—¿Por casualidad no pasaría usted anoche por el apartamento de MacAuley?
Digby estuvo a punto de escupir el té.
—¿Qué? ¿Por qué demonios iba yo a hacer eso?
Nos encontrábamos en mi minúsculo despacho, donde también estaba Surrender-not, así que el lugar resultaba de lo más acogedor y agradable.
—¿Por qué me lo pregunta, compañero?
—Por algo que ha dicho esta mañana el criado de MacAuley. Me ha explicado que hacia las ocho de la tarde se presentó un oficial de policía sahib haciendo preguntas sobre MacAuley y Cossipore, y que se llevó un montón de carpetas del estudio.
—¿Se lo ha descrito?
—Alto, rubio y con bigote. Por eso tenía la esperanza de que fuera usted.
Digby sonrió.
—Yo y la mitad del cuerpo, más o menos.
—Taggart no habrá asignado el caso a nadie más, ¿verdad?
—Lo dudo —contestó—, pero en cualquier caso su niño mimado es usted. ¿Qué cree, que me lo comunicaría a mí antes que a usted?
Tenía razón, pero había que cerciorarse. Banerjee levantó una mano. Tanto Digby como yo nos lo quedamos mirando.
—No hace falta que pida permiso, Surrender-not. Si tiene algo que decir, dígalo tranquilamente.
—Gracias, señor —contestó—. Es que me pregunto por qué el criado está tan seguro de que era un policía.
—Porque iba de uniforme.
—Con todo respeto, señor, los uniformes de los militares, blancos y de gala, son muy parecidos a los nuestros. Para alguien que no esté acostumbrado, resulta difícil apreciar la diferencia entre un uniforme blanco de la policía y uno del ejército.
—¿Qué insinúa, sargento? —preguntó Digby.
—Nada, señor. Sólo planteo la posibilidad de que no se tratase de un policía, sino de personal militar. Dado que la inteligencia militar se hizo cargo del escenario del crimen...
Era una observación interesante, que me dio que pensar.
—¿Le ha sacado algo más al criado? —me preguntó Digby.
—La verdad es que no —contesté—. Sólo que en los últimos meses MacAuley parecía preocupado. Salía a horas raras y había dejado de beber, aunque en los últimos tiempos recayó.
—¿Algún enemigo?
—Tal como lo describe su criado, era un santo, pero parece que no se llevaba demasiado bien con su segundo, un tal Stevens.
—¿Quiere que organice un encuentro, señor? —preguntó Banerjee.
—Le he pedido a la secretaria de MacAuley que se encargue de ello —contesté en un tono que esperé que fuera neutro—, pero necesito que se ocupe de otra cosa: de poner vigilancia en el piso de MacAuley. Asegúrese de que no entra ni sale nadie que no tenga permiso, aparte del servicio, al que también habrá que controlar para estar seguros de que nadie se lleva nada del apartamento.
—Sí, señor —dijo Banerjee, apuntando las instrucciones en la libreta.
—Por cierto, ¿han averiguado algo más acerca del reverendo Gunn? —pregunté.
—Me temo que no hemos avanzado mucho en ese asunto, señor. Nuestros colegas de Dum Dum me han informado de que es el ministro de la iglesia de Saint Andrew, pero en este momento no se encuentra en la ciudad. Tengo entendido que regresa el sábado.
Más retrasos. Estaba visto que el caso no iba a ponernos las cosas fáciles en ningún aspecto. Me volví hacia Digby.
—¿Está todo organizado para esta noche?
—Sí, compañero, todo a punto para las nueve. Deberíamos salir de aquí hacia las ocho, para tener un buen margen.
—Muy bien —dije—. Entonces sólo nos queda hablar con el vicegobernador y charlar largo y tendido con la prostituta.
—¿Quiere que la traiga para interrogarla? —preguntó Digby.
—No —le contesté mirando el reloj—, creo que el asunto requiere un enfoque más suave. Iré yo. Además, a usted lo necesito para otra cosa. ¿Conoce a alguien en la inteligencia militar?
Me fijé en que se le tensaban fugazmente los músculos de la mandíbula.
—Sí —contestó—, al que dirige la Unidad Antiterrorista. Dawson, se llama. Es duro, el cabrón. ¿Por qué lo pregunta?
—¿Podrían haberle encargado el caso MacAuley?
—Es probable.
—Pues quiero que me organice un encuentro con él lo antes posible.
—Muy bien, pero le aviso de que no suele mostrarse dispuesto a colaborar.
Con respecto al caso MacAuley, no quedaba mucho más que comentar. La verdad era que los tres estábamos en ascuas. Si en las primeras cuarenta y ocho horas no se obtienen avances significativos, las posibilidades de resolver un caso se reducen mucho, y todo —los posibles testigos, las pruebas, el impulso inicial— tiende a dispersarse como el humo de un cigarrillo que se lleva la brisa y las pistas se enfrían. En nuestro caso faltaba poco para que venciera el plazo de los dos días, y seguíamos sin tener nada. Necesitábamos como agua de mayo alguna novedad. Esperé que nos la diera el encuentro con el chivato de Digby.
Pasé entonces al asunto menor del ferroviario asesinado.
—¿Ha consultado el expediente sobre Pal? —pregunté.
—Sí, señor —contestó Banerjee, que hojeó su libreta—. Hiren Pal, de veinte años, empleado de la Eastern Bengal Railway Company. De familia de ferroviarios. Su padre es ayudante del jefe de estación de Dum Dum. En los últimos nueve años había cumplido diversos cometidos, de los cuales el último fue el de vigilante...
—¿Llevaba trabajando en el ferrocarril desde que tenía once años? —lo interrumpí—. ¿No empezó demasiado pronto?
Banerjee sonrió de manera burlona.
—En lo que se refiere a registrar los nacimientos de gran parte de la población no europea, las autoridades pecan de cierta... indolencia. Lo más probable es que tuviera unos cuantos años más. Tengo entendido que entre los ferroviarios es muy habitual quitarse años en los documentos oficiales.
Digby se rió.
—¡Ya ve con qué tipo de gente nos las tenemos, Wyndham! Para que se haga una idea de lo vanidosos que son los bengalíes. ¡Hasta los culis del carajo mienten sobre su edad!
Banerjee no se pudo aguantar.
—Con permiso, señor, dudo que sea una cuestión de vanidad. Lo que ocurre es que las compañías ferroviarias obligan a jubilarse a los cincuenta y ocho años, y por desgracia la pensión que se les proporciona a los indios nativos suele ser demasiado escasa para que viva de ella toda una familia. Yo creo que lo que pretenden los hombres al quitarse años en los formularios es trabajar algunos años más y poder mantener a sus familias durante más tiempo.
—Es fascinante lo que dice, sargento —contestó Digby—, pero tiene poco que ver con la razón de su muerte.
—¿La razón? ¿Y cuál es? —pregunté.
—Es evidente, ¿no? —contestó Digby—. Ya le dije que era un robo frustrado. Unos dacoits asaltan el tren con la esperanza de encontrar dinero en las cajas fuertes, y al descubrir que no hay, descargan su frustración en el vigilante. Al ver que está muerto, entran en pánico y escapan.
Banerjee negó con la cabeza.
—Pero si estuvieron allí una hora... ¿Por qué no robaron a los pasajeros, o se llevaron las sacas de correo? Si se busca bien, seguro que se encuentran muchas cosas de valor.
—Tenga en cuenta, sargento —dijo Digby—, que el dacoit medio es analfabeto y que no tiene ni idea del valor que puede haber en las sacas de correo.
Personalmente, me costaba atribuir el golpe a unos campesinos iletrados. Para empezar, estaba demasiado bien planeado. A ello se añadían las huellas de neumáticos que se alejaban del lugar de los hechos. Unos campesinos habrían contado con un carro tirado por bueyes, con suerte, pero no con transporte motorizado.
—Pues en mi opinión, todo estaba planeado al milímetro —dije—. Los dos hombres que iban en el tren sabían exactamente cuándo y dónde accionar el cable de comunicación para que sus cómplices pudieran asaltar el tren.
—Entonces ¿por qué mataron al vigilante y no se llevaron nada? —preguntó Digby.
—No lo sé —contesté.
—¿No será que asaltaron el tren precisamente para eso, para asesinar al vigilante? —propuso Banerjee.
—Es poco probable —repuse—. Parece un poco descabellado organizar una operación tan compleja tan sólo para matar a un vigilante ferroviario.
—¿Entonces? —preguntó Digby.
Empecé a concebir una teoría.
—El hecho de que no robaran a los pasajeros, ni se llevaran las sacas de correo, parece indicar que buscaban algo muy concreto y que creían que ese algo estaba en el tren. Al no encontrarlo, le dieron una paliza al vigilante con la esperanza de que les dijera dónde estaba, pero como éste no sabía nada, al final lo mataron. Imagino que después le habría llegado el turno a Perkins, el revisor, pero se quedaron sin tiempo.
Digby chasqueó la lengua.
—¿Cómo puede saber eso?
—No, si no lo sé; es una hipótesis, pero todo parece planeado minuciosamente. Debían de disponer de un horario de trenes. Les recuerdo que el tren circulaba con retraso. Si hubiera sido puntual, lo habrían asaltado más de una hora antes, lo cual les habría dado al menos dos horas de oscuridad para acabar lo que querían hacer. No puede ser casualidad que se fueran justo antes del alba, y diez minutos antes de que llegara otro tren al mismo sitio. Por lo que nos dijo el maquinista, se marcharon de manera metódica, cumpliendo un horario.
—Pongamos que tiene usted razón, compañero —dijo Digby con escepticismo— y que no eran sólo unos dacoits de medio pelo que intentaban que sonara la flauta. Si lo tenían planeado tan fabulosamente bien, ¿por qué no sabían que las cajas fuertes del tren iban a estar vacías? Me parece un descuido muy gordo.
Era una buena pregunta, para la que yo no tenía respuesta.
—¿Y si en principio tenía que haber algo dentro? —dijo Banerjee.
Digby resopló por la nariz.
—Bueno, vale, vamos a suponer que esperaban encontrar algo en la caja fuerte y no lo encontraron. ¿Por qué no se llevaron las sacas de correo, y tan contentos? Si no eran unos campesinos analfabetos, seguro que eran conscientes del valor del correo. Las dos cosas a la vez no pueden ser. Usted quiere convencerme de que era una banda la mar de refinada que, a pesar de tener planeado hasta el último detalle, consiguió que le saliera mal la operación asaltando el tren una noche en que no llevaba lo que buscaban, y en que circulaba con una hora de retraso. Luego no se llevan las sacas de correo, ni roban a los pasajeros, y acaban matando a un vigilante de manera accidental. —Se volvió para mirarme—. Le da demasiadas vueltas, Wyndham. No es culpa suya. Debe de estar acostumbrado a los casos ingleses, donde los malos son mucho más listos que aquí. Le aseguro que esto es un robo del montón que salió mal. Hágame caso.
Debía de tener razón, pero no me gustaba que me dieran lecciones.
—Hay una manera de averiguarlo —le contesté—. Sargento, vaya a la estación de Sealdah y hable con el jefe. Quiero la lista de equipajes del tren de anoche. Entérese de si en el tren debería haber habido algo que al final se quedó en tierra. Y averigüe por qué partió con retraso.
Banerjee asintió con la cabeza y anotó las instrucciones en su pequeña libreta. Al mismo tiempo sonó el teléfono. Cuando contesté, me pidieron de la centralita que me mantuviese a la espera mientras me pasaban a Annie Grant, del Writers’ Building. Se me encogió el estómago. Le dije que esperase, mientras despachaba a toda prisa a mis subordinados: a Digby le encargué que organizara un encuentro con Dawson, de la Sección H, y a Banerjee lo mandé a la estación de Sealdah, no sin que primero asignara vigilancia al apartamento de MacAuley.
—¿Señorita Grant? —pregunté cuando salieron y cerraron la puerta tras de sí.
—Capitán Wyndham —contestó ella.
En su tono no quedaba ni rastro de la calidez que había tenido durante el almuerzo.
—Con respecto a la cita que solicitó con el señor Stevens, siento tener que decirle que la situación sigue siendo bastante caótica. El señor Stevens se disculpa porque no va a poder atenderlo durante el día de hoy.
Supuse que estaba con ella en el despacho. Incluso podía ser que lo tuviera a sus espaldas.
—¿Y mañana? —pregunté.
Hubo un silencio.
—Tiene un hueco a la una. ¿Le iría bien?
—Perfecto —contesté—. Que pase un buen día, señorita Grant.
—Lo mismo digo, capitán Wyndham.
Colgué. Al cabo de un segundo descolgué de nuevo y pedí que me pusieran con la División Motorizada. Ordené que me preparasen un vehículo y un chófer para ir a Cossipore. Había llegado el momento de hablar largo y tendido con Devi, la prostituta.
Justo cuando me abrochaba el cinturón y cogía la gorra, se abrió de golpe la puerta del despacho e irrumpió el secretario de lord Taggart, Daniels, como alma que lleva el diablo.
—¡Wyndham —dijo sin aliento—, menos mal!
—¿Hay un incendio, Daniels?
—¿Qué? No. ¿No ha recibido mis mensajes? El comisario le ha concertado una entrevista con el vicegobernador.
—Buena noticia —dije—. ¿Cuándo?
—Hace diez minutos.