En la Esplanade el tráfico no avanzaba. Un carro tirado por unos beyes había volcado y todo el cargamento de verdura se había derramado por el suelo, de modo que la calle estaba obstruida. Dentro de los autobuses y los coches que se habían quedado atrapados en el atasco, los conductores tocaban impotentes la bocina ante la mirada curiosa de un grupo nada desdeñable de nativos, mientras un par de golfillos aprovechaban la distracción del dueño del carro para sustraer coliflores a su cargamento. Ni siquiera los rickshaws podían moverse, aunque sus pasajeros se limitaban a apearse y continuar el trayecto andando. Los wallahs parecían tomárselo con filosofía, no como yo.
Habían pasado más de treinta horas desde el descubrimiento del cadáver, y en todo ese tiempo sólo había logrado hacer acopio de preguntas sin respuesta, como la de por qué Buchan no había hecho mención a su conversación con MacAuley la noche de la fiesta. Y ésa sólo era la última de una lista muy larga. También me faltaba descubrir por qué el vicegobernador se había enterado tan pronto del asesinato de MacAuley, y la razón de que hubiera puesto el escenario del crimen bajo la custodia de la Sección H. Tampoco había que olvidar el pequeño detalle de que la prostituta nos ocultaba información. Y, para colmo, el quebradero de cabeza de tener que averiguar por qué unos dacoits habían asaltado un tren y matado a un hombre sin tomarse la molestia de robar nada. Cuantas más vueltas le daba a todo, más turbio lo veía.
Presa de la frustración, asesté un puñetazo en el asiento. Desde hace un tiempo, la paciencia no se cuenta entre mis virtudes. Varios años sentado en las trincheras, como blanco de las prácticas de tiro de la artillería alemana, habían agotado mis reservas de templanza. Por suerte, tuve una idea. Saqué el papel en el que había anotado la dirección de MacAuley que me había facilitado Surrender-not.
—¿Dónde queda Princep Street? —le pregunté a Digby.
—No muy lejos, compañero, tocando a Bentinck.
Le ordené que volviera al cuartel general, mientras yo me apeaba para dirigirme al domicilio de MacAuley. Tras cruzar la Esplanade, torcí a la izquierda por Bentinck Street, entre edificios venerables de oficinas donde tenían su sede las grandes compañías mercantiles que habían levantado la ciudad. A mi derecha estaba Chowringhee Square, dominada por la majestuosa sede del Statesman, con su pórtico circular. Al acercarme me sorprendió ver a Annie Grant saliendo por las puertas giratorias de la entrada. Iba tan absorta que no se percató de mi presencia antes de volverse y alejarse deprisa en dirección a Writers’ Building.
Me dije que no debía precipitarme a sacar conclusiones. La señorita Grant podía haber ido allí por cualquier razón. Aun así, no podía evitar pensar que su presencia tenía algo que ver con el asesinato de MacAuley. La noticia había llegado muy deprisa al Statesman, que había publicado un artículo con una precisión sorprendente. ¿Qué mejor fuente que la secretaria de la víctima? Tuve la peregrina ocurrencia de preguntárselo directamente, pero ¿qué iba a hacer? ¿Acusarla de vender información a la prensa? De ser verdad, seguramente lo negaría, y yo no tenía pruebas. Además, no era delito hablar con los medios, al menos que a mí me constase, aunque no tenía muy claro hasta dónde llegaban las leyes Rowlatt. Por otra parte, si mis sospechas eran falsas, la señorita Grant podía pensar que la seguía. En ambos casos se me cerraría la oportunidad de conocerla mejor, así que decidí seguir por Princep Street.
El apartamento de MacAuley estaba delante del parque, en un edificio de viviendas gris cuyo portero, un durwan malcarado, me envió al segundo piso. La escalera olía a respetabilidad; bueno, en realidad apestaba a desinfectante, pero en Calcuta viene a ser lo mismo. Cuando llamé a la puerta del número siete, me abrió un nativo de aspecto nervioso, pulcramente vestido con camisa y pantalones, que me miró con recelo.
—¿Desea algo, señor?
—¿Es el criado del señor MacAuley?
Asintió con cautela. Después de presentarme, le dije que quería hacerle unas preguntas sobre su difunto jefe, explicación que recibió con algo de sorpresa.
—Pero si con la policía ya hablo ayer... —dijo «polishía».
—De acuerdo, pero yo necesito que me conteste a unas cuantas preguntas a mí —repuse.
Asintió y me guió por un pasillo oscuro hasta una sala de estar muy espartana, con un sofá gastado, unas cuantas sillas, una mesa y una ventana sin vistas a nada en especial. Me pareció la sala de estar de un hombre que casi nunca estaba en casa. En la mesa había un fajo de carpetas atadas con una cinta roja.
—Cha, sahib?
Dije que no y me senté en una de las sillas, luego le hice señas al criado para que se acomodara en el sofá.
—¿Cómo se llama?
—Sandesh —contestó, nervioso.
—¿Cuánto hacía que trabajaba para el señor MacAuley?
Se lo pensó un momento.
—Trabajo para el señor sahib casi quince años, desde antes de que se instala en esta casa.
—¿Y cómo entró a servir para él?
—¿Perdón, sahib?
—Que cómo consiguió el trabajo.
—Me recomienda el criado de un antiguo compañero de trabajo del señor sahib.
—¿Era buen jefe, MacAuley sahib?
Sonrió.
—Sin la menor duda. Es un hombre muy justo y escrupuloso, siempre recto en su trato conmigo y el resto del personal.
—¿El resto del personal?
—El señor sahib también tiene a su servicio a un cocinero y una doncella.
—¿Están aquí?
—No, sahib. La doncella sólo viene tres días por semana. El cocinero está aquí las mañanas, pero ayer le digo que ya no hace falta que venga. No hay nadie más para quien cocinar.
—¿MacAuley vivía aquí solo?
—Sí, sahib —asintió—, el señor sahib ha vivido siempre solo, aunque yo tengo habitación detrás de la cocina.
—¿Tenía algún pariente aquí en Calcuta?
Negó con la cabeza.
—Ninguno. Ni en Calcuta ni en otra parte, sahib. Tiene un sobrino, hijo de su difunto hermano, pero lo matan en la guerra, dos años antes. La muerte del sobrino pone muy triste al señor sahib. Ahora el señor sahib es el último de la familia, y como no tiene progenie, con su defunción desaparece su apellido.
—¿«Progenie»? —pregunté.
Puso cara de perplejidad.
—¿«Progenie» no es palabra correcta, sahib? Me dicen que significa... «hijos».
Supuse que tenía razón. Otra de las cosas que estaba aprendiendo de Calcuta era que los indios, a excepción de Surrender-not, con su dicción de clase alta, solían emplear un inglés consistente en una extraña mezcla de expresiones victorianas y verbos siempre en presente.
—¿Y amistades? —pregunté—. ¿Venía a verlo mucha gente?
—Tampoco, sahib. Aquí no viene apenas nadie.
—¿Y mujeres? ¿Tenía alguna amiga especial?
Se rió, incómodo.
—El señor sahib nunca recibe visitas femeninas. La única mujer que viene alguna vez es su secretaria, la señorita Grant. La memsahib viene por trabajo. —Señaló las carpetas de la mesa—. Justo ayer viene y se lleva algunas carpetas y documentos.
—¿Sabe qué carpetas se llevó?
—Lo siento, sahib, pero tales cuestiones quedan fuera de mi alcance.
Qué interesante. De nuevo una aparición inesperada de la señorita Grant. Tal vez fuera una casualidad sin importancia, aunque por lo general no creo en ellas. Cuando habló conmigo, la señorita Grant no me comentó que tuviera que ir al apartamento de MacAuley. Claro que ¿por qué iba a decírmelo?
—¿MacAuley tenía enemigos?
—El señor sahib es una persona de gran rectitud —contestó el criado—, admirado por todos.
—¿Había alguien que le cayera mal? —insistí.
Se quedó pensando un momento.
—Stevens sahib —dijo—, siguiente en el escalafón después del señor sahib. Yo oigo muchas veces a señor sahib diciendo que Stevens sahib es un granuja. El señor sahib siempre está muy atento a las maquinaciones de Stevens sahib. Dice que Stevens sahib tiene envidia de los buenos términos en que está el señor sahib con el vicegobernador sahib.
—¿En los últimos meses le llamó la atención alguna conducta inusual por parte de MacAuley sahib?
El criado se quedó pensativo de nuevo, mientras se pasaba una mano por la nuca.
—No quiero decir nada malo del señor sahib.
Cambié el tono. Algunas veces funciona mostrarse más duro.
—Su jefe ha sido asesinado, y esto es una investigación policial. Responda a la pregunta.
Se sobresaltó y lo fue soltando poco a poco.
—Desde hace tres o cuatro meses —dijo—, el señor sahib muestra conducta muy poco ortodoxa. Sale tarde de noche y vuelve a horas más insospechadas. Primero prescinde del alcohol, y luego, en el último mes, vuelve a consumir en abundancia.
—¿Tiene alguna idea de a qué podrían deberse esos cambios de conducta?
Negó con la cabeza.
—Por desgracia no lo sé, sahib.
—¿Cuándo fue la última vez que vio a MacAuley?
Hizo memoria.
—El martes por la noche, antes de que se fuera al Bengal Club.
—¿Y le dijo a qué hora tenía previsto volver?
—No, sahib. El señor sahib no acostumbra a hacerme saber sus horarios, salvo que desea que yo me encargo de algún preparativo.
—¿Le dijo si esa noche pensaba ir a Cossipore?
—No, en absoluto, sahib.
Me sorprendió la vehemencia con la que respondió que no.
—¿Alguna vez subía hasta allí?
El criado volvía a mirarme con recelo y se mostraba hermético.
—No lo sé —dijo de nuevo con énfasis—. Todo esto ya se lo digo al inspector sahib que vino ayer.
¿Un sahib? En la puerta, cuando el criado me había dicho que ya había hablado con la policía, había supuesto que se refería a los agentes nativos que habían ido a informarlo de la muerte de su jefe. Yo no había enviado a ningún sahib al escenario del crimen, eso seguro, y aparte de lord Taggart no se me ocurría nadie más que hubiera podido hacerlo.
—¿Cómo se llamaba el inspector? —pregunté.
—No lo sé, sahib.
—¿Podría describírmelo?
—Es parecido a usted, alto, con el pelo del mismo color, pero con bigote. También lleva uniforme, muy parecido al de usted.
¿Podía tratarse de Digby? Era posible, aunque nadie habría dicho que se parecía a mí. Claro que a ojos de los indios quizá nos pareciéramos todos...
—¿Qué le preguntó el inspector?
El criado titubeó.
—Pregunta sobre todo acerca del señor sahib y Cossipore. Está de lo más insistente, pero yo le digo que de esas cosas no sé nada, y al final acepta mis protestas. Luego busca en las carpetas del señor sahib. —Volvió a señalar la mesa—. Y en sus papeles personales.
—¿Dónde están esos papeles personales? —le pregunté.
—En el estudio del señor sahib.
Me condujo a un cuarto sin ventanas, apenas más grande que un vestidor. Una mesa de madera y varias estanterías ocupaban todo el espacio. Encima del escritorio había un montón de carpetas y papeles desperdigados.
—No tengo ocasión de poner otra vez las carpetas en su sitio después del registro del inspector sahib —se disculpó.
Eché un vistazo a algunos de los papeles. Parecía sobre todo correspondencia de tipo comercial: varias peticiones para que MacAuley interviniese en compraventas de tierras, cuestiones impositivas y otros asuntos por el estilo. Los nombres de los remitentes no me sonaban de nada. Sin embargo, en lo más alto de una de las estanterías había varios archivadores de color beis rotulados con el nombre de BUCHAN.
Cogí uno y lo abrí. La correspondencia databa de 1915, y eran sobre todo cartas que enviaba James Buchan, escritas tanto a mano como a máquina, y copias de las respuestas de MacAuley, todas cubiertas de ese extraño polvillo negro que desprende el papel carbón. Me pareció que también trataban de asuntos de negocios: una huelga en una de las fábricas de yute de Buchan, problemas con el transporte fluvial relativos a cómo trasladar el caucho de una de las plantaciones de Buchan en el este de Bengala... Nada incriminador, a simple vista, pero, bueno, tampoco sabía muy bien qué buscar.
—¿El inspector se llevó alguna carpeta? —pregunté.
El criado asintió con la cabeza.
—Sí, sahib, tres, todas de ese estante.
—¿También ponía «Buchan»?
—No me acuerdo, sahib. ¿Y si se lo pregunta usted?
Me habría encantado, pero yo no sabía quién narices era.
—Tengo que asegurarme de que el inspector sahib se llevó todas las carpetas importantes —mentí—. ¿Las examinó a fondo?
—No, sahib. Se lleva unas cuantas sin abrirlas, y luego mira el resto de la correspondencia. También examina carpetas en el comedor, y registra el dormitorio del señor sahib, pero no se lleva más documentación.
—¿Llegó antes que la señorita Grant?
—No, sahib, llega mucho después, pasadas las ocho de la noche. Grant memsahib viene a las seis.
Recreé los hechos mentalmente. Mi encuentro con la señorita Grant, durante el cual no hizo ninguna referencia a tener que ir al piso de MacAuley, había terminado hacia las cinco. Una hora después había ido allí y se había llevado una carpeta. Si su intención sólo era recuperar unos documentos oficiales y llevárselos al despacho, ¿por qué no se había llevado todas las carpetas que había encima de la mesa? ¿Qué sentido tenía elegir sólo una?
Dos horas después se presenta un inglés con uniforme, diciendo que es inspector de policía, pregunta sobre Cossipore, rebusca entre los papeles de MacAuley y se lleva tres carpetas, todas del mismo estante, donde las que quedan contienen exclusivamente correspondencia con James Buchan. El hecho de que después registrara el dormitorio parecía indicar que no había encontrado todo lo que andaba buscando. ¿Había ido en busca de la carpeta que se había llevado un rato antes la señorita Grant? Era una simple conjetura, pero la proliferación de preguntas sin respuesta justificaba un nuevo encuentro con la secretaria. Perspectiva que me alegró más de lo que debería haberlo hecho.
—Enséñeme el dormitorio de MacAuley sahib —dije, volviendo al motivo de mi visita.
En la habitación, todo eran cajas medio llenas de ropa y del resto de las posesiones que habían amenizado la existencia de MacAuley. Era la única habitación de todo el piso en la que parecía haber dejado alguna huella personal. Encima de una cómoda había una foto enmarcada de él con una mujer, la misma joven que aparecía en la foto que yo había encontrado en su billetero.
—¿Qué va a pasar con sus cosas? —pregunté.
El criado se encogió de hombros.
—No lo sé, sahib. Yo sólo hago el equipaje.
Me acometió una oleada de tristeza. No se podía negar que el consumo de opio había empezado a afectar a mi estado de ánimo, pero esa vez me pareció que se trataba de otra cosa. Cogí la foto y me senté en la cama para contemplarla.
Dos días antes, MacAuley era uno de los hombres más importantes de Bengala y, por lo que se decía, despertaba tanto respeto como miedo. En ese momento su recuerdo ya empezaba a borrarse, y lo que quedaba de él, la suma de una vida de más de cincuenta años, estaba envuelto en el periódico del día anterior, a la espera de que se lo llevasen al olvido.
La idea me dio miedo. Bien pensado, ¿qué dejamos cuando nos morimos? A unas pocas personas especiales se las inmortaliza en bronce, o piedra, o en las páginas de la historia, pero ¿qué rastro dejamos el resto si no es en la memoria de nuestros seres queridos, más allá de unas cuantas fotos en color sepia y las pertenencias insignificantes que podamos haber amasado? ¿Qué quedaba de Sarah? Mis recuerdos jamás podrían hacer justicia a su intelecto, ni las fotos honor a su belleza, pero al menos vivía en mi memoria. ¿Quién me recordaría a mí si me moría? El paralelismo con MacAuley era demasiado evidente para que lo pasara por alto.
—Métalo todo en las cajas —dije—, incluidas las carpetas del estudio. Mandaré a unos agentes para que vengan a recogerlas. Es posible que contengan pruebas.
Fue una decisión extraña, y ni siquiera en ese momento supe por qué la había tomado exactamente. Si había alguna prueba entre sus pertenencias, suponía que se la habría llevado el sahib la noche anterior. A decir verdad, todo apuntaba a que no quedaba nada que preservar. En realidad no estaba haciendo otra cosa que proteger el recuerdo de un muerto, de alguien a quien no había conocido, por lo menos en vida. ¿Por qué? ¿Porque su pasado me parecía un reflejo del mío? Daba igual. No pensaba permitir que su recuerdo se diluyese tan fácilmente. Mi homenaje sería encontrar a su asesino.
Di las gracias al criado, que me acompañó al pasillo.
—Ahora que ya no tiene jefe, ¿qué va a hacer? —pregunté.
Sonrió un poco.
—¿Quién sabe? Si tengo suerte, a lo mejor consigo un puesto nuevo. De lo contrario, me veo obligado a volver a mi tierra.
Señaló hacia arriba.
—Está en manos de los dioses.