OCHO

El Bengal Club estaba situado en la Esplanade, una avenida ancha delimitada a un lado por la residencia del vicegobernador, la Government House, y al otro por el río Hugli. Vigilaban el acceso dos sijs enormes y con barba cuya corpulencia parecía convertir la verja en algo superfluo. Ambos llevaban un uniforme rojo y blanco, y más galones dorados que todo un regimiento de la Caballería Real. En sus turbantes blancos, una insignia también dorada relucía bajo el sol de media mañana.

Al ver que nos acercábamos, uno de los descomunales centinelas dio unos pasos al frente, levantando una mano del tamaño de una raqueta de tenis. Nuestro chófer frenó. Banerjee se bajó y se acercó al sij. A duras penas le llegaba al pecho. Lo que ocurrió a continuación fue del todo inesperado: Banerjee se puso a gritar y a gesticular como un loco, y el vigilante, estupefacto, cambió bruscamente de actitud y se deshizo en reverencias y en gestos nerviosos para indicarnos que pasásemos, mientras su compañero se cuadraba, más tieso que una escoba, y se llevaba una mano a la sien. Fue como ver a un dóberman asustarse ante un jack russell.

—Así se hace, Surrender-not —dije cuando volvió el sargento—. Aunque he llegado a temer que el guardia lo aplastase.

El coche hizo crujir la grava de un largo camino de acceso bordeado de un césped que varios jardineros nativos se dedicaban a segar pese a que ya estaba perfecto, como si unos barberos atendieran a un hombre calvo. El edificio del club parecía el palacio de Blenheim en miniatura, encalado y trasladado al trópico, el enésimo ejemplo de plasmación arquitectónica de nuestras fantasías imperiales: la India británica, donde todo inglés tiene un castillo.

El coche se detuvo delante de una entrada bastante majestuosa. En una de las columnas había una placa de latón donde ponía: bengal club, fundado en 1827.

Al lado, en un letrero de madera, se anunciaba el siguiente mensaje en unas letras blancas perfectas:

PROHIBIDA LA ENTRADA DE PERROS E INDIOS

A PARTIR DE ESTE PUNTO

Surrender-not captó mi desagrado.

—No se preocupe, señor —dijo—. Los indios sabemos cuál es nuestro sitio. Además, en ciento cincuenta años los británicos han conseguido logros que nuestra civilización no había conquistado en más de cuatro mil.

—Ni más ni menos —terció Digby.

—¿Por ejemplo? —pregunté.

Los labios de Banerjee esbozaron una sonrisa.

—Pues, mire, no hemos conseguido enseñar a leer a los perros.

Dijo que daría un paseo por el jardín mientras Digby y yo íbamos en busca de Buchan.

—Ni hablar —contesté—. No estoy dispuesto a que se quede aquí fuera cruzado de brazos mientras Digby y yo hacemos todo el trabajo.

Sonrió.

—Sí, señor. Perdón, señor.

—Con permiso, compañero —dijo Digby—, quizá lo mejor sea que el sargento se quede fuera. No nos conviene indisponer a nadie, y menos si queremos que respondan a nuestras preguntas.

Tal vez fuera lo más diplomático, pero yo no era demasiado amigo de la diplomacia. Por suerte intervino Surrender-not.

—Señor —dijo—, ¿y si interrogo a algunos de los que trabajan aquí fuera?

—Está bien, sargento —contesté.

Se alejó por el césped, mientras Digby y yo entrábamos en el club.

El vestíbulo era inmenso, y estaba decorado con más mármol, columnas y bustos sobre pedestales de lo estrictamente necesario en cualquier edificio que no fuera el Museo Británico. Si Julio César o Platón hubieran entrado a tomar una copa, se habrían sentido como en casa. Al fondo, tras la soledad de un mostrador, había un indio de mediana edad con la insignia del club en su chaqueta negra. Aproveché que Digby preguntaba por Buchan para echar un vistazo.

En una pared, un gran tablón de roble desgranaba los nombres de los anteriores presidentes del club: coroneles, generales, caballeros del reino e incluso algún que otro «honorable», todos inmortalizados en letras de oro. En las demás paredes se exponían cabezas disecadas de tigres, rinocerontes y más cuernos de los que podrían contarse en las cabezas de toda una manada de ciervos sueltos por una finca de las Highlands escocesas. El mostrador estaba debajo de otro retrato de cuerpo entero de Jorge V, esta vez con todas sus galas militares y cierto aire de estreñimiento. Siempre me sorprendía su parecido con el káiser Guillermo. Las diferencias entre ellos, a mis ojos, se limitaban al cuidado del vello facial. Si se hubieran intercambiado los uniformes, seguro que nadie se habría dado cuenta. Incluso para ser primos se parecían más de lo normal. Qué triste que hubiera muerto tanta gente por lo que básicamente había sido una disputa familiar...

—Buchan está desayunando en la galería de la primera planta —dijo Digby, dirigiéndose hacia una escalera muy fastuosa—. Por aquí.

Ya en el piso de arriba, cruzamos un rellano con espejos y salimos a un salón de grandes dimensiones donde unos pocos vejestorios de pelo gris leían la prensa. Con sus mostachos, sus patillas y sus caras de color remolacha, me recordaron al coronel Tebbit.

Cruzamos el salón hasta una cristalera que daba a una galería con media docena de mesas y sillas de mimbre protegidas del sol por un toldo. La única silla ocupada era la que estaba más al fondo, donde un individuo corpulento con camisa blanca y chaleco de seda azul leía el periódico ante un plato de mangos maduros y amarillos. No me hizo falta que Digby me confirmase que era el hombre a quien buscábamos. Llamaba la atención por una especie de fuerza subyacente, como de boxeador retirado. Al oír nuestros pasos levantó la vista y dejó el periódico. Ojos gris acero, mandíbula marcada y una presencia física rotunda, con un toque latente de amenaza. Parecía la pared de un acantilado.

—Señor Buchan —dijo Digby—, ¿nos permite unos minutos?

—¡Hombre, Digby! —La voz de Buchan tenía la aspereza de una locomotora—. ¿Qué tal? ¿Cómo andamos?

—Estupendamente, señor, muchas gracias por preguntar —dijo Digby como si le estuviera haciendo la pelota al mismísimo vicegobernador. A continuación, me señaló—. Le presento al capitán Sam Wyndham, ha trabajado en Scotland Yard.

Buchan me saludó con un ligero movimiento de su redonda cabeza, que llevaba rapada al cero.

—Señor Buchan... —contesté, devolviéndole el mismo gesto.

—Si no es mucha molestia, al capitán Wyndham y a mí nos gustaría hacerle unas preguntas sobre el asunto MacAuley —dijo Digby, señalando el titular del periódico de Buchan.

Buchan nos indicó dos sillas de mimbre vacías.

—Por supuesto, señores. Siéntense, se lo ruego.

De pronto, sin llamarlo, apareció a nuestro lado un camarero con turbante.

—¿Qué tomarán? —preguntó Buchan.

Negué con la cabeza.

—Nada, gracias.

Con un gesto de la mano, Buchan despachó al camarero, que se esfumó con la misma discreción con la que había aparecido.

—Esto es una soberana vergüenza, señores —dijo, dando golpes al periódico con una de sus manazas—. ¿Adónde irá a parar este país cuando esos cabrones tienen el descaro de asesinar a un funcionario del vicegobernador? ¡Y en pleno centro de Calcuta!

—Estamos investigando el caso, señor —insistió Digby—. A ese respecto puede estar tranquilo.

Buchan ignoró ese comentario.

—¿Y qué tienen que decir nuestros «amigos» del Congreso Nacional Indio? Nada. Tanto predicar sobre la «no violencia»... ¿Cuántos del partido han salido a condenar este acto, que es el no va más de la violencia? Ni uno. Hipócritas del carajo... ¿Saben lo que les digo? Que cuando pillemos al que lo hizo habrá que darle un castigo ejemplar. Los nativos deben saber que no habrá compasión con este tipo de... traición. Si ahorcamos a una docena y a sus familias, seguro que se lo pensarán muy mucho antes de volver a intentar hacer algo parecido.

Cogió un cuchillo plegable de la mesa y empezó a cortar con gran pericia un trozo de mango que se llevó a la boca con la punta de la hoja.

—Atraparemos al que lo hizo —dije yo—. Por eso estamos aquí. Queríamos hacerle unas preguntas.

—Muy bien —contestó él—. ¿Qué quieren saber?

—¿El señor MacAuley era amigo suyo? —pregunté.

Buchan asintió con la cabeza.

—Efectivamente —dijo con voz ronca—, un buen amigo, y lo digo sin ninguna vergüenza, no como otros...

—Hábleme de él.

—¿Qué quiere que le cuente?

—¿Desde cuándo se conocían?

—Yo creo que pronto habría hecho veinte años.

Suspiró.

—¿Lo conoció en la India?

—Sí. —Asintió—. En Calcuta, aquí en el club, de hecho. Lo curioso es que de niños, en Escocia, vivíamos en la misma calle, pero no llegamos a conocernos. Yo acababa de negociar una compra importante de yute cerca de Daca, y estaba a punto de volver a Dundee. Se me ocurrió quedarme unos días en Calcuta, para darme algún solaz antes de emprender el largo viaje. Si no me equivoco, fue en una fiesta que organizaba el virrey. Al poco tiempo me instalé aquí, y al llegar lo busqué.

—¿Lo buscó concretamente a él?

—Sí. Aunque entonces MacAuley fuera un simple oficinista, ya se notaba que era un hombre que prometía. Además, los dos éramos de Tayside, y lo conocido siempre gusta cuando se está lejos del terruño, ¿verdad, capitán?

Probablemente tuviera razón. Bastaba con abrir los ojos para confirmarlo: la imagen de Calcuta, ese trocito de Inglaterra en pleno pantanal bengalí, era la demostración de que el gusto por lo conocido debía de estar más arraigado en los británicos que en la mayoría.

—¿Cómo era MacAuley? —pregunté.

Buchan pensó un momento antes de contestar.

—Buena persona. Alguien que se esforzaba al máximo por servir a la Corona. Nadie ha hecho más que él por mejorar todo esto, y no es fácil, sobre todo desde los últimos años, cuando las malditas peticiones de «indianizarlo» todo no han hecho más que crecer.

Compuso una mueca de disgusto.

—¿No le parece buena idea?

—Al contrario, capitán, la idea es buena, al menos sobre el papel: hacer algunas concesiones y dejar que los indios vayan asumiendo parte de la responsabilidad de llevar este país, para que algún día puedan sentarse a la mesa de las naciones del Imperio junto con Australia, Canadá y demás. Ahora bien, en la práctica... Hay que tener en cuenta que el indio es asiático, y no es tan de fiar como el australiano, el canadiense o incluso el sudafricano. Tanta reforma sólo ha servido para abrir la caja de Pandora. Les hemos dejado catar el poder, y ellos, en vez de agradecérnoslo, quieren cada vez más, y no se darán por satisfechos hasta que controlen todo lo que hemos levantado aquí. Con eso tenía que lidiar MacAuley.

—¿Y cómo le afectaba?

—Voy a ponerle un ejemplo de hace un par de años, cuando ocurrió lo de Champaran y vino el abogado ese de Guyarat que siempre arma follón y lo paralizó todo varios meses. Los campesinos dejaron de pagar el arriendo y de cosechar el añil. «Desobediencia civil no violenta», lo llamaban, pero la verdad es que era un chantaje. El virrey encargó al vicegobernador que buscase una solución al conflicto, y como el muy inútil no sabía qué hacer, para variar, fue MacAuley quien tuvo que ocuparse de todo. El pobre no tuvo más remedio que obligar a los terratenientes a ceder a casi todas las exigencias de los campesinos. A muchos les sentó mal. Tuvieron la impresión de que MacAuley les había impuesto un acuerdo sólo para no poner en evidencia al virrey. ¿Y los indios? Deberían haberle estado agradecidos por el trato que les consiguió, ¿no? Pues ¡qué va! ¡Para nada! Y eso sólo fue el principio. Ahora, cada pocos meses intentan arrancarnos nuevas concesiones. Debería ver la cantidad de huelgas que tengo que aguantar en mis fábricas. Y si tienen éxito, a la siguiente es peor. Se creen que pueden salirse con la suya siempre. Supongo que era cuestión de tiempo que intentaran algo así —dijo, dando golpecitos en el titular.

—¿MacAuley trabajó alguna vez para usted? —pregunté.

Se comió otro trozo de mango antes de contestar.

—Desde que lo conocí siempre estuvo en el ics.

La elección de las palabras me resultó interesante.

—¿Y le hizo su amigo favores alguna vez?

La pregunta se quedó flotando en el aire como un mal olor. Digby se removió en la silla, incómodo, mientras Buchan me miraba fijamente, pero no me importó. Tenía la esperanza de provocarle alguna reacción. Buchan bajó la mirada hacia el plato. Después cogió el cuchillo muy despacio, lo clavo profundamente en otro mango y, con gran habilidad, lo cortó en cuartos alrededor del hueso. Cuando levantó la vista, volvía a estar tranquilo.

—Bueno, capitán, era mi amigo, como bien dice usted. A veces me pasaba información sobre las opiniones del gobierno ante determinadas situaciones cuando éstas repercutían de alguna manera en los negocios.

Tenía mérito. Había que reconocer que no se prestaba a las provocaciones. Después de observarme, había llegado a la conclusión de que lo mejor iba a ser mostrar una actitud amistosa. A fin de cuentas, yo era un simple policía que estaba allí para averiguar quién había matado a su amigo. Aun así, su reacción resultó reveladora: era la de un político.

—Cuando dice que le pasaba información, ¿se refiere también a las medidas que tomó el gobierno sobre la partición de Bengala? —pregunté.

Buchan se pasó una mano por la nuca.

—No veo a qué viene eso ahora, capitán. Ocurrió hace quince años.

—Estamos estudiando la teoría de que a MacAuley podrían haberlo asesinado por rencor, debido al papel que tuvo en la aprobación de la partición de Curzon. Tengo entendido que llevó a muchas personas a la ruina.

—¡Y tanto! —dijo con un gesto de irritación—. Fue un golpe muy duro para muchos de los antiguos zamindars. Reconozco que es un tema del que hablamos mucho en su momento. ¡Hombre, es que era lo más gordo que pasaba en esta parte del mundo desde la batalla de Plassey! No se hablaba de otra cosa. De hecho, lo raro habría sido que no me lo comentara, pero era sólo por hablar. Le aseguro que no me pidió mi opinión.

Se volvió hacia Digby.

—Espero que usted y el capitán no hayan venido sólo para recibir una clase de historia. ¡Tendrán preguntas más pertinentes, supongo! Algo relevante para la investigación de un asesinato. No me gustaría tener que decirle a Taggart que sus oficiales me hacen perder el tiempo hablando de historias antiguas cuando deberían estar persiguiendo a los asesinos.

Digby empezó a farfullar, asegurándole que no, que todo lo contrario, mientras que yo no le hacía el menor caso.

—¿Tenía MacAuley más amigos? —pregunté.

Buchan se comió otro trozo de mango.

—La verdad es que no. Y antes de que me lo pregunte, capitán, le diré que no sé por qué. Supongo que no era muy sociable.

—¿Cree que tenía algo que ver con sus orígenes?

—¿Por ser de Tayside, dice? Lo dudo, capitán. A mí nunca me ha perjudicado.

—Me refería a sus orígenes sociales.

Buchan reflexionó.

—Sí, entiendo que pueda pensar eso, pero, si quiere que le diga la verdad, Calcuta es de esos sitios en los que a alguien que goza de la confianza del vicegobernador nunca le faltarán amigos, al menos de un determinado tipo. Creo que sería más exacto decir que no quería tenerlos.

Eso encajaba con lo que me había dicho Annie Grant. Modifiqué la estrategia.

—¿En los últimos meses notó algún cambio en su conducta? Tengo entendido que experimentó una conversión religiosa.

Buchan volvió a poner mala cara.

—¿Lo dice por las tonterías que le metía en la cabeza el predicador?

Asentí.

—¿Qué quiere que le diga? Hace un tiempo llegó de Sudáfrica un tal Gunn, ministro calvinista, uno de esos que se creen que Dios nos ha encargado salvar a los paganos de sí mismos. Conocía a MacAuley desde hacía tiempo. Incluso había conocido a su mujer.

—Ah, pero ¿MacAuley estaba casado?

—Lo estuvo —contestó Buchan—. Su mujer murió hace tiempo, en Escocia. Puede ser que por eso decidiera venir aquí.

Por lo visto MacAuley y yo habíamos ido a Calcuta por el mismo motivo. No era un precedente muy halagüeño.

Traté de concentrarme. Buchan seguía hablando.

—Bueno, total, que al poco tiempo empezó a ir a la iglesia todos los domingos y a decir que iba a dejar la bebida, cosa seria para un escocés, como se imaginará, capitán.

—¿Qué puede decirme del tal Gunn? —pregunté.

—No mucho. Hemos coincidido muy pocas veces. Digamos que no tenemos demasiado en común.

De repente se sacó del chaleco un reloj de oro y consultó la hora con un gesto ostentoso.

—Bueno, señores —dijo—, no querría ser maleducado, pero a las dos tengo que estar en Serampore, así que lo siento, pero habría que ir terminando.

—No faltaba más —dijo Digby, siempre tan servicial.

A continuación empezó a levantarse de la silla, pero yo le puse una mano en el hombro.

—Sólo un par de preguntas más, si no le importa.

Buchan asintió.

—Tenemos entendido que la misma noche de su muerte MacAuley asistió a una fiesta aquí en el club, organizada por usted.

—Efectivamente —contestó, mirando los jardines de abajo—. Monté una velada para unos cuantos americanos que estaban pensando si hacer un pedido importante. Me pareció que asistir a una fiesta con la flor y nata de Calcuta les causaría una buena impresión. Habría hecho venir hasta al virrey si hubiera estado en la ciudad. Ya sabe cómo son los americanos: están muy orgullosos de su república, pero en cuanto tienen delante a alguien con un título se les cae la baba. Siempre he pensado que de haber sido lord habría ganado mucho más dinero con ellos.

—¿A qué hora se marchó MacAuley?

—Exactamente no lo sé; yo estaba ocupado con los invitados, pero me imagino que entre las diez y las once.

—¿Sabe adónde fue?

Negó con la cabeza.

—Ni la menor idea, capitán. Supuse que a su casa.

—¿Sabe a qué podría haber ido a la Ciudad Negra?

—No, en absoluto. —Parecía molesto—. ¿Y si se lo pregunta a Gunn? Es perfectamente posible que MacAuley fuera a ayudarlo a salvar paganos. —Soltó una risa forzada—. Bueno, señores, ahora sí que me tengo que ir.

Se levantó y me tendió la mano.

—Celebraré otra pequeña reunión la semana que viene, capitán —dijo mientras se dirigía hacia la cristalera—. Venga, si no tiene nada más que hacer. Estaré encantado de presentarle a lo más selecto de Calcuta. Usted también, Digby, por supuesto. Le diré a mi secretaria que les mande la invitación.

Cuando nos quedamos solos, Digby y yo volvimos a sentarnos. Miré por la galería y vi a lo lejos a Surrender-not hablando con un jardinero.

—¿Qué, compañero, qué le ha parecido? —preguntó Digby con una sonrisa.

—Lo de la religión es curioso —contesté—. Quizá tengamos que investigarlo más a fondo.

—¿Cree que podrían habérselo cargado unos fanáticos por predicar?

No me parecía muy verosímil. Me costaba imaginarme a un grupo de fundamentalistas nativos matando a MacAuley por haberse dedicado a predicar la Buena Nueva. Había más probabilidades de que lo hubiera fulminado el propio Dios con un relámpago por pura diversión. La vida me había enseñado que el Todopoderoso podía tener esos caprichos. De momento, sin embargo, no pensaba hacer partícipe a Digby de mis pensamientos. Notaba que faltaba algo, una conexión que no lograba establecer. Por alguna razón —el opio o la comida de la señora Tebbit—, aún no estaba en plena posesión de mi agudeza mental.

—Creo que no debemos descartar ninguna posibilidad —dije.

Al salir, mientras Digby le hacía señas al chófer, fui en busca de Surrender-not. El calor ya era de órdago. Lo encontré en un banco, a la sombra de una jacarandá, con una de sus flores moradas en la mano. Cuando lo llamé, volvió en sí bruscamente y soltó la flor. Luego se levantó y se acercó a toda prisa.

—¿No habíamos dicho que nada de quedarse cruzado de brazos?

—Perdón, señor, sólo estaba...

Caminamos por el césped hacia la entrada, donde el coche esperaba con el motor en marcha. Digby nos observaba desde el asiento trasero.

—¿Ha averiguado algo útil? —pregunté.

—Es posible. —Surrender-not casi corría para no quedarse rezagado—. He estado fumando con uno de los porteadores que estuvo de servicio antes de ayer por la noche.

—¿La noche de la fiesta del señor Buchan?

—Sí, señor. Parece ser que fue una de las veladas más tranquilas que ha organizado el señor Buchan. Normalmente se prolongan hasta las dos o las tres de la madrugada, pero ésta a medianoche ya se había terminado.

—¿Vio marcharse a MacAuley, por casualidad?

—Sí. Calcula que se fue hacia las once. Ahora viene lo interesante: me ha explicado que antes de irse MacAuley, Buchan dejó a los invitados para entrar con él en otra sala. Estuvieron un cuarto de hora. Al salir, Buchan tenía la cara roja y MacAuley se fue sin hablar con nadie más. Entonces, Buchan hizo una llamada desde el teléfono para los socios.

—¿Oyó de qué hablaban Buchan y MacAuley?

—Por desgracia no, señor. Dice que la puerta estaba cerrada, y que tampoco era de su incumbencia.

—¿Y a Buchan hablando por teléfono, lo oyó?

—Tampoco, señor.

Lástima, aunque lo que había descubierto el sargento no dejaba de ser interesante. Y me pareció curioso que Buchan no hubiera dicho nada sobre su última conversación con MacAuley...

Me volví hacia Banerjee.

—Tengo otro encargo para usted, sargento.

—Dígame, señor.

—Quiero que se quede un poco más y siga hablando con su amigo para averiguar si la otra noche, en algún momento de la fiesta, el propio Buchan salió del club. También quiero que haga lo posible por interrogar a otros empleados, sobre todo al de la recepción. Intente averiguar quién lo conectó a la llamada. Quiero saber a quién llamó.

Banerjee asintió y echó a correr por donde habíamos venido. Yo me reuní con Digby en el coche.

—¿Ha descubierto algo útil el sargento? —preguntó.

Se lo resumí en que MacAuley se había marchado de la fiesta hacia las once de la noche y había tenido una conversación en privado con Buchan.

—O sea —dije—, que, de momento, por lo que sabemos, el último en verlo con vida fue el comerciante.