SEIS

Jueves, 10 de abril de 1919

A veces es mejor no despertarse.

Lo que pasa es que eso en Calcuta es imposible. A las cinco sale el sol, y lo sigue una cacofonía de perros, cuervos y gallos. Justo cuando los animales se cansan, empiezan los almuédanos, llamando a la oración desde todos los minaretes de la ciudad. Con tanto ruido, los únicos europeos que no se han despertado a las cinco y media son los que están enterrados en el cementerio de Park Street.

Cuando me desperté, olía otra vez a pescado. Había tenido un sueño intermitente, con la molestia del zumbido agudo de un mosquito. La señora Tebbit me había asegurado que ni uno solo de ellos había cruzado jamás el umbral del Belvedere, pero éste no debía de estar al corriente del informe. Me levanté y, una vez duchado y afeitado, me vestí y bajé a desayunar. En el comedor no había nadie, sólo la criada, así que me senté a la mesa y empecé a sincronizar mi reloj con el de la repisa de la chimenea. Justo cuando le daba cuerda, entró la señora Tebbit con una fuente de algo que me pareció kedgeree, preparado sin duda con las sobras de la cena, y la dejó ante mí con mucha más ceremonia de la que merecía el plato.

—Lo siento, señora Tebbit, pero no creo que pueda comer nada —le dije—. Es que esta mañana tengo la barriga un poco rara.

Era una mentira, pero al servicio de una buena causa.

—Vaya, capitán, qué lástima... —Frunció el ceño—. ¿Le ha dolido durante la noche?

—Sí, por desgracia.

—¡Pobre! Es que me ha parecido oír a alguien por la escalera. ¿Era usted?

—Probablemente —confirmé.

Esa excusa tan buena podría servirme en mi próxima incursión nocturna a Tiretta Bazaar.

Opté por una taza de café solo mientras echaba un vistazo a la edición matinal del Statesman, que estaba encima de la mesa. Al estar doblado, sólo se veía la mitad del titular, pero bastó para llamarme la atención. Lo abrí y leí el primer artículo:

ASESINADO UN ALTO CARGO DEL GOBIERNO

EN COSSIPORE

Tras el titular se describían el lugar del crimen y el estado del cadáver de MacAuley, en unos términos que a más de un lector debían de haberle atragantado el kedgeree del desayuno. Aunque hiperbólico y pomposo, el reportaje era tan fidedigno que incluso recogía el detalle de la nota ensangrentada dentro de la boca. Sin embargo, me resultó curioso que pasara por alto que el cadáver hubiese aparecido a pocos metros de un burdel. Seguro que el artículo enardecería a la opinión blanca, tanto como el editorial, que no reflejaba ninguna duda sobre los culpables: «¡Terroristas y revolucionarios!», exclamaba, resueltos a acabar con el legítimo imperio de la ley, y exigía una justicia tan rápida como inmisericorde.

Me preocupé. El periódico tenía todo el derecho a expresar su opinión, faltaría más, y, para ser sincero, lo de «inmisericorde» no me molestaba; el problema era lo de «rápida», porque dependía de mí y de mis hombres, y porque a juzgar por lo que había ocurrido el día anterior, no parecía que fuéramos a conseguir gran cosa a corto plazo.

Me sorprendió la rapidez con que la prensa se había enterado. El vicegobernador ya podía despedirse de sus intenciones de mantenerlo en secreto enviando a la inteligencia militar. Ahora que los aspectos más truculentos de la muerte de MacAuley habían salido en primera plana, toda la atención se centraría en nosotros, y siempre podía contarse con que la opinión pública cediera al pánico ante el menor atisbo de problemas, exigiendo resultados inmediatos; lo cual, por otra parte, podía tener el lado bueno de que el vicegobernador se viera forzado a ponerme otra vez al frente del escenario del crimen.

Una hora después estaba sentado a mi mesa, con Digby enfrente. Me lo había encontrado en la puerta, en un estado de cierta agitación.

—¡Wyndham! —me dijo—. ¡Creo que tengo una pista!

Encajé bien el golpe y lo hice entrar en mi despacho, donde me puse cómodo mientras él empezaba a dar vueltas.

—Cuénteme.

Se apoyó en la mesa.

—Uno de mis informadores sabe algo. Dice que ha oído comentar quién pudo haber matado a MacAuley, y que tiene un nombre.

—¿Y usted se fía de él?

—Por supuesto que no —dijo con un bufido—, es indio. Pero le pago, y lo que me da suele ser de confianza.

—¿Dónde está?

—En la Ciudad Negra. Es vendedor de paan. Se llama Vikram y tiene un puesto cerca de Shyambazar.

—De acuerdo —dije—, pues pida un coche y saldremos ahora mismo.

Digby sonrió.

—No podemos presentarnos allí de cualquier manera, compañero. Si lo ven hablando con dos sahibs policías, su utilidad en un futuro, por no decir su esperanza de vida, podría verse muy mermada.

—Pues ¿cuándo?

—Tranquilo. —Se dio unos golpecitos en la nariz—. Lo he organizado todo para esta noche.

No me apetecía mucho esperar todo el día para hablar con el soplón de Digby. Eso difícilmente se ajustaría a la definición del Statesman de «justicia rápida e inmisericorde», y tenía mis dudas de que fuera del agrado del comisario.

—¿No podría ser antes?

—Hágame caso —contestó—, que de noche es menos peligroso.

Accedí a regañadientes.

—¡Genial! —Digby dio una palmada—. ¿Se le ofrece algo más, compañero?

Le pedí que se sentase y lo puse al corriente de la conversación que había mantenido la tarde anterior con la señorita Grant.

—Ha dado en el clavo con la descripción que le hizo de MacAuley —dijo—. Un poco raro siempre fue.

—O sea que lo conocía bien, ¿eh? —pregunté—. ¿No debería habérmelo comentado?

—Bueno, tanto como conocerlo bien... —balbuceó—. Nos cruzamos unas cuantas veces, lo normal, pero ya está. Calcuta no es tan grande, y... ya sabe lo mucho que le gusta hablar a la gente. Los chicos del club siempre decían que era un poco especial, ya me entiende.

No, no lo entendía, y así se lo dije. Él vaciló.

—Bueno... Casi no se relacionaba con nadie. Entiéndame, seguro que los trámites los hacía bien, que evitaba que los nativos se desmadrasen y todo eso, pero en el fondo no era... de los nuestros. Dicen que su padre era minero.

A juzgar por su tono, para él había poca diferencia entre un minero y un culi.

—¿Y al otro, el tal Buchan? —pregunté—. ¿Lo conoce?

Digby tardó un poco en contestar.

—No mucho. Sólo hemos coincidido en un par de actos.

—¿Diría que es «de los nuestros»?

Se rió.

—Es millonario. Puede ser de los nuestros siempre que le dé la gana. Bueno, compañero, si no le importa, tengo cosas que hacer.

Cerró la puerta y se marchó. Intenté decidir qué asuntos eran prioritarios. La idea de quedarme de brazos cruzados esperando a que se hiciera de noche para interrogar al informador de Digby no me atraía demasiado, así que opté por ceñirme a mi plan original: hablar con Buchan y algunos compañeros y criados de MacAuley, asistir a la autopsia, organizar un encuentro con el vicegobernador y localizar al predicador del que me había hablado la señorita Grant. Aunque lo más importante era volver a interrogar a Devi, la chica del primer día. Ocultaba algo. Y tenía que averiguar de qué se trataba, pero sólo lo conseguiría apartándola de la temible señora Bose.

Llamé al «foso» y pedí que me pasaran con Banerjee. El sargento que estaba de guardia pegó un berrido. Al cabo de un momento, Banerjee se puso al teléfono.

—¿Qué me cuenta, sargento?

—Pues mire, señor —contestó con ese acento suyo tan perfecto, digno del arzobispo de Canterbury—, he llamado a la fábrica del señor Buchan, en Serampore, y su secretario me ha informado de que lleva varios días sin pasar por allí, y no ha dejado dicho cuándo volverá. Me ha facilitado el número de teléfono de su residencia, pero cuando he llamado me han comunicado que está pasando la semana en Calcuta, y que se aloja en su club.

—¿Qué club?

—El Bengal, señor. Me he tomado la libertad de telefonear, y el recepcionista me ha dicho que, si bien es cierto que el señor Buchan se aloja estos días allí, ha dado instrucciones de que no se lo moleste antes de las diez. También me ha comentado que el señor Buchan suele desayunar tarde, hacia las once, así que podría ser un buen momento para tratar de encontrarlo.

—Muy bien —dije—. Así nos ahorramos el viaje río arriba. Consiga un coche y los servicios de un chófer. Quiero pillar a nuestro amigo Buchan antes de que salga del club.

—Sí, señor.

—¿Y el predicador? —pregunté—. ¿Ha logrado dar con él?

—De momento no, señor. He llamado al thana del cuartel de Dum y me han dicho que en la zona hay varios orfanatos y misiones cristianas. Lo están investigando, y me informarán cuanto antes de sus averiguaciones.

—¿Algo más? —pregunté.

—Sí, señor —contestó Banerjee—. He encontrado la dirección de MacAuley, por si quisiera hablar usted con sus criados.

—Muy bien, sargento.

La anoté en un trozo de papel.

—Avíseme cuando tengamos el coche.

• • •

Justo después de colgar volvió a sonar el teléfono. Me imaginé que Banerjee se había dejado algo en el tintero, pero para mi sorpresa era la voz de Daniels, el secretario del comisario, la que estaba al otro lado de la línea.

—¡Wyndham, por favor, venga enseguida al despacho del comisario! —Estaba muy nervioso—. ¡Es urgente!