuto que apareció como por arte de magia para cerrarnos el paso. Mediría un metro sesenta, algún centímetro más porque miraba por encima del hombro, y su actitud era tan sombría como el resto del local.

—¿Tienen reserva? —preguntó, con el mismo tono de un médico cuando pregunta a un paciente si tiene la sífilis.

A juzgar por la cantidad de mesas vacías que había, el hecho de no tener reserva no debería haber sido ningún inconveniente, pero ante nuestra respuesta negativa suspiró bruscamente y consultó un libro casi tan alto como él.

—Me temo que está la cosa complicada —dijo como si acabaran de pedirle que practicara una operación quirúrgica.

—Tampoco me parece que esté tan lleno... —observé yo.

Negó con la cabeza.

—Lo siento, pero no tengo nada hasta la tres, como muy pronto.

—¿Hasta entonces no le queda ni una mesa?

—Lo siento, pero no. —Se volvió hacia Annie—. ¿Y si prueban en algún otro sitio de esta misma calle?

La expresión de la joven cambió de golpe, como si el maître acabara de darle una bofetada.

—Venga, vamos a buscar otro sitio —dijo, cogiéndome del brazo.

—Un momento —la interrumpí, volviéndome hacia el maître—. Algún hueco podrá encontrar, ¿no?

Negó de nuevo con la cabeza.

—Me temo que el señor no lleva mucho tiempo en Calcuta.

Ya me lo habían dicho demasiadas veces, como si Calcuta no se pareciera en nada al resto del Imperio. Y empezaba a fastidiarme.

—¿Qué se cree, que soy de Tombuctú? —pregunté.

—Sam, por favor —dijo Annie—, no insistas. Hazlo por mí.

No tenía intención de ponerme a discutir con ella, así que fulminé con la mirada al maître, di media vuelta y la seguí a la calle.

—¿Qué le pasa a ése? —pregunté al salir.

Annie siguió caminando por delante de mí, sin contestar. Y aunque yo no soy precisamente un hacha en lo que a psicología femenina se refiere, me di cuenta de que se había ofendido.

—¿Estás bien?

Se volvió.

—Perfectamente.

—Creo que deberías decirme la verdad.

Vaciló.

—En serio, estoy bien —insistió—. Tampoco es la primera vez.

Seguía sin saber a qué se refería.

—¿La primera vez que qué?

Me miró.

—Pero qué inocente eres, Sam... —Suspiró—. No nos han dado mesa porque en un sitio como ése no queda bien tener clientes como yo. Digamos que si te hubieras presentado con una inglesa no habrías tenido problemas.

Me encendí.

—Qué estupidez —dije—. ¿Toda esta tontería sólo porque eres medio india?

Por muy nuevo que yo fuera en Calcuta, y por muy desconocidas que me fueran sus costumbres, aquello era esperpéntico. Estaba harto. Me volví para regresar al restaurante, sin saber muy bien qué hacer, pero era policía, y en mi trabajo te acostumbras pronto a hacer valer tu autoridad.

Annie me cogió del brazo.

—No, Sam, por favor —dijo sin fuerzas, con un brillo en los ojos que me dio a entender que estaba al borde del llanto y me desinfló de golpe.

—De acuerdo —acabé contestando—, pero algo tenemos que comer.

Pensó un poco y se le iluminó la cara.

—Aquí cerca hay un sitio que podría gustarte, aunque muy elegante no es...

Mientras le gustase a ella, por mí perfecto. Se volvió y paró dos rickshaws.

Nos detuvimos delante de un edificio pequeño y destartalado cuyas puertas se abrían directamente a la acera. En el primer piso, un gran cartel anunciaba HOTEL GLAMORGAN. Dentro estaba muy lleno, y unos camareros con camisa blanca corrían de un lado para otro entre unas mesas pequeñas y cuadradas en las que se agolpaban los clientes. El restaurante ocupaba dos plantas: la sala principal y un altillo. La decoración era muy sencilla, con las paredes encaladas y unos manteles a cuadros. Olía a comida casera. En el techo, muy por encima de nosotros, giraban varios ventiladores.

Mientras yo pagaba a los wallahs, Annie entró en el restaurante. Un angloíndio grueso, con un delantal sucio y las puntas del bigote levantadas, se le acercó y la saludó como si fueran amigos de toda la vida.

—¡Señorita Grant! —dijo efusivamente—. Qué alegría volver a verla. ¡Ha pasado tanto tiempo desde la última vez que ya empezaba a preocuparme!

—Hola, Albert.

Annie le dio la mano y le dirigió una de esas sonrisas que yo había esperado que sólo me dedicara a mí.

—Te presento a un amigo, el capitán Wyndham. Acaba de llegar a la ciudad, y se me ha ocurrido traerlo al mejor restaurante de Calcuta.

—¡Es usted demasiado amable, señorita Grant!

Me dio un vigoroso apretón de manos.

—¡Un placer conocerlo, señor!

—Albert es una institución en Calcuta —dijo Annie, dándole unas palmaditas en el hombro—. Su familia lleva casi cuarenta años al frente del local.

Albert le sonrió de oreja a oreja antes de acompañarnos al altillo por una escalera estrecha de peldaños inclinados. Arriba había más mesas libres. Eligió una con vistas a la planta baja.

—¡La zona especial —dijo con entusiasmo—, reservada a mis clientes favoritos!

Se fue, y al cabo de nada volvió con dos cartas gastadas. Desde allí se oía el rumor de las conversaciones de las mesas de abajo. Más que por una lista de platos, la carta parecía estar formada por una serie de hechizos de un libro sagrado escrito en otro idioma.

—¿Qué tal si pides por los dos? —propuse.

Annie sonrió, llamó a un camarero que se había quedado cerca y pidió un par de platos. El camarero asintió y bajó por la escalera.

—¿Glamorgan? —dije—. Qué nombre tan raro para un restaurante.

—Detrás hay una saga familiar interesante —contestó ella—. Por lo que cuenta Albert, su abuelo Harry era de allí. Llegó a Calcuta como marinero en un barco de vela de los de antes. Una noche se emborrachó tanto que llegó tarde al muelle, cuando el barco ya había zarpado. Y aunque al principio intentó unirse a la tripulación de algún otro barco que volviera a Occidente, donde había dejado mujer e hijos, se acercaba la temporada de monzones y eran muy pocos los que estaban dispuestos a emprender la travesía, aparte de que ninguno quiso enrolar a un tripulante con la mala fama del abuelo Harry. Al final desistió y se resignó a quedarse varios meses en Calcuta antes de regresar a casa, pero en ese paréntesis intervino el destino: un día, Harry conoció a una chica bengalí, bailarina de nauch, y se enamoró, el pobre, cautivado por su forma de bailar. Se olvidó de la familia que lo esperaba en Gales y se propuso conquistarla, algo nada fácil para un marinero sin blanca. Aunque debió de conseguirlo, porque al final se casó con ella, no por la iglesia, sino por el rito hindú, si es que tiene alguna validez, y pasó el resto de su vida en Calcuta. Nunca más se hizo a la mar. Y como la única otra cosa que sabía hacer era cocinar, juntó algo de dinero, abrió este restaurante y le puso el nombre de su tierra natal. Y todavía hoy siguen haciendo la mejor comida angloíndia de toda la ciudad.

—Una historia de amor, ¿eh? —dije—. Pues me alegro de oírla, porque, por lo que he visto, la mayoría de los británicos y los indios se odian a muerte.

Annie sonrió.

—En otros tiempos, Sam, indios y británicos se llevaban de maravilla. Los sahibs se vestían al estilo indio y seguían las costumbres del país, además de que se casaban con mujeres indias, por supuesto. Pero también los indios salieron beneficiados. Los británicos trajeron ideas nuevas que provocaron una explosión cultural entre los bengalíes, lo que ellos llaman «Renacimiento bengalí». En los últimos cien años, de este lugar tan pequeño han salido más artistas, poetas, filósofos y científicos que de media Europa. Al menos eso es lo que te dirán los bengalíes.

»Lo irónico es que las ideas que trajeron los británicos, la democracia, el pensamiento empírico, eso de lo que tan orgullosos estaban, y que tan a pecho se tomaron, son las que ahora le parecen tan peligrosas al gobierno cuando las defiende gente de piel morena.

—¿Qué ha cambiado?

—A saber. —Suspiró—. Quizá sea por el motín de mil ochocientos cincuenta y siete, o por el paso del tiempo. Como se dice vulgarmente, la confianza da asco... A veces tengo la sensación de que los británicos y los indios son como un matrimonio de viejos, de los que llevan juntos una eternidad pero aunque se pasen el rato peleándose, y crean que se odian, en el fondo siempre se querrán un poco. Imagino que cuando lleves aquí un tiempo también tú lo percibirás. Son almas gemelas.

Se notaba que Annie, además de perspicaz, era una mujer inteligente. Belleza e intelecto: una combinación muy potente. En ese aspecto, me recordaba un poco a Sarah.

—¿Y usted, señorita Grant? —le pregunté—. ¿Es británica o india?

Contestó con una risa forzada.

—Si los indios no me ven como india, ni los ingleses como británica, ¿qué más da lo que piense yo? Si quieres que te diga la verdad, Sam, no soy ni lo uno ni lo otro, sólo soy fruto de la primera y malograda eclosión de cariño entre británicos e indios, cuando no estaba mal visto que un inglés se casara con una india. Ahora soy un incordio, nada más, alguien que sirve para recordar a los británicos que no siempre se han considerado superiores a los nativos. Sabes cómo nos llaman, ¿no? «Europeos residentes.» Es el término oficial, y suena hasta digno, hasta que te paras a pensar lo que quiere decir: que se nos reconoce como europeos, pero sin que en Europa haya sitio para nosotros. Esa parte de sangre india nos condena, una generación tras otra, a seguir al margen.

»Por su parte, los indios nos miran con una mezcla de odio y asco. Simbolizamos la renuncia de la tan preciada feminidad india a su propia cultura y su pureza, y la incapacidad de protegerla por parte de los hombres indios. Para ellos somos literalmente unos descastados, la encarnación de su impotencia.

»Pero lo peor es la hipocresía. Cuando los tienes delante, tanto los ingleses como los indios pueden dispensarte un trato exquisito, pero unos y otros nos desprecian, cada uno a su manera. Así que, bueno, estamos en un país de hipócritas. Los británicos fingen estar aquí para inculcar las ventajas de la civilización occidental a una pandilla de salvajes ingobernables, cuando en realidad de lo único que se ha tratado siempre es de algo tan mezquino como los beneficios comerciales. ¿Y los indios? La élite ilustrada va diciendo que quiere liberar el país de la tiranía británica para el bien de todos los indios, pero ¿qué saben ellos de las necesidades de los millones de indios que viven en aldeas, o qué les importan? Ellos sólo quieren sustituir a los británicos como clase gobernante.

—¿Y los angloíndios? —pregunté.

Se rió.

—Tampoco somos mejores. Nos llamamos «británicos», imitamos vuestras costumbres y nos referimos a Gran Bretaña como «la madre patria», cuando la mayoría lo más cerca que hemos estado de Inglaterra es Bombay. A los nativos los tratamos de manera infame, llamándolos «wog», o «culi», como si al tratarlos así os demostrásemos a vosotros lo distintos que somos. Y qué patriotismo, el nuestro... ¿Sabes que los nombres de pila que más ponemos son «Victoria» y «Albert»? No hay nadie más leal en todo el Imperio. ¿Por qué? Pues porque nos da pánico pensar en lo que nos pasará cuando se vayan los británicos de verdad, si es que se van.

—¿Todo un país de hipócritas y mentirosos? ¿No podría ser un poco menos cínica, señorita Grant?

Me ofreció una de sus espléndidas sonrisas justo cuando llegaba Albert con los postres.

—Bueno, el país entero quizá no —dijo Annie, apoyando una mano en el brazo de Albert en el momento en que dejaba los platos encima de la mesa—. Que yo sepa, cuando Albert asegura que hace la mejor crema de caramelo de toda la India dice la verdad.

Acabamos de comer, y en el momento del café pasamos a temas menos profundos. Annie me preguntó por mi familia. Le dije que no tenía. Era la verdad, o en todo caso una de sus versiones.

Hasta entonces habíamos evitado escrupulosamente cualquier referencia a MacAuley, pero su presencia flotaba sobre la mesa como el fantasma de Banquo, y al final no tuve más remedio que sacar el tema con toda la sutileza de la que fui capaz.

—¿Qué tal el trabajo? —pregunté.

—Bastante caótico —contestó ella—, aunque mucho mejor que ayer. El señor MacAuley tenía tantos temas entre manos, y había tantas cosas pendientes de su firma, que la mitad del departamento ha quedado paralizada. Aunque poco a poco vamos volviendo a la normalidad.

—¿Ya han nombrado a un sucesor?

—Oficialmente no, pero está claro que el puesto se lo quedará el señor Stevens. Está desempeñando la mayoría de las funciones del señor MacAuley, y a mí ya me han nombrado su secretaria.

—Qué suerte. Tengo que hablar con él. ¿Podrías concertarme una cita?

Asintió.

—En cuanto vuelva a la oficina, aunque es posible que tarde un poco en tener un hueco porque está hasta las cejas de trabajo.

—¿Cómo es, por cierto? —pregunté, acordándome de lo que me había dicho el criado de MacAuley.

—¿El señor Stevens? Agradable, diría. Es más joven y tiene ganas de modernizarlo todo.

—¿Con MacAuley se llevaba bien?

Sonrió.

—Digamos que no siempre se ponían de acuerdo. MacAuley era bastante inflexible, y algunas de las propuestas del señor Stevens no eran de su gusto.

—¿Discutían?

—De vez en cuando.

—¿Últimamente?

Titubeó.

—Annie, por favor, no estás traicionando a nadie —insistí—. Es importante que me lo digas.

Removió su café.

—La semana pasada, no me acuerdo si fue el jueves o el viernes, Stevens entró de malas maneras en el despacho de MacAuley, que está al lado del mío. La puerta estaba entreabierta. Stevens prácticamente lo acusó de haber manipulado una ley.

—¿Lo amenazó?

Annie volvió a titubear.

—Explícitamente no, pero dio a entender que MacAuley lo lamentaría.

Interesante.

—¿Cómo reaccionó MacAuley?

—Bueno, no era una persona muy apocada, que digamos. —Se rió—. Más bien era de los que practican el ojo por ojo.

—¿Sabes sobre qué era la ley? —pregunté.

—Sobre el caucho —contestó ella—. Creo que tenía algo que ver con los impuestos sobre las importaciones de Birmania.

—¿Discutieron por los aranceles? —pregunté, decepcionado.

Adiós a la posibilidad de que un compañero de trabajo se hubiera cargado a MacAuley por envidia. Los funcionarios no tenían fama de ser muy apasionados, pero, incluso si lo fueran, un desacuerdo por los aranceles sobre el caucho no parecía suficiente para explicar un asesinato. Cambié de enfoque.

—¿MacAuley se llevaba alguna vez trabajo a casa?

—Siempre, por desgracia —contestó Annie—. Vivía para trabajar.

Sin saber por qué, aquella respuesta me incomodó un poco.

—¿A qué te refieres con «por desgracia»?

—A que de vez en cuando faltaban documentos, y yo nunca sabía si se habían perdido, estaban mal archivados o se los había llevado a casa.

—O sea, que seguramente su muerte habrá complicado las cosas.

—Algunos problemas ha dado —continuó—. Ya te dije ayer que MacAuley se encargaba de un montón de asuntos. En el departamento hay muchas cosas que sin su firma no se mueven. De repente echamos en falta una serie de documentos que era urgente que firmase el señor Stevens en sustitución de MacAuley, y al final no tuve más remedio que ir a casa de MacAuley para ver si estaban allí.

—¿Y los encontraste?

—Sí, por suerte. Si no los hubiera encontrado, se habría armado un buen lío. De todos modos, el señor Stevens no los ha firmado hasta esta mañana. Al final se ha resuelto con un día de retraso, más o menos; no es lo ideal, pero tampoco el fin del mundo.

Eso explicaba su presencia en el piso de MacAuley. Solté un suspiro de alivio, con el que afortunadamente se disolvieron mis dudas acerca de la señorita Grant.

—¿Y tú qué tal vas con tu investigación? —preguntó ella.

Me planteé soltarle los cuentos de siempre; de hecho, habría sido lo adecuado, pero tengo debilidad por las mujeres guapas. Me desarman. O quizá es que no me gusta desilusionarlas... Me acabé el café y le dije la verdad: que de momento mis indagaciones habían sido más fastidiosas que esclarecedoras, y que tenía la impresión de que más de uno no acababa de contármelo todo.

—Espero que no te refieras a mí, Sam —dijo ella.

—Claro que no —me apresuré a contestar—. De hecho, diría que tú eres la única excepción.