Perdí a mi madre cuando yo tenía seis años. Mi padre era el director de la escuela del barrio, un hombre de cierta relevancia en la parroquia, pero un verdadero don nadie fuera de ella. Al poco tiempo se volvió a casar, y como se consideró que yo estaba de más, me despacharon a Haderley, un internado pequeño y modesto de una parte olvidada del West Country, lo más lejos que se puede estar en Inglaterra de cualquier cosa importante.
Haderley no se diferenciaba en nada del sinfín de colegios privados de segunda que hay en todos los condados. Provinciano por su ubicación, y pueblerino por sus planteamientos, proporcionaba una formación pasable, un barniz de respetabilidad y, lo que es más importante, un cómodo redil para los hijos de clase media que por algún motivo había que evitar que molestasen. A mí ya me iba bien; en Haderley fui muy feliz, o en todo caso más de lo que habría sido en casa. De haber podido, me habría quedado más tiempo. Me daban envidia los niños que por obligación tenían que pasar allí las vacaciones porque sus padres estaban destinados en algún lugar remoto del planeta, cumpliendo la misión del hombre blanco, y ejerciendo de pilares de la gran empresa del Imperio.
El Imperio... El Imperio sí que era una empresa, sí; una de clase media que se sustentaba toda ella en escuelas como Haderley. De esas instituciones salían, como de una fábrica, los jóvenes lozanos y trabajadores que engrasaban sus ejes; los muchachos que acababan convertidos en sus funcionarios, policías, clérigos y recaudadores de impuestos, y que, casados a su vez, tenían hijos a los que enviaban de regreso a Inglaterra para que recibieran la misma educación, en los mismos colegios, y se convirtieran en la siguiente generación de administradores coloniales. Así se cerraba el círculo.
De Haderley salí a los diecisiete años, cuando se acabó el dinero. Un año antes, mi padre se había puesto enfermo, y sus estrecheces económicas convirtieron en un lujo inasequible los gastos de escolarización. Pero no por ello le guardé rencor. Eran cosas de la vida. Ahora bien, sí que me supuso un problema: el de qué hacer con la mía. Si alguna vez había tenido la esperanza de ir a la universidad, en esos momentos quedaba descartado. Al final hice lo que han hecho durante siglos los jóvenes con ímpetu, pero con pocas perspectivas y menos recursos: irme a Londres.
Tuve suerte. Un tío mío vivía en el East End, justo al lado de Mile End Road. Era un juez de paz con algunos contactos, y fue la primera persona que me planteó la posibilidad de ser policía. Me pareció una buena idea, sobre todo porque no tenía otras, de modo que me presenté, y me ofrecieron un puesto de agente en la División H de la Policía Metropolitana, con central en Stepney. La gente cree que la Met es la policía más antigua del mundo, pero se equivoca. Es cierto que nosotros tuvimos a los Bow Street Runners, tal como se conocía popularmente al cuerpo, pero la primera ciudad con una policía digna de ese nombre fue París. De hecho, la Met ni siquiera es la más antigua de Gran Bretaña. Ese honor le corresponde a Glasgow, que ya tenía la suya treinta y pocos años antes de que Robert Peel propusiera dotar de policía a Londres. Claro que si había una ciudad que necesitaba a la policía más que Londres, ésa era Glasgow.
Con eso no quiero decir que Londres fuera una ciudad segura. Stepney y el East End, en todo caso, distaban mucho de serlo, y asesinatos veíamos más de la cuenta, aunque las víctimas nunca vestían corbata negra. No eran barrios de ese tipo. Aun así, los chicos de la División H nos alegrábamos de poder confiar en nuestros viejos revólveres Bulldog, aunque yo nunca tuve que usar el mío en un arrebato: por lo general, ya obteníamos el efecto deseado cuando apuntábamos con él al malhechor.
Mi momento llegó al cabo de dos años, en Westferry Road, escenario de un doble asesinato especialmente cruento. Una mañana, a primera hora, los cadáveres de un tal Furlow, tendero, y su mujer fueron descubiertos por su joven ayudante, Rosie, que al verse ante una escena digna del más truculento de los folletines hizo lo más sensato: ponerse a chillar a pleno pulmón. Se dio la casualidad de que estaba yo de ronda, así que cuando oí sus gritos fui el primer policía que se presentó en el escenario del crimen. Nada indicaba que hubieran entrado a la fuerza. De hecho, no había señales de que nada anómalo hubiera ocurrido, con la excepción, claro está, de los dos cadáveres que había en la vivienda de encima del local, con camisa de noche y sendos tajos en el cuello. No tardaron en llegar más policías, que acordonaron el edificio. Durante la búsqueda encontramos una caja de dinero abierta y vacía debajo de la cama de los Furlow.
Cuando la prensa se enteró del suceso, exasperó los ánimos del barrio, y el asunto no tardó en ser asignado al Departamento de Investigaciones Criminales, el cid, que tras hacerse un poco de rogar aceptó mantenerme en el caso. Los convencí de que podía ser útil, pues había sido el primer policía en personarse en el lugar y era un buen conocedor de los alrededores.
Pedimos testigos oculares, y compareció más de uno. Decían haber visto a dos hombres de aspecto sospechoso saliendo esa misma mañana del local. Incluso hubo un matrimonio que los identificó como los hermanos Alfred y Albert Stratford, dos matones con fama de excederse en el uso de la violencia, incluso para lo que se estilaba en esos barrios. Los encontramos, los interrogamos y ellos lo negaron todo, cómo no. Al oírlos hablar, uno llegaba a creer que a la hora de los crímenes habían estado en la iglesia.
Los testigos empezaron a echarse para atrás, y las versiones a cambiar: era de noche, no estaban seguros, ni siquiera lo estaban de que se tratara del mismo día... De repente teníamos las manos vacías, y a los hermanos Stratford a punto de salir a la calle. En un intento de quemar el último cartucho, los agentes del cid volvieron al lugar del crimen con la vana esperanza de encontrar alguna prueba que se les hubiera pasado por alto. A mí me dejaron solo en la comisaría, y me dio por bajar al depósito de pruebas. Ahora que el caso se nos escapaba entre los dedos, mi paso por el cid parecía tener las horas contadas, y quise mirar por última vez lo que habíamos reunido, en honor de los viejos tiempos. Examiné lo poco que había: las camisas de noche empapadas de sangre, un reloj de bolsillo resquebrajado, la caja vacía... En ese momento me fijé en que por dentro de la tapa de la caja había una mancha rojiza. Con el alboroto, debía de haber pasado desapercibida en el momento de encontrarla. Supe enseguida de qué se trataba, pero sobre todo qué podía comportar. Subí a toda velocidad y, con las manos temblorosas, se la mostré a mi superior. Poco después ya estaba sobre aviso el incipiente Departamento de Huellas Dactilares, que logró aislar una y resultó coincidir punto por punto con la del pulgar de Alfred Stratford. Lo habíamos pillado con las manos en la masa. Solicité el traslado al cid, y fui aceptado.
En cuanto a los hermanos Stratford, murieron ambos en la horca.
Los siete años siguientes los pasé en el cid, ocupándome de crímenes que a la mayoría de la gente le habrían quitado las ganas de cenar. La verdad es que acabé cansado. Total, que a finales de 1912 me trasladaron a la Special Branch, una unidad especial cuyo cometido principal, en aquella época, era vigilar a los nacionalistas irlandeses, los fenianos, y a sus simpatizantes en la capital. La mayoría de la gente no recuerda que la unidad se creó con una vocación específicamente irlandesa, de ahí que naciera con el nombre de Special Irish Branch, y aunque la denominación hubiera cambiado, su función seguía siendo la misma.
En verano del año 1914 estalló la guerra. Yo no fui uno de los que la acogieron con los brazos abiertos, como pavos eufóricos por la llegada de la Navidad, entre otras cosas porque ya había tenido bastante contacto con la muerte para saber que a menudo era truculenta, acostumbraba a resultar inútil y rara vez tenía algo de honroso. Así que en ningún momento me dejé llevar por la fiebre que hizo que durante los primeros años incontables jóvenes corriesen alegremente a la oficina de reclutamiento pensando que para Año Nuevo se habría terminado todo. Eran tantos los que pensaban que sería algo breve, los que estaban convencidos de que todo quedaría en una tunda al káiser... Como si derrotar a la potencia industrializada del ejército alemán imperial al completo no fuera más difícil que vencer a los indígenas con lanza y taparrabos con quienes nos gustaba combatir en nuestras campañas coloniales.
De todos modos, al final me presenté; no por amor al rey y a mi país, consideradas causas nobles, sino por amor a una mujer, que es algo mucho más complejo.
La primera vez que vi a Sarah fue en el ómnibus de Mile End, una mañana de otoño de 1913. Todo el mundo habla del amor a primera vista, de los violines y los fuegos artificiales, pero en mi caso fue más parecido a sufrir un leve ataque al corazón. Era guapa, como se imagina uno siempre a las inglesas guapas; demasiado para ir en ómnibus por Whitechapel Road, o a diez kilómetros a la redonda, dicho sea de paso. Cuando me recuperé del infarto, ya se había apeado, y la perdí de vista entre la multitud. La cosa podría haber quedado ahí de no ser porque a los pocos días volví a verla en el mismo ómnibus. No tardé en planear con toda precisión mis trayectos, en perfecta sincronía con los suyos. Me alegré de poder recurrir a las viejas técnicas de vigilancia de la Special Branch para algo más que perseguir irlandeses por la ciudad.
Durante unas semanas, ese recorrido matinal dio color a mi vida. Verla era motivo de felicidad; no verla, de vacío. Un día en que el ómnibus estaba especialmente lleno, le cedí mi asiento. Ella lo interpretó como un gesto amable. Yo, como la oportunidad de entablar conversación.
Poco a poco nos fuimos conociendo. Era maestra, un par de años mayor que yo y una mujer inteligente. Si lo primero que me atrajo fue su belleza, lo que me enamoró fue su intelecto. Era abierta de miras y de convicciones liberales, radicales. A algunos hombres los echa para atrás la inteligencia en las mujeres. A mí me resulta embriagadora. Fueron los días más felices de mi vida. Sarah era una gran amante de la naturaleza. Pasamos muchas tardes gélidas de domingo paseando por los jardines reales. Ahora no puedo ver un parque sin que ella me venga a la memoria.
Sin embargo, es bien sabido que el amor no es un camino de rosas, y en nuestro caso estuvo infestado de espinas. Por desgracia, yo no era el único hombre que estaba prendado de Sarah. Le sobraban los admiradores, en su mayoría intelectuales y radicales, y algún que otro extranjero incluso. Me presentó a su círculo: unos hombres serios, sinceros, de ideas muy nuevas y abrigos muy viejos, que se reunían en cafés para hablar con ardor de la solidaridad fraternal de las clases trabajadoras y de la dictadura del proletariado. Todo falso, por supuesto: iban por lo mismo que yo, mariposas atraídas por la misma llama. De haber pensado que apuñalar a los demás por la espalda les habría granjeado el cariño de Sarah, lo habrían hecho encantados, arrojando por la borda la solidaridad fraternal. Sin embargo, había algo que los unía: recelar de mí, una desconfianza que no puede decirse que menguara cuando se enteraron de que era policía.
En el grupo había otras mujeres, por supuesto, pero siempre era Sarah la que más brillaba, y consciente como era de su posición, se esmeraba en repartir ecuánimemente sus favores: una buena palabra, una mirada... Lo justo para nunca dar la impresión de que prefería a alguno de sus pretendientes, o de que rechazaba a otro.
Si me alisté fue para diferenciarme de esos hombres, que hablaban mucho pero no hacían nada, como la mayoría de los radicales. No hacía falta ser un intelectual para darse cuenta de que Sarah empezaba a hartarse de los discursos. Me alisté porque intuí que, pese a sus ideas liberales, en el fondo quería que los hombres fuesen hombres. Me alisté porque estaba enamorado de ella. Y después le propuse matrimonio.
Me incorporé a filas en enero de 1915, y recibí tres semanas de instrucción muy somera, junto a dos docenas de hombres. Con Sarah nos casamos a finales de febrero. Dos días después, zarpé para Francia.
Entramos casi enseguida en combate, participando de lleno en el ataque de Neuve Chapelle. En esa batalla murieron varios de mis compañeros, los primeros de una larga lista. Eran días en los que se multiplicaban las vacantes por defunción, y en los que los ascensos sobre el terreno eran moneda corriente. Como yo era inspector, me veían madera de oficial, y al poco tiempo fui nombrado teniente segundo. A ése le siguieron varios ascensos más, todos los cuales se explicaban por lo mismo: que continuase con vida. Mis amigos fueron cayendo uno tras otro. También mis parientes: en 1917, mi hermanastro, Charlie, murió en Cambrai. «Desaparecido en combate, y presuntamente muerto.» Había estado en mi boda, hacía dos años, y fue en su entierro cuando vi por última vez a mi padre, que falleció poco después. Al final, de los que nos alistamos juntos —unos veinte— sólo quedamos dos, y el único sin secuelas mentales era yo. Aunque eso se podría discutir.
A lord Taggart lo conocí durante la guerra. Me apartaron de mis compañeros y me dieron la orden de presentarme ante él en Saint-Omer. A pesar de su insignia de mayor del Décimo de Fusileros, quedó claro enseguida que desempeñaba sus funciones en la inteligencia militar. Había leído mi expediente y le había llamado la atención mi etapa en la Special Branch. Tenía una misión que encomendarme. Me enviaron a Calais con la orden de seguir a un ciudadano holandés sospechoso de ser cómplice del enemigo, según la inteligencia militar. Lo estuve vigilando varias semanas, tomando nota de sus contactos y reuniones, y en poco tiempo descubrimos una red de espionaje que desde los muelles pasaba información sobre nuestra logística a los alemanes.
Taggart me preguntó si quería seguir a su servicio, y no me costó nada decidirme: un solo mes en inteligencia me había permitido contribuir más al esfuerzo de guerra que casi dos años sentado en las trincheras. En líneas generales disfrutaba del trabajo, y demostré que se me daba bien. En comparación con los irlandeses, los alemanes eran unos aficionados. Tendían a ver el espionaje como los británicos vemos el regateo: algo un poco sórdido que es mejor dejar a otras razas.
Para mí, la guerra terminó en el verano de 1918, durante la segunda batalla del Marne. En un último y desesperado esfuerzo, los alemanes echaron el resto, una avalancha de proyectiles que pareció alargarse dos semanas. Uno de esos proyectiles lo recibimos nosotros de lleno durante una misión de reconocimiento en las trincheras más avanzadas. Yo tuve suerte: me encontró un camillero, que me arrastró hasta un hospital de campo. Una semana más tarde fui trasladado a un centro hospitalario de Inglaterra, donde pasé un tiempo entre la vida y la muerte. Me daban morfina para el dolor, y durante muchos días tuve la cabeza embotada por los fármacos. Mucho tiempo después, cuando consideraron que había recuperado bastante fortaleza mental, me dieron la noticia de la muerte de Sarah. Dijeron que había sido de gripe: una epidemia que se había llevado muchas vidas. Como si así fuera más fácil de aceptar.
No volvieron a enviarme a Francia. No tenía sentido. En octubre, el final de la guerra era un hecho incontestable, así que me desmovilizaron y permitieron que me reincorporase a la vida civil. Pero ¿qué vida es tener a todos tus seres queridos en el cementerio, o desperdigados por un campo francés, y que sólo te queden los recuerdos y el sentimiento de culpa? Regresé a la policía con la esperanza de ver un poco de sentido a las cosas otra vez, como si lo conocido pudiese infundir nueva vida a lo que ya era un mero cascarón, pero no sirvió de nada. La muerte de Sarah se había llevado lo mejor de mí, dejando sólo días huecos y noches pobladas por los gritos de los muertos, imposibles de acallar salvo con morfina. Cuando se me acabó esta última, recurrí al opio, que sin ser tan eficaz se conseguía fácilmente, sobre todo si eras policía y te habías curtido en el East End. Sólo en Limehouse ya conocía varios fumaderos. Una gélida noche de diciembre, dando tumbos por Narrow Street, más allá de donde desagua el Cut en el Támesis, me planteé decir adiós a todo. Nada más fácil: unos cuantos pasos y al abismo. El frío me insensibilizaría al dolor, y al poco rato se habría acabado todo...
De repente me acordé de la discusión que había tenido con un sargento de la Policía Fluvial de Wapping, y pensar en la satisfacción que le daría repescar mi cadáver abotargado fue lo único que me disuadió.
Así de mezquino puedo ser a veces.
Poco después recibí un telegrama con una oferta de trabajo de lord Taggart. Lo habían nombrado comisario de la Policía Imperial de Bengala y necesitaba buenos investigadores. Me invitaba a reunirme con él en Calcuta. Como en Inglaterra ya no me quedaba nada, a principios de marzo, tras despedirme del padre de Sarah en el muelle, me embarqué en un vapor de la P&O destino Bengala. Antes de irme me había hecho con un alijo de pastillas de morfina de un armario de pruebas de Bethnal Green. Me fue fácil, porque se extraviaban pruebas a diario. Corrían rumores de que algunos policías de Wapping ganaban más con el contrabando que desempeñando sus obligaciones. Sin embargo, lo que de verdad me preocupaba era si las pastillas me durarían las tres semanas de viaje. Sería difícil. Tendría que racionarlas, pero, aun así, tenía la esperanza de que me dieran para llegar hasta Calcuta.
Por desgracia, la suerte es veleidosa, y el mal tiempo en el Mediterráneo prolongó el viaje casi una semana, por lo que las pastillas se me acabaron varios días antes de ver en el horizonte la costa de Bengala.
Bengala: verde, pródiga e inculta. Parecía tierra de selvas humeantes y manglares pantanosos, con más agua que suelo firme. Su clima, de los más hostiles del mundo, alternaba un sol tórrido y las lluvias torrenciales de la época de los monzones, como si Dios, en un arrebato de mal genio, hubiera hecho una criba de lo que más aborrecían los ingleses y lo hubiera juntado en un solo e infausto lugar; nada más lógico, por tanto, que elegir aquel sitio, a ciento treinta kilómetros de la costa, en una ciénaga infestada de malaria de la orilla izquierda del lodoso río Hugli, para levantar Calcuta, nuestra nueva capital en el país. Está visto que nos gustan los retos.
Pisé suelo indio por primera vez el 1 de abril de 1919, el Día de los Inocentes. Ni hecho aposta. A medida que el barco remontaba el río, la selva fue dejando paso a campos de cultivo y pueblos de adobe, hasta que al otro lado de un meandro muy cerrado apareció la gran ciudad bajo una corona de neblina negra, surgida de un centenar de chimeneas industriales.
No es agradable presentarse en Calcuta por primera vez sin la ayuda de las drogas. Por un lado está el calor, naturalmente, un calor de fuego, sofocante y despiadado. Pero el problema no es el calor; lo que vuelve loca a la gente es la humedad.
El río estaba atestado de embarcaciones. Unos buques mercantes enormes, construidos para la navegación en alta mar, se disputaban el espacio de las dársenas. Si el río era la arteria de la ciudad, aquellos barcos eran la sangre que transportaba por el mundo sus exportaciones.
A simple vista, Calcuta se podría tomar por una metrópolis antigua, cuando lo cierto es que es más joven que Nueva York, Boston u otras cinco o seis ciudades norteamericanas. La diferencia es que no fue concebida en respuesta a las aspiraciones de empezar desde cero en un Nuevo Mundo, sino que nació por unos motivos más vulgares: el comercio.
Calcuta. «La Ciudad de los Palacios», la llamábamos. Nuestra Estrella de Oriente. Nosotros erigimos esta ciudad. Donde sólo había selva y chozas, levantamos mansiones, monumentos, y ahora, tras pagar su precio en sangre, proclamábamos que era una ciudad «británica», pero bastaban cinco minutos en ella para darse cuenta de que no lo era. Lo cual tampoco quería decir que fuese india.
En realidad, Calcuta era algo único.