Después de dejar a Annie en la escalinata de Writers’ Building, volví a Lal Bazar a pie, aprovechando al máximo las sombras que me brindaban los edificios.
En mi mesa me esperaban tres nuevos papeles amarillos. Empezaba a sospechar que en mi ausencia el despacho se utilizaba para clasificar el correo. El primer mensaje era de Daniels, que pedía verme. Ponía urgente. Lo arrugué y lo archivé en la papelera.
El siguiente era de Banerjee, que había hablado con el porteador del Bengal Club. Según éste, la noche del asesinato de MacAuley, Buchan se había ido a dormir justo después de que se marcharan los invitados y había reaparecido a las diez de la mañana del día siguiente para desayunar. El sargento no había averiguado la identidad de la persona con quien había hablado Buchan por teléfono, pues el recepcionista o no había querido o no había podido divulgarle la información.
El tercer mensaje era de Digby. La inteligencia militar había accedido a la petición del comisario de que se nos volviera a permitir el acceso al escenario del crimen, con el simpático añadido de que se nos proporcionaría «toda la ayuda necesaria», lo cual era como si alguien te pegara un puñetazo en la cara y acto seguido te preguntara cómo podía ayudarte a cortar la hemorragia.
Levanté el auricular y llamé al despacho de Digby. Nadie descolgó. Justo cuando me disponía a salir en su busca, Banerjee llamó a la puerta y entró.
—La autopsia, señor. Está programada para las tres. ¿Va a ir?
Asentí con la cabeza.
—Sí, y también me gustaría que viniera usted.
En College Street, aproximadamente a media calle, se levanta el hospital universitario, en cuyo sótano se encuentra el depósito de cadáveres de la Policía Imperial. Los depósitos parecen estar siempre en el subsuelo, como si ubicarse físicamente bajo tierra fuera un primer paso hacia la tumba. Éste no era distinto de los demás: baldosas blancas en paredes y suelo, ausencia de luz natural y un hedor omnipresente y repulsivo a formol y carne cruda.
Nos recibió un patólogo de aspecto cadavérico que se presentó como «doctor Lamb». Aparentaba algo más de cincuenta años, y tenía una tez casi grisácea, como si empezara a parecerse a los cadáveres con los que trabajaba. Llevaba botas y guantes de goma, y un delantal blanco encima de una camisa azul y una pajarita de topos rojos que de lejos le daba aspecto de payaso jubilado.
Nos saludó y sin más ceremonias nos condujo a toda prisa al teatro de disecciones. Se respiraba un olor acre y el suelo estaba mojado. En el centro de la sala estaba la mesa de disección, una gran losa de mármol sobre la que descansaban los restos mortales de MacAuley, enfundados aún en el esmoquin manchado de sangre. La losa se inclinaba un poco hacia un lado, donde estaba el canal de desagüe. Junto a ella, en una mesa, se veían los útiles del doctor, una colección de sierras, taladros y cuchillos directamente salidos de la Edad Media. Había dos hombres esperando. El primero era un fotógrafo de la policía, provisto de una cámara de cajón, una lámpara de flash, un trípode y unas placas. Supuse que el segundo era el ayudante del doctor Lamb, y que iba a transcribir las observaciones de su superior: un dictado macabro, el de aquel secretario.
—Bueno, señores —dijo con jovialidad el doctor Lamb—, ¿empezamos?
Lo primero que hizo fue cortar la ropa de MacAuley con unas tijeras grandes, como un sastre que trabaja minuciosamente sobre un maniquí. Una vez retiradas las prendas procedió a medir el cadáver, facilitando los datos descriptivos habituales acerca de la estatura, el color de pelo y las señas particulares, que su ayudante anotó con diligencia. El doctor Lamb describió metódicamente las lesiones de MacAuley, empezando por la falta de un globo ocular, y continuando hacia abajo mientras, sin dejar de hablar, señalaba las heridas al fotógrafo, que iba tomando primeros planos.
—Laceración poco profunda de la lengua y algunas contusiones y descoloramientos alrededor de la boca. Incisión limpia en el cuello, causada con toda probabilidad por un cuchillo de hoja larga moderadamente afilado. La incisión tiene una longitud de doce centímetros y medio, y su arranque se sitúa cinco centímetros por debajo del ángulo de la mandíbula. Se trata de una incisión limpia que se desvía un poco hacia abajo. Sección de las arterias.
Pasó al pecho.
—Lesión profunda de gran tamaño, con una anchura de siete centímetros y medio. También en este caso la causa más probable es un cuchillo de hoja larga. Se observa la perforación de un pulmón.
Miró las manos de MacAuley.
—No hay cortes defensivos.
A mi izquierda, Banerjee hacía ruidos raros. Me volví. El joven sargento estaba recitando en voz baja algún mantra pagano. Se había puesto muy blanco.
—¿Es su primera autopsia, sargento?
Sonrió avergonzado.
—La segunda, señor.
Lástima. La segunda suele ser la peor. Por muy truculenta que sea la primera, uno la salva por la sorpresa. No acabas de saber qué pasará. La segunda, en cambio, no tiene esa parte positiva. Sabes perfectamente qué esperar, pero aún no estás del todo preparado.
—¿Qué tal fue la primera?
—Tuve que irme antes de que se acabara.
Asentí.
—Enhorabuena, sargento.
Vi que se ruborizaba, pero es que tengo la costumbre de tomarles el pelo a mis subordinados. Viniendo de mí es un cumplido.
El doctor Lamb procedía entonces a limpiar el cadáver mientras tarareaba algo con voz grave de barítono, como un sacerdote inca ungiendo a su víctima antes de sacarle el corazón. Después cogió un cuchillo e hizo una incisión desde el cuello de MacAuley hasta el abdomen. Había muy poca sangre. Tras romper y abrir la caja torácica, dejando a la vista los órganos principales, los fue extrayendo uno a uno. A mi lado, Banerjee cambiaba todo el rato de postura, incómodo. Lo que te sacaba de tus casillas nunca era una sola cosa, sino una combinación de varias, la suma de los olores y los sonidos en un tétrico crescendo. Se tapó la boca, se volvió y se dirigió a toda prisa a la salida.
En mis primeras autopsias yo había vomitado hasta echar las entrañas, sin saber por qué; después, la experiencia ya no se diferenciaba mucho de estar en un matadero, pero la psicología humana se rebela contra el acto físico de ver cómo reducen a una persona a un montón de carne. A pesar de todo, los seres humanos se adaptan. Es una de nuestras grandes fortalezas. Las reacciones naturales se pueden desconectar, o eliminar, como en mi caso. Es el efecto de haber pasado tres años viendo cómo descuartizan seres humanos. Me dio envidia la reacción de Banerjee, o mejor dicho su capacidad de reaccionar.
Me quedé unos minutos más, viendo trabajar al bueno del doctor, silencioso y eficaz como si estuviera haciendo algo tan prosaico como arrancar una muela, y mientras tanto me construí una imagen de lo que podía haber pasado. Contusiones y descoloramientos alrededor de la boca, y ausencia de cortes defensivos en las manos. Parecía indicar que el asesino de MacAuley se había acercado por detrás y lo había cogido por sorpresa. Seguramente le había tapado la boca, para que no gritase, y luego, a juzgar por las salpicaduras de sangre en el lugar de los hechos, le había rebanado la garganta.
Sin embargo, había algo que no me cuadraba. Estaba claro que el asesino sabía lo que se traía entre manos. La incisión era limpia, y le había seccionado las arterias y la tráquea. La muerte de MacAuley debía de haberse producido en menos de un minuto. Entonces ¿qué sentido tenía la segunda herida? ¿Por qué le habían clavado un cuchillo en el pecho? Seguro que el asesino sabía que MacAuley no iba a sobrevivir. ¿Por qué había perdido el tiempo asestándole puñaladas?
Este motivo de inquietud enlazaba con otro: el mensaje. ¿De qué servía arrugarlo y meterlo en la boca de MacAuley? ¿No habría sido más lógico dejarlo a la vista si de lo que se trataba era de hacer una declaración política? Al principio había supuesto que era para evitar que se perdiese, pero ya no estaba tan seguro.
Ya había visto todo lo que me hacía falta ver. Cualquier otro elemento de interés figuraría en el informe de la autopsia. Me volví y salí en busca de Surrender-not, al que encontré sentado en la escalinata del edificio universitario, con la cabeza entre las manos. Me senté a su lado y le ofrecí un cigarrillo, a la vez que sacaba uno para mí. Le tembló la mano al cogerlo, agradecido. Nos quedamos un minuto en silencio, dejando que el humo surtiera efecto.
—¿Mejora con el tiempo? —preguntó.
—Sí.
—No creo que llegue a acostumbrarme.
—Puede que no sea tan malo.
Me acabé el cigarrillo y tiré la colilla. Banerjee aún parecía afectado por la experiencia, lo cual no era buena noticia. Lo necesitaba concentrado, y la mejor manera de lograrlo era que se pusiera otra vez a trabajar. Teníamos que resolver dos asesinatos: para uno de ellos no se me ocurría ningún móvil, y para el otro los tenía de sobra, pero me faltaban pistas sólidas.
—Vamos, sargento —dije—, tenemos trabajo.